En Nazaret por la muerte de Alfeo. Lenta conversión del primo Simón
Atardece en medio de un gran arrebol de ocaso que, como un fuego que se va apagando, se vuelve cada vez más oscuro hasta asumir casi un color violeta rubificado. Una coloración espléndida, rara, que pincela, difuminándose lentamente, el occidente, hasta desaparecer en el cobalto oscuro del cielo donde el oriente avanza cada vez más con sus estrellas y con su arco de luna creciente, ya camino de la segunda fase. Los agricultores acuden raudos a sus casas – las bajas casitas de Nazaret -, que muestran ya los hogares encendidos, por los aros de humo que salen de ellas. Jesús está para entrar en la ciudad y, contrariamente a cuanto desearían los otros, no quiere que ninguno vaya a avisar a su Madre. -No va a suceder nada. ¿Por qué intranquilizarla antes? – dice. Ya está entre las casas. Algún saludo, algún cuchicheo a sus espaldas, algún volverse de espaldas maleducado o dar portazos cuando pasa el grupo apostólico. La gesticulación de Pedro es un verdadero poema, pero también los demás están un poco inquietos. Los hijos de Alfeo parecen dos condenados: caminan con la cabeza baja a ambos lados de Jesús, observando, no obstante, todo; de vez en cuando se miran asustados, o en su mirar manifiestan temor por Jesús. Él, como si no pasara nada, responde a los saludos con su habitual afabilidad, y se inclina para acariciar a los niños, los cuales, en su simplicidad, no toman parte por éste o por aquél y son siempre amigos de su Jesús, que siempre se muestra tan afectuoso con ellos. Uno – un tonelito muy regordete que tendrá como mucho cuatro años -, separándose del vestido materno, acude corriendo a su encuentro y le tiende los bracitos diciendo: « ¡Súbeme!» y, dado que Jesús lo complace y lo sube en brazos, éste lo besa con su boquita toda embadurnada del higo que está chupando, y luego lleva su amor hasta el punto de… ofrecerle a Jesús un trocito de higo, diciendo: « ¡Toma! ¡Está bueno!». Jesús acepta el ofrecimiento y ríe de que ese hombrecito naciente le haya metido el trocito de higo en la boca. Isaac, cargado de jarros, viene de la fuente. Ve a Jesús, deja los jarros y, corriendo a su encuentro, grita: -¡Mi Señor! Tu Madre ha vuelto ahora a casa. Estaba donde su cuñada. Pero… – pregunta – ¿recibiste la carta? -Estoy aquí por este motivo. No digas nada a mi Madre, por ahora. Primero voy a casa de Alfeo. Isaac, prudente, no dice más que: -Te obedeceré – y, tomando sus ánforas, va directamente a casa. -Pongámonos en camino. Vosotros, amigos, nos esperaréis aquí. Estaré poco tiempo en casa de Alfeo. -¡Nooo! Nosotros no entramos en la casa del luto. Estaremos fuera, eso sí. ¿Verdad? – dice Pedro. -Pedro tiene razón. Nos tendrás cerca, aunque estemos en la calle. Jesús cede a la voluntad de todos, pero sonríe y dice: -No me harán nada. Creedlo. No son malos. Sólo están humanamente exaltados. Vamos. Llegan a la calle donde está la casa. Llegan a la entrada del huerto. Jesús continúa; detrás, Judas y Santiago. Jesús llega al umbral de la puerta de la cocina. Dentro, junto al fuego, está María de Alfeo, cocinando y… llorando. En un ángulo, Simón y José, con otros hombres, sentados en grupo. Entre ellos está Alfeo de Sara. Están allí, callados como estatuas. ¿Será costumbre? No lo sé. -Paz a esta casa y paz al espíritu que la ha dejado. La viuda emite un grito y hace un movimiento instintivo de cerrarle el paso a Jesús, de ponerse entre Él y los otros. Simón y José se levantan, hoscos y confundidos; pero Jesús no muestra darse cuenta de su actitud hostil. Va hacia los dos hombres (Simón tiene ya sus cincuenta años, y quizás más, a juzgar por el aspecto) extendiendo hacia ellos sus manos en gesto de amorosa iniciativa. Los dos hombres se muestran más turbados que nunca, pero no osan comportarse maleducadamente. Alfeo de Sara tiembla angustiado, sufre visiblemente. Los otros hombres se muestran reservados, en espera de una indicación. -Simón, tú, ya cabeza de familia, ¿por qué no me recibes afablemente? Vengo a llorar contigo. ¡Cuánto habría deseado estar con vosotros en la hora del duelo! Pero me encontraba lejos, no por culpa mía. Eres justo, Simón. Y lo debes decir. El hombre sigue con actitud reservada. -Y tú, José, que tienes un nombre muy estimado por mí, ¿por qué no acoges mi beso? ¿No me permitís llorar con vosotros? La muerte eslazo para los verdaderos afectos. Y nosotros nos quisimos. ¿Por qué ahora debe haber desunión? -Por ti nuestro padre ha muerto resentido – dice José con dureza. Y Simón: -Debías haberte quedado. Sabías que estaba agonizando. ¿Por qué te marchaste? Te quería a su lado… -No habría podido hacer por él más de cuanto hice. Y vosotros lo sabéis… Simón, más justo, dice: -Es verdad. Sé que viniste y que te echó. Pero era un enfermo, un hombre afligido. -Lo sé. De hecho dije a tu madre y a tus hermanos: «No le guardo rencor, porque comprendo su corazón». Pero por encima de todos está Dios. Y Dios quería este dolor para todos. Para mí que, creedlo, he sufrido como si me hubieran arrancado carne viva; para vuestro padre, que en esta pena ha comprendido una gran verdad, la cual durante toda la vida le había permanecido oscura; para vosotros, que con este dolor tenéis el modo de ofrecer un sacrificio más beneficioso que el becerro inmolado; y para Santiago y Judas, que ahora ya no están menos formados que tú, mi Simón, porque tanto dolor – para ellos es la mayor carga y los oprime como rueda de molino – los ha hecho adultos y de perfecta edad ante los ojos de Dios.-¿Qué verdad ha visto nuestro padre? Una sola: que su sangre, en la última hora, le era enemiga – rebate José con dureza. -No. Que el espíritu es más que la sangre. Ha comprendido el dolor de Abraham y por eso Abraham le ha ayudado – responde Jesús. -¡Ojalá fuera verdad! Pero ¿quién lo asegura? -Yo, Simón. Y, más que Yo, la muerte de tu padre. ¿No ha anhelado mi presencia? Tú lo has dicho. -Lo he dicho. Es verdad. Quería que viniera Jesús. Y decía: «¡Al menos que no muera el espíritu! Él puede hacerlo. Lo he rechazado y no volverá. ¡Oh, muerte sin Jesús, qué horror eres! ¿Por qué le obligué a irse?». Sí, esto decía, como también: «Él me preguntó muchas veces: ¿Debo marcharme?’ y yo lo eché. Ahora ya no vuelve». Te anhelaba, te anhelaba. Tu Madre te mandó recado, pero no te encontraron en Cafarnaúm y él lloró mucho, y con sus últimas fuerzas tomó la mano de tu Madre y quiso tenerla cercana. A duras penas podía hablar, pero decía: «La Madre es un poco el Hijo. Me agarro a su Madre para tener algo de Él, porque tengo miedo de la muerte». ¡Pobre padre mío! Se produce una escena oriental de gritos y actos de dolor, en la que todos toman parte; también Santiago y Judas, que se han atrevido a entrar. Jesús, que solamente llora, es el más tranquilo. -¿Lloras? ¡Entonces lo querías? – pregunta Simón. -¡Simón! ¿Lo preguntas? Si hubiera podido, ¿crees que habría permitido este dolor suyo? Yo estoy con el Padre, pero no por encima del Padre. -Curas a los moribundos, y a él no lo curaste – dice ásperamente José. -No creía en mí. -Esto es verdad, José – observa su hermano Simón. -No creía y tampoco deponía el rencor. Yo no puedo hacer nada donde hay incredulidad y odio. Por eso, os digo: no sigáis odiando a vuestros hermanos. Vedlos. Que su congoja no resulte gravada por vuestro rencor. Vuestra madre está más acongojada por este odio vivo que por la muerte, que termina en sí misma, y en vuestro padre termina en la paz porque su deseo de mí le significó perdón de Dios Ni hablo de mí, ni abogo por mí. Yo estoy en el mundo, pero no soy del mundo. Aquel que dentro de mí vive me compensa lo que el mundo me niega; sufro con mi humanidad, pero elevo el espíritu por encima de la tierra y siento júbilo por las cosas celestes. ¡Pero ellos!… No faltéis a la ley del amor y de la sangre. Amaos. En Santiago y Judas no existe ofensa a la sangre. Pero, aun en el caso de que existiera, perdonad. Mirad con ojo justo las cosas y veréis que los más ofendidos han sido ellos, incomprendidos en las necesidades del alma raptada por Dios. Y a pesar de todo no guardan rencor, sino que sólo desean el amor. ¿No es verdad, primos? Judas y Santiago, a los cuales la madre tiene estrechamente abrazados, asienten entre lágrimas. -Simón, eres el mayor, da ejemplo… -Yo… por mí… Pero el mundo… pero Tú… -¡Oh, el mundo! Olvida y cambia a cada amanecer… Y Yo… Ven, dame tu beso fraterno. Yo te quiero. Esto lo sabes. Despójate de estas escamas que te hacen duro y no son tuyas sino que te vienen de persona a ti ajena y menos justa que tú. Tú juzga siempre con tu recto corazón. Simón, todavía un poco reticente, abre los brazos. Jesús lo besa y luego lo conduce adonde sus hermanos. Se besan entre llanto y lamentos. -Ahora tú, José. -No. No insistas. Tengo presente el dolor de nuestro padre. -En verdad tú lo perpetúas con tu rencor. -No importa. Soy fiel. Jesús no insiste. Se vuelve hacia Simón: -La tarde está avanzada. Pero, si quisieras… Nuestro corazón arde por el deseo de venerar sus restos mortales. ¿Dónde está Alfeo? ¿Dónde le habéis puesto? -Detrás de la casa. Donde el olivar cesa contra el barranco. Un sepulcro digno. -Te lo ruego. Llévame. María, sé fuerte. El esposo exulta porque ve a sus hijos en tu seno. Quedaos. Yo voy con Simón. ¡Estad en paz! ¡Estad en paz! José, te digo a ti cuanto dije a tu padre: «No hay rencor en mí. Te quiero. Cuando quieras que venga, llámame. Vendré a llorar contigo. Adiós». Y Jesús sale con Simón… Los apóstoles miran de reojo con curiosidad, pero se sienten contentos al ver a Jesús y Simón en armonía. -Venid también vosotros – dice Jesús – Son mis discípulos, Simón. Ellos también desean honrar a tu padre. Vamos. Van por el olivar y todo termina. Dice Jesús a María Valtorta: Como ves, Simón – menos obstinado – se rindió, si no completamente sí al menos en parte, a la justicia, con santa prontitud. Es cierto que no se hizo discípulo mío, y menos aún apóstol – como en tu ignorancia lo llamaste hace ahora un año -, enseguida, después de este encuentro por la muerte de Alfeo, pero sí, al menos, espectador no enemigo. Incluso fue tutor de su madre y de la mía en momentos en que había necesidad de que un hombre las protegiera y defendiera de las sátiras de la gente. No fue fuerte hasta el punto de imponerse contra quien me llamaba «loco». Todavía era «demasiado hombre», y se avergonzaba un poco de mí y se preocupaba por los peligros que podía correr toda la familia a causa de mi apostolado contrario a las sectas. No obstante, ya estaba en el camino del Bien, por el cual, luego, después del Sacrificio, supo proseguir, cada vez más firme, hasta confesarme con la sangre. La Gracia obra en ocasiones fulminantemente, otras veces lentamente, mas siempre obra en donde existe la voluntad de ser justo.Ve en paz. Queda en paz en medio de tus dolores. El tiempo preparatorio para la Pascua empieza. Lleva por mí la Cruz. Te bendigo. María de la Cruz de Jesús».