Jesús agracia a los pobres después de exponer la parábola del caballo amado por el rey.
Jesús se ha subido a un montón de cestos y corderías a la entrada del huerto de la casa de la suegra de Pedro. El huerto está abarrotado de gente, y además hay más gente en la orilla guijarrosa del lago, parte sentada en el suelo, parte en las barcas sacadas a tierra. Da la impresión de que esté hablando ya desde hace algo de tiempo, porque el discurso está empezado. Yo oigo: – … Seguro que muchas veces en vuestro corazón habréis pensado así, pero no es así. El Señor no se ha mostrado falto de benignidad para con su pueblo, a pesar de que éste le haya sido infiel miles y miles de veces. Escuchad esta parábola. Os ayudará a entender. Un rey tenía muchos y muy espléndidos caballos en sus caballerizas, pero a uno de ellos lo estimaba especialmente. Lo había soñado aún antes de tenerlo. Una vez conseguido, lo había puesto en un lugar de delicias, adonde iba con el ojo y con el corazón, mimando a ese predilecto suyo, soñando con hacer de él la maravilla de su reino. Y cuando el caballo, rebelándose a las órdenes, había desobedecido y había huido yendo a otro dueño, aun con dolor y rigor, el rey había prometido al rebelde perdón después del castigo. Y, fiel a esto, incluso desde lejos cuidaba de su predilecto con solicitud, mandándole dones y guardianes que le mantuvieran su recuerdo en el corazón. Pero el caballo, aunque sufriera por su destierro, no era constante, como lo era el rey, en amar y en desear el perdón completo: a veces era bueno, a veces malo, y lo bueno no superaba a lo malo; es más, sucedía lo contrario. No obstante, el rey tenía paciencia y con reprensiones y caricias trataba de hacer de su más estimado caballo un dócil amigo. Cuanto más pasaba el tiempo, más reacio se volvía el animal. Deseaba vivamente a su rey, lloraba por el látigo de los otros dueños, pero no quería ser verdaderamente de su rey. No tenía la voluntad de serlo. Derrengado, angustiado, gimiendo, no decía: «Lo que soy es por culpa mía», sino que le echaba la culpa a su rey. Éste, después de haber intentado todo, recurrió a su última prueba. «Hasta ahora — dijo — he mandado mensajeros y amigos. Ahora mandaré a mi propio hijo. Él tiene mi mismo corazón y hablará con mi mismo amor y tendrá para con él caricias y dones como los míos, es más, aún más dulces, porque mi hijo es yo mismo pero sublimado por el amor». Y mandó al hijo. Ésta es la parábola. Ahora decid: ¿os parece que ese rey quería a su animal preferido? La gente dice a una voz: – Infinitamente lo quería. – ¿Podía el animal quejarse de su rey por todo el mal que había sufrido por haberlo dejado? – No, no podía – responde la multitud. – Responded también a esto: ese caballo ¿cómo os parece que habrá acogido al hijo de su rey, que venía para rescatarlo, curarlo y llevarlo de nuevo al lugar de delicias? – Con alegría, es natural, con gratitud y afecto. – Y si el hijo del rey le ha referido al caballo: «Yo he venido para esto y esto, pero tú ahora debes ser bueno, obediente, lleno de buena voluntad, fiel a mí», ¿qué decís que habrá respondido el caballo?- ¡Eso ni se pregunta! Habrá contestado — ahora que sabía lo que le costaba estar segregado del reino — que quería ser como decía el hijo del rey. – Entonces, según vosotros, ¿cuál era el deber de ese caballo? – Ser aun más bueno de lo que se le pedía, más afectuoso, más dócil, para que le fuera perdonado el mal pasado, por gratitud por el bien recibido. ¿Y si no hubiera actuado así? – Merecería la muerte, porque sería peor que una fiera salvaje. – Amigos, habéis juzgado bien. Comportaos vosotros como querríais que hubiera actuado ese caballo. Vosotros, hombres, criaturas predilectas del Rey de los Cielos, Dios, Padre mío y vuestro; vosotros, a quienes, después de los Profetas, Dios envía a su propio Hijo, sed, ¡oh! sed — os lo pido por lo que más queráis, por vuestro bien, y porque os amo como sólo un Dios puede amar, ese Dios que está en mí para obrar el milagro de la Redención —, sed al menos como juzgáis que debe ser ese animal. ¡Ay de quien se rebaja a sí mismo, hombre, a un grado inferior al animal! Si podía haber disculpa todavía para aquellos que hasta el momento presente pecaban — porque demasiado tiempo y demasiado polvo del mundo han transcurrido desde que la Ley fue dada, y sobre ésta el polvo se ha posado —, ahora ya no. Yo he venido para traeros de nuevo la palabra de Dios. El Hijo del hombre está entre los hombres para llevarlos de nuevo a Dios. Seguidme. Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. El murmullo de costumbre entre la multitud… Jesús les ordena a los discípulos: – Haced que los pobres pasen hacia adelante. Tengo para ellos una rica ofrenda de una persona que se encomienda a ellos para obtener perdón de Dios. Pasan adelante tres viejecitos andrajosos, dos ciegos y un tullido, y luego una viuda con siete niños macilentos. Jesús los mira fijamente uno por uno, sonríe a la viuda y especialmente a los huerfanitos, es más, le ordena a Juan: – Que a éstos se les ponga allí, en el huerto, quiero hablar con ellos – mas toma aspecto severo, con fuego en los ojos, cuando se presenta a Él un hombre entrado en años; pero no dice nada, por el momento. Llama a Pedro y le pide la bolsa recibida poco antes y otra llena de monedas más pequeñas (varios donativos recogidos entre las buenas personas). Vuelca todo sobre el banco que hay cerca del pozo. Cuenta y divide. Hace seis partes: una muy grande, toda de monedas de plata; cinco más pequeñas, con mucho bronce y sólo alguna moneda grande. Llama luego a los pobrecitos enfermos y pregunta: – ¿No tenéis nada que decirme? Los ciegos callan, el tullido dice: – Que Aquel del que Tú vienes te proteja». Nada más. Jesús le pone en la mano sana el óbolo. El hombre dice: – Dios te lo pague, pero yo de ti, más que esto, quisiera la curación. – No la has pedido. – Soy pobre, un gusano que los grandes pisotean, no podía imaginarme que tuvieras piedad de un mendigo. – Yo soy la Piedad que se inclina hacia toda miseria que la llama. No rechazo a nadie. No pido más que amor y fe para decir: «te escucho». – ¡Oh!, ¡Señor mío! ¡Yo creo y te amo! ¡Sálvame entonces! ¡Cura a tu siervo! Jesús pone su mano sobre la encorvada espalda, la desliza como haciendo una caricia y dice: – Quiero que quedes curado. El hombre se endereza, ágil e íntegro, pronunciando infinitas bendiciones. Jesús da el óbolo a los ciegos y espera un instante antes de permitirles que se marchen… después les deja que se vayan. Llama a los viejos. Al primero le da una limosna, lo anima y le ayuda a ponerse las monedas en el cinturón. Se interesa, piadoso, de las desventuras del segundo, que le habla de la enfermedad de una hija: – ¡Ella es lo único que tengo! Y ahora se me muere. ¿Qué será de mí? ¡Oh!, ¡si Tú vinieras! Ella no puede, no se tiene en pie. Querría… pero no puede. ¡Maestro, Señor, Jesús, piedad de nosotros! – ¿Dónde estás, padre? – En Corazín. Pregunta por Isaac de Jonás, llamado «el Adulto». ¿Verdaderamente vendrás? ¿No te olvidarás de mi desventura? ¿Y me curarás a mi hija?. – ¿Puedes creer que la puedo curar? – ¡Oh, claro que lo creo!… Por eso te hablo de ella. – Vete a casa, padre. Tu hija estará en la puerta para recibirte. – ¡Pero si está en cama y no puede levantarse desde hace tres!… ¡Ah, comprendido! ¡Gracias, Rabbuní! ¡Benditos seáis Tú y quien te ha enviado! ¡Gloria a Dios y a su Mesías! El anciano se va llorando, renqueando, lo más rápido que puede; pero, ya casi fuera del huerto dice: – Maestro, ¿vendrás, de todas formas, a mi pobre casa? Isaac te espera para besarte los pies, lavártelos con el llanto y ofrecerte el pan del amor. Ven, Jesús. Les hablaré de ti a los habitantes de mi ciudad. – Iré. Vete en paz y sé feliz. Se acerca el tercer anciano, que parece el más andrajoso. A Jesús sólo le queda el montón grande de monedas. Grita: – Mujer, ven con tus pequeños. La mujer, joven, macilenta, se acerca bajando la cabeza. Parece una gallina triste entre su triste pollada. – ¿Desde cuándo eres viuda, mujer? En la luna de Tisrí se cumplirán tres años.- ¿Cuántos años tienes? – Veintisiete. – ¿Son todos tus hijos? – Sí, Maestro, y… ya no tengo nada. Todo acabado… ¿Cómo puedo trabajar si ninguno me acepta, con todas estas criaturas? – Dios no abandona ni siquiera al gusano que ha creado. No te abandonará, mujer. ¿Dónde estás? – En el lago. A tres estadios fuera de Betsaida. Él me dijo que viniera… Mi marido murió en el lago; era pescador… – «Él» es Andrés, que se pone colorado y desearía desaparecer de la vista. – Has hecho bien, Andrés, en decir a esta mujer que viniera a mí. Andrés se siente más seguro y susurra: – El hombre era mi amigo, era bueno; murió en la tempestad, perdiendo también la barca. – Ten, mujer. Esto te ayudará durante mucho tiempo, y luego saldrá otro sol sobre tu día. Sé buena, educa en la Ley a tus hijos y no te faltará la ayuda de Dios. Te bendigo a ti y a tus pequeños – y los acaricia uno a uno con gran piedad. La mujer se marcha con su tesoro apretado contra el corazón. – ¿Y a mí? – pregunta el último anciano. Jesús lo mira y calla. – ¿Nada para mí? ¡No eres justo! A ella le has dado seis veces más que a los demás, y a mí nada. ¡Ya… era mujer! Jesús lo mira y calla. – ¡Mirad todos si hay justicia! Vengo desde lejos, porque me han dicho que aquí se da dinero, y después, eso, veo que hay quien tiene demasiado y a mí nada. ¡Un pobre viejo que está enfermo! ¡Y quiere que crean en Él!… Anciano, ¿no te avergüenzas de mentir de ese modo? La muerte te pisa los talones y mientes y tratas de robar a quien tiene hambre. ¿Por qué quieres robar a los hermanos el óbolo que Yo he recibido para distribuirlo con justicia? – Pero si yo… – ¡Calla! Habrías debido comprender por mi silencio y por mi acción que te había conocido, y seguir mi ejemplo de silencio. ¿Por qué quieres que te ponga en evidencia?. – Yo soy pobre. – No. Eres un avaro y un ladrón. Vives para el dinero y para la usura. – Jamás he prestado con usura. Dios me es testigo. – ¿Y no es usura de lo más cruel el robar a quien verdaderamente está necesitado? Vete. Arrepiéntete. Para que Dios te perdone. – Te juro… – ¡Calla! ¡Te lo ordeno! Está escrito: «No jures lo falso». Si no alimentara un respeto hacia tu canicie, te registraría y en el pecho encontraría la bolsa llena de oro: tu verdadero corazón. ¡Vete de aquí! Pero ya el viejo, desenmascarado, viéndose descubierto en su secreto, se marcha sin necesidad de la voz de trueno de Jesús. La multitud lo amenaza y vitupera, lo insulta como ladrón. – ¡Callad! Si él ha actuado mal, no queráis también vosotros comportaros mal. Él comete una falta contra la sinceridad: es un deshonesto. Vosotros, insultándolo, faltáis a la caridad. Al hermano que comete una falta no se le insulta. Cada uno tiene su pecado. Nadie es perfecto excepto Dios. He tenido que avergonzarlo porque nunca es lícito ser un ladrón y, sobre todo, si es con los pobres. Pero sólo el Padre sabe lo que he sufrido por tener que hacerlo. También vosotros debéis sentir dolor por ello, viendo que uno de Israel falta a la Ley, tratando de defraudar al pobre y a la viuda. No seáis codiciosos. Sea el alma vuestro tesoro, no el dinero. No seáis perjuros. Sea vuestro lenguaje puro y honesto, como también vuestras acciones. La vida no es eterna, la hora de la muerte llega. Vivid de modo que en la hora de la muerte la paz pueda estar en vuestro espíritu, la paz de quien ha vivido como justo. Id a vuestras casas… – ¡Ten piedad, Señor! Este hijo mío es mudo por un demonio que lo maltrata. – Y este hermano mío es como un animal inmundo, se revuelca en el fango y come excrementos. Un espíritu maligno le mueve a hacer estas cosas, contra su voluntad hace cosas inmundas. Jesús se dirige hacia estas personas que le están suplicando, alza los brazos y ordena: – Salid de éstos. Dejad a Dios sus criaturas. Entre chillidos y una gran confusión quedan curados los dos infelices. Las mujeres con las que iban se postran bendiciendo. – Id a vuestras casas y tened sentimientos de gratitud hacia Dios. Paz a todos. Idos, pues. La muchedumbre se marcha comentando los hechos. Los cuatro discípulos se arriman al Maestro. – Amigos, en verdad os digo que en Israel se dan todos los pecados y los demonios han hecho morada en él. Y no son sólo las posesiones diabólicas las que hacen que enmudezcan los labios, ni son sólo ellas las que impulsan a vivir como brutos, comiendo asquerosidades; las más verdaderas y numerosas son las que hacen a los corazones mudos respecto a la honestidad y al amor y hacen de ellos una sentina de vicios inmundos. ¡Oh, Padre mío! – Jesús, abatido, se sienta. – ¿Estás cansado, Maestro? – No cansado, Juan mío, sino desolado por el estado de los corazones y por la poca voluntad de enmendarse. Yo he venido… pero el hombre… el hombre… ¡Oh, Padre mío!… – Maestro, yo te amo, todos nosotros te amamos… – Lo sé. ¡Pero sois tan pocos… y mi deseo de salvar es tan grande!Jesús ha abrazado a Juan y tiene la cabeza sobre la del discípulo. Está triste. Pedro, Andrés, Santiago, en torno a Él, lo miran con amor y tristeza.