Encuentro con Salomón en el vado del Jordán. Parábola sobre la conversión de los corazones
-¡Qué extraño que el Bautista no esté aquí! -dice Juan al Maestro. -Están todos en la margen oriental del Jordán, a la altura del famoso vado donde un tiempo bautizaba el Bautista. -Y tampoco está en la otra ribera – observa Santiago. -Le habrán echado el guante de nuevo esperando otra bolsa – comenta Pedro – ¡Son gentuza esos tipos de Herodes! -Vamos a pasar allí y preguntamos» dice Jesús. Así lo hacen, y preguntan a un barquero de la otra ribera: -¿Ya no bautiza aquí el Bautista? -No. Está en los confines de Samaria. ¡Tan bajo hemos caído! Un santo tiene que pasar a campo samaritano para salvarse de los ciudadanos de Israel. ¿Y por qué os asombráis si Dios nos abandona? Yo sólo me asombro de una cosa: ¡que no haga de toda Palestina una Sodoma y Gomorra!… -No lo hace por los justos que hay en ella, por los que, sin ser todavía del todo justos, sienten sed de justicia y siguen las doctrinas de quienes predican santidad – responde Jesús. -Dos, entonces: el Bautista y el Mesías. A1 primero lo conozco porque yo también le he servido aquí en el Jordán, pasándolo en la barca a algún fiel sin pedir nada, porque él dice que debemos contentarnos con lo justo. Me parecía justo conformarme con la ganancia por otros servicios, y me parecía que era injusto el pedir paga por llevar a un alma hacia la purificación. Me han tomado por loco los amigos, pero en fin… Si yo estoy contento de lo poco que tengo, ¿quién puede quejarse? Por lo demás, veo que aún no me he muerto de hambre, y espero que cuando muera me sonría Abraham. -Así es, hombre. ¿Quién eres? – pregunta Jesús. -¡Oh!, tengo un nombre muy grande y me río de ello, porque sólo tengo sabiduría para el remo. Me llamo Salomón. -Tienes la sabiduría de juzgar que quien coopera con una purificación no debe corromperla con el dinero. Yo te digo: No sólo Abraham, sino el Dios de Abraham te sonreirá cuando mueras, como a hijo fiel. -¡Oh, Dios! ¿Lo dices de verdad? ‘¿Quién eres? -Soy un justo. -Te he dicho que hay dos justos en Israel: uno es el Bautista; el otro, el Mesías. ¿Eres Tú el Mesías? -Soy Yo. -¡Oh, eterna misericordia! Pero… un día oí a unos fariseos que decían… Bueno, dejémoslo… No quiero ensuciarme la boca. Tú no eres eso que decían de ti. ¡Lenguas más bífidas que las de las víboras!… -Soy Yo y te digo: No estás muy lejos de la Luz. Adiós, Salomón, la paz sea contigo. -¿A dónde vas, Señor? – el hombre está asombrado por la revelación y ha asumido un tono completamente distinto. Antes era un bonachón que hablaba, ahora es un fiel que adora. -A Jerusalén, por Jericó. Voy a los Tabernáculos. -¿A Jerusalén? Pero… ¿también Tú? -Soy hijo de la Ley Yo también. No anulo la Ley. Os doy luz y fuerza para seguirla con perfección. -¡Pero Jerusalén ya te odia! Quiero decir, los grandes, los fariseos de Jerusalén. Te he dicho que he oído… -Déjalos. Ellos hacen su deber, lo que creen que es su deber; Yo hago el mío. En verdad te digo que hasta que no sea la hora no podrán nada. -¿Qué hora, Señor? – preguntan los discípulos y el barquero. « -La del triunfo de las Tinieblas. -¿Vas a vivir hasta el fin del mundo? -No. Habrá una tiniebla más atroz que la de los astros apagados y que la de nuestro planeta, muerto con todos sus hombres. Será cuando los hombres sofoquen la Luz que Yo soy. En muchos el delito ya se ha producido. Adiós, Salomón. -Te sigo, Maestro. -No. Ven dentro de tres días al Bel Nidrás. La paz a ti. Jesús se pone en camino entre sus discípulos, que van pensativos. -¿Qué pensáis? No temáis ni por mí ni por vosotros. Hemos pasado por la Decápolis y la Perea, y por todas partes hemos visto agricultores trabajando en los campos. En unos lugares, la tierra estaba todavía cubierta por rastrojos y malas hierbas; árida, dura, ocupada por plantas parásitas que los vientos estivos habían llevado y sembrado arrebatando sus semillas a las desolaciones desérticas: eran las tierras de los perezosos y vividores. En otros lugares la tierra había sido ya abierta por la reja del arado, y limpiada, con el fuego y la mano, de piedras, espinos y malas hierbas. Lo que antes era un mal, o sea, las plantas inútiles, he aquí que con la purificación del fuego y del tajo, se había transformado en bien: en abono, en sales útiles para la fecundación. La tierra habrá llorado bajo el dolor de la hoja que la abría y hurgaba, y bajo el mordisco del fuego que corría por sus heridas. Mas reirá más hermosa en primavera diciendo: «El hombre me torturó para proporcionarme esta opulenta mies que me embellece». Y éstas eran las tierras de los voluntariosos. En otros lugares, la tierra estaba ya esponjosa, limpia incluso de cenizas, un verdadero lecho nupcial para el desposorio de la gleba con la semilla y para el fecundo connubio que proporciona tanta gloria de espigas: éstos eran los campos de aquellos cuya generosidad llegaba hasta la perfección de la operatividad. Pues bien, igual sucede con los corazones. Yo soy la Reja de Arado y mi palabra es Fuego, para predisponer al triunfo eterno. Hay quien, perezoso o vividor, aún no me busca, no me requiere, se satisface con su vicio, con las pasiones malvadas, que parecen frondas de hojas y de flores y en realidad son zarzas y espinas que laceran a muerte el espíritu, lo atan y hacen de él haz para los fuegos de la Gehena. Por ahora la Decápolis y Perea son así… y no sólo ellas. No se me piden milagros porque no se quiere el tajo de la palabra ni la quemazón del fuego. Pero llegará su hora. En distinto lugar, hay quien acepta este tajo y esta quemazón, y piensa: «Es penoso, pero me purifica y me hará fecundo para el Bien». Éstos son los que, si bien no tienen el heroísmo de hacer, dejan que Yo haga. Es el primer paso en mi camino. Hay, en fin, quienes ayudan con su diligente, diario, constante trabajo a mi trabajo; éstos no es que caminen, sino que vuelan por el camino de Dios; éstos son los discípulos fieles: vosotros y los otros que están diseminados por Israel. -Pero somos pocos… contra muchos; somos humildes… contra los poderosos. ¿Cómo defenderte si quisieran hacerte algún daño? -Amigos. Recordad el sueño de Jacob. Él vio una multitud incalculable de ángeles que subían y bajaban por la escalera que le unía con el Cielo. Una multitud; y no era más que una parte de las legiones angélicas… Pues bien, ni todas las legiones que cantan «aleluya» a Dios en el Cielo, aunque bajaran y se pusieran en torno a mí para defenderme, cuando llegue la hora podrían algo. La justicia ha de cumplirse… -¡Querrás decir la injusticia! Porque Tú eres santo y si te hacen algún daño, si te odian, son unos injustos. -Por eso digo que en algunos el delito se ha cumplido ya. Quien da vida en su corazón a pensamientos de homicidio es ya un homicida; si de hurto, es ya un ladrón; si de adulterio, es ya un adúltero; si traición, es ya un traidor. El Padre sabe las cosas, y Yo también, pero Él me deja ir, y Yo voy; para esto he venido. Mas el grano madurará y será sembrado dos veces antes de que el Pan y el Vino sean dados en alimento a los hombres. -¿Se hará un banquete de júbilo y de paz, entonces? -¿De paz? Sí. ¿De júbilo? También. Pero… ¡Oh…, Pedro, oh…, amigos, cuántas lágrimas habrá entre el primero y el segundo cáliz! Sólo después de beber la última gota del tercer cáliz, el júbilo será grande entre los justos, y segura la paz para los hombres de recta voluntad. -Tú estarás presente… ¿no es verdad? -¿Yo?… ¿Acaso falta alguna vez al rito el cabeza de familia? ¿Y no soy Yo la Cabeza de la gran familia del Cristo? Simón Zelote, que ha estado siempre callado, dice, como hablando consigo mismo: -¿Quién es Este que viene con las vestiduras teñidas de rojo? Está hermoso con su vestido y camina en la grandeza de su fuerza». «Soy Yo quien habla con justicia y protege salvíficamente.” «¿Por qué, entonces, tus vestidos están teñidos de rojo y tus vestiduras están como las de quien prensa la uva?” «Yo solo, por mí mismo, he prensado la uva. Ha llegado el año de mi redención». -Tú has comprendido, Simón – observa Jesús. -He comprendido, mi Señor. Los dos se miran; los demás los miran asombrados y entre sí se preguntan: -¿Pero habla de las vestiduras rojas que lleva Jesús ahora, o de la púrpura de rey con que se adornará cuando llegue la hora? Jesús se abstrae. Parece como si no oyese nada más. Pedro toma aparte a Simón y le pide: -Tú que eres sabio y humilde, explica a mi ignorancia tus palabras. -Sí, hermano. Su nombre es Redentor. Los cálices del banquete de paz y júbilo entre el hombre y Dios, y Tierra y Cielo, los llenará Él, por sí mismo, de su Vino, prensándose a sí mismo en el sufrimiento por amor de todos nosotros. Por eso estará presente, a pesar de que las potestades de las Tinieblas, entonces, hayan sofocado aparentemente la Luz, que es Él. ¡Oh, hay que amar mucho a este Cristo nuestro porque mucho será desamado! Hagamos que en la hora del abandono no nos pueda llegar y reprender el lamento davídico: «Una jauría de perros (y entre ellos también nosotros) se ha puesto alrededor de mí». -¿Tú crees?… Pero si nosotros lo defenderemos aun a costa de morir con Él. -Nosotros lo defenderemos… Pero somos hombres, Pedro, y nuestra audacia se fundirá aun antes de que le descoyunten a Él los huesos… Sí, nosotros haremos como el agua helada del cielo: un rayo la licúa en lluvia; luego el viento, en el suelo, vuelve a convertirla en hielo. ¡Así nosotros, así nosotros! Nuestra presente audacia de ser discípulos suyos – porque su amor y su cercanía nos condensan en viril intrepidez – se disolverá bajo la acción del rayo agresor de Satanás y de los satanases. Y de nosotros ¿qué quedará entonces? Pero luego, tras la infame y necesaria prueba, la fe y el amor nos harán de nuevo compactos y seremos como un cristal que no teme incisión alguna. Eso sí, sabremos y podremos esto si lo amamos mucho mientras lo tenemos con nosotros. Entonces… sí, creo que entonces no seremos, por su palabra, ni enemigos ni traidores. -Tú eres sabio, Simón. Yo… soy un iletrado. Me avergüenzo de preguntarle a Él tantas cosas, y me duele cuando siento que son cosas de lágrimas… Mira su rostro: parece como si lo estuviera lavando un llanto secreto. Observa sus ojos: no miran ni al cielo ni al suelo; están abiertos a un mundo para nosotros desconocido. Y ¡qué cansado y combado es su caminar! Su actitud pensativa le hace parecer más viejo. ¡Oh, no puedo verlo así! ¡Maestro, Maestro, sonríe; no puedo verte tan lleno de amargura! ¡Te quiero como a un hijo! ¡Te daría pecho mi como almohada, para que durmieras y soñaras otros mundos!… ¡Oh, perdona si te he dicho «hijo»! Es que te quiero, Jesús. -Soy el Hijo… ese nombre es mi Nombre. Pero ya no estoy triste. ¿Lo ves? Sonrío porque vosotros sois amigos míos. Ved allí, al fondo, Jericó, toda roja con el ocaso. Que dos de vosotros vayan a buscar alojamiento. Yo y los demás iremos a esperaros al lado de la sinagoga. Id. Y todo termina mientras Juan y Judas Tadeo se ponen en camino en busca de una casa hospitalaria.