Jesús encuentra a los pastores Elías y Leví.
Las alturas se hacen mucho más elevadas y boscosas que las de Belén; suben cada vez más, transformándose en una verdadera cadena montañosa. Jesús va el primero, proyectando su mirada hacia delante y alrededor, como buscando algo. No habla. Escucha más las voces del arbolado que las de los discípulos, que van unos metros detrás de Él hablando bajo entre sí. Una esquila suena lejana, pero el viento porta su campanilleo. Jesús sonríe. Se vuelve: – Oigo algunas ovejas – dice. – ¿Dónde, Maestro? – Me parece que hacia aquella colina. Pero el bosque no me deja ver. Juan, sin decir una palabra, se quita la túnica — el manto lo llevan todos en bandolera, enrollado, porque tienen calor —, se queda sólo con la prenda corta, y abraza un tronco alto y liso (yo diría que es de fresno), y sube, sube… hasta que puede ver: – Sí, Maestro. Hay muchos rebaños y tres pastores; allí, detrás de aquella espesura. Baja, y ya caminan seguros. – ¿Serán ellos? – Preguntaremos, Simón; si no son, nos sabrán decir algo… Se conocen entre ellos. Unos cien metros más. Luego un amplio pacedero verde, del todo circundado de gruesos árboles añosos. Se ven muchas ovejas en el prado ondulado, rozando la abundante hierba. Tres hombres las custodian. Uno es anciano, ya completamente cano, los otros tienen: uno, aproximadamente, treinta años; el otro, unos cuarenta. – Cuidado, Maestro. Son pastores… – dice Judas con tono de consejo, al ver que Jesús acelera el paso. Pero Jesús ni siquiera responde. Continúa, alto, hermoso, dándole el sol de poniente en el rostro, con su túnica blanca. Se le ve tan luminoso, que parece un ángel… – La paz esté con vosotros, amigos – saluda en llegando al lindero del prado. Los tres se vuelven sorprendidos. Silencio. Luego el anciano pregunta: – ¿Quién eres?. – Uno que te ama. – Serías el primero desde hace muchos años. ¿De dónde vienes? – De Galilea. – ¿De Galilea? ¡Ah! – El hombre lo mira atentamente — también los otros se han acercado — De Galilea – repite el pastor, y añade en voz baja como para sí mismo – También El venía de Galilea… ¿De qué lugar, Señor?. – De Nazaret. – ¡Ah! Entonces dime. ¿Ha regresado un Niño, con una mujer de nombre María y un hombre de nombre José, un Niño aún más hermoso que su Madre (que flor más encantadora jamás vi en las laderas de Judá)? Un Niño nacido en Belén de Judá, en tiempos del edicto. Un Niño que luego huyó, para gran fortuna del mundo. ¡Un Niño que… yo daría la vida por saber que vive y es ya un hombre! -¿Por qué dices que el que huyera ha sido una gran fortuna para el mundo? – Porque Él era el Salvador, el Mesías, y Herodes lo quería muerto. Yo no estaba cuando huyó con su padre y su madre… Cuando tuve noticias de la matanza y volví — porque yo también tenía hijos (un sollozo), Señor, y mujer (sollozo) y sentía que los habían matado (otro sollozo), pero te juro por el Dios de Abraham, que temblaba por El más que por mi misma carne —, supe que había huido, y ni siquiera pude preguntar, ni siquiera pude recoger a mis criaturas degolladas… Me apedreaban como a un leproso, como a un inmundo, como a un asesino… Y tuve que huir a los bosques, llevar una vida de lobo… hasta que encontré a un propietario de ganado. ¡Oh, pero no es como era Ana!… Es duro y cruel… Si una oveja se disloca una pata, si el lobo se me lleva un cordero, o recibo palos hasta sangrar o me quita mi poca paga o debo trabajar en los bosques para otros, hacer algo,pero pagar, siempre el triple del valor. Pero no importa. Siempre le he dicho al Altísimo: «Que yo pueda ver a tu Mesías. Que al menos pueda saber que vive, y todo lo demás no es nada». Señor, te he referido cómo me trataron los de Belén y cómo me trata el patrón. Habría podido devolver mal por mal, o hacer el mal, robando, para no sufrir a causa del patrón. Pero sólo he querido perdonar, sufrir, ser honesto, porque los ángeles dijeron: «Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad». – ¿Dijeron eso exactamente? – Sí, Señor, créelo tú, tú al menos, que eres bueno. Conoce tú al menos, y cree, que el Mesías ha nacido. Nadie quiere creerlo ya. Pero los ángeles no mienten… y nosotros no estábamos borrachos como decían. Éste, ¿ves?, era un niño entonces, y fue el primero que vio al ángel. Sólo bebía leche. ¿Puede la leche emborracharlo a uno? Los ángeles dijeron: «Hoy en la ciudad de David ha nacido el Salvador que es Cristo, el Señor. Lo reconoceréis por esto: encontraréis a un Niño recostado en un pesebre, envuelto en pañales». – ¿Dijeron eso exactamente? ¿No entendisteis mal? ¿No os equivocáis, después de tanto tiempo? – ¡Oh, no! ¿Verdad, Leví? Para no olvidarlo — ya de por sí no habríamos podido, porque eran palabras del Cielo y se escribieron con el fuego del Cielo en nuestros corazones — todas las mañanas, todas las tardes, cuando sale el Sol, cuando brilla la primera estrella, las recitamos como oración, como bendición, como fuerza y consuelo, con el Nombre de Él y de su Madre. – ¡Ah!, ¿decís: «Cristo»? – No, Señor. Decimos: «Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad, por Jesucristo que nació de María en un establo de Belén y que, siendo el Salvador del mundo, estaba envuelto en pañales en un pesebre». – Pero, en definitiva, ¿vosotros a quién buscáis? – A Jesucristo, Hijo de María, el Nazareno, el Salvador. – Soy Yo – A Jesús se le ilumina el rostro al manifestarse a estos tenaces amantes suyos. Tenaces, fieles, pacientes. – ¡Tú! ¡Oh! ¡Señor, Salvador, Jesús nuestro! — los tres se han arrojado al suelo y besan los pies de Jesús, llorando de alegría. – Alzaos. Álzate, Elías, y tú, Leví, y tú, que no sé quién eres. – José. Hijo de José. – Éstos son mis discípulos. Juan es galileo; Simón y Judas, judíos. Los pastores ya no están rostro en tierra, pero sí todavía de rodillas, echados hacia atrás sobre los calcañares. Adoran al Salvador, con ojos de amor, labios temblorosos de emoción, rostros empalidecidos, o enrojecidos, de alegría. Jesús se sienta en la hierba. – No, Señor. En la hierba Tú no, Rey de Israel. – No os preocupéis, amigos. Soy pobre; un carpintero, para el mundo. Rico sólo de amor para el mundo, y del amor que los buenos me dan. He venido a estar con vosotros, a partir con vosotros el pan de la noche, a dormir a vuestro lado sobre el heno, a recibir consuelo de vosotros… – ¡Oh, consuelo! Somos incultos y estamos perseguidos. – Yo también lo estoy. No obstante, vosotros me dais lo que busco: amor, fe y esperanza que resiste durante años y florece. ¿Veis? Habéis sabido esperarme, creyendo sin ninguna duda que era Yo. Y Yo he venido. – ¡Oh, sí! Has venido. Ahora, aunque muera, ya nada me causa la pena de algo esperado y no obtenido. – No. Elías. Tú vivirás hasta después del triunfo del Cristo. Tú, que has visto mi alba, debes ver mi fulgor. ¿Y los otros? Erais doce: Elías, Leví, Samuel, Jonás, Isaac, Tobías, Jonatán, Daniel, Simeón, Juan, José, Benjamín. Mi Madre me repetía siempre vuestros nombres como los de mis primeros amigos. – ¡Oh! – Los pastores están cada vez más conmovidos. – ¿Dónde están los demás? – El anciano Samuel, muerto, de viejo, hace veinte años. A José lo mataron por combatir en la puerta del aprisco para dar tiempo a su esposa, madre desde hacía pocas horas, de huir con éste, que yo recogí por amor de mi amigo, y por… por seguir teniendo niños a mi alrededor. También tomé conmigo a Leví… lo perseguían. Benjamín es pastor en el Líbano con Daniel. Simeón, Juan y Tobías, que ahora se hace llamar Matías en recuerdo de su padre, al cual también lo mataron, son discípulos de Juan. Jonás está en la llanura de Esdrelón, al servicio de un fariseo. Isaac tiene la espalda hecha cisco, está en la absoluta miseria y solo, está en Yuttá. Le ayudamos como podemos… pero estamos todos en la ruina y es como gotas de rocío en un incendio. Jonatán es ahora siervo de un noble de Herodes. – ¿Cómo habéis logrado, especialmente Jonatán, Jonás, Daniel y Benjamín, conseguir estos trabajos? – Me acordé de Zacarías, tu pariente… Tu Madre me había enviado a él. Cuando nos volvimos a juntar en las gargantas de Judea, fugitivos y malditos, los llevé donde Zacarías. Fue bueno. Nos protegió, nos dio de comer. Nos buscó un patrón como pudo. Yo ya había recibido del herodiano todo el rebaño de Ana… y me quedé a su servicio… Cuando el Bautista llegó a la edad madura y empezó a predicar, Simeón, Juan y Tobías se fueron con él. – Pero ahora el Bautista está prisionero. – Sí. Y ellos vigilan en torno a Maqueronte, con un puñado de ovejas para no levantar sospechas; ovejas que les ha dado un hombre rico, discípulo de Juan, tu pariente. – Quisiera verlos a todos. – Sí, Señor. Iremos a decirles: «Venid, Él vive, Él se acuerda de nosotros y nos ama». – Y os quiere entre sus amigos. – Sí, Señor. – Pero, en primer lugar, iremos adonde Isaac. Samuel y José ¿dónde están enterrados?- Samuel en Hebrón. Quedó al servicio de Zacarías. José… no tiene tumba, Señor. Lo quemaron con la casa. – Pronto estará en la Gloria, no entre las llamas de los crueles, sino entre las llamas del Señor, Yo os lo digo; a ti, José, hijo de José, te lo digo. Ven, que Yo te bese para decir gracias a tu padre. – ¿Y mis hijos? – Ángeles, Elías. Ángeles que repetirán el «Gloria» cuando el Salvador sea coronado. – ¿Rey? – No. Redentor. ¡Oh, cortejo de justos y santos! ¡Y delante las falanges blancas y purpúreas de los párvulos mártires! Una vez abiertas las puertas del Limbo, subiremos juntos al Reino inmortal. ¡Y luego iréis vosotros y volveréis a encontrar padres, madres e hijos en el Señor! Creed. – Sí, Señor. – Llamadme Maestro. Llega la noche, nace la primera estrella. Di tu oración antes de la cena. – No yo. Tú. – Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad que han merecido ver la Luz y servirla. El Salvador se encuentra entre ellos. El Pastor de la estirpe real está en medio de su rebaño. La Estrella de la mañana ha nacido. ¡Regocijáos, justos, regocijáos en el Señor! Él, que ha hecho la bóveda de los cielos y los ha sembrado de estrellas, Él, que puso como límite de las tierras los mares, Él, que ha creado los vientos y los rocíos, y regulado el curso de las estaciones para dar pan y vino a sus hijos, ved cómo ahora os manda un Alimento más elevado: el Pan vivo que baja del Cielo, el Vino de la eterna Vid. Venid, vosotros, primicias de mis adoradores, venid a conocer al Padre en verdad para seguirlo en santidad y obtener así eterno premio. Jesús ha orado en pie con los brazos extendidos; los discípulos y los pastores están de rodillas. Después se distribuye pan y una escudilla de leche acabada de ordeñar, y, dado que son tres los tazones — o calabazas vaciadas, no lo sé —, primero comen Jesús, Simón y Judas; luego Juan (al cual Jesús le pasa su taza) con Leví y José; Elías come el último. Las ovejas no pastan más, se reúnen en un gran grupo compacto en espera de ser conducidas quizás a su aprisco. Sin embargo, veo que los tres pastores las conducen al bosque, debajo de un rústico cobertizo de ramas cercado con cuerdas. Ellos se ponen a prepararles a Jesús y a los discípulos un lecho de heno. Se encienden algunos fuegos, tal vez para los animales salvajes. Judas y Juan, cansados, se echan; al poco tiempo ya están dormidos. Simón querría hacerle compañía a Jesús, pero al cabo de un poco él también se queda dormido, sentado en el heno y con la espalda apoyada en un poste. Permanecen despiertos Jesús y los pastores. Y hablan: de José, de María, de la huida a Egipto, del regreso… Luego, después de estas preguntas de amor, llegan las preguntas más elevadas: ¿qué hacer para servir a Jesús?, ¿cómo hacerlo ellos, rudos pastores? Y Jesús instruye y explica: – Ahora Yo voy por Judea. Los discípulos os tendrán siempre al corriente. Después os llamaré. Entretanto, reuníos. Que cada uno tenga noticias de los demás y que sepan que Yo estoy en el mundo, como Maestro y Salvador; y, como podáis, manifestadlo a otras gentes. No os prometo que seréis creídos. Yo he recibido escarnio y golpes, vosotros también los recibiréis. Pero, de la misma forma que habéis sabido ser fuertes y justos en esta espera, sedlo más aún ahora que sois míos. Mañana iremos hacia Yuttá. Luego a Hebrón. ¿Podéis venir?. – ¡Oh, sí! Los caminos son de todos y los pastos son de Dios. Sólo Belén nos está vedada, a causa de un odio injusto. Los otros pueblos saben todo… pero se conforman con burlarse de nosotros llamándonos borrachos. Por eso poco podremos hacer aquí». – Os llamaré a otro lugar. No os abandonaré. – ¿Durante toda la vida? – Durante toda mi vida. – No. Antes moriré yo, Maestro. Soy viejo. – ¿Tú crees? Yo no. Uno de los primeros rostros que vi fue el tuyo, Elías. Uno de los últimos será. Me llevaré conmigo en mi pupila tu rostro desencajado a causa del dolor por mi muerte. Pero luego será el tuyo el que lleve en el corazón lo radiante de una mañana triunfal, y con él esperarás la muerte… La muerte: el encuentro eterno con el Jesús que adoraste cuando era pequeñito. También entonces los ángeles cantarán el Gloria: «por el hombre de buena voluntad».