En Tiberíades en la casa de Cusa
Veo la hermosa y nueva ciudad de Tiberíades. Que es nueva y rica, me lo dice todo su conjunto: una reestructuración cívica más ordenada que la de otras ciudades palestinas; una totalidad armónica y urbana que no posee ni siquiera Jerusalén. Hermosas avenidas y calles rectas provistas de un sistema de alcantarillado que hace que aguas y basura no se acumulen por las calles, y vastas plazas con fuentes (las más bonitas hechas de amplios pilones de mármol). Edificios que ya reflejan el estilo de Roma, con espaciosos pórticos. A través de algunos portales abiertos a esta hora de la mañana se ven amplios vestíbulos, peristilos de mármol decorados con valiosos cortinajes, asientos, mesitas; casi todos tienen en su centro un patio enlosado de mármol con un surtidor y macetas marmoleñas llenas de plantas en flor. En definitiva, es una imitación de la arquitectura de Roma bastante bien copiada y ricamente remedada. Las casas más bonitas están en las calles más cercanas al lago: las tres primeras, paralelas a éste, son verdaderamente señoriales; la primera, a lo largo del vial que sigue la dulce curva del lago, es, sin exagerar, espléndida. Su última parte es una serie de casas de campo, cuya fachada principal da a la otra calle, y que hacia el lago tienen opulentos jardines que descienden hasta recibir el toque de las olas; casi todas tienen un pequeño embarcadero en el que pueden verse barcas de recreo con preciados baldaquinos y asientos purpurinos. Parece que Jesús ha bajado de la barca de Pedro no en el puerto de Tiberíades sino en algún otro lugar, quizás de los suburbios. Viene caminando por el vial que recorre el margen del lago. Pregunta Pedro: -¿Has estado alguna vez en Tiberíades, Maestro? -Nunca. -Antipas ha hecho bien las cosas, y a lo grande, para adular a Tiberio. ¡Bien que se ha vendido! -Me parece más una ciudad de descanso que comercial. -Los mercados están en la otra parte. No, no, tiene también mucho comercio. Es rica. -¿Estas casas? ¿Palestinas? -Sí y no. Muchas son de romanos, pero otras muchas…, a pesar de estar llenas de estatuas y patrañas semejantes, son de hebreos – Pedro suspira y dice entre dientes: «Si nos hubieran arrebatado sólo la independencia… pero es que nos han arrebatado la fe… ¡Nos estamos haciendo más paganos que ellos! -No por culpa suya, Pedro. Ellos tienen sus costumbres y no nos obligan a hacerlas nuestras. Somos nosotros quienes queremos corrompernos. Por intereses, por moda, por servilismo… Tienes razón, pero el primero es el Tetrarca… -Maestro, hemos llegado – dice el pastor José – Ésta es la casa del intendente de Herodes. Están parados al final del vial, donde éste presenta una bifurcación (el vial, así, viene a ser la segunda de las calles, mientras que las casas de campo quedan entre esta calle y el lago). La casa que ha señalado José es la primera, bellísima, toda rodeada de un jardín florecido. Fragancias y ramas de jazmines y rosas se extienden hasta el lago. -¿Y aquí está Jonatán? -Aquí, me han dicho. Es el intendente del intendente. Ha tenido suerte. Cusa no es malo, y reconoce con justicia los méritos de su intendente. Es una de las pocas personas honradas de la corte. ¿Voy a llamarlo? -Ve. José se dirige a la alta puerta de entrada. Llama. Acude el portero. Conversan. Veo que José hace un gesto de contrariedad y que el portero asoma su cabeza cenicienta y mira a Jesús; luego pide algo, a lo cual José asiente. Siguen hablando entre sí. José viene hacia Jesús, que ha estado esperando pacientemente a la sombra de un árbol: -Jonatán no está. Está en el Alto-Líbano. Ha ido a llevar a aquel aire fresco y puro a Juana de Cusa, que está muy enferma. Dice el criado que ha ido él porque Cusa está en la Corte, y no puede venirse después del escándalo de la fuga de Juan el Bautista, y la enferma empeoraba y el médico decía que aquí moriría. No obstante, el criado dice que entres a descansar. Jonatán ha hablado del Mesías niño y también aquí te conocen de nombre y te esperan. -Vamos. El grupo se pone en movimiento. De lo cual el portero, que estaba mirando de soslayo, se percata, y llama a los otros domésticos; abre de par en par la puerta de entrada, que hasta ahora había estado entreabierta, y corre con mucho respeto al encuentro de Jesús. -Derrama, Señor, tu bendición sobre nosotros y sobre esta triste casa. Pasa. ¡Cuánto sentirá Jonatán no haber estado aquí! Verte era su esperanza. Pasa, pasa, y tus amigos contigo. En el atrio hay criados y criadas de todas las edades, todos ellos respetuosamente inclinados al saludar, no sin un sentimiento de curiosidad. Una viejecita llora en un ángulo. Jesús entra y bendice con su gesto y su saludo de paz. Le ofrecen refrigerio. Toma asiento y todos se ponen a su alrededor. -Veo que no os soy desconocido -observa. -Jonatán nos ha nutrido con tu historia. Jonatán es bueno. Dice serlo sólo porque el beso que te dio lo hizo bueno. Pero también es porque lo es. -Yo he dado y he recibido besos… pero, como tú dices, sólo en los buenos éstos aumentaron la bondad. ¿No está ahora? Yo venía por él. -He dicho que está en el Líbano. Allí tiene amigos… Es la última esperanza para la joven ama. Si esto no produce resultados… La viejecita en su ángulo llora con más fuerza. Jesús la mira con actitud interrogativa. -Es Ester, la nodriza del ama. Llora porque no puede resignarse a perderla. -Ven, madre. No llores así – invita Jesús – Ven aquí, junto a mí. ¡No necesariamente enfermedad significa muerte! -¡Es muerte, es muerte! ¡Desde que tuvo aquel único parto desafortunado se me está muriendo! ¡Las adúlteras dan a luz secretamente y viven a pesar de todo, y ella, ella que es buena, honesta, un ángel, un verdadero ángel, debe morir! -Pero, ¿qué tiene ahora? -Una fiebre que la consume… Es como una lámpara que arde atizada por un fuerte viento… cada día más fuerte, y ella cada vez más débil. Yo deseaba acompañarla, pero Jonatán ha querido criadas jóvenes, porque ella no tiene fuerzas y hay que llevarla como a un peso inerte y yo ya no soy capaz… No soy capaz de eso, pero sí de amarla. La recogí del seno de su madre. Yo era una sirvienta. También estaba casada, y había tenido un hijo hacía un mes. Le di de mamar porque su madre estaba débil y no podía… Yo le hice de madre cuando, apenas sabiendo decir «mamá», se quedó huérfana. Me he llenado de canas y de arrugas velándola en sus enfermedades. Yo la vestí de novia, la conduje al tálamo; he sonreído ante sus esperanzas de madre, lloré con ella ante el recién nacido muerto, he recogido todas las sonrisas y las lágrimas de su vida, le he dado toda sonrisa y consuelo de mi amor… ¡Y ahora se muere y no me tiene cerca! La anciana da pena. Jesús la acaricia, pero no sirve de nada. -Escucha, madre, ¿tienes fe? -¿En ti? Sí. -En Dios, mujer. ¿Puedes creer que Dios puede todo? -Lo creo, y creo que Tú, su Mesías, lo puedes. Ya se habla en la ciudad de tu poder. Ese hombre – alude a Felipe – hace tiempo hablaba de tus milagros en la sinagoga. Jonatán le preguntó: «¿Dónde está el Mesías?», y él respondió: «No lo sé». Jonatán me dijo entonces «Si estuviera aquí, te juro que ella se curaría». Pero Tú no estabas aquí… él se ha marchado con ella… y ahora morirá… -No. Ten fe. Dime exactamente lo que tienes en el corazón: ¿pue-des creer que ella no morirá por tu fe? -¿Por mi fe? ¡Oh!, si la quieres, aquí la tienes. Tómate incluso la vida, mi anciana vida… sólo házmela ver curada. -Yo soy la Vida. Doy vida y no muerte. Tú le diste la vida un día con la leche de tu pecho. Era una pobre vida que podía terminar Ahora, con tu fe, le das una vida sin fin. Sonríe, madre. -Pero ella no está… – la anciana se halla entre la esperanza y el temor – ella no está y Tú estás aquí… -Ten fe. Escucha. Ahora voy a Nazaret. Estaré allí unos días Tengo también allí algunos amigos enfermos. Luego voy al Líbano. Si Jonatán vuelve de aquí a seis días, mándalo a Nazaret, a Jesús de José. Si no viene, iré Yo. -¿Cómo lo vas a encontrar? -Me guiará el arcángel de Tobías. Tú fortalécete en la fe. No te pido más que esto. No llores más, madre. Pero la anciana llora con más vehemencia. Está a los pies de Jesús y tiene la cabeza sobre las rodillas divinas, besando la bendita mano y vertiendo lágrimas sobre ella. Jesús, con la otra mano, la acaricia, y, dado que otros criados, dulcemente, la reprenden porque llorando así se está agotando, Él dice: -Dejadla. Ahora es llanto de consuelo. Le viene bien. ¿Os alegra a todos el que el ama recupere la salud? -Es muy buena. Cuando uno es así no es amo, es un amigo y se le quiere. Nosotros la queremos. Créelo. -Os leo en el corazón. Sed también vosotros cada vez mejores. Yo me pongo en camino. No puedo esperar. Tengo la barca. Os bendigo. -¡Vuelve, Maestro, vuelve! -Volveré muchas veces. Adiós. La paz a esta casa y a todos vosotros. Jesús sale con los suyos acompañado de los criados, que lo aclaman. -Te conocen más aquí que en Nazaret – observa con tristeza su primo Santiago. -Uno que ha tenido fe verdadera en el Mesías ha preparado esta casa; para Nazaret Yo soy el carpintero, nada más. -Y… y nosotros no tenemos la fuerza de predicarte como quien eres… -¿No la tenéis? -No, primo. No tenemos el heroísmo de tus pastores. -¿Lo crees así, Santiago? – Jesús sonríe mirando a su primo, a este primo suyo que tanto se parece a su padre putativo, así, con ojos y pelo de un castaño negro y tez morena pero viva – mientras que la tez de Judas es más pálida, encuadrada entre la barba negrísima y los cabellos ondulados; Judas tiene ojos de un azul casi violáceo que vagamente recuerdan a los de Jesús – Pues mira, Yo te digo que no te conoces. Tú y Judas sois fuertes. Los dos primos menean la cabeza. -Os persuadiréis de que no yerro. -¿Vamos al mismo Nazaret? -Sí. Quiero decirle algo a mi Madre y… y hacer aún alguna otra cosa. Quien quiera venir que venga. Todos quieren ir. Los que están más contentos son los primos: -Es por nuestro padre y nuestra madre, ¿comprendes? -Lo comprendo. Pasaremos por Caná y luego iremos allí. -¿Por Caná? ¡Entonces iremos donde Susana! Nos dará huevos y fruta para papá, Santiago. -Y también, claro, algo de su buena miel. A él le gusta mucho. -Y le nutre. -¡Pobre papá! Sufre mucho. Siente que le falta la vida, como arrancada de raíz… y no quisiera morir… – Santiago le mira a Jesús. Con muda súplica… Pero Jesús hace como si no lo viera – José también murió así, con dolores, ¿verdad? -Sí – responde Jesús – pero él sufría menos porque estaba resignado. -Y porque te tenía a ti. -También Alfeo podría tenerme… Los dos primos suspiran tristes, y todo termina.