En Nazaret con Judas Tadeo y con otros seis discípulos.
Jesús llega con su primo y los seis discípulos a las proximidades de Nazaret. Desde lo alto del alcor en que se encuentran se ve — blanca entre el verde — la pequeña, linda ciudad subir y bajar por las laderas en que está construida (un dulce ondular de laderas: en unos lugares apenas perceptible; en otros, más marcado). – Hemos llegado, amigos. Ved allí mi casa. Sale humo de ella. Mi Madre está dentro. Quizás esté haciendo el pan. No os digo que os quedéis, porque pienso que estaréis deseando llegar a casa. Pero si queréis partir conmigo el pan, y conocer a Aquella que Juan conoce, os digo: «¡Venid!». Los seis, que ya estaban tristes por la separación inminente, se ponen de nuevo del todo contentos y aceptan de corazón. – Vamos, entonces. Bajan a buen paso la pequeña colina y toman la calzada principal. Anochece. Todavía hace calor, pero ya las sombras descienden sobre los labrantíos, donde las mieses comienzan a madurar. Entran en el pueblo. Mujeres que van y vienen de la fuente, hombres a la puerta de los minúsculos talleres o en los huertos saludan a Jesús y a Judas. Los niños se apiñan en torno a Jesús. – ¿Has vuelto? – ¿Ahora te quedas aquí? – Se me ha roto otra vez la rueda de la carretilla. – ¿Sabes, Jesús? Tengo una nueva hermana y le han puesto de nombre María. – El maestro me ha dicho que sé todo y que soy un verdadero hijo de la Ley. – Sara no está porque tiene a su mamá muy enferma. Llora porque tiene miedo. – Mi hermano Isaac se ha casado. Han hecho una gran fiesta. Jesús escucha, acaricia, encomia, promete ayuda. Así llegan a casa. Y en el umbral de la casa está ya María, avisada por un muchachito premuroso. – ¡Hijo mío! – ¡Mamá! Los dos están el uno entre los brazos del otro. María, que es mucho más baja que Jesús, tiene la cabeza apoyada en la parte más alta del pecho del Hijo, y está cerrada en el círculo de sus brazos. El la besa sobre el pelo rubio. Entran en casa. Los discípulos, incluido Judas, se quedan afuera, para que se sientan libres en estas primeras muestras de afecto. – ¡Jesús! ¡Hijo mío! – María habla con voz trémula como la de quien tiene las lágrimas en la garganta. – ¿Por qué, Mamá, estás así? – ¡Hijo! Me han dicho… En el Templo aquel día había galileos, nazarenos… Han vuelto… y han contado… ¡Hijo!…. – ¡Pero tú, Mamá, ya ves que estoy bien! No he sufrido ningún mal. Sólo ha sido glorificado Dios en su Casa. – Sí. Lo sé, Hijo de mi corazón. Sé que ha sido como el toque que llama a los que duermen. Y por la gloria de Dios yo me alegro… me alegro de que este pueblo mío se despierte a Dios… Yo no te lo reprocho… no te pongo obstáculos… te comprendo… y… y estoy contenta… pero te he engendrado, yo, ¡Hijo mío!…. María está todavía en el círculo de los brazos de Jesús y ha hablado teniendo las manos abiertas y apoyadas sobre el pecho del Hijo, con la cabeza alzada hacia Él, los ojos más brillantes por el llanto que está para rebosarlos; y ahora calla, volviendo a apoyar la cabeza en el pecho de su Hijo. Parece una tortolita gris, vestida como está de pardo – grisáceo, amparada por dos fuertes alas de candor, porque Jesús está todavía con su vestidura y manto blancos. – ¡Mamá! ¡Pobre Mamá! ¡Mi querida Mamá!… – Jesús la vuelve a besar. ‘Luego dice: «Bueno, ¿ves? Estoy aquí y no estoy solo. Me he traído a mis primeros discípulos, y otros están en Judea. También el primo Judas está conmigo y me sigue… – ¿Judas? – Sí, Judas. Sé por qué te asombras. Claro, entre los que han referido el hecho estaban Alfeo y sus hijos… y no yerro diciendo que me han criticado. Pero no tengas miedo. Hoy así, mañana de otra forma. Al hombre se le debe cultivar como a la tierra, y donde hay espinos salen rosas. Judas, a quien tú amas, está ya conmigo. – ¿Dónde está ahora? – Ahí afuera con los otros. ¿Tienes pan para todos? – Sí, Hijo. María de Alfeo está sacándolo del horno. María es muy buena conmigo, especialmente ahora. – Dios la glorificará – Sale a la puerta y llama: – ¡Judas! ¡Aquí está tu madre! ¡Amigos, venid! Entran y saludan. Judas besa a María y luego corre a buscar a su madre. Jesús nombra a los cinco: Pedro, Andrés, Santiago, Natanael, Felipe; porque Juan, a quien María ya conocía, la ha saludado inmediatamente después de Judas, inclinándose y recibiendo su bendición.María los saluda y los invita a sentarse. Es la señora de la casa y, aun adorando con la mirada a su Jesús — parece que el alma continúe hablando, por los ojos, con el Hijo — se ocupa de los huéspedes. Querría llevar agua para que repusieran fuerzas. Pero Pedro salta: – No, Mujer. No puedo permitirlo. Tú siéntate junto a tu Hijo, Madre santa. Voy yo. Ahora vamos al huerto, a refrescarnos. Acude María de Alfeo, roja y llena de harina, y saluda a Jesús, el cual la bendice; luego conduce a los seis al huerto, a la pila, y vuelve feliz. – ¡Oh, María! – le dice a la Virgen – Judas me lo ha dicho. ¡Qué contenta estoy! Por Judas y por ti, cuñada mía. Sé que los otros me reprobarán. Pero no me importa. Seré feliz el día en que sepa que todos son de Jesús. Nosotras, madres, sabemos… sentimos lo que es bueno para los hijos. Y yo siento que el bien de los míos eres Tú, Jesús. Jesús le acaricia la cabeza sonriéndole. Vuelven los discípulos y María de Alfeo sirve pan fragante, aceitunas y queso. Trae una pequeña ánfora de vino tinto. Jesús llena los vasos de sus amigos. Es siempre Jesús quien ofrece, y luego distribuye. Un poco azorados al principio, los discípulos se sienten más seguros y hablan de sus casas, del viaje a Jerusalén, de los milagros acaecidos. Se sienten llenos de celo y de afecto, y Pedro trata de hacer de María una aliada para obtener que Jesús los tome enseguida sin previa espera en Betsaida. Ella, con una suave sonrisa los exhorta: – Haced todo lo que Él dice. Esta espera os granjeará más beneficios que una unión inmediata. Mi Jesús todo lo que hace lo hace bien. La esperanza de Pedro muere. Pero se resigna con elegancia. Sólo pregunta: -¿Durará mucho la espera? Jesús lo mira sonriéndole, pero no dice nada más. María interpreta esa sonrisa como un signo benévolo, y dice: – Simón de Jonás, Él sonríe… por eso yo te digo: ligero como vuelo de golondrina será el tiempo de tu espera obediente. – Gracias, Mujer. – ¿No hablas, Judas? ¿Y tú, Juan? – Te miro, María. – Yo también. – También yo os miro y… ¿Sabéis?… me viene a la mente una hora lejana. También entonces tenía siempre tres pares de ojos fijos en mi rostro con amor. ¿Te acuerdas, María, de mis tres discípulos? – ¡Ah, que si me acuerdo!… ¡Es cierto! También ahora tres, de la misma edad más o menos, te miran con todo su amor. Y éste, Juan, creo, me parece el Jesús de entonces, tan rubio y rosado, y el más joven. Los otros se muestran deseosos de saber. Recuerdos y anécdotas fluyen con el tiempo en las palabras. Cae la noche. – Amigos, Yo no tengo habitaciones. Pero allí está el taller donde trabajaba. Si queréis cobijaros allí… Sólo están los bancos. – Cama cómoda para pescadores habituados a dormir en estrechos tablones. Gracias, Maestro. Dormir bajo tu techo es honor y santificación. Se retiran despidiéndose efusivamente. También Judas se retira con su madre; van a su casa. En esta habitación quedan Jesús y María, sentados sobre el arca, a la luz de la lamparita, un brazo en el hombro del otro, y Jesús cuenta, y María escucha, dichosa, trémula, contenta…