Jesús enseña en el Templo estando con Judas Iscariote.
Veo a Jesús entrando, con Judas a su lado, en el recinto del Templo; pasa la primera terraza, o rellano de la grada si se prefiere; se detiene en un pórtico que rodea un amplio patio solado con mármoles de colores distintos. El lugar es muy bonito y está lleno de gente. Jesús mira a su alrededor y ve un sitio que le gusta. Pero, antes de dirigirse a él, dice a Judas: – Llámame al responsable de este lugar. Debo presentarme para que no se diga que falto a las costumbres y al respeto. – Maestro, Tú estás por encima de las costumbres. Nadie tiene más derecho que Tú a hablar en la Casa de Dios; Tú, su Mesías. – Yo eso lo sé, y tú también lo sabes, pero ellos no. No he venido para escandalizar, como tampoco para enseñar a violar la Ley o las costumbres; antes bien, he venido justamente para enseñar respeto, humildad y obediencia; para hacer desaparecer los escándalos. Por ello quiero pedir el permiso para hablar en nombre de Dios, haciéndome reconocer digno de ello por el responsable del lugar. – La otra vez no lo hiciste.- La otra vez me abrasaba el celo de la Casa de Dios, profanada por demasiadas cosas. La otra vez Yo era el Hijo del Padre, el Heredero que en nombre del Padre y por amor de su Casa actuaba con la majestad que me es propia y que está por encima de magistrados y sacerdotes. Ahora soy el Maestro de Israel, y le enseño a Israel también esto. Y además, Judas, ¿tú crees que el discípulo es más que su Maestro? – No, Jesús. – ¿Y tú quién eres? ¿Y quién soy Yo? – Tú, el Maestro; yo, el discípulo. – Y entonces, si reconoces que son así las cosas, ¿por qué quieres enseñar a tu Maestro? Ve y obedece. Yo obedezco a mi Padre, tú obedece a tu Maestro. Condición primera del Hijo de Dios es ésta: obedecer sin discutir, pensando que el Padre sólo puede dar órdenes santas; condición primera del discípulo es obedecer a su Maestro, pensando que el Maestro sabe y sólo puede dar órdenes justas. – Es verdad. Perdona. Obedezco. – Perdono. Ve. Escucha, Judas, esta otra cosa: acuérdate de esto, recuérdalo siempre. – ¿Obedecer? Sí. – No. Recuerda que Yo fui respetuoso y humilde para con el Templo; para con el Templo, o sea, con las clases poderosas. Ve. Judas lo mira pensativo, interrogativamente… pero no se atreve a preguntar nada más, y se va meditabundo. Vuelve con un personaje solemnemente vestido. – Este es, Maestro, el magistrado. – La paz sea contigo. Solicito enseñar, entre los rabíes de Israel, a Israel. -¿Eres rabí? – Lo soy. – ¿Quién fue tu maestro? – El Espíritu de Dios, que me habla con su sabiduría y me ilumina cada una de las palabras de los Textos Santos. – ¿Eres más que Hil.lel, Tú, que sin maestro afirmas que sabes toda doctrina? ¿Cómo puede uno formarse si no hay uno que le forme? – Como se formó David, pastorcito ignorante que llegó a ser rey poderoso y sabio por voluntad del Señor. – Tu nombre. – Jesús de José de Jacob, de la estirpe de David, y de María de Joaquín, de la estirpe de David, y de Ana de Aarón; María, la Virgen que casó en el Templo, porque era huérfana, el Sumo Sacerdote, según la ley de Israel. – ¿Quién lo prueba? – Todavía debe haber aquí levitas que se acuerden de ese hecho, coetáneos de Zacarías de la clase de Abías, pariente mío. Pregúntaselo a ellos, si dudas de mi sinceridad. – Te creo. ¿Pero quién me prueba que sepas enseñar? – Escúchame y podrás juzgar por ti mismo. – Si quieres puedes enseñar… Pero… ¿no eres nazareno? – Nací en Belén de Judá en tiempos del censo ordenado por el César. Proscritos a causa de disposiciones injustas, los hijos de David están por todas partes. Pero la estirpe es de Judá. – Ya sabes… los fariseos… toda Judea… respecto a Galilea… – Lo sé. No temas. En Belén vi la luz por primera vez, en Belén Efratá de donde viene mi estirpe; si ahora vivo en Galilea es sólo para que se cumpla lo que está escrito… El magistrado se aleja unos metros acudiendo a una llamada. Judas pregunta: – ¿Por qué no has dicho que eres el Mesías? – Mis palabras lo dirán. – ¿Qué es lo que está escrito y debe cumplirse? – La reunión de todo Israel bajo la enseñanza de la palabra del Cristo. Yo soy el Pastor de que hablan los Profetas, y vengo a reunir a las ovejas de todas las regiones, a curar a las enfermas, a conducir al pasto bueno a las errantes. Para mí no hay Judea o Galilea, Decápolis o Idumea. Sólo hay una cosa: el Amor que mira con un único ojo y une en un único abrazo para salvar… Se le ve inspirado a Jesús. ¡Tanto sonríe a su sueño, que parece emanar destellos! Judas lo observa admirado. Entre tanto, algunas personas, curiosas, se han acercado a los dos, cuyo aspecto imponente — distinto en ambos — atrae e impresiona. Jesús baja la mirada. Sonríe a esta pequeña multitud con esa sonrisa suya cuya dulzura ningún pintor podrá nunca reflejar fidedignamente y ningún creyente que no la haya visto puede imaginar. Y dice: – Venid, si os sentís deseosos de palabras eternas. Se dirige hacia un arco del pórtico; bajo él, apoyado en una columna, empieza a hablar. Toma como punto de partida lo que había sucedido por la mañana. – Esta mañana, entrando en Sión, he visto que por pocos denarios dos hijos de Abraham estaban dispuestos a matarse. Habría podido maldecirlos en nombre de Dios, porque Dios dice: «No matarás», y también afirma que quien no obedece a su ley será maldito. Pero he tenido piedad de su ignorancia respecto al espíritu de la Ley y me he limitado a impedir el homicidio, para que puedan arrepentirse, conocer a Dios, servirle obedientemente, amando no sólo a quien los ama, sino también a los enemigos. Sí, Israel. Un nuevo día surge para ti. Más luminoso se hace el precepto del amor. ¿Acaso empieza el año con el nebuloso Etanim, o con el triste Kisléu de jornadas más breves que un sueño y noches tan largas como una desgracia? No, el año comienza con el florido, luminoso, alegre Nisán, cuando todo ríe y el corazón del hombre, aun el más pobre y triste, se abre a la esperanza porque llega el verano, la cosecha, el sol, la fruta; cuando dulce es dormir, incluso en un prado florecido, con las estrellas como candil; cuando es fácil alimentarse porque todo terrón produce hierba o fruto para el hambre del hombre. Mira, Israel. Ha terminado el invierno, tiempo de espera. Ahora toca la alegría de la promesa que se cumple. El Pan y el Vino pronto se ofrecerán para saciar tu hambre. El Sol está entre vosotros. Todo, ante este Sol, adquiere un respiro más dulce y amplio, incluso el precepto de nuestra Ley, el primero, el más santo entre los preceptos santos: ‘Ama a tu Dios y ama a tu prójimo». En el marco de la luz relativa que hasta ahora te ha sido concedida, se te dijo — no habrías podido hacer más, porque sobre ti pesaba todavía la cólera de Dios por la culpa de Adán de falta de amor — se te dijo: ‘Ama a los que te aman y odia a tu enemigo». Pero era tu enemigo no sólo quien traspasaba las fronteras de tu patria, sino también el que te había faltado en privado, o que te parecía que hubiera faltado. Así que el odio anidaba en todos los corazones, porque ¿quién es el hombre que, queriendo o sin querer, no ofende al hermano, y quién el que llega a la vejez sin que le hayan ofendido? Yo os digo: amad incluso a quien os ofende. Hacedlo pensando que Adán fue un prevaricador respecto a Dios, y que por Adán todo hombre lo es, y que no hay ninguno que pueda decir: «Yo no he ofendido a Dios». Y, sin embargo, Dios perdona no una sola vez, sino muchas, muchísimas, muchísimas veces, y es prueba de ello la permanencia del hombre sobre la tierra. Perdonad, pues, como Dios perdona. Y, si no podéis hacerlo por amor hacia el hermano que os ha perjudicado, hacedlo por amor a Dios, que os da pan y vida, que os tutela en las necesidades terrenas y ha orientado todo lo que sucede a procuraros la eterna paz en su seno. Esta es la Ley nueva, la Ley de la primavera de Dios, del tiempo florecido de la Gracia que se ha hecho presente entre los hombres, del tiempo que os dará el Fruto sin igual que os abrirá las puertas del Cielo. La voz que hablaba en el desierto no se oye, pero no está muda. Habla todavía a Dios en favor de Israel y le habla todavía en el corazón a todo israelita recto, y dice — después de haberos enseñado: a hacer penitencia para preparar los caminos al Señor que viene; a tener caridad dando lo superfluo a quien no tiene ni siquiera lo necesario; a ser honestos no causando extorsiones o maltratando a nadie — os dice: «El Cordero de Dios, quien quita los pecados del mundo, quien os bautizará con el fuego del Espíritu Santo está entre vosotros; El limpiará su era, recogerá su trigo». Sabed reconocer a Aquel que el Precursor os indica. Sus sufrimientos se elevan a Dios para procuraros luz. Ved. Ábranse vuestros ojos espirituales. Conoceréis la Luz que viene. Yo recojo la voz del Profeta que anuncia al Mesías, y, con el poder que me viene del Padre, la amplifico, y añado mi poder, y os llamo a la verdad de la Ley. Preparad vuestros corazones a la gracia de la Redención cercana. El Redentor está entre vosotros. Dichosos los dignos de ser redimidos por haber tenido buena voluntad. La paz sea con vosotros. Uno pregunta: – Hablas con tanta veneración del Bautista, que se diría que eres discípulo suyo. ¿Es así?. – Él me bautizó en las orillas del Jordán antes de que lo apresaran. Le venero porque él es santo a los ojos de Dios. En verdad os digo que entre los hijos de Abraham no hay ninguno que lo supere en gracia. Desde su venida hasta su muerte, los ojos de Dios se habrán posado sin motivo de enojo sobre este bendito. – ¿Él te confirmó lo relativo al Mesías? – Su palabra, que no miente, señaló el Mesías vivo a los presentes. – ¿Dónde? ¿Cuándo? – Cuando llegó el momento de señalarlo. Judas se siente en el deber de decir a diestro y siniestro: – El Mesías es el que os está hablando. Yo os lo testifico, yo que lo conozco y soy su primer discípulo. – ¡Él!… ¡Oh!… – La gente, atemorizada, se echa un poco hacia atrás. Pero Jesús se muestra tan dulce, que vuelven a acercarse. – Pedidle algún milagro. Es poderoso. Cura. Lee los corazones. Da respuesta a todos los porqués. – Habíale; para mí, que estoy enfermo. El ojo derecho está muerto, el izquierdo se está secando… – Maestro. – Judas – Jesús, que estaba acariciando a una niña pequeña, se vuelve. – Maestro, este hombre está casi ciego y quiere ver. Le he dicho que Tú puedes curarlo. – Puedo para quien tiene fe. Hombre, ¿tienes fe? – Yo creo en el Dios de Israel. Vengo aquí para meterme en Betesda, pero siempre hay uno que me precede. – ¿Puedes creer en mí? – Si creo en el ángel de la piscina, ¿no voy a creer en ti, de quien tu discípulo dice que eres el Mesías? Jesús sonríe. Se moja el dedo con saliva y roza apenas el ojo enfermo. – ¿Qué ves? – Veo las cosas sin la niebla de antes. Y el otro, ¿no me lo curas? Jesús sonríe de nuevo. Vuelve a hacer lo mismo, esta vez con el ojo ciego. – ¿Qué ves? – le pregunta, levantando del párpado caído la yema del dedo. – ¡Ah, Señor de Israel, veo tan bien como cuando de niño corría por los prados! ¡Bendito Tú, eternamente! – El hombre llora postrado a los pies de Jesús. – Ve. Sé bueno ahora por gratitud hacia Dios.Un levita, que había llegado cuando estaba concluyéndose el milagro, pregunta: – ¿Con qué facultad haces estas cosas? – ¿Tú me lo preguntas? Te lo diré, si me respondes a una pregunta. Según tu parecer, ¿es más grande un profeta que profetiza al Mesías o el Mesías mismo? – ¡Qué pregunta! El Mesías es el más grande: ¡es el Redentor que el Altísimo ha prometido! – Entonces, ¿por qué los profetas hicieron milagros? ¿Con qué facultad? – Con la facultad que Dios les daba para probar a las multitudes que Él estaba con ellos. – Pues bien, con esa misma facultad Yo hago milagros. Dios está conmigo, Yo estoy con Él. Yo les pruebo a las multitudes que es así, y que el Mesías bien puede, con mayor razón y en mayor medida, lo que podían los profetas. El levita se marcha pensativo y todo termina.