Encuentro con el ex pastor Jonatán y curación de Juana de Cusa
Los discípulos están detrás, cenando, en el espacioso taller de José. El banco hace de mesa. Todo lo que se requiere para la cena está encima del banco. Pero veo que el taller es también dormitorio. Sobre los otros dos tablones del carpintero hay esteras que los convierten en lechos. Unas yacijas bajas (esteras sobre cañizos) han sido colocadas al pie de las paredes. Los apóstoles hablan entre sí y con el Maestro. -¿Entonces es verdad que vas a subir al Líbano? – pregunta Judas Iscariote. -No prometo nunca si luego no voy a mantener, y en este caso lo he prometido dos veces: a los pastores y a la nodriza de Juana de Cusa. He esperado los cinco días que le había dicho y he añadido aún hoy por prudencia. Pero ahora parto. En cuanto salga la Luna nos pondremos en marcha. Será un largo camino, aunque usemos la barca hasta Betsaida. No obstante, será para mi corazón motivo de gozo saludar también a Benjamín y a Daniel. Ya ves qué almas tienen los pastores. ¡Oh!, merece la pena ir a honrarlos; efectivamente, ni siquiera Dios mengua honrando a un siervo suyo, antes bien acrecienta su justicia. -¡Con este calor!… piensa lo que haces. Lo digo por ti. -Las noches son ya menos sofocantes. El sol aún durante un poco está en León, y las tormentas hacen menos abrasador el calor. Y, además, os lo repito: no obligo a nadie a venir. Todo espontáneo en mí y en torno a mí. Si tenéis otras ocupaciones o si os sentís cansados, quedaos. Nos volveremos a ver después. -Eso, Tú lo has dicho. Yo tendría que ocuparme de asuntos de mi casa. Llega el tiempo de la vendimia y mi madre me había rogado que viera a algunos amigos… Ya sabes, yo soy, en el fondo, el cabeza de familia; quiero decir que soy el hombre de mi familia. Pedro barbotea: -Menos mal que se acuerda de que la madre es siempre la primera después del padre. Judas, bien porque no oiga, bien porque no quiera oír, no muestra entender el barboteo, que, por lo demás, Jesús frena con una mirada, mientras Santiago de Zebedeo, sentado al lado de Pedro, le da un tirón de la túnica para que se calle. -Ve, Judas, ¿cómo no? Es más, debes ir. No se debe desobedecer a la madre. -Entonces me voy enseguida, con tu permiso. Estaré en Naím con tiempo para encontrar todavía alojamiento. Adiós, Maestro; adiós, amigos. -Sé amigo de la paz, y merece tener siempre a Dios contigo. Adiós – dice Jesús, mientras los demás se despiden de él al unísono. No se ve mucha pena al verlo partir; más bien lo contrario… Pedro, quizás por temor a que Judas se arrepienta, le ayuda a apretar los cordones de su talego y a metérselo en bandolera, le acompaña hasta la puerta del taller (que ya estaba abierta, como la otra que da al huerto – sin duda para ventilar la habitación agobiante después de un día tórrido -), está en la puerta mirándolo marcharse y, cuando lo ve que realmente se aleja, hace un gesto de alegría y de irónico adiós, y vuelve frotándose las manos. No dice nada… ya ha dicho todo. Alguno que ha visto lo sucedido se ríe disimuladamente. Pero Jesús no lo advierte, porque está escrutando a su primo Santiago, el cual se ha puesto colorado y se ha entristecido, dejando de comer sus aceitunas. Le pregunta: -¿Qué te pasa? -Has dicho: «No se debe desobedecer a la madre…». ¿Y nosotros, entonces? -No sientas escrúpulo. En general se debe hacer así, cuando no se es más que hombre e hijo de una carne; pero, cuando se ha adquirido otra naturaleza y otra paternidad, no. Deben seguirse las prescripciones y deseos de ésta, que es más alta. Judas ha llegado antes de ti y antes que Mateo… pero aún está muy atrás; es necesario que se forme, y lo hará muy lentamente. Tened caridad con él; ¡ten caridad, Pedro! Yo lo comprendo… pero te digo: ten caridad. Soportar a las personas molestas es una virtud nada común. Úsala. -Sí, Maestro… pero, cuando lo veo tan… tan… Bien, cállate, Pedro, total… Él entiende… tengo la impresión de ser una vela que está demasiado tirante por el viento… Crujo, me hace crujir este esfuerzo, y se me rompe siempre algo… Ahora bien, Tú sabes, bueno… no sabes, porque como barquero no vales nada… Por tanto te lo digo yo: si a una vela, por demasiada tensión, se le rompen todas las amarras, te juro que le da un voleo tal al inexperto barquero, que lo atonta… Bueno, pues yo siento que… corro el riesgo de que se me rompan todos los lazos… y entonces… Es mejor, sí, que de vez en cuando se vaya él. Así la vela, faltándole el viento, se calma, y a mí me da tiempo de reforzar las amarras. Jesús calla y menea la cabeza, compadeciendo al justo y fogoso Pedro. Un estrépito de cascos herrados y un vocerío de chicos llega de fuera. -¡Aquí es! ¡Aquí es! ¡Para, hombre! Y, antes de que Jesús y sus discípulos encuentren una explicación, ante el vano de la puerta se presenta el cuerpo oscuro de un caballo humoso de sudor, y baja un hombre; éste se apresura a entrar como un bólido y se postra a los pies de Jesús besándoselos con veneración. Todos miran asombrados. -¿Quién eres? ¿Qué quieres? -Jonatán soy. Responde un grito de José, que, por estar sentado detrás del alto banco, y por lo fulminante de la llegada, no ha podido reconocer al amigo. El pastor corre hasta el hombre postrado: -¡Tú! ¡Si eres tú!… -Sí. Adoro a mi adorado Señor. Treinta años de esperanza – ¡oh, larga espera! -, que florecen ahora como flor solitaria de agave; y florecen en un instante, en un éxtasis beato, más beato aún que aquél, lejano. ¡Oh, mi Salvador! Mujeres, niños y algún hombre, entre los cuales el buen Alfeo de Sara, que tiene todavía un pedazo de pan y queso en la mano, se arremolinan en la entrada y hasta dentro de la espaciosa estancia. -Álzate, Jonatán. Iba a ir a buscarte, como también a Benjamín y Daniel… -Lo sé… -Álzate, para darte el beso que ya he dado a tus compañeros – Le obliga a levantarse y lo besa. -Lo sé -repite el fornido anciano, de buen porte y buena vestimenta – Lo sé. Ella tenía razón. No era delirio propio de uno que está muriendo. ¡Oh, Señor Dios! ¡Cómo ve el alma y cómo te oye, cuando Tú la llamas! – Jonatán está emocionado. Pero se repone. No pierde su tiempo. Activo, a pesar de su actitud adorante, se centra en su objetivo: -Jesús, Salvador y Mesías nuestro, he venido a rogarte que vengas conmigo. He hablado con Ester y me ha dicho… Pero antes, antes Juana había hablado contigo y me había dicho… ¡Oh, no os burléis de un hombre dichoso, vosotros que escucháis, dichoso y angustiado hasta obtener tu «Voy»! Ya sabes que estaba de viaje con la patrona moribunda. ¡Qué viaje! De Tiberíades a Betsaida fue bueno; pero luego, dejada la barca y tomado un carro, a pesar de haberlo acondicionado lo mejor que podía, fue una tortura. Se viajaba despacio y de noche, pero ella sufría. En Cesárea de Filipo estuvo a punto de morir de los vómitos de sangre. Nos detuvimos… A la tercera mañana, hace siete días, me manda llamar. De lo blanca y agotada que estaba, parecía ya muerta. Pero cuando la llamé abrió sus dulces ojos de gacela agonizante y me sonrió. Me indicó con la manita helada que me curvase – porque tiene sólo un hilo de voz – y me dijo: “Jonatán, llévame a casa; pero inmediatamente». Era tan grande el esfuerzo de su orden – ella que es siempre más dulce que una buena niña – que se le colorearon las mejillas y, durante un momento, recobraron el fulgor sus ojos. Continuó diciéndome: «He soñado con mi casa de Tiberíades. Dentro estaba Uno con rostro de estrella, alto, rubio, con ojos de cielo y una voz más dulce que sonido de arpa. Me decía: “Yo soy la Vida. Ven. Vuelve. Te espero para dártela”. “Quiero ir». Yo decía: «¡Pero, patrona!… ¡No puedes! ¡Estás mal! Ahora, cuando estés mejor, veremos». Lo consideraba delirio de moribundo. Pero ella se echó a llorar y luego… – es la primera vez que lo ha dicho en estos seis años que la tengo como patrona; e incluso, de ira, se sentó (ella, que no tiene fuerzas para nada) – y luego me dijo: «Siervo, lo quiero. Yo soy tu patrona. ¡Obedece!»; y cayó envuelta en sangre. Creí que moría… y me dije: «Démosle gusto. ¡Muerte por muerte!… No sentiré el remordimiento de no haberla complacido al final, después de haber querido hacerlo siempre». ¡Qué viaje! No quería descansar ella, aparte de las horas entre tercia y sexta. He agotado a los caballos para abreviar. Hemos llegado a Tiberíades esta mañana a la hora de nona. Ester me ha referido… Entonces he entendido que eras Tú quien la había llamado, porque coincidían la hora y el día en que Tú prometías un milagro a Ester y te aparecías al espíritu de mi patrona. Ha querido proseguir en cuanto fue la hora de nona, y a mí me ha mandado adelante… ¡oh, Salvador mío! -Voy enseguida. La fe merece premio. Quien me desea me tiene. Vamos. -Espera. He arrojado mientras venía una bolsa a un joven, diciendo: «Tres, cinco, los asnos que queráis, si no tenéis caballos; rápido a la casa de Jesús». Estarán para llegar. Así abreviaremos. Espero encontrarla cerca de Caná. Si al menos… -¿Qué, Jonatán? -Si al menos estuviera viva… -Viva está. Pero, aunque estuviese muerta, Yo soy Vida. ‘Aquí está mi Madre. La Virgen, avisada sin duda por alguien, efectivamente está acudiendo seguida de María de Alfeo. -Hijo, ¿te vas? -Sí, Madre. Voy con Jonatán. Ha venido. Sabía que podría dártelo a conocer. Por eso he esperado un día más. Jonatán ha expresado primero un profundo saludo con los brazos cruzados sobre el pecho. Ahora se arrodilla y realza ligeramente la túnica de Maria y besa su borde diciendo: -¡Saludo a la Madre de mi Señor! Alfeo de Sara dice a los curiosos: -¿Qué decís a esto? ¿No deberíamos avergonzarnos de ser sólo nosotros quienes no tenemos fe? Un estrépito numeroso de cascos se oye en la calle. Son los borricos. Creo que son todos los de Nazaret; y son tantos, que bastarían para un escuadrón. Mientras Jonatán escoge los mejores y contrata, pagando sin escatimar, y toma consigo a dos nazarenos con otros borricos (por miedo a que algún animal, por el camino, pierda las herraduras, y para que puedan volver con toda esta rebuznadora caballería asnal), María y la otra María ayudan a cerrar sacos y talegos. María de Alfeo dice a sus hijos: -Dejaré aquí vuestras camas, y las acariciaré… Me parecerá estaros acariciando a vosotros. Sed buenos, dignos de Jesús, hijos… y yo… yo me sentiré feliz…» y mientras dice esto vierte gruesos lagrimones. María ayuda por su parte a su Jesús, y lo acaricia con amor, haciendo mil recomendaciones y encargos para los otros dos pastores libaneses – porque Jesús declara que no volverá antes de encontrarlos. -Se ponen en marcha. Ha caído la tarde y el cuarto creciente de la Luna se alza ahora. A la cabeza va Jesús con Jonatán; detrás, todos los demás. Mientras están en la ciudad van al paso, porque la gente se arremolina. Pero, en cuanto salen, van al trote, en una caravana sonora de cascos y cascabeles. -Está en el carro con Ester – explica Jonatán. ¡Oh, patrona mía! ¡Qué alegría, hacerte feliz! ¡Llevarte a Jesús! ¡Oh, mi Señor! ¡Tenerte aquí, a mi lado! ¡Tenerte!… Tienes justamente el rostro de estrella que ella te ha visto, y eres rubio y con ojos de cielo, y tu voz es realmente un sonido de arpa… ¡Oh, pero tu Madre!… ¿La vas a llevar a la patrona un día? -Irá la patrona a Ella. Serán amigas. -¿Sí?… Sí, puede serlo. Juana está casada y ha sido madre, pero tiene un alma pura como una virgen. Puede estar junto a María bendita. Jesús se vuelve por una fresca carcajada de Juan, seguida de la de todos los demás. -Quien provoca la risa soy yo, Maestro. En la barca me siento más seguro que un gato… ¡pero, aquí encima!… ¡Parezco una cuba dejada a su aire sobre el puente de un navío en manos del ábrego! – dice Pedro. Jesús sonríe y lo anima, prometiendo concluir pronto la trotada. -No es nada. Si los muchachos se ríen, no es nada malo. Vamos, vamos a llevar la felicidad a esta buena mujer. Jesús se vuelve una vez más por otra explosión de risas. Pedro exclama: -No, esto no te lo digo, Maestro. Y.. ¿por qué no? Sí que lo digo. Estaba diciendo: «nuestro supremo ministro se va a tirar de los pelos, al saber que ha faltado justo cuando se podía pavonear con una dama». Y ellos se ríen. De todas formas es así. Estoy seguro de que, si se lo hubiera imaginado, no hubiera tenido viñas paternas que tutelar. Jesús no rebate. Se recorre rápido el camino sobre estos borriquillos bien nutridos. Con el claro de luna dejan atrás Caná. -Si me permites, te precedo. Paro el carro. Los movimientos bruscos la hacen sufrir mucho. -Ve, sí. Jonatán pone el caballo al galope. Siguen y siguen bajo la luz blanca de la Luna. Luego… la forma oscura de un voluminoso carro cubierto, parado en el borde del camino. El asno en que va Jesús, instigado por Él, alcanza un pequeño galope sesgado. Jesús llega al carro. Se apea. -¡El Mesías! – anuncia Jonatán. La anciana nodriza se arroja del carro al camino, del camino al polvo. -¡Oh, sálvala! Se está muriendo. -Aquí estoy. Y Jesús sube al carro, donde hay, extendido, un considerable número de almohadones y sobre ellos un cuerpo exiguo. Hay un farolito en un ángulo, y copas y ánforas. Y una joven criada llorando, que está secando el sudor helado de la moribunda. Jonatán acude con uno de los faroles del carro. Jesús se inclina hacia la mujer decaída, verdaderamente moribunda. No hay diferencia entre el candor del vestido de lino y la palidez, incluso ligeramente azulada, de las manos y del rostro esqueléticos. Sólo las pobladas cejas y las largas pestañas negrísimas proporcionan un color a ese rostro de nieve. Ni siquiera tiene ya ese rojo infausto de los tísicos en los pómulos descarnados. Los labios, semiabiertos por el respiro dificultoso, son apenas una sombra de un rosa violáceo. Jesús se arrodilla a su lado y la observa. La nodriza le coge una mano y la llama, pero el alma, ya en los umbrales de la vida, no oye nada. Habiendo llegado los discípulos y los dos jóvenes de Nazaret, se agolpan en torno al carro. Jesús pone una mano sobre la frente de la moribunda, la cual un momento abre los ojos nublados y vagos para volver a cerrarlos luego. -Ya no oye nada – gime la nodriza. Y llora con más fuerza. Jesús hace un gesto: -Madre, oirá. Ten fe. Y luego llama: -¡Juana! ¡Juana! ¡Soy Yo! Soy Yo quien te llama. Soy la Vida. Mírame. Juana. La moribunda abre con una mirada más viva sus grandes ojos negros, y mira al rostro que hacia ella se ha inclinado. Manifiesta un movimiento de alegría y una sonrisa. Mueve despacio los labios: una palabra que no llega a adquirir sonido. -Sí, Yo soy. Has venido y Yo he venido, a salvarte. ¿Puedes creer en mí? La moribunda asiente con la cabeza. Toda la vitalidad está concentrada en la mirada (como también toda la palabra, no pudiendo expresarla de otra manera).-Pues bien (Jesús, aunque permanezca de rodillas y con la izquierda sobre la frente de ella, se endereza y toma el aspecto de milagro), pues bien, Yo lo quiero, queda curada, levántate. Quita la mano y se alza en pie. Una fracción de minuto y Juana de Cusa, sin ningún tipo de ayuda, se sienta, emite un grito, y se arroja a los pies de Jesús gritando con voz fuerte y dichosa: -¡Oh, amarte, mi Vida! ¡Para siempre! ¡Tuya! ¡Para siempre tuya! ¡Nodriza! ^Jonatán! ¡Estoy curada! ¡Rápido! ¡Corred a decírselo a Cusa! ¡Que venga a adorar al Señor! ¡Oh, bendíceme, sigue haciéndolo, sigue, sigue! ¡Oh, mi Salvador! – Llora y ríe besando los indumentos y las manos de Jesús. -Te bendigo, sí. ¿Qué más quieres que te haga? -Nada, Señor. Sólo quererme y dejar que yo te quiera. -¿Y no querrías un niño? -¡Oh, un niño!… En tus manos lo dejo, Señor. Yo te abandono todo: mi pasado, mi presente, mi futuro. Te debo todo, todo te doy. Da Tú a tu sierva lo que consideres mejor. -Entonces, la vida eterna. Sé feliz. Dios te ama. Yo me marcho. Te bendigo y os bendigo. -No, Señor. Quédate un tiempo en mi casa, que ahora es realmente rosal florido. Permíteme que vuelva a ella contigo… ¡Dichosa de mí! -Voy. Pero tengo a mis discípulos. -Mis hermanos, Señor. Juana tendrá, tanto para ellos como para ti, comida y bebida, y todo tipo de refrigerio. ¡Concédemelo. -Vamos. Que se vuelvan los burros, seguidnos a pie. El camino ya es poco. Iremos lentamente para que podáis seguirnos. Adiós, Ismael y Aser. Despedidme una vez más de mi Madre y de mis amigos. Los dos nazarenos, estupefactos, parten con sus rebuznadores asnos, mientras el carro emprende el retorno con su carga de alegría, ahora. Detrás van los discípulos en grupo comentando el hecho. Y todo termina.