Encuentro con la Magdalena en el lago y lección a los discípulos cerca de Tiberíades
Jesús y todos los suyos – ya son trece más Él – están, siete en cada barca, en el lago de Galilea. Jesús va en la barca de Pedro, la primera, junto con Pedro, Andrés, Simón, José y los dos primos. En la otra van los dos hijos de Zebedeo con los demás, o sea, Judas Iscariote, Felipe, Tomás, Natanael y Mateo. Las barcas avanzan a vela, ligeras, impulsadas por un viento fresco de bóreas que apenas encrespa el agua en muchos, pequeños pliegues ligerísimamente marcados por un hilo de espuma que dibuja un tul sobre el azul turquesa del hermoso lago sereno. Avanzan, dejándose detrás dos estelas que en la base se besan, confundiendo sus espumas joviales en una única risa de aguas, porque casi navegan en conserva (la barca de Pedro apenas unos dos metros más adelante). De barca a barca, a pocos metros la una de la otra, hay intercambio de palabras y de comentarios que me hacen pensar que los galileos están ilustrando y explicando a los judíos los puntos del lago, con su comercio, con las personalidades que allí residen, las distancias desde el lugar de partida y de llegada, o sea, Cafarnaúm y Tiberíades. Las barcas no pescan, están sólo preparadas para el transporte de las personas. Jesús está sentado a proa. Se ve claramente que goza de la belleza que lo circunda, del silencio, de todo ese azul puro de cielo y de aguas a las que hacen de anillo márgenes verdes, sembradas de pueblos del todo blancos entre el verdor. Se abstrae de lo que dicen los discípulos, muy hacia delante en la proa, casi echado encima de un atado de velas, con la cabeza frecuentemente inclinada hacia ese espejo de zafiro que es el lago, como si estudiara el fondo y se interesase de cuanto vive en esas aguas limpidísimas. Pero, ¿quién sabe en qué estará pensando?… Pedro en dos ocasiones le pregunta para saber si el sol le molesta (que, alzado ya del todo desde Oriente, coge en pleno la barca bajo su rayo, aún no abrasador pero sí caliente); otra vez le dice si quiere pan y queso como los demás. Jesús no quiere nada, ni toldo ni pan; y Pedro lo deja en paz. Un grupito de pequeñas barcas de recreo, casi chalupas pero con gran exuberancia de baldaquinos purpúreos y de blandos almohadones, corta el camino transversalmente a las barcas de los pescadores. Música, carcajadas, perfumes, pasan con ellas. Están llenas de hermosas mujeres y de vividores romanos y palestinos, pero más romanos, o por lo menos no palestinos, porque alguno debe ser griego; al menos así deduzco de las palabras de un joven delgado, espigado, moreno como una aceituna casi madura, todo peripuesto, con un vestido rojo corto, delimitado en la parte baja por una pesada greca y sujeto a la cintura por un cinturón que es una obra maestra de orfebre: -¡Hélade es hermosa! Pero ni siquiera mi olímpica patria tiene este azul y estas flores. Ciertamente no asombra que las diosas la hayan abandonado para venir aquí. Deshojemos sobre las diosas, ya no griegas sino judías, las flores, las rosas, los dones…- y esparce sobre las mujeres de su barca pétalos de espléndidas rosas y echa otros en la barca de al lado.Responde un romano: -¡Deshoja, deshoja, griego!, que Venus está conmigo. Yo no deshojo, yo cojo las rosas en esta hermosa boca; es más dulce – Y se inclina a besar, en la boca abierta a la risa, a María de Magdala, semiechada sobre los almohadones y con la cabeza rubia apoyada en el regazo del romano. En este momento ya las barcas grandes tienen literalmente encima a las barcas pequeñas, y por poco no se chocan, o por la impericia de los bogadores o por juego del viento. -¡Tened cuidado, si queréis seguir viviendo! – grita Pedro enfurecido, mientras vira, dando un golpe de pértiga para evitar la embestida. Insultos de hombres y gritos de susto de las mujeres van de barca a barca. Los romanos insultan a los galileos diciendo: -¡Apartaos, perros judíos! Para Pedro y los demás galileos no cae en saco roto el insulto y Pedro especialmente, rojo como un gallito, erguido en el extremo del borde de la barca, que cabecea fuertemente, con las manos en las caderas, responde con aspereza a romanos, griegos, hebreos y hebreas; es más, a éstas les dedica toda una colección de apelativos honoríficos que dejo en la pluma. El altercado dura hasta que la maraña de quillas y de remos no se ha disuelto y cada uno sigue por su camino. Jesús en todo este tiempo no ha cambiado de posición. Ha permanecido sentado, ausente, sin miradas, sin palabras hacía las barcas o hacia sus ocupantes. Apoyado sobre un codo, ha seguido mirando la ribera lejana como si nada sucediese. Le arrojan una flor, incluso; no sé quién; claramente, una mujer, porque oigo una risita femenina acompañar al acto. Pero Él… nada. La flor le va a parar casi en el rostro y cae sobre las tablas, terminando bajo los pies del enfurecido Pedro. Cuando las barquichuelas están para alejarse, veo que la Magdalena se alza en pie y sigue la indicación que le señala una compañera de vicio, o sea, apunta sus ojos espléndidos hacia el rostro sereno y lejano de Jesús. ¡Cuán lejano del mundo este rostro!… – Dime, Simón – pregunta Judas Iscariote – Responde, tú que eres judío como yo. ¿Esa guapísima rubia que estaba en el regazo del romano, la que se ha puesto en pie hace poco, no es la hermana de Lázaro de Betania? -No sé nada – responde secamente Simón Cananeo – He vuelto al mundo de los vivos hace poco y esa mujer es joven… -¡Supongo que no irás a decirme que no conoces a Lázaro de Betania! Sé perfectamente que eres amigo suyo y que has estado donde él con el Maestro. -¿Y si eso fuera así? -Dado que es así, digo yo, tienes que conocer también a la pecadora que es hermana de Lázaro. ¡La conocen hasta las tumbas! Hace diez años que da que hablar de sí. Apenas fue púber, comenzó a ser ligera. ¡Pero, desde hace más de cuatro años!… No es posible que ignores el escándalo, aunque estuvieras en el «valle de los muertos». Habló de ello toda Jerusalén. Lázaro se encerró entonces en Betania. Bueno, hizo bien. Nadie habría vuelto a poner el pie en su espléndido palacio de Sión por el que ella pasaba. Quiero decir: ninguno que fuera santo. En los pueblos… ¡Ya se sabe!… Y además, ahora ella está por todas partes, menos en su casa… Ahora está, seguro, en Magdala… Estará metida en algún otro nuevo amor… ¿No contestas? ¿Puedes decirme que no es verdad? -No rebato. Callo. -¿Entonces es ella? ¡Tú también la has reconocido! -La vi entonces, cuando era niña y pura. Ahora vuelvo a verla… No obstante, la reconozco. Impúdicamente reproduce la efigie de su madre, una santa. -Y entonces, ¿por qué casi negabas que fuera la hermana de tu amigo? -Especialmente si somos honestos tratamos de mantener cubiertas nuestras llagas y las de aquellos que amamos». Judas se ríe forzadamente. -Así es, Simón. Y tú eres una persona honesta -observa Pedro. -¿Tú la habías reconocido? A Magdala, a vender tu pescado, ciertamente vas. ¡Quién sabe cuántas veces la habrás visto!… -Muchacho, debes saber que cuando uno tiene las espaldas cansadas por un trabajo honesto, las hembras no apetecen; se desea sólo el lecho honesto de nuestra esposa. -¡Ya! Pero, a todos les gusta la buena mercancía; al menos se mira, aunque sólo sea. -¿Para qué? ¿Para decir: «No es alimento para tu mesa»? No, mira: del lago y del oficio he aprendido varias cosas, y una de ellas es ésta: que pez de agua dulce y de fondo no está hecho para agua salada y curso vortiginoso. -¿Qué quieres decir? -Quiero decir que cada cual debe estar en su lugar, para no morir de mala manera. -¿Te hacía morir la Magdalena? -No. Tengo piel dura. Pero… dime: ¿te sientes mal tú? -¿Yo?… ¡Ni siquiera la he mirado!… -¡Embustero! Me apostaría algo a que te estabas royendo por no estar en esta primera barca y tenerla más cerca… Incluso me habrías soportado a mí con tal de estar más cerca… Es tan cierto lo que digo, que me honras con tu palabra, por gracia suya, después de tantos días de silencio». -¿Yo? ¡Pero si ni siquiera me hubiera visto! ^Ella le miraba continuamente al Maestro! -¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡y dice que no estaba mirándola! ¿Cómo has podido ver a dónde miraba, sí no la estabas mirando? -Todos se ríen ante la observación de Pedro, menos Judas, Jesús y el Zelote. Jesús pone fin a la discusión – que ha aparentado no oír – preguntándole a Pedro: -¿Aquélla es Tiberíades? -Sí, Maestro; ahora hago la maniobra de acostamiento. -Espera. ¿Puedes meterte en aquel seno de aguas tranquilas? Quisiera hablaros sólo a vosotros.-Mido el fondo y te lo sé decir – Pedro introduce una larga pértiga y va lento hacia la ribera – Se puede, Maestro – ¿Me acerco todavía más a la orilla? -Lo más que puedas. Hay sombra y soledad. Me gusta. Pedro va casi hasta tocar con la orilla. La tierra está a una distancia de unos quince metros al máximo. -Ahora tocaría. -Párate. Y vosotros acercaos lo más posible y escuchad. Jesús deja su lugar y viene a sentarse en el centro de la barca, sobre un asiento que va de lado a lado; de frente tiene la otra barca, en torno a sí los otros de la suya. -Escuchad. Os parecerá que Yo de vez en cuando me abstraigo de vuestras conversaciones y que, por tanto, soy un maestro negligente que no está atento a su propio grupo de discípulos. Sabed que mi alma no os deja ni un momento. ¿Habéis visto alguna vez a un médico estudiando a un enfermo que padece un mal aún dudoso y que presenta síntomas que no casan? No lo pierde de vista, después de hacerle un reconocimiento, lo tiene bajo vigilancia, tanto durante el sueño como durante la vigilia, mañana y tarde, cuando calla y cuando habla, porque todo puede ser síntoma y guía para descifrar el morbo escondido y para indicar una terapia. Lo mismo hago Yo con vosotros. Os tengo ligados con hilos invisibles pero sensibilísimos que se injertan en mí y me transmiten hasta las más leves vibraciones de vuestro yo. Dejo que os creáis libres, para que os manifestéis cada vez más conforme a lo que sois, lo cual sucede cuando un escolar, o un maníaco, cree que ya no lo ve quien lo está vigilando. Vosotros sois un grupo de personas, pero formáis un núcleo, o sea, una cosa sola. Por tanto, sois un complejo que se forma como ente, y que debe ser estudiado en sus características singulares, más o menos buenas, para formarlo, amalgamarlo, quitarle las aristas, enriquecer sus lados poliédricos y hacer de él una única cosa perfecta. Por tanto, Yo os estudio; me sois objeto de estudio incluso cuando dormís. ¿Qué sois vosotros? ¿Qué tenéis que llegar a ser? Vosotros sois la sal de la tierra; tales debéis llegar a ser: sal de la tierra. Con la sal se preservan las carnes de la corrupción y no sólo la carne, sino muchos otros alimentos. Pero, ¿acaso podría la sal salar si no fuera salada? Yo quiero salar el mundo con vosotros, para sazonarlo de sabor celeste. Pero, ¿cómo podéis salar si me perdéis sabor? ¿Qué os hace perder sabor celeste? Lo que es humano. El agua del mar, del verdadero mar, no es buena para beber por lo salada que es ¿no es verdad? Y a pesar de todo, si uno coge una copa de agua de mar y la echa en una hidria de agua dulce, puede beber, porque el agua de mar está tan diluida que ha perdido su acritud. La humanidad es como el agua dulce que se mezcla con vuestra salinidad celeste. Aún más; suponiendo que se pudiera derivar un río del mar e introducirlo en el agua de este lago, ¿acaso podrías volver a encontrar ese hilo de agua salada? No. Habría quedado perdido entre tanta agua dulce. Esto sucede con vosotros cuando hundís vuestra misión, mejor dicho, la sumergís, en mucha humanidad. Sois hombres. Sí. Lo sé. Pero ¿y Yo quién soy? Yo soy Aquel que tiene consigo toda la fuerza. Y ¿qué hago Yo? Os comunico esta fuerza, puesto que os he llamado. Pero ¿para qué sirve que os la comunique si la desparramáis bajo avalanchas de sentido y de sentimientos humanos? Vosotros sois, debéis ser, la luz del mundo. Os he elegido: Yo, Luz de Dios, entre los hombres, para continuar iluminando al mundo una vez que haya vuelto al Padre. Pero, ¿podéis iluminar si no sois más que unos candiles apagados o humeantes? No. Es más, con vuestro humo – peor es el humo vagaroso que la absoluta muerte de una mecha – entenebreceríais ese vestigio de luz que aún pueden tener los corazones. ¡Oh, desdichados aquellos que buscando a Dios se dirijan a los apóstoles y en vez de luz obtengan humo! Sacarán de ello escándalo y muerte. Ahora bien, los apóstoles indignos recibirán maldición y castigo. ¡Habéis sido llamados para grandes cosas, pero al mismo tiempo tenéis un grande, tremendo compromiso! Acordaos de que aquel a quien más se le da más está obligado a dar. Y a vosotros se os da el máximo, en instrucción y en don. Sois instruidos por mí, Verbo de Dios, y recibís de Dios el don de ser «los discípulos», o sea, los continuadores del Hijo de Dios. Quisiera que esta elección vuestra fuera siempre objeto de vuestra meditación, y que continuarais escrutándoos y sopesándoos… y si uno siente que es apto para ser fiel – no quiero siquiera decir: «si uno no se siente más que pecador e impenitente»; digo sólo: «si uno se siente apto para ser sólo un fiel» – pero no siente en sí nervio de apóstol, que se retire. El mundo, para sus amantes, es muy vasto, bonito, suficiente, vario. Ofrece todas las flores y todos los frutos aptos para el vientre y para el sentido. Yo no ofrezco más que una cosa: la santidad. Ésta, en la tierra, es la cosa más angosta, pobre, abrupta, espinosa, perseguida que hay. En el Cielo su angostura se vuelve inmensidad; su pobreza, riqueza; su espinosidad, alfombra florida; su escabrosidad, sendero liso y suave; su persecución, paz y beatitud. Pero aquí ser santo supone un esfuerzo heroico. Yo no os ofrezco más que esto. ¿Queréis permanecer conmigo? ¿No os sentís capaces de hacerlo? ¡Oh, no os miréis asombrados o apenados! Aún muchas veces me oiréis hacer esta pregunta. Cuando la oigáis, pensad que mi corazón al hacerla llora, porque se siente herido por vuestra sordera ante la vocación. Examinaos, entonces, y luego juzgad con honestidad y sinceridad, y decidid. Decidid para no ser réprobos. Decid: «Maestro, amigos, me doy cuenta de que no estoy hecho para este camino. Os doy un beso de despedida y os digo: rogad por mí». Mejor es esto que no traicionar. Mejor esto… -¿Qué decís? ¿A quién, traicionar? ¿A quién? A mí. A mi causa, o sea, a la causa de Dios, porque Yo soy uno con el Padre, y a vosotros. Sí. Os traicionaríais. Traicionaríais vuestra alma, dándosela a Satanás. ¿Queréis seguir siendo hebreos? Pues Yo no os fuerzo a cambiar. Pero no traicionéis. No traicionéis a vuestra alma, al Cristo y a Dios. Os juro que ni Yo ni mis fieles os criticarán, como tampoco os señalarán con el dedo para desprecio de las turbas fieles. Hace poco un hermano vuestro ha dicho una gran palabra: «Nuestras llagas y las de los que amamos uno trata de mantenerlas escondidas». Pues bien, quien se separase sería una llaga, una gangrena que, nacida en nuestro organismo apostólico, se desprendería por necrosis completa, dejando un signo doloroso que con todo cuidado mantendríamos escondido. No. No lloréis, vosotros, los mejores, no lloréis. Yo no os guardo rencor, ni soy intransigente por veros tan lentos. Os acabo de tomar y no puedo pretender que seáis perfectos. Pero es que ni siquiera lo pretenderé dentro de unos años, después de decir cien y doscientas veces inútilmente las mismas cosas… Es más, escuchad: pasados unos años, seréis, al menos algunos, menos ardorosos que ahora que sois neófitos. La vida es así… la humanidad es así… Pierde el ímpetu después del arranque inicial. Pero – Jesús se levanta improvisadamente – os juro que Yo venceré. Depurados por natural selección, fortificados por una mixtura sobrenatural, vosotros, los mejores, seréis mis héroes, los héroes del Cristo, los héroes del Cielo. El poder de los Césares será polvo respecto a la realeza de vuestro sacerdocio. Vosotros, pobres pescadores de Galilea, vosotros, ignotos judíos, vosotros, números entre la masa de los hombres presentes, seréis más conocidos, aclamados, venerados, que César, y que todos los Césares que tuvo y que tendrá la tierra. Vosotros conocidos, vosotros benditos en un próximo futuro y en el más remoto de los siglos, hasta el fin del mundo. Para este sublime destino os elijo, a vosotros, que sois honestos en la voluntad, y para que seáis capaces de él os doy las líneas esenciales de vuestro carácter de apóstoles. Estad siempre vigilantes y preparados. Vuestros lomos estén ceñidos, siempre ceñidos, y vuestras lámparas encendidas, como es propio de quienes de un momento a otro tienen que partir o acudir al encuentro de uno que llega. Y la verdad es que vosotros sois, seréis, hasta que la muerte os detenga, los incansables peregrinos que van en busca de los errantes; y hasta que la muerte la apague, vuestra lámpara debe ser mantenida alta y encendida para indicar el camino a los extraviados que van hacia el redil de Cristo. Tenéis que ser fieles al Dueño que os ha colocado en cabeza para este servicio. Será premiado aquel siervo al que el Dueño encuentre siempre vigilante y la muerte sorprenda en estado de gracia. No podéis, no debéis decir: «Soy joven. Tengo tiempo de hacer esto o aquello y luego pensar en el Dueño, en la muerte, en mi alma». Mueren tanto los jóvenes como los viejos, los fuertes como los débiles, y viejos y jóvenes, fuertes y débiles, están igualmente sujetos al asalto de la tentación. Tened en cuenta que el alma puede morir antes que el cuerpo y podéis llevar en vuestro caminar, sin saberlo, un alma putrefacta. ¡Es tan insensible el morir de un alma! Como la muerte de una flor: sin un grito, sin una convulsión… inclina sólo su llama como corola cansada y se apaga. Después, mucho después alguna vez, inmediatamente después otras veces, el cuerpo advierte que lleva dentro un cadáver verminoso, y se vuelve loco de espanto, y se mata por huir de ese connubio… ¡Oh, no huye! Cae exactamente con su alma verminosa sobre un bullir de sierpes en la Gehena. No seáis deshonestos como intermediarios o leguleyos que se ponen de parte de dos clientes opuestos, no seáis falsos como los politicastros que llaman «amigo» a éste y a aquél, y luego son enemigos de ambos. No penséis actuar de dos modos. De Dios nadie se burla. A Dios no se le engaña. Comportaos con los hombres como os comportáis con Dios, porque una ofensa hecha a los hombres es como si hubiera sido hecha a Dios. Desead ser vistos por Dios como deseáis ser vistos por los hombres. Sed humildes. No podéis acusar a vuestro Maestro de no serlo. Yo os doy el ejemplo. Haced como hago Yo. Humildes, dulces, pacientes. El mundo se conquista con esto, no con violencia y fuerza. Sed fuertes y violentos contra vuestros vicios, eso sí; arrancadlos de raíz, a costa incluso de dejaros desgarrados pedazos de corazón. Hace unos días os he dicho que vigiléis las miradas, mas no lo sabéis hacer. Os digo: sería mejor que os quedarais ciegos arrancándoos los ojos inmoderados que acabar siendo lujuriosos. Sed sinceros. Yo soy Verdad en las cosas excelsas y en las humanas. Deseo que también vosotros seáis auténticos. ¿Por qué andarse con engaños conmigo o con los hermanos o con el prójimo? ¿Por qué jugar con engaño? ¿Tan orgullosos como sois, y no tenéis el orgullo de decir: «Quiero que no me puedan considerar mentiroso»? Y sed auténticos con Dios. ¿Creéis que lo engañáis con formas de oraciones largas y vistosas? ¡Pobres hijos! ¡Dios ve el corazón! Haced el bien castamente. Me refiero también a la limosna. Un publicano ha sabido hacerlo antes de su conversión. ¿Y vosotros no vais a saberlo hacer? Sí, te alabo, Mateo, por la casta ofrenda semanal de la que sólo Yo y el Padre sabíamos que era tuya. Y te cito como ejemplo. Esto también es castidad, amigos. No descubrir vuestra bondad, de la misma forma que no desvestiríais a una hija vuestra adolescente ante los ojos de una multitud. Sed vírgenes al hacer el bien. El acto bueno es virgen cuando resulta exento de connubio con pensamiento de alabanza y de estima, o exento de soberbia. Sed fieles esposos de vuestra vocación a Dios. No podéis servir a dos señores. El lecho nupcial no puede acoger a dos esposas contemporáneamente. Dios y Satanás no pueden compartir vuestros amorosos abrazos. El hombre no puede, como tampoco lo pueden ni Dios ni Satanás, compartir un triple abrazo en antítesis entre los tres que se lo dan. Manteneos al margen de hambre de oro, como de hambre de carne; de hambre de carne, como de hambre de poder. Satanás os ofrece esto. ¡Oh, sus falaces riquezas! Honores, éxito, poder, abundancias: mercados obscenos cuya moneda es vuestra alma. Contentaos con lo poco. Dios os da lo necesario. Basta. Esto os lo garantiza, de la misma forma que se lo garantiza al ave del cielo, y vosotros valéis mucho más que los pájaros. Pero Dios quiere de vosotros confianza y morigeración. Si tenéis confianza, no os defraudará: si tenéis morigeración, su don diario os bastará. No seáis paganos, siendo, de nombre, de Dios. Paganos son aquellos que, más que a Dios, aman el oro y el poder para aparecer como semidioses. Sed santos y seréis semejantes a Dios eternamente. No seáis intransigentes. Todos sois pecadores; por tanto, quered ser con los demás como querríais que los demás fueran con vosotros, o sea, llenos de compasión y perdón. No juzguéis. ¡Oh, no juzguéis! Ya veis – a pesar de que hace poco que estáis conmigo – cuántas veces, siendo inocente, he sido ilícitamente mal juzgado y acusado de pecados inexistentes. El mal juicio es ofensa, y sólo los verdaderos santos no devuelven ofensa por ofensa. Por tanto, absteneos de ofender para no ser ofendidos. Así no faltaréis ni a la caridad, ni a la santa, amable, suave humildad, la enemiga de Satanás junto con la castidad. Perdonad, perdonad siempre. Decid: «Perdono, Padre, para que Tú perdones mis infinitos pecados». Haceos mejores cada hora que pase, con paciencia, con firmeza, con heroicidad. ¿Quién puede deciros que llegar a ser bueno no sea penoso? Es más, os digo: es el mayor entre los esfuerzos. Pero el premio en el Cielo; por tanto, merece la pena consumirse en este esfuerzo.Y amad. ¡Oh!, ¿qué palabra debería decir para induciros al amor? No existe ninguna que sea adecuada para convertiros a él, ¡oh, pobres hombres a los que Satanás azuza! Entonces, he aquí que Yo digo: «Padre, acelera la hora del lavacro. Esta tierra está seca. Este rebaño tuyo está enfermo. Pero hay un rocío que puede aplacar la aridez y limpiar. Abre, abre su fuente. Ábreme a mí, ábreme. Padre, Yo ardo por hacer tu deseo, que es el mío y el del Amor Eterno. ¡Padre!, ¡Padre!, Padre! Dirige tu mirada sobre tu Cordero y sé Tú su Sacrificador». Jesús se manifiesta realmente inspirado. Erguido en pie, con los -brazos extendidos en cruz, el rostro hacia el cielo, con el azul del lago detrás, con su vestido de lino, parece un arcángel orante. Se me anula la visión en el momento de este acto suyo.