Jesús responde a la acusación de haber curado en sábado a la Beldad de Corazín
Jesús está en Betsaida. Habla de pie en la barca en que ha venido, que está casi encallada en la arena de la orilla, atada a una estaca de un pequeño espigón rudimentario. Mucha gente, sentada en semicírculo sobre la arena, lo está escuchando. Jesús acaba de empezar su discurso. «… En esto veo que me amáis también vosotros los de Cafarnaúm, que me habéis seguido dejando negocios y comodidades con tal de oír la palabra que os adoctrina. Sé también que ello, más que el hecho de dejar de lado esos negocios – con el consiguiente perjuicio a vuestra bolsa – os acarrea burlas e incluso menoscabo social. Sé que Simón, Elí, Urías y Joaquín se muestran contrarios a mí; hoy contrarios, mañana enemigos. Y os digo – porque no engaño a nadie, ni quiero engañaros a vosotros, mis fieles amigos – que, para perjudicarme, para proporcionarme dolor, para vencerme aislándome, ellos, los poderosos de Cafarnaúm, usarán todos los medios… Tanto insinuaciones como amenazas, tanto el escarnio como la calumnia. Todo usará el Enemigo común para arrancar almas a Cristo convirtiéndolas en presa propia. Os digo: Quien persevere se salvará; mas os digo también: Quien ame más la vida y el bienestar que la salud eterna es libre de marcharse, de dejarme, de ocuparse de la pequeña vida y del transitorio bienestar. Yo no retengo a nadie. E1 hombre es un ser libre. Yo he venido a liberar aún más al hombre. Liberarlo del pecado – para el espíritu – y de las cadenas: una religión deformada, opresiva, que no hace sino sofocar bajo ríos de cláusulas, de palabras, de preceptos, la verdadera palabra de Dios, limpia, concisa, luminosa, fácil, santa, perfecta. Mi venida es criba de las conciencias. Yo recojo mi trigo en la era y lo trillo con la doctrina de sacrificio y lo cierno con el cernedor de su propia voluntad. La cascarilla, el sorgo, la veza, la cizaña, volarán ligeros e inútiles, para caer pesados y nocivos y ser alimento de volátiles; en mi granero no entrará sino el trigo selecto, puro, consistente, bueno. El trigo son los santos. Desde hace siglos existe un duelo entre el Eterno y Satanás. Satanás, enorgullecido por su primera victoria sobre el hombre, le dijo a Dios: «Tus criaturas serán mías para siempre. Ni siquiera el castigo, ni la Ley que quieres darles, nada, las hará capaces de ganarse el Cielo, y esta Morada tuya, de la cual me expulsaste (a mí, que soy el único inteligente entre los seres creados por ti), esta Morada, se te quedará vacía, inútil, triste como todas las cosas inútiles». Y el Eterno respondió al Maldito: «Podrás esto mientras tu veneno, solo, reine en el hombre. Pero Yo mandaré a mi Verbo y su palabra neutralizará tu veneno, sanará los corazones, los curará de la demencia con que los has manchado o convertido en diablos, y volverán a Mí. Como ovejas que, descarriadas, vuelven a encontrar al pastor, volverán a mi Redil, Y el Cielo será poblado: para ellos lo he hecho. Rechinarán tus horribles dientes de impotente rabia, allí, en tu hórrido reino, prisionero y maldito; sobre ti los ángeles volcarán la piedra de Dios y la sellarán. Tinieblas y odio os acompañarán a ti y a los tuyos; los míos tendrán, sin embargo, luz y amor, canto y beatitud, libertad infinita, eterna, sublime». Satanás, con risotada burlesca juró: `Juro por mi Gehena que vendré cuando llegue la hora. Omnipresente estaré junto a los evangelizados, y veremos si eres Tú el vencedor o lo soy yo». Sí, para cribaros, Satanás os insidia y Yo os rodeo. Los contendientes somos dos: Yo y él; vosotros estáis en el medio. El duelo del Amor y el Odio, de la Sabiduría y la Ignorancia, de la Bondad y el Mal, está sobre vosotros y en torno a vosotros. Yo soy suficiente para repeler los malvados golpes dirigidos a vosotros. Me coloco en medio entre el arma satánica y vuestro ser y acepto ser herido en lugar de vosotros, porque os amo. Pero, en vuestro interior, vosotros debéis repeler, con vuestra voluntad, los golpes, corriendo hacia mí, poniéndoos en mi Camino, que es Verdad y Vida. Quien no anhela el Cielo no lo tendrá. Quien no es apto para ser discípulo del Cristo será como cascarilla ligera que el viento del mundo se llevará consigo. Los enemigos del Cristo son semilla nociva que renacerá en el reino satánico. Sé por qué habéis venido, vosotros de Cafarnaúm. Y tengo la conciencia tan libre del pecado que se me atribuye – y en nombre del cual, inexistente, se me murmura a mis espaldas, insinuándoos que oírme y seguirme significa complicidad con el pecador -, que no temo dar a conocer la razón de ello a estos de Betsaida. Entre vosotros, habitantes de Betsaida, hay algunos ancianos que no se han olvidado, por distintas razones, de la Beldad de Corazín; hay hombres que pecaron con ella, hay mujeres que por su causa lloraron. Lloraron y – aún no había venido Yo a decir: «¡Amad a quien os perjudica!» – lloraron, para después regocijarse cuando vinieron a saber que la había mordido la podredumbre que rezumaba de sus entrañas impuras hacia afuera de su espléndido cuerpo, figura de aquella lepra más grave que le había roído su alma de adúltera, homicida y meretriz. Adúltera setenta veces siete, con cualquiera, con tal de que tuviese el nombre «hombre» y tuviese dinero. Homicida siete veces siete de sus concepciones ilegítimas; meretriz sólo por vicio, ni siquiera por necesidad. ¡Os comprendo, esposas traicionadas! Comprendo vuestro regocijo, cuando se os dijo: «Las carnes de la Beldad están más fétidas y descompuestas que las de un animal muerto tendido en la cuneta de una vía transitada, presa de cuervos y gusanos». Mas Yo os digo: sabed perdonar. Dios ha llevado a cabo vuestra venganza; luego ha perdonado. Perdonad también vosotras. Yo la he perdonado en vuestro nombre, porque sé que sois buenas, mujeres de Betsaida que me saludáis gritando: «¡Bendito sea el Cordero de Dios! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Si soy Cordero y me reconocéis como tal, si vengo a estar entre vosotras -Yo, Cordero -, vosotras debéis transformaros todas en ovejas mansas, incluso aquellas a las que un lejano, ya lejano dolor de esposa traicionada, inviste de instintos como los de una fiera que defiende su guarida. Yo, siendo Cordero, no podría permanecer entre vosotras si os comportarais como tigres y hienas. Aquel que viene en el Nombre santísimo de Dios a recoger a justos y a pecadores para conducirlos al Cielo ha ido también adonde la arrepentida y le ha dicho: «Queda limpia. Ve. Expía». Esto lo ha hecho en sábado. De esto se me acusa. Acusación oficial. La segunda acusación es el hecho de haberme acercado a una meretriz – una mujer que fue meretriz; en ese momento no era sino un alma que lloraba su pecado -. Pues bien, digo: Lo he hecho y seguiré haciéndolo. Traedme el Libro, escrutadlo, estudiadlo, desentrañad su contenido. Encontrad, si os resulta posible, un punto que prohíba al médico atender a un enfermo, a un levita ocuparse del altar, a un sacerdote no escuchar a un fiel… sólo porque sea sábado. Yo, si lo encontráis y me lo mostráis, diré, dándome golpes de pecho: «Señor, he pecado en tu presencia y en presencia de los hombres. No soy digno de tu perdón, pero si Tú quieres mostrarte compasivo con tu siervo, te bendeciré mientras dure mi soplo vital». Porque esa alma era una enferma, y los enfermos tienen necesidad del médico; era un altar profanado y tenía necesidad de ser purificado por un levita; era un fiel que se dirigía a adorar al Templo verdadero del Dios verdadero y tenía necesidad del sacerdote que en él le introdujera. En verdad os digo que Yo soy el Médico, el Levita, el Sacerdote. En verdad os digo que, si no cumplo con mi deber perdiendo siquiera una sola de las almas que sienten anhelo de salvación, no salvándola, Dios Padre me pedirá cuentas y me castigará por esta alma perdida. Este sería mi pecado, según los grandes de Cafarnaúm; habría podido esperar, para hacerlo, al día siguiente del sábado. Sí. Pero, ¿por qué retardar otras veinticuatro horas la readmisión en la paz de Dios de un corazón contrito? En ese corazón había humildad verdadera, cruda sinceridad, dolor perfecto. Yo leí en ese corazón. La lepra estaba todavía en su cuerpo, mas el corazón ya no la padecía debido al bálsamo de años de arrepentimiento, de lágrimas, de expiación. Ese corazón, para que Dios se acercara a él – sin que esta cercanía contaminase el aura santa que circunda a Dios -, no tenía necesidad sino de que Yo volviera a consagrarlo. Lo he hecho. Ella salió del lago limpia en la carne, sí, pero aún más limpia en el corazón. ¡Cuántos, cuántos de los que han entrado en las aguas del Jordán obedeciendo al mandato del Precursor no han salido tan limpios como ella! Porque el bautismo de éstos no era el acto voluntario, sentido, sincero, de un espíritu que deseara prepararse a mi venida, sino sólo una forma de aparecer perfectos en santidad ante los ojos del mundo; por tanto, era hipocresía y soberbia: dos culpas que aumentaban el cúmulo de culpas preexistentes en su corazón. El bautismo de Juan no es más que un símbolo. Os quiere decir: «Limpiaos de la soberbia humillándoos llamándoos pecadores; de las lujurias, lavándoos sus escorias». Es el alma la que debe ser bautizada con vuestra voluntad, para estar limpia en el banquete de Dios. No existe ninguna culpa tan grande que no pueda ser lavada, primero por el arrepentimiento, luego por la Gracia, finalmente por el Salvador. No hay pecador tan grande que no pueda alzar el rostro humillado y sonreír a una esperanza de redención. Es suficiente su completitud en la renuncia a la culpa, su heroicidad en el resistir a la tentación, su sinceridad en la voluntad de renacer. Voy a manifestaros una verdad que a mis enemigos les parecería una blasfemia; pero vosotros sois mis amigos. Hablo especialmente para vosotros, mis discípulos ya elegidos, aunque también para todos los que me estáis escuchando. Os digo que los ángeles, espíritus puros y perfectos, que viven en la luz de la Santísima Trinidad, gozosos en ella, dentro de su perfección, padecen – y así lo reconocen – una inferioridad respecto a vosotros, hombres lejanos del Cielo. Su inferioridad es el no poderse sacrificar, no poder sufrir para cooperar en la redención del hombre. Y – ¿qué os parece? – Dios no toma a un ángel suyo para decirle «sé el Redentor de la Humanidad», sino que toma a su Hijo. Y sabiendo que, a pesar de ser incalculable el Sacrificio e infinito su poder, todavía le falta algo – y es bondad paterna que no quiere hacer diferencia entre el Hijo de su amor y los hijos de su poder – a la suma de los méritos destinados a ser contrapuestos a la suma de los pecados que de hora en hora la Humanidad acumula; sabiendo esto, no toma a otros ángeles para colmar la medida y no les dice «sufrid para imitar al Cristo», sino que os lo dice a vosotros, a vosotros, hombres. Os dice: «Sufrid, sacrificaos, sed semejantes a mi Cordero, sed corredentores…». ¡Oh…, veo cohortes de ángeles que, dejando por un instante de volar en el éxtasis adorante en torno al Fulcro Trino, se arrodillan, vueltos hacia la tierra, y dicen: «¡Benditos vosotros, que podéis sufrir con Cristo y por el eterno Dios nuestro y vuestro! Muchos no comprenderán todavía esta grandeza; es demasiado superior al hombre. Pero cuando la Hostia sea inmolada, cuando el Trigo eterno torne a la vida para nunca más morir, después de recogerlo, trillarlo, mondarlo y sepultarlo en las entrañas de la tierra, entonces vendrá el Iluminador superespiritual e iluminará a los espíritus (incluso a los más obtusos, que, a pesar de serlo, hayan permanecido fieles al Cristo Redentor). Entonces comprenderéis que no he blasfemado, sino que os he anunciado la más alta dignidad del hombre: la de ser corredentor, a pesar de que antes no fuera más que un pecador. Mientras tanto preparaos a ella con pureza de corazón y de propósitos. Cuanto más puros seáis, más comprenderéis; porque la impureza – del tipo que sea – es en todo caso humo que obnubila y grava vista e intelecto. Sed puros. Comenzad a serlo por el cuerpo para pasar al espíritu. Comenzad por los cinco sentidos para pasar a las siete pasiones. Comenzad por el ojo, sentido que es rey y que abre el camino a la más mordiente y compleja de las hambres. El ojo ve la carne de la mujer y apetece la carne. El ojo ve la riqueza de los ricos y apetece el oro. El ojo ve la potencia de los gobernantes y apetece el poder. Tened ojo sereno, honesto, morigerado, puro, y tendréis deseos serenos, honestos, morigerados y puros. Cuanto más puro sea vuestro ojo, más puro será vuestro corazón. Estad atentos a vuestro ojo, ávido descubridor de los pomos tentadores. Sed castos en las miradas, si queréis ser castos en el cuerpo. Si tenéis castidad de carne, tendréis castidad de riqueza y de poder; tendréis todas las castidades y seréis amigos de Dios. No temáis ser objeto de burlas por ser castos, temed sólo ser enemigos de Dios. Un día oí decir: «El mundo se burlará de ti, considerándote mentiroso o eunuco, si muestras no tender hacia la mujer». En verdad os digo que Dios ha puesto el vínculo matrimonial para elevaros a imitadores suyos procreando, a ayudantes suyos poblando los Cielos. Pero existe un estado más alto, ante el cual los ángeles se inclinan viendo su sublimidad sin poderla imitar. Un estado que, si bien es perfecto cuando dura desde el nacimiento hasta la muerte, no se encuentra cerrado para aquellos que, no siendo ya vírgenes, arrancan su fecundidad, masculina o femenina, anulan su virilidad animal para hacerse fecundos y viriles sólo en el espíritu. Se trata del eunuquismo sin imperfección natural ni mutilación violenta o voluntaria, el eunuquismo que no impide acercarse al altar; es más, que, en los siglos venideros, servirá al altar y estará en torno a él. Es el eunuquismo más elevado, aquel cuyo instrumento amputador es la voluntad de pertenecer a Dios sólo, y conservarle castos el cuerpo y el corazón para que eternamente refuljan con la candidez que el Cordero aprecia. He hablado para el pueblo y para los elegidos de entre el pueblo. Ahora, antes de entrar a partir el pan y condividir la sal en la casa de Felipe, os bendigo a todos; a los buenos, como premio; a los pecadores, para animarlos a acercarse a Aquel que ha venido a perdonar. La paz sea con todos vosotros. Jesús desciende de la barca y pasa entre la multitud que se le agolpa en torno. En la esquina de una casa está todavía Mateo, quien ha escuchado desde allí al Maestro, no atreviéndose a más. Cuando llega a ese punto, Jesús se detiene y, como bendiciendo a to-dos, bendice una vez más, mira a Mateo, y luego reprende la marcha entre el grupo de los suyos, seguido por el pueblo; y desaparece en una casa. Todo termina.