En los campos de Jocanán y en los de Doras. Muerte de Jonás
Vuelvo a ver, de día, el llano de Esdrelón; un día medio nublado de finales de otoño. Ha debido caer durante la noche una de las primeras lluvias de los tristes meses invernales, porque la tierra está húmeda, si bien no fangosa. Sopla todavía el viento, un viento húmedo que se lleva las hojas amarillentas y penetra hasta los huesos con su aliento cargado de humedad. En los campos hay escasas yuntas de bueyes tirando del arado. Levantan fatigosamente la tierra densa y pesada de esta fértil llanura para prepararla a recibir la semilla. Lo que me da pena es ver que en ciertos lugares son los mismos hombres los que hacen el trabajo de los bueyes, empujando la reja del arado con toda la fuerza de sus brazos, e incluso del pecho, apretando fuertemente los pies contra el suelo removido, trabajando como esclavos en esta operación que cansa incluso a los robustos novillos. También Jesús mira y ve, y se entristece su rostro, hasta llorar incluso. Los discípulos – once porque Judas aún no ha vuelto y los pastores ya no están – hablan entre sí, y Pedro dice: -Pequeña, pobre, fatigosa es también la barca… ¡Pero cien veces mejor que este servicio de animales de tiro! – y pregunta: «Maestro, ¿serán ya siervos de Doras? Responde Simón Zelote: -No lo creo. Sus campos están al otro lado de aquellos árboles frutales, me parece. Todavía no los vemos. Pero Pedro, curioso siempre, deja el camino y va por un lindero entre dos parcelas. En los bordes se han sentado un momento cuatro fatigados y sudorosos agricultores. Están jadeantes por el esfuerzo realizado. Pedro les pregunta: -¿Sois de Doras? -No. Pero somos de su pariente, de Jocanán. ¿Y tú quién eres? -Soy Simón de Jonás, pescador de Galilea hasta la luna de Ziv. Ahora, Pedro de Jesús de Nazaret, el Mesías de la Buena Nueva – Pedro dice esto con el respeto y la gloria con que uno diría: «Pertenezco al alto y divino César de Roma», y mucho más todavía; su honesto rostro resplandece de la alegría de profesarse de Jesús. -¡Oh, el Mesías! ¿Dónde, dónde está? – dicen los cuatro infelices. -Aquél es. Aquél, alto y rubio, vestido de rojo oscuro. Aquél, el que mira ahora hacia aquí esperándome sonriente. -¿Si fuéramos nosotros… nos rechazaría? -¿Rechazaros? ¿Por qué? Es el amigo de los desdichados, de los pobres, de los oprimidos, y me da la impresión de que vosotros… sí, realmente sois de ésos… -¡Claro que lo somos! ¡Y cómo! De todas formas, de ninguna manera como los de Doras. A1 menos disponemos del pan que queramos y no nos azotan sino en el caso de que interrumpamos nuestro trabajo, pero… -De modo que si ahora ese señoriíto de Jocanán os encuentra aquí hablando, os… -Nos azotaría como no lo hace ni con sus perros… Pedro silba en modo significativo. Luego dice: -Entonces será mejor así…- y, abocinando las manos en torno a la boca, llama fuerte: “¡Maestro! ¡Ven aquí! ¡Que hay corazones que sufren y te necesitan! -¿Pero qué estás diciendo? ¿Él? ¿Aquí, donde nosotros?! Pero si nosotros no somos más que unos despreciables siervos! Los cuatro hombres están aterrorizados de tanta osadía. -A nadie le gusta que lo azoten, y si pasa por aquí ese «distinguido» fariseo, no quisiera recibir yo también una ración… – dice Pedro riendo mientras zarandea con su manota al más aterrorizado de los cuatro. Jesús, con su largo paso, ya está llegando. Los cuatro hombres no saben qué hacer. Quisieran correr a su encuentro, pero el respeto los paraliza (pobres a quienes la maldad humana ha transformado en seres atemorizados de todo). Caen rostro en tierra, adorando des-de ahí al Mesías, que se llega a ellos. -La paz a todos los que me anhelan. El que me anhela, anhela el bien, y Yo lo quiero como a un amigo. Levantaos. ¿Quiénes sois? Pero los cuatro apenas alzan el rostro del suelo, permaneciendo de rodillas y mudos. Habla Pedro y dice: -Son cuatro siervos del fariseo Jocanán, familiar de Doras. Querrían hablarte, pero… si llega él les dan de palos; por eso te he dicho: «Ven». ¡Venga, muchachos, que no os come! Tened confianza. Considerad que es un amigo vuestro. -Nosotros… nosotros sabemos de ti… por Jonás… -Por él vengo. Sé que me ha anunciado. ¿Qué sabéis de mí? -Que eres el Mesías. Que te vio cuando eras niño. Que los ángeles, con tu venida, cantaron la paz a los buenos. Que fuiste perseguido… pero que te salvaste, y que ahora has buscado a tus pastores y… y los quieres. Esto lo decía ahora, esto último. Y nosotros pensábamos: si es bueno como para amar y buscar a unos pastores, sin duda también a nosotros nos querrá un poco… Necesitamos verdaderamente a alguien que nos quiera… -Yo os quiero. ¿Sufrís mucho? -¡Oh!… Pero más todavía los de Doras. ¡Si Jocanán nos encontrase aquí hablando!… Pero hoy está en Gerguesa. Todavía no ha vuelto de los Tabernáculos. No obstante, su intendente esta noche vendrá a medir el trabajo y luego nos dará la ración de alimento. Pero no importa, recuperaremos el tiempo no descansando para la comida de la hora sexta. -Dime, muchacho. ¿No sería yo capaz de empujar ese apero? ¿Es un trabajo difícil? – pregunta Pedro. -Difícil no, pero sí fatigoso. Se requiere fuerza.-La tengo. Déjame ver. Si soy capaz, tú hablas y yo hago de buey. Tú, Juan, Andrés y Santiago, ¡venga!, a la lección. Pasamos de los peces a los gusanos del suelo. ¡Hala! Pedro pone su mano sobre el eje transversal del timón. Por cada arado hay dos hombres, uno a este lado, el otro al otro lado de la larga barra del timón. Mira e imita todos los movimientos del campesino. Siendo fuerte y estando descansado, trabaja bien. El hombre lo alaba. -Soy un maestro de la aradura – exclama contento el buen Pedro. ¡Venga, Juan, ven aquí! Un toro y un novillo por arado. En el otro. Santiago y el mudo ternero de mi hermano. ¡Venga! ¡Ah… eup!» Los dos pares de aradores van parejos removiendo la tierra y trazando los surcos por el largo campo. Llegados al linde, vuelven el arado y hacen el nuevo surco. Parece como si hubieran trabajado siempre en el campo. -¡Qué buenos son tus amigos! – dice el más audaz de los siervos de Jocanán – ¿Los has hecho tú así? -Yo he dado una regla a su bondad. Como tú haces con las tijeras de podar. Pero la bondad ya estaba en ellos. Ahora florece bien porque hay quien la cuida. -También son humildes. ¡Amigos tuyos y servir así a unos pobres siervos…! -Conmigo sólo puede estar quien ama la humildad, la mansedumbre, la honestidad y el amor; sobre todo el amor, porque quien ama a Dios y al prójimo posee como consecuencia todas las virtudes y consigue el Cielo. -¿Nosotros también podremos conseguirlo, nosotros que no tenemos tiempo para rezar, para ir al Templo, para ni siquiera levantar la cabeza del surco? -Responded: ¿guardáis odio a quien tan duramente os trata? ¿Hay en vosotros rebelión y acusación contra Dios por haberos colocado entre los ínfimos de la Tierra? -¡No, no, Maestro! Es nuestro destino. Pero cuando, cansados, nos dejamos caer sobre la yacija, decimos: «Bien, pues el Dios de Abraham sabe que estamos tan agotados que no podemos decirle más que: ` ¡Bendito sea el Señor!»‘; también decimos: «Un día más hemos vivido sin pecar»… Ya sabes… podríamos robar un poquito, comer con el pan un fruto, o echar algo de aceite en las verduras cocidas. Pero el patrón ha dicho: “A los siervos les basta el pan y las verduras cocidas, y durante la recolección un poco de vinagre en el agua para calmar la sed y dar energía». Y nosotros lo hacemos. En fin… se podría estar peor. -Os digo que en verdad el Dios de Abraham sonríe por vuestros corazones, mientras que muestra rostro acerbo a quienes lo insultan en el Templo con engañosas oraciones mientras no aman a sus semejantes. -¡Pero entre iguales se aman! A1 menos… eso parece, porque se veneran recíprocamente con regalos y reverencias. Es con nosotros con quienes no tienen amor. Pero nosotros somos distintos de ellos, y es justo. -No. En el Reino del Padre mío no es justo, y distinto será el modo de juzgar. No recibirán honores los ricos y poderosos por el hecho de serlo, sino sólo aquellos que hayan amado siempre a Dios, queriéndolo por encima de sí mismos y por encima de cualquier otra cosa, como el dinero, el poder, la mujer, la mesa; y amando a sus propios semejantes, que son todos los hombres, sean ricos o pobres, conocidos o desconocidos, doctos o sin cultura, buenos o malvados. Sí, también hay que amar a los malvados. No por su maldad, sino por piedad hacia su alma, herida de muerte por ellos mismos. Hay que amarlos con un amor que suplique al Padre celeste curarlos y redimirlos. En el Reino de los Cielos serán bienaventurados los que hayan honrado al Señor con verdad y justicia y hayan amado a los padres y a los familiares por respeto; los que no hayan robado en modo alguno ni nada, o sea, los que hayan dado y pretendido lo justo incluso en el trabajo de los servidores; los que no hayan matado ni reputaciones ni criaturas, y no hayan deseado matar, aunque los modos de actuar de los demás hayan sido crueles como para soliviantar el corazón en actitud desdeñosa y de sublevación; quienes no hayan jurado lo falso, dañando al prójimo y lesionando la verdad; quienes no hayan cometido adulterio o cualquier otro acto vicioso carnal; quienes mansa y resignadamente hayan aceptado su suerte sin envidias hacia los demás. De éstos es el Reino de los Cielos. El mendigo puede ser un rey bienaventurado allí arriba, mientras que el Tetrarca con su poder no será nada; es más, más que nada: será pasto de Satanás si ha actuado contra la ley eterna del Decálogo. Los hombres le están escuchando con la boca abierta de admiración. Con Jesús están Bartolomé, Mateo, Simón, Felipe, Tomás, Santiago y Judas de Alfeo; los otros cuatro continúan su trabajo, colorados, sudorosos, pero alegres. Basta Pedro para tenerlos alegres a todos. -¡Qué razón tenía Jonás llamándote Santo! En ti todo es santo: las palabras, la mirada, la sonrisa; ¡jamás hemos sentido el alma tanto! -¿Hace mucho que no veis a Jonás? -Desde que está enfermo. -¿Enfermo? -Sí, Maestro. No puede más. Antes a duras penas lograba moverse, después de las faenas estivas y de la vendimia ya realmente es que no se tiene en pie; y a pesar de todo… le hace trabajar ese… ¡Oh…, dices que hay que amar a todos, pero es muy difícil amar a las hienas, y Doras es peor que una hiena! -Jonás lo ama… -Sí, Maestro. Pienso que es tan santo como aquéllos a quienes, por fidelidad al Señor Dios nuestro, han matado con martirio. -Dices bien. ¿Cómo te llamas? -Miqueas, y éste Saulo y éste Joel y éste Isaías. -Le recordaré vuestros nombres al Padre. ¿Y decís que Jonás se encuentra muy enfermo? -Sí, nada más terminar el trabajo se deja caer sobre el forraje y nosotros no lo vemos. Nos lo dicen otros siervos de Doras. -¿Está trabajando a esta hora? -Si está en pie, sí. Debería estar al otro lado de aquel pomar. -¿Ha sido buena la cosecha de Doras?-Se ha hablado de ella en toda la región. Los árboles estaban apuntalados porque los frutos tenían un tamaño verdaderamente milagroso. Doras ha tenido que mandar hacer nuevos lagares, porque la uva, de tanta como había, no habrían podido meterla en los que se venían usando. -¿Entonces Doras habrá premiado a su siervo? -¿Premiado? ¡Señor, qué mal lo conoces! -Pero si Jonás me dijo que hace años le dio una paliza mortal por haber desaparecido algunos racimos, y que pasó a ser esclavo por deudas habiéndole acusado el patrón de pérdidas por la escasa cosecha. Este año, que ha tenido una abundancia milagrosa, habría debido premiarlo. -No. Lo azotó ferozmente, acusándole de no haber obtenido los años precedentes la misma abundancia por no haber cuidado la tierra como se debía. -¡Este hombre es una fiera salvaje! -exclama Mateo. -No. Es un hombre sin alma – dice Jesús – Os dejo, hijos, con una bendición. ¿Tenéis pan y comida para hoy? -Tenemos este pan – y sacando un pan oscuro de un talego que estaba en el suelo, se lo enseñan. -Tomad mi comida. No tengo más que esto. Pero Yo hoy estaré en casa de Doras y… -¿Tú en casa de Doras? -Sí. Para rescatar a Jonás. ¿No lo sabíais? -Aquí ninguno sabe nada. Pero… no te fíes, Maestro; serás como una oveja en el antro del lobo. -No podrá hacerme nada. Tomad mi comida. Santiago, da cuanto tenemos, incluso nuestro vino. Que haya un poco de gozo también para vosotros, pobres amigos, en el alma y en el cuerpo. ¡Pedro, vamos! -Voy, Maestro. Sólo queda este surco por terminar – y corre hacia Jesús, congestionado por la fatiga; se seca con el manto que se había quitado, se lo vuelve a poner y ríe contento. Los cuatro no cesan de dar las gracias. -¿Pasarás por aquí, Maestro? -Sí, esperadme. Saludaréis incluso a Jonás. ¿Podéis hacerlo? -¡Claro! La tierra debía estar arada para la noche. Están hechos más de dos tercios de ella, ¡y qué bien y qué rápido! ¡Son fuertes tus amigos!… Que Dios os bendiga. Hoy para nosotros es más que la fiesta de los Ázimos. ¡Que Dios os bendiga a todos, a todos, a todos! Jesús va derecho hacia el pomar, lo cruzan, llegan a los campos de Doras. Más campesinos al arado, o agachados para limpiar los surcos de las hierbas arrancadas; pero Jonás no está. Reconocen a Jesús y, sin dejar de trabajar, lo saludan. -¿Dónde está Jonás? Después de dos horas ha caído sobre el surco y lo han llevado a casa. ¡Pobre Jonás! Poco tiempo más deberá sufrir. Está realmente en las últimas. Jamás tendremos un amigo mejor. -Me tenéis a mí en la Tierra y a él en el seno de Abraham. Los muertos quieren a los vivos con dúplice amor: el propio y el que asumen estando con Dios (por tanto, amor perfecto). -¡Ve enseguida con él! ¡Que te vea ahora que sufre! Jesús bendice y continúa su camino. -¿Y ahora qué piensas hacer? ¿Qué le piensas decir a Doras? – preguntan los discípulos. -Voy a ir como si no supiera nada. Si se siente descubierto, es capaz de cebarse en Jonás y en sus siervos. -Tiene razón tu amigo: es como un chacal – dice Pedro a Simón. -Lázaro no dice nunca sino la verdad y no es maldecidor; cuando lo conozcas, lo querrás – responde Simón. -Se ve la casa del fariseo: ancha, baja, bien construida, entre árboles ya despojados de sus frutos; una casa de campo, pero rica y cómoda. Pedro y Simón se adelantan para avisar. Sale Doras. Un viejo de semblante duro, propio de un anciano avaricioso: ojos irónicos, boca de sierpe que esboza bruscamente una sonrisa falsa detrás de una barba más blanca que negra. -Salud, Jesús – dice en tono familiar y con clara ostentación de benevolencia. Jesús no dice: «Paz»; responde: -Que ella vuelva a ti. -Entra. La casa te acoge. Has sido puntual como un rey. -Como una persona honesta – replica Jesús. Doras se ríe, como si se hubiera tratado de una gracia. Jesús se vuelve y les dice a los discípulos, que no han sido invitados a entrar: -Entrad – Y añade: «Son mis amigos». -Que entren… pero… ¿ése no es el recaudador de tributos, hijo de Alfeo? -Éste es Mateo, el discípulo del Cristo – dice Jesús, en un tono que… el otro entiende y… vuelve a reírse más forzadamente que antes Doras pretende aplastar al «pobre» maestro galileo bajo la opulencia de su casa, fastuosa por dentro, fastuosa y gélida; los servidores parecen esclavos. Caminan encorvados; si entran en escena, desaparecen furtivamente y con rapidez, como quien teme siempre un castigo. Se tiene la impresión de una casa en que reinan la frialdad y el odio. Pero Jesús no se apabulla ante la exposición de riquezas, ni ante el recuerdo de censo y parentela… y Doras, que percibe la indiferencia del Maestro, lo lleva consigo por el pomar jardín, mostrando árboles raros y ofreciendo sus frutos – los servidores los acercan en bandejas y copas de oro -. Jesús degusta y alaba la exquisitez de la fruta, parte conservada en una especie de almíbar (melocotones primorosos), parte fruta natural (peras de singular tamaño).-Soy el único que las tiene en toda Palestina, y creo que ni siquiera en toda la península las hay como éstas. Las he mandado traer de Persia, y de más lejos aún. La caravana me costó el precio de un talento. Ni siquiera los Tetrarcas disponen de estos frutos; quizás ni siquiera César los tiene. Cuento las piezas y exijo todos los huesos. Las peras sólo se consumen en mi mesa, porque no quiero que se lleven ni una semilla. A Anás le mando algunas peras, pero sólo de las cocidas porque así son estériles. -Son plantas de Dios, y los hombres son todos iguales. -¿Iguales? ¡No, hombre, no! ¿Yo igual que… que tus galileos? -El alma viene de Dios, y Él las crea iguales. -¡Pero yo soy Doras, el fiel fariseo!…- diciendo esto parece esponjarse como un pavo. Jesús lo asaetea con sus ojos de zafiro, cada vez más encendidos (signo que en Él denuncia que rebosa de piedad o de severidad). Jesús es mucho más alto que Doras y lo domina; está majestuoso con su vestido purpúreo al lado del pequeño y un poco encorvado fariseo, apergaminado, que lleva un vestido de una holgura y una abundancia de franjas impresionante. Doras, después de un rato de autoadmiración, exclama: -Pero Jesús, ¿por qué has enviado a casa de Doras, el puro fariseo, a Lázaro, hermano de una meretriz? ¿Amigo tuyo, Lázaro? ¡No debes permitirlo! ¿No sabes que está anatematizado porque su hermana, María, es una meretriz? -No conozco más que a Lázaro y sus acciones, que son honestas. -Pero el mundo recuerda el pecado de esa casa y ve que su mancha se extiende entre los amigos… No vayas a esa casa. ¿Por qué no eres fariseo? Si lo deseas… yo soy poderoso… hago que te acojan como tal a pesar de que seas galileo. Yo lo puedo todo en el Sanedrín. Está en mi mano Anás como lo está esta orla de mi manto. Te temerían más. -Deseo sólo ser amado. -Yo te amaré. ¿Ves como ya te amo al condescender a tu deseo dándote a Jonás? -He pagado por él. -Es verdad, y estoy asombrado de que hayas podido abonar tal suma. -No Yo, un amigo por mí. -Bien, bien. No quiero indagar. Mira como es verdad que te amo y deseo satisfacerte: tendrás a Jonás después de la comida. Sólo por ti hago este sacrificio… – y se ríe con su cruel risa. Jesús, con los brazos cruzados a la altura del pecho, cada vez más severo, lo traspasa con la mirada. Todavía están en el huerto jardín en espera de la comida. -Pero tú tienes que concederme una cosa. Satisfacción por satisfacción. Yo te doy mi mejor siervo, por tanto me privo de una futura ganancia. Este año tu bendición – sé que viniste cuando comenzaba el calor fuerte – me ha proporcionado una recolección que ha hecho famosas mis propiedades. Bendice pues ahora mis rebaños y mis campos. El próximo año no echaré de menos a Jonás… y entre tanto, encontraré uno como él. Ven, da tu bendición. Dame la satisfacción de que me celebren en toda Palestina y de tener rediles y graneros saturados de bienes. Ven – Y lo aferra y trata de arrastrarlo, invadido por la fiebre del oro. Pero Jesús se resiste: -¿Dónde está Jonás? – pregunta severo. -En la aradura. No ha querido marcharse sin hacer este trabajo para su buen patrón, pero antes de terminar de comer vendrá. Mientras, ven a bendecir rebaños, campos, árboles frutales, cepas y almazaras. Todo, todo… ¡Ah, qué fértiles serán el año próximo! ¡Ven! -¿Dónde está Jonás? -truena Jesús más fuerte. -¡Pero si ya te lo he dicho! Está dirigiendo la aradura. Es el primero entre mis servidores y no trabaja: preside. -¡Embustero! -¿Yo? ¡Lo juro por Yeohveh! -¡Perjuro! -¿Yo? ¿Yo perjuro? ¿Yo que soy el fiel más fiel? ¡Cuidado cómo hablas! -¡Asesino! – Jesús ha ido levantando la voz, y la última palabra es un trueno. Los discípulos hacen un círculo en torno a Él, los criados se asoman a las puertas, temerosos. El rostro de Jesús transparenta una severidad insostenible. Los ojos parecen emanar rayos fosforescentes. Doras siente un momento de miedo. Se hace más pequeño, madeja de estofa finísima junto a la alta persona de Jesús, vestida de pesada lana rojo oscuro. Pero luego la soberbia vuelve a hacerse con él. Doras se pone a gritar con su voz chillona (exactamente como la de los zorros): -¡En mi casa doy órdenes sólo yo! ¡Vete, vil galileo! -Me iré después de maldecirte a ti, a tus campos, a tus rebaños y a tus cepas, para éste y para los futuros años. -¡No, eso no! Sí. Es verdad. Jonás está enfermo, pero se le está cuidando, se le está cuidando bien. Retira tu maldición. -¿Dónde está Jonás? Que un criado me conduzca a él, inmediatamente. Yo lo he pagado, y, dado que para ti es una mercancía, una máquina, tal lo considero; y puesto que lo he comprado, lo quiero. Doras saca del pecho un pequeño silbato de oro y silba tres veces. Una nube de servidores de la casa y de las tierras acude de todas partes; corren – encorvados hasta el punto de que casi rozan el suelo – hasta donde está el temido patrón. -Traedle a Jonás a éste y entregadlo. -¿A dónde vas? Jesús ni siquiera responde. Sigue a los servidores que, presurosos han cruzado el jardín en dirección a las casas de los campesinos, los misérrimos cuchitriles de los míseros campesinos.Entran en el tugurio de Jonás. Éste está completamente esquelético, jadeante a causa de la fiebre, semidesnudo, sobre un cañizo; como colchón, un vestido remendado; como manta, un manto aún más roto. La joven de la otra vez lo cuida como puede. -¡Jonás! ¡Amigo mío! ¡He venido a llevarte conmigo! -¿Tú? ¡Mi Señor! Me estoy muriendo… pero me siento feliz de tenerte aquí. -Amigo fiel, ahora eres libre. No morirás aquí. Te llevo a mi casa. -¿Libre? ¿Por qué? ¿A tu casa? ¡Ah, sí! Me prometiste que vería a tu Madre. Jesús, combado hacia el miserable lecho del infeliz, es todo amor, mientras que Jonás, de alegría, parece reanimarse. -Pedro, tú eres fuerte, levanta a Jonás. Vosotros, poned aquí vuestro manto; es demasiado duro este lecho para uno en su estado. Los discípulos se despojan de sus mantos con prontitud, los pliegan en varios dobleces y los extienden; con algunos hacen la almohada. Pedro deposita su carga de huesos y Jesús tapa a Jonás con su propio manto. -Pedro, ¿tienes dinero? -Sí, Maestro, tengo cuarenta denarios. -Bien. ¡Vamos! ¡Ánimo, Jonás! Todavía un poco de esfuerzo; luego mucha paz en mi casa, con María… -María… sí… ¡tu casa! El pobre Jonás está en el límite de sus fuerzas y llora; lo único que es capaz de hacer es llorar. -Adiós, mujer; el Señor te bendecirá por tu misericordia. -Adiós, Señor. Adiós, Jonás. Ora, orad por mí – La joven llora… Llegados al umbral de la puerta, aparece Doras. Jonás tiene una reacción de temor y se cubre el rostro; mas Jesús le pone una mano sobre la cabeza y sale a su lado, más severo que un juez. La mísera comitiva sale al rústico patio y toma el sendero del huerto. -¡Ese lecho es mío; te he vendido el siervo, no la cama! Jesús le arroja a los pies la bolsa sin decir nada. Doras la coge, la vacía: -Cuarenta denarios y cinco didracmas. ¡Es poco! Jesús mira fijamente, de arriba abajo, – es imposible describir su gesto – al codicioso y repugnante cómitre, y no responde. -Al menos dime que retiras tu maldición. Jesús lo fulmina con una nueva mirada y una breve frase: -Te remito al Dios del Sinaí – y pasa erguido, al lado de la tosca camilla que, con cuidado, transportan Pedro y Andrés. Doras, viendo que todo es inútil y que la condena es cierta, grita: -¡Volveremos a vernos, Jesús! ¡No pienses que te has librado de mis zarpas! ¡Te haré la guerra a muerte! Llévate si quieres ese pingajo de hombre; ya no me sirve. Me ahorro la sepultura. ¡Vete, vete, maldito Satanás! Pero te pondré en contra a todo el Sanedrín. ¡Satanás! ¡Satanás! Jesús no hace ni siquiera ademán de haber oído. Los discípulos están consternados. Jesús se ocupa sólo de Jonás; busca los senderos más llanos, más protegidos, hasta que llega a un cruce de caminos en la propiedad de Jocanán. Los cuatro campesinos corren a saludar al amigo que parte y al Salvador, que los bendice. Pero el camino de Esdrelón a Nazaret es largo y además no se puede ir deprisa con esa conmovedora carga humana. A lo largo de la calzada principal no hay ningún carro, ninguna carreta, nada. Continúan caminando en silencio. Jonás parece dormir, pero no suelta la mano de Jesús. A1 atardecer, un carro militar romano pasa a su lado. -¡En nombre de Dios, parad! – dice Jesús levantando el brazo. Dos soldados detienen el carro; el comandante, un hombre todo pomposo, se asoma, descorriendo un poco el toldo con que acababa de cubrir el carro porque empezaba a llover. -¿Qué quieres? – le pregunta a Jesús. -Tengo un amigo que está agonizando. Lo que os pido es un lugar para él en el carro. -No se podría hacer… pero… sube. Al fin y al cabo, no somos perros. Se sube la camilla. -¿Tu amigo? ¿Tú quién eres? -El rabí Jesús de Nazaret. -¿Tú? ¡Oh!… – el militar lo mira con curiosidad. -Si eres Tú, entonces… montad cuantos más podáis. La única cosa es que tratéis de que no se os vea… Así está ordenado… pero, por encima de las órdenes está la humanidad, ¿no? Y Tú eres bueno, yo lo sé. Nosotros, los soldados, sabemos todo… ¿Que cómo es que lo sé? Hasta las piedras hablan, bien o mal; y nosotros tenemos oídos para oírlas, para servir al César. Tú no eres un falso Cristo como los demás de antes, sediciosos y rebeldes. Tú eres bueno. Roma lo sabe. Este hombre… está muy mal. -Por eso lo llevo donde mi Madre. -¡Poco tiempo podrá cuidarlo! Dale un poco de vino. Está en esa cantimplora. Tú, Aquila, instiga a los caballos, y tú, Quinto, dame la ración de miel y de mantequilla; es mía, pero le sentará bien. Tiene mucha tos y la miel es medicinal. -Eres bueno.-No. Soy menos malo que muchos, y estoy contento de tenerte conmigo. Acuérdate de Publio Quintiliano, de la Itálica. Estoy en Cesárea, pero ahora voy a Tolemaida. Inspección de rigor. -No estás en enemistad conmigo. -¿Yo? Soy enemigo de los malos, jamás de los buenos. Y desearía ser yo también bueno. Dime: para nosotros, hombres de armas, ¿qué doctrina predicas? -Una es la doctrina, para todos: justicia, honestidad, continencia, piedad. Ejercer el propio oficio sin abusos. Incluso en la dura necesidad de las armas, seguir la humanidad. Tratar de conocer la Verdad, o sea, a Dios Uno y Eterno; sin este conocimiento toda acción queda privada de gracia y, por tanto, de premio eterno. -Pero, una vez muerto, ¿para qué me sirve el bien que haya hecho? -Quien se llega al Dios verdadero encuentra ese bien en la otra vida. -¿Renazco otra vez? ¿Llego a ser tribuno, o incluso emperador? -No. Eres como Dios, desposándote con su eterna beatitud en el Cielo. -¿Cómo? ¿En el Olimpo yo? ¿Entre los dioses? -No hay dioses. Existe el Dios verdadero, el que Yo predico, el que te oye y signa tu bondad y tu deseo de conocer el Bien. -¡Esto me gusta! No sabía que Dios se pudiera ocupar de un pobre soldado pagano. -Él te ha creado, Publio; por eso te ama y querría tenerte consigo. -Bueno, ¿y por qué no? Pero… nadie nos habla de Dios… nunca…. -Iré a Cesárea y me oirás. -Sí, iré a oírte. Allí está Nazaret. Querría servirte más, pero si me ven… -Bajo, y te bendigo por tu bondad. -Adiós, Maestro. -Que el Señor se muestre a vosotros, soldados. Adiós. Bajan. Se ponen a caminar de nuevo. -Dentro de poco descansarás, Jonás – dice Jesús para animarlo. Jonás sonríe. Cada vez más tranquilo, a medida que la tarde va cayendo y que está seguro de estar lejos de Doras. Juan con su hermano se adelanta corriendo para avisar a María. Y, cuando la pequeña comitiva llega a Nazaret, casi desierta al caer de la tarde, María está ya en el umbral de la puerta esperando a su Hijo. -Madre, éste es Jonás. Se acoge a tu dulzura para empezar a gustar su Paraíso. ¿Contento, Jonás? -¡Contento! ¡Contento! – susurra como en éxtasis el exhausto. Le llevan a la pequeña habitación en donde murió José. -Estás en la cama de mi padre, y aquí está mi Madre, y aquí estoy Yo. ¿Ves? Nazaret se hace así Belén, y tú ahora eres el pequeño Jesús entre dos que te quieren, y éstos son los que veneran en ti al siervo fiel. No ves a los ángeles, pero sus alas de luz espiran sobre ti y cantan las palabras del salmo natalicio… Jesús derrama su dulzura sobre el pobre Jonás, que se va apagando por momentos. Parece como si hubiera resistido hasta este momento para morir aquí… Pero su estado es beato. Sonríe, trata de besar la mano de Jesús, la de María, y de decir, decir… pero el jadeo quiebra la palabra. María, como una madre, lo conforta. Y él repite: -Sí… sí – con su sonrisa beata en ese rostro suyo esquelético. Los discípulos, que están a la puerta del huerto, guardan silencio y observan con conmoción. -Dios ha escuchado tu prolongado deseo. La Estrella de tu larga noche viene a ser ahora la Estrella de tu eterna mañana. Tú sabes su Nombre -dice Jesús. -¡Jesús, el tuyo! ¡Oh! ¡Jesús! Los ángeles… ¿Quién me está cantando el himno angélico? El alma lo está oyendo… También el oído lo quiere escuchar… ¿Quién, para que yo duerma feliz?… ¡Tengo mucho sueño! ¡He trabajado mucho! Muchas lágrimas… Muchos insultos… Doras… yo lo perdono… pero no quiero oír su voz y la oigo… Es como la voz de Satanás en la hora de mi muerte. ¡Alguien que me cubra esa voz con las palabras provenientes del Paraíso! Es María quien con la misma melodía de su canción de cuna entona dulcemente: «Gloria a Dios en los altos Cielos y paz a los hombres aquí abajo». Y lo repite dos o tres veces porque ve que Jonás oyéndola se calma. -Ya no habla Doras – dice, pasado un rato – Sólo los ángeles… Era un Niño… en un pesebre… entre un buey y un asno… y era el Mesías… y yo lo adoré… y con Él estaban José y María… La voz se pierde en un breve gorgoteo dando paso al silencio. -¡Paz en el Cielo al hombre de buena voluntad! Ha muerto. Le pondremos en nuestro pobre sepulcro. Merece esperar la resurrección de los muertos junto al padre mío justo – dice Jesús. Y mientras, advertida no sé por quién, entra María de Alfeo, todo cesa.