Jesús sufre a causa de Judas, que es enseñanza viva para los apóstoles de todos los tiempos
Jesús está en el campo, en una zona de tierras óptimas: magníficas parcelas de árboles frutales, viñedos espléndidos con racimos cargados de uvas, que tienden ya a teñirse de oro y de rubí… Está sentado entre frutales comiendo algo de fruta que le ha ofrecido un campesino. Quizás poco antes ha estado hablando, porque el campesino dice: -Me alegro de poder aliviar tu sed, Maestro. Tu discípulo ya nos había hablado de tu sabiduría, pero aun así nos hemos quedado asombrados al escucharte. Cerca como estamos de la Ciudad Santa, se va frecuentemente a ella para vender fruta y verduras. Se sube entonces también al Templo y se escucha a los rabíes. Pero no hablan, no, como Tú. Uno vuelve diciendo: «Si es así, ¿quién se salva?». Tú, por el contrario… ¡oh, a uno le parece sentir el corazón aligerado! Un corazón que vuelve a ser niño, aunque se siga siendo hombre. Soy un hombre rudo… no sé explicarme, pero Tú, sin duda, entiendes. -Sí. Te entiendo. Quieres decir que, con la seriedad y el conocimiento de las cosas, propios de quien es adulto, sientes, después de haber escuchado la Palabra de Dios, que la simplicidad, la fe, la pureza te renacen en el corazón, y te parece como si volvieras a ser niño, sin culpas ni malicia, con mucha fe, como cuando de la mano de tu madre subías al templo por primera vez u orabas sobre sus rodillas. Esto quieres decir. -Estos sí, exactamente esto. ¡Dichosos vosotros que estáis siempre con El! – dice luego a Juan, Simón y Judas, que comen jugosos higos, sentados en una tapia baja. Y termina – Y dichoso yo por tenerte como huésped durante una noche. Ya no temo ninguna desventura en mi casa, porque tu bendición ha entrado en ella. Jesús responde: -La bendición actúa y dura si los corazones permanecen fieles a la Ley de Dios y a mi doctrina; en caso contrario, la gracia cesa. Y es justo, porque, si es verdad que Dios da sol y aire tanto a los buenos como a los malos (para que vivan y, si son buenos, se hagan mejores, y, si son malos, se conviertan), también es justo que la protección del Padre se retire para castigo del malvado, para moverlo con penas a acordarse de Dios. -¿No es siempre un mal el dolor? -No, amigo. Es un mal desde el punto de vista humano, pero desde el punto de vista sobrehumano es un bien. Aumenta los méritos de los justos que lo sufren sin desesperación y rebelión y que lo ofrendan, ofreciéndose a sí mismos con su resignación, como sacrificio de expiación por las propias faltas y por las culpas del mundo; y es también redención para los no justos. -¡Es tan difícil sufrir!… – dice el campesino, al cual se han unido los familiares (unos diez entre adultos y niños). -Sé que el hombre lo encuentra difícil. Y el Padre, sabiendo esto, al principio no había dado el dolor a sus hijos. El dolor vino por la culpa. Pero, ¿cuánto dura el dolor en la Tierra, en la vida de un hombre? Poco tiempo, siempre poco aunque durase toda la vida. Ahora bien, Yo digo: ¿No es mejor sufrir durante poco tiempo que siempre?, ¿no es mejor sufrir aquí que en el Purgatorio? Pensad que el tiempo allí se multiplica por mil. ¡Oh!, en verdad os digo que no se debería maldecir sino bendecir el sufrimiento, y llamarlo «gracia», y llamarlo «piedad». -Nosotros bebemos tus palabras, Maestro, como un sediento en verano bebe agua con miel, sacada de fresca ánfora! ¿Te vas realmente mañana, Maestro? -Sí, mañana. Pero volveré, para darte las gracias por cuanto has hecho por mí y por los míos, y para pedirte otra vez un pan y descanso. -Eso siempre lo encontrarás aquí, Maestro. Se acerca un hombre con un borrico cargado de verduras. -Mira, si tu amigo quiere partir… mi hijo va a Jerusalén para el gran mercado de la Parasceve. -Ve, Juan. Tú sabes lo que debes hacer. Dentro de cuatro días nos volveremos a ver. Mi paz sea contigo – Jesús abraza a Juan y lo besa. Simón también hace lo mismo. -Maestro – dice Judas – si lo permites, voy con Juan. Me urge ver a un amigo. Todos los sábados está en Jerusalén. Iría con Juan hasta Betfagé y luego iría por mi cuenta… Es un amigo de casa… ya sabes… mi madre me dijo… -No te he preguntado nada, amigo. -Me llora el corazón al tener que dejarte. Pero dentro de cuatro días estaré de nuevo contigo, y seré tan fiel que hasta te resultaré pesado. -Ve. Para el alba de dentro de cuatro días estad en la Puerta de los Peces. Adiós, y que Dios te asista. Judas besa al Maestro y se marcha a poca distancia del borrico, que trota por el camino polvoriento. Cae la tarde sobre la campiña, que se hace silenciosa. Simón observa cómo trabajan los hortelanos regando sus parcelas. Jesús permanece un tiempo en donde estaba. Luego se levanta, va hacia la parte de atrás de la casa, se adentra entre los árboles frutales, se aísla. Va hasta una parte muy tupida en la cual robustos granados se entrecruzan con matas bajas – yo diría que son de uva crespa, pero no lo sé con seguridad, porque ya no tienen frutos y conozco poco la hoja de esta planta. Jesús se esconde detrás, se arrodilla, ora… y luego se inclina hacia la hierba, con el rostro contra el suelo, y llora (me lo dicen sus suspiros profundos y quebrados): es un llanto desconsolado; sin sollozos, pero muy triste. Pasa el tiempo. La luz es ya crepuscular, pero aún no hay tanta oscuridad como para no poder ver. En este marco de escasa luz, se ve sobresalir por encima de una mata la cara fea pero honesta de Simón. Mira, busca, y distingue la forma replegada sobre sí del Maestro, todo cubierto por el manto azul oscuro que lo confunde casi con las sombras del suelo; sólo resaltan la cabeza rubia, apoyada sobre las muñecas, y las manos unidas en oración, que sobresalen por encima de aquélla. Simón mira con esos ojos suyos un tanto saltones. Comprende que Jesús está triste, por los suspiros que emite, y su boca de labios abultados y violáceos se abre: -¡Maestro! Jesús alza el rostro. -¿Lloras, Maestro? ¿Por qué? ¿Me permites acercarme? El rostro de Simón está lleno de asombro y pena. Es, decididamente, un hombre feo. A las facciones no bellas, al colorido olivastro oscuro, se une el bordado azulino y hoyado de las cicatrices que su mal le ha dejado. Pero tiene una mirada tan buena, que desaparece la fealdad. -Ven, Simón, amigo. Jesús se ha sentado en la hierba. Simón se sienta cerca de Él. -¿Por qué estás triste, Maestro mío? Yo no soy Juan y no sabré darte todo lo que te da él. Pero deseo darte todo el consuelo; siento sólo un dolor: el de ser incapaz de hacerlo. Dime: ¿Te he disgustado en estos últimos días hasta el punto de que te abata el tener que estar conmigo? -No, amigo bueno. No me has disgustado jamás desde el momento en que te vi. Y creo que nunca serás para mí motivo de llanto. -¿Entonces, Maestro? No soy digno de que te confíes a mí, pero, por la edad, casi podría ser padre tuyo, y Tú sabes qué sed de hijos he tenido siempre… Deja que te acaricie como si fueras un hijo y que te haga, en esta hora de dolor, de padre y de madre. Es de tu Madre de quien Tú tienes necesidad para olvidar muchas cosas… -¡Oh, sí, es de mi Madre! -Pues déjale a tu siervo la alegría de consolarte, en espera de poder consolarte en Ella. ‘Tú lloras, Maestro, porque ha habido uno que te ha disgustado. Desde hace días tu rostro es como sol ensombrecido por nubes. Yo te observo. Tu bondad cela tu herida, para que nosotros no odiemos al que te hiere; pero esta herida duele y te produce náusea. Dime, Señor mío: ¿Por qué no alejas de ti la fuente del dolor? -Porque es inútil humanamente y además sería anticaridad. -¡Ah! ¡Te has dado cuenta de que hablo de Judas! Es por él por quien sufres. ¿Cómo puedes Tú, Verdad, soportar a ese embustero? Él miente y no cambia de color; es más falso que un zorro, más compacto que un peñasco. Ahora se ha ido. ¿A hacer qué? Pero, ¿cuántos amigos tiene? Me duele dejarte; si no, querría seguirlo y ver… ¡Oh! ¡Jesús mío! Ese hombre… Aléjalo de ti, Señor mío. -Es inútil. Lo que debe ser será. -¿Qué quieres decir? -Nada especial. -Tú no te has opuesto a que se marche porque… porque te has asqueado de su modo de actuar en Jericó. -Es verdad, Simón. Yo te sigo diciendo: Lo que debe ser será. Y Judas es parte de este futuro. Debe estar también él. -Juan me ha dicho que Simón Pedro es todo autenticidad y fuego… ¿Lo podrá soportar a éste? -Lo debe soportar. También Pedro está destinado a ser una parte, y Judas es el cañamazo en el que debe tejer su parte; o, si lo prefieres, es la escuela en que Pedro más madurará. Ser bueno con Juan, entender a los espíritus como Juan, es virtud hasta de los tontos. Pero ser bueno con quien es un Judas, y saber entender a los espíritus como los de Judas, y ser médico y sacerdote para ellos, es difícil: Judas es vuestra enseñanza viviente. -¿La nuestra? -Sí. La vuestra. El Maestro no es eterno sobre la Tierra. Se irá después de haber comido el más duro pan y haber bebido el más agrio vino. Pero vosotros os quedaréis para continuarme… y debéis saber. Porque el mundo no termina con el Maestro, sino que continúa después, hasta el retorno final del Cristo y el juicio final del hombre. Y, en verdad te digo que por un Juan, un Pedro, un Simón, un Santiago, Andrés, Felipe, Bartolomé, Tomás, hay al menos otras tantas veces siete Judas. ¡Y más, más aún!… Simón reflexiona y calla. Luego dice: -Los pastores son buenos. Judas los desprecia. Yo los amo. -Yo los amo y los ensalzo. -Son almas sencillas, como te agradan a ti. -Judas ha vivido en una ciudad. -Es su única disculpa. Pero muchos han vivido en una ciudad y sin embargo… ¿Cuándo piensas venir donde mi amigo? -Mañana, Simón. Y con mucho gusto, porque estamos tú y Yo solos. Creo que será un hombre culto y experimentado como tú. -Y sufre mucho… en el cuerpo y, más aún, en el corazón. Maestro… quisiera pedirte una cosa: si no te habla de sus tristezas, no le preguntes sobre su casa. -No lo haré. Yo soy para quien sufre, pero no fuerzo las confidencias; el llanto tiene su pudor. -Y yo no lo he respetado… Pero es que me has dado tanta pena… -Tú eres mi amigo y ya le habías dado un nombre a mi dolor. Yo para tu amigo soy el Rabí desconocido. Cuando me conozca… entonces… Vamos. La noche ha llegado. No hagamos esperar a los huéspedes, que están cansados. Mañana al alba iremos a Betania. Jesús dice luego (a María Valtorta a quien seudónimamente llamaba “pequeño Juan”: -Pequeño Juan, ¡cuántas veces he llorado, rostro en tierra, por los hombres! ¿Y vosotros quisierais ser menos que Yo? También para vosotros, los buenos están en la proporción que había entre los buenos y Judas. Y cuanto más bueno es uno, más sufre por ello. Pero también para vosotros – y esto lo digo especialmente para aquellos que han sido designados para el cuidado de los corazones – es necesario aprender estudiando a Judas. Todos sois «Pedros», vosotros, sacerdotes, y debéis atar y desatar; pero, ¡cuánto, cuánto, cuánto espíritu de observación, cuánta fusión en Dios, cuánto estudio vivo, cuántas comparaciones con el método de vuestro Maestro debéis hacer para serlo como debéis! A alguno le parecerá inútil, humano, imposible cuanto ilustro. Son los de siempre, los que niegan las fases humanas de la vida de Jesús, y de mí hacen una cosa tan fuera de la vida humana que soy sólo cosa divina. ¿Dónde queda entonces la Santísima Humanidad, dónde el sacrificio de la Segunda Persona vistiendo una carne? ¡Pues verdaderamente era Hombre entre los hombres! Era el Hombre, y por tanto sufría viendo al traidor y a los ingratos, y por tanto gozaba con quien me quería o a mí se convertía, y por tanto me estremecía y lloraba ante el cadáver espiritual de Judas. Me estremecí y lloré ante el amigo muerto, (Lázaro), pero sabía que lo llamaría a la vida y gozaba viéndolo ya con el espíritu en el Limbo. Aquí… aquí estaba frente al Demonio. Y no digo más. Tú sígueme, Juan. Demos a los hombres también este don. ¡Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y se esfuerzan en cumplirla! ¡Bienaventurados los que quieren conocerme para amarme! En ellos y para ellos, Yo seré bendición.