En los montes de las cercanías de Emaús. El carácter de Judas Iscariote y las cualidades de los buenos
Jesús se encuentra con los suyos en un lugar muy montañoso. El camino es incómodo y escabroso y a los más ancianos se les hace muy duro; sin embargo, los jóvenes se muestran muy contentos en torno a Jesús y suben ágiles, conversando entre sí. El pensamiento de volver a Galilea tiene alborozados a los dos primos, los dos hijos de Zebedeo, y a Andrés, y su alegría es tal, que conquista también al Iscariote, que desde hace un tiempo se encuentra en las mejores disposiciones de espíritu. Se limita a decir: -Bueno, Maestro, pero, para Pascua, cuando se va al Templo… ¿vas a volver a Keriot? Mi madre sigue esperando a que vayas. Me lo ha hecho saber. E igualmente mis paisanos… -Por supuesto. Ahora, aunque quisiéramos, la estación está demasiado desapacible como para meterse por esos caminos intransitables. Daos cuenta de lo fatigoso que resulta incluso aquí; y, si no hubiese sido por esa imposición, no habría emprendido ahora el camino… Pero ya no se podía estar… -Jesús guarda silencio, pensativo. -Y después, quiero decir por Pascua, se podrá ir? Yo quisiera enseñar tu gruta a Santiago y a Andrés – dice Juan. -¿Te olvidas del amor de Belén hacia nosotros? – pregunta el Iscariote – 0, mejor dicho, hacia el Maestro. -No. Pero iría yo con Santiago y Andrés. Jesús podría estar en Yuttá o en tu casa… -¡Oh…, esto me satisface! ¿Lo harás así, Maestro? Ellos van a Belén, Tú estás conmigo en Keriot. Realmente conmigo solo nunca has estado… y siento grandes deseos de tenerte enteramente para mí… -¿Estás celoso? ¿No sabes que Yo os amo a todos de la misma forma? ¿No crees que Yo estoy con todos vosotros aun cuando parezco lejano? -Sé que nos quieres. Si no nos quisieras, deberías ser mucho más severo, conmigo al menos. Creo que tu espíritu nos asiste continuamente. Pero no somos del todo espíritu; está también el hombre, con sus amores de hombre, sus deseos, sus añoranzas. Jesús mío, yo sé que no soy el que más te hace feliz, pero creo que Tú sabes lo vivo que está en mí el deseo de agradarte y el recuerdo amargo de todas las horas que te pierdo por mi miseria… -No, Judas. No te pierdo. Estoy más cerca de ti que de los demás, precisamente porque conozco quién eres. -¿Qué soy, mi Señor? Dilo. Ayúdame a entender qué soy. Yo no me entiendo. Me da la impresión de ser como una mujer turbada por deseos de concebir. Tengo apetitos santos y apetitos depravados. ¿Por qué? ¿Qué soy yo? Jesús lo mira con una mirada indefinible. Está apenado. Pero es una tristeza embebida de piedad, de mucha piedad. Parece un médico que constatara el estado de un enfermo y que supiera que se trata de un enfermo que no puede curarse… Pero no habla. -Dilo, Maestro mío. Tu juicio sobre el pobre Judas será siempre el menos severo de todos. Y, además… estamos entre hermanos. No me importa que sepan de qué estoy hecho. Es más, sabiéndolo de ti, corregirán su juicio y me ayudarán. ¿No es verdad? Los otros se sienten violentos y no saben qué decir. Miran al compañero, miran a Jesús. Jesús pone a su lado a Judas Iscariote, en el lugar donde antes estaba su primo Santiago, y dice: -Tú eres simplemente un desordenado. Tienes en ti todos los mejores elementos, pero no los tienes bien fijados, y el más mínimo soplo de viento los descoloca. Hace poco hemos pasado por aquella estrechura, nos han mostrado el daño que han hecho a las pobres casas de aquel pueblecito el agua, la tierra y los árboles. El agua, la tierra, los árboles son cosas útiles y benditas, ¿no es, acaso, verdad? Bueno, pues, a pesar de todo, han resultado malditas. ¿Por qué? Porque el agua del torrente no tenía un curso ordenado, sino que, incluso por indolencia del hombre, se había excavado otros lechos siguiendo su capricho, lo cual era bonito mientras no había ventiscas. Esa agua clara que irrigaba el monte con pequeños regatos – collares de diamantes o de esmeraldas, según reflejasen la luz o la sombra de los bosques – era como una obra de joyero. Y el hombre gozaba de ello, porque las cantarinas venas de agua eran útiles para sus pequeños campos; como también eran hermosos los árboles nacidos, por avatares de los vientos, en caprichosos grupos, ora aquí, ora allá, dejando claros llenos de sol. También era hermosa la tierra esponjosa, depositada por quién sabe qué lejanos aluviones entre unas ondulaciones y otras del monte; tierra verdaderamente fértil para los cultivos. Pero ha sido suficiente que llegaran las ventiscas de hace un mes para que los caprichosos surcos del torrente se unieran y, desordenadamente, se desbordaran siguiendo otro curso, llevándose los desordenados árboles y arrastrando hacia abajo las desordenadas acumulaciones de tierra. Si las aguas hubieran sido reguladas, si los árboles hubieran estado agrupados en bosques ordenados, si se hubiera asegurado en manera ordenada la tierra con las oportunas protecciones, entonces esos tres elementos, la madera, el agua y la tierra, que son buenos, no se habrían transformado en causas de destrucción y muerte para ese pueblecito. Tú tienes inteligencia, intrepidez, instrucción, prontitud, prestancia, tienes muchas cosas, muchas, pero están salvajemente dispuestas en ti; y tú dejas que estén así. Mira, necesitas un trabajo paciente y constante sobre ti mismo, para poner orden – que al final se traduce en una vigorosidad – en tus cualidades, de forma que, cuando llegue la ventisca de la tentación, lo bueno que tienes en ti no se transforme en un mal para ti y para los demás. -Tienes razón, Maestro. Cada cierto tiempo sufro la acción de un viento que me altera profundamente, y entonces todo se enreda. Dices que yo podría… -La voluntad lo es todo, Judas. -Pero hay tentaciones que son tan punzantes… Uno se oculta, por miedo a que el mundo se las lea en el rostro». -¡Ése es el error! Ése sería precisamente el momento de no esconderse, sino de buscar el mundo, el de los buenos, para recibir su ayuda. Además, el contacto con la paz de los buenos calma la fiebre. Y buscar también el mundo de los criticadores, porque, debido a ese orgullo que impulsa a ocultarse para que no le lean a uno su ánimo tentado, ello sería un impulso ante la debilidad moral, y no se caería. -Tú fuiste al desierto… -Porque podía hacerlo. Pero ¡ay de aquellos que están solos, si no son, en su soledad, multitud contra la multitud! -¿Cómo? No comprendo. -Multitud de virtudes contra multitud de tentaciones. Cuando la virtud es poca, hay que hacer como esta débil hiedra: agarrarse a las ramas de árboles vigorosos, para subir. -Gracias, Maestro. Yo me agarro a ti y a los otros compañeros. Ayudadme todos. Vosotros sois todos mejores que yo. -Ha sido mejor el ambiente sobrio y honesto en que hemos crecido, amigo. Pero ahora tú estás con nosotros, y te queremos. Verás… No es por criticar a Judea, pero, créelo, en Galilea hay, al menos en nuestros pueblos, menos riqueza y menos corrupción. Tiberíades, Magdala, otros lugares de tripudio, están cercanos; pero, nosotros vivimos con «nuestra» alma simple, tosca si quieres, pero laboriosa, santamente contenta de lo que Dios nos concede- dice Santiago de Alfeo. -Pero ten en cuenta, Santiago, que la madre de Judas es una santa mujer. Se le ve la bondad escrita en la cara – objeta Juan. Judas de Keriot, contento por esta alabanza, le sonríe; y su sonrisa aumenta cuando Jesús confirma: -Es así, como has dicho, Juan; es una santa criatura. -¡Sí! ¡Ya! Pero mi padre soñaba con hacer de mí una persona grande en el mundo, y me separó muy pronto y demasiado profundamente de mi madre… -Pero, ¿qué es lo que tenéis que decir, que no paráis de hablar? – pregunta desde lejos Pedro – ¡Paraos! ¡Esperadnos! No le veo la gracia a ir así, sin pensar que yo tengo las piernas cortas. Se detienen hasta que el otro grupo los alcanza. -¡Uf! ¡Cuánto te quiero, barquita mía! Aquí se hace esfuerzos de esclavos… ¿Qué decíais? -Hablábamos de las cualidades para ser buenos – responde Jesús. -Y ¿a mí no me las dices, Maestro? -Claro que sí: orden, paciencia, constancia, humildad, caridad… ¡He hablado de ellas muchas veces! -Del orden no. ¿Qué tiene que ver con ello? -El desorden no es nunca una buena cualidad. Se lo he explicado a tus compañeros. Ellos te lo dirán. Y lo he puesto el primero; mientras que he puesto la última a la caridad, porque son los dos extremos de la recta de la perfección. Ahora bien, como tú sabes, una recta, puesta horizontalmente, no tiene principio, como tampoco tiene fin. Ambos extremos pueden ser principio y pueden ser fin, mientras que de una espiral, o de cualquier otra figura no cerrada en sí misma, hay siempre un principio y un fin. La santidad es lineal, simple, perfecta, y no tiene sino dos extremos, como la recta. -Es fácil hacer una recta… -¿Tú crees? Te equivocas. En un dibujo, complicado incluso, puede pasar inadvertido algún defecto; pero en la recta enseguida se ve cualquier falta, o de inclinación o de incertidumbre. José, enseñándome el oficio, insistía mucho en que fueran derechas las tablas y con razón me decía: «¿Ves, hijo mío? En una moldura o en un trabajo de torno todavía puede pasar una leve imperfección, porque el ojo (si no es expertísimo), si observa un punto no ve el otro. Pero si una tabla no está derecha como se debe, ni siquiera el trabajo más simple, como puede ser una pobre mesa de campesinos, sale bien. Estará arqueada, hacia abajo o hacia arriba. No sirve sino para el fuego». Podemos decir esto también respecto a las almas. Para que no suceda que no se sirva sino para el fuego infernal, es decir, para conquistar el Cielo, hay que ser perfecto como una tabla debidamente cepillada y escuadrada. Quien empieza su trabajo espiritual con desorden, comenzando por las cosas inútiles, saltando, como un ave inquieta, de esto a aquello, al final, cuando quiere reunir las partes de su trabajo, ya no puede, no encajan. Por tanto, orden. Por tanto, caridad. Luego, manteniendo fijos en las dos mordazas estos extremos, de forma que no se escapen nunca, trabajar en todo lo restante, ya se trate de molduras o de tallas. ¿Has comprendido? -Sí, he comprendido. Pedro se mastica en silencio su lección y, al improviso, concluye: -Entonces mi hermano vale más que yo. Él es verdaderamente ordenado. Paso a paso, en silencio, tranquilo. Da la impresión de que no se moviera, y, sin embargo… Yo desearía hacer muchas cosas y en poco tiempo. Y no hago nada. ¿Quién me ayuda? -Tu buen deseo. No temas, Pedro. Tú también haces. Te haces. -¿Y yo? -También tú, Felipe. -¿Y yo? Tengo la impresión de no ser realmente capaz de nada. -No, Tomás. Tú también te trabajas. Todos, todos os trabajáis. Sois árboles silvestres, pero los injertos os van cambiando en modo lento y seguro, y Yo tengo en vosotros mi alegría. -Eso. Estamos tristes y Tú nos consuelas. Somos débiles y Tú nos fortaleces. Somos miedosos y nos infundes valor. Para todos y para todos los casos, tienes preparado el consejo y el conforte. Maestro, Tú siempre estás preparado y siempre eres bueno, ¿cuál es el secreto? Amigos míos, he venido para esto, sabiendo ya lo que me encontraría y lo que debía hacer. Sin sufrir ilusiones no se tienen desilusiones; por tanto, no se pierde energía, se va adelante. Recordad esto, para cuando también vosotros tengáis que trabajar al hombre animal para hacer de él el hombre espiritual.