En la posada de Belén y en las ruinas de la casa de Ana.
Son las primeras horas de una luminosa mañana de verano. El cielo toma unas pinceladas de rosa en algunas finas nubecitas que parecen deshiladuras de gasa perdidas en una alfombra de raso turquino. Hay todo un cantar de pájaros, ya ebrios de luz… gorriones, mirlos, petirrojos silban, gorjean, riñen por un tallito, por una larva, por una ramita que llevarse al nido, por una larva para llenar el buche, por una ramita que les sirva como dormitorio. Golondrinas se lanzan, como saetas, desde el cielo al pequeño riachuelo para mojarse el pecho de nieve, coloreado en su ápice de óxido, y, tomada la frescura de la ola, atrapada la mosquita que aún duerme colgada de un tierno tallo, se vuelven hacia arriba con un rapidísimo zigzag, como el destello de una hoja bruñida, chillando alegres. Dos aguzanieves, vestidas de seda cenicienta, pasean graciosas como dos damiselas a lo largo de la orilla del riachuelo manteniendo bien alta la larga cola adornada de velludillos negros; se miran en el agua, se ven hermosas, continúan su paseo, mientras un mirlo, verdadero pilluelo del bosque, les hace burla y los silba por detrás con su largo pico amarillo. Dentro de un tupido manzano silvestre, que se yergue solitario junto a las ruinas, una ruiseñora llama insistentemente a su compañero, y se calla sólo cuando lo ve llegar con una larga larva que se retuerce oprimida por el fino pico. Dos palomas zuranas, que probablemente huyeron de algún palomar ciudadano y que han elegido vivir libremente entre las grietas del torreón derruido, se entregan zureando a sus manifestaciones de afecto: él seductor, pudorosa ella. Jesús, con los brazos cruzados, mira a todos estos animalitos alegres, y sonríe. – ¿Ya estás listo, Maestro? – pregunta Simón por detrás. – Ya listo. ¿Los otros duermen todavía? – Todavía. – Son jóvenes… Me he lavado en ese riachuelo… Una agua fresca que despeja la mente… – Ahora voy yo. Mientras Simón — sólo con la prenda corta — se lava y se vuelve a vestir, salen Judas y Juan. – Dios te salve, Maestro. ¿Es demasiado tarde? – No. Apenas ha nacido la mañana. Pero ahora daos prisa. Vámonos. Los dos se lavan y se ponen la túnica y el manto. Jesús, antes de ponerse en camino, arranca unas florecillas nacidas entre las hendiduras de dos rocas y las coloca en una cajita de madera, en la cual ya hay otras cosas que no distingo bien. Y comenta: – Se las voy a llevar a mi Madre. Las guardará con cariño… Vamos. – ¿Adónde, Maestro? – A Belén. – ¡¿Sí?! Me parece que no hay un buen ambiente respecto a nosotros… – No importa. Vamos. Quiero mostraros dónde bajaron los magos y dónde estaba Yo. – Entonces… Escucha… Perdona, ¿eh?, Maestro… Permíteme que hable. ¿Por qué no hacemos una cosa? En Belén, y en la posada, deja que sea yo quien hable o pregunte. En Judea no se os estima mucho a los galileos, y aquí menos que en otras partes. Es más, ¿por qué no hacemos así?: Tú y Juan tenéis aspecto de galileos hasta en el vestido, que es demasiado simple. Y luego… ¡ese pelo…! ¿Por qué os empeñáis en llevarlo tan largo? Yo y Simón os dejamos el manto y cogemos el vuestro. Tú, Simón, a Juan; yo al Maestro. Eso es… así. ¿Ves? Parecéis, en un momento, un poco más judíos. Ahora esto – Y se quita la prenda con la que cubre su cabeza: un pedazo de tela de rayas amarillas, marrones, rojas, verdes, como el manto, alternadas; sujetado por un cordón amarillo. Lo pone sobre la cabeza de Jesús, cubriendo con él ambos lados de su cara para ocultar los largos cabellos rubios. Juan coge el de Simón, que es de un color verde oscurísimo – ¡Bien!, ¡ahora está mejor! Yo tengo el sentido práctico. – Sí, Judas. Tú tienes el sentido práctico. Es verdad. Ten cuidado, no obstante, con que no rebase al otro sentido. – ¿A cuál, Maestro? – Al sentido espiritual. – ¡No, hombre! Pero en ciertos casos conviene saber ser más políticos que los embajadores. Escucha… perdona otra cosa… es por tu bien… no me contradigas si digo algunas cosas… algunas cosas… que realmente no son verdaderas. – ¿Qué quieres decir? ¿Por qué mentir? Yo soy la Verdad, y no quiero mentiras, ni en mí, ni en torno a mí. – ¡Oh!, no diré más que medias mentiras. Diré que regresamos todos de lugares lejanos, de Egipto, por ejemplo, y que deseamos tener noticias de unos amigos íntimos. Diré que somos judíos que regresamos de un destierro… En el fondo, en todo ello, hay un poco de verdadero… y, además, hablo yo… una mentira más, una mentira menos… – ¡Pero Judas! ¿Por qué engañar? – ¡No te preocupes, Maestro! El mundo se guía por engaños. Y, de vez en cuando, son necesarios. ¡Bien!, por darte gusto, diré sólo que venimos de lejos y que somos judíos, lo cual es verdad respecto a tres, de cuatro. Y tú, Juan, no hables nunca. Te traicionarías. – Estaré callado. – Luego… si las cosas se ponen bien… entonces diremos el resto. Pero tengo poca esperanza… Soy astuto y las cazo al vuelo. – Lo veo, Judas. Pero preferiría que fueras sencillo. – Sirve para poco. En tu grupo yo seré el de las misiones difíciles. Déjame… verás. Jesús se muestra poco entusiasta. Pero cede. Se ponen en camino. Rodean las ruinas; luego van siguiendo una gruesa pared sin ventanas, detrás de la cual se oye rebuznar, mugir, relinchar, balar, y ese sonido desagradable desafinado de los camellos o dromedarios. La pared hace esquina. Vuelven ésta… y se encuentran en la plaza de Belén. El pilón de la fuente está en el centro de la plaza, que sigue teniendo la misma forma sesgada, pero que ahora es distinta en el lado opuesto a la posada. En el lugar en que estaba la casita — cuando pienso en ella, la veo todavía toda de plata pura bajo el rayo de la Estrella — hay ahora una gran abertura llena de escombros. Sólo la pequeña escalera está todavía en pie con su pequeño balconcito. Jesús mira, y suspira. La plaza está llena de gente en tomo a los vendedores de productos alimenticios, de enseres o herramientas, telas, etc., los cuales han extendido sobre esteras, o colocado en cestas, sus mercancías, todas depositadas en el suelo; hasta ellos están en cuclillas, generalmente en el centro de su… puesto, si es que no están en pie, gritando y gesticulando, cerrando un trato con algún comprador tacaño. – Es día de mercado – dice Simón. La puerta, más exactamente: el portal de la posada, está abierta de par en par; está saliendo una fila de asnos cargados de mercancías. Judas es el primero en entrar. Mira a su alrededor. Pilla, altanero, a un pequeño establero sucio y desarreglado, que lleva sólo una camisa larga, sin mangas y hasta la rodilla. – ¡Siervo! – grita. – ¡El dueño! ¡Enseguida! ¡Muévete, que no estoy acostumbrado a esperar!. El muchacho sale corriendo, llevando consigo una escoba de ramas. – ¡Pero Judas! ¡Qué modales! – Calla, Maestro. Déjame a mí. Deben creer que somos ricos y de ciudad. El dueño, que acude corriendo, se rompe la espalda de tantas reverencias como hace delante de Judas, al cual se le ve imponente con el manto rojo oscuro de Jesús encima de su rica vestidura amarilla oro, toda llena de bandas y franjas. – Venimos de lejos. Somos judíos de las comunidades asiáticas. Éste, perseguido, betlemita de nacimiento, viene buscando a sus amigos íntimos. Y nosotros venimos con Él, de Jerusalén, donde hemos adorado al Altísimo en su Casa. ¿Puedes darnos información particularizada al respecto? – Señor… tu siervo… Todo tuyo. Ordena. – Queremos saber acerca de muchos… y especialmente de Ana, la mujer que tenía su casa frente a esta posada. – ¡Oh, pobrecilla! A Ana sólo la volveréis a ver en el seno de Abraham, y, con ella, a sus hijos. – ¿Muerta? ¿Por qué?. – ¿No sabéis lo de la matanza de Herodes? Todo el mundo habló de ello, e incluso el César lo definió a Herodes «cerdo que se nutre de sangre». ¡Ay! ¿Qué he dicho! ¡No me denuncies! ¿Eres un auténtico judío? – Mira el signo de mi tribu. ¿Entonces?… Habla. – A Ana la mataron los soldados de Herodes, y con ella a todos sus hijos, menos una. – Pero, ¿por qué? ¡Era muy buena! – ¿La conocías? – Muy bien – Judas miente descaradamente. – La mataron por haber proporcionado alojamiento a los que se decían padre y Madre del Mesías… Ven aquí, a esta habitación… Las paredes oyen, y hablar de ciertas cosas… es peligroso. Entran en una pequeña habitación oscura y baja. Se sientan en un diván también bajo. – La cosa fue así… yo intuí algo. ¡No en vano soy posadero! He nacido aquí, soy hijo de hijos de posaderos. Llevo la malicia en la sangre. Y entonces no los acepté. Quizás hubiera podido encontrar un lugar para ellos. Pero… galileos, pobres, desconocidos… ¡no, no!, ¡Ezequías no comete este error! Y además… sentía… sentía que eran distintos… esa mujer… unos ojos… un algo… ¡no, no!; debía tener el demonio dentro y hablar con él. Y nos lo trajo aquí… A mí no, pero sí a la ciudad. Ana era más inocente que un cordero, y los hospedó pocos días después, ya con el Niño. Decían que era el Mesías… ¡Cuánto dinero gané esos días! ¡Fue mucho más que un empadronamiento! Venía incluso gente que no habría debido venir por el padrón. Venían incluso desde el mar, ¡hasta de Egipto!, a ver… ¡y durante meses! ¡Qué ganancias tuve!… Los últimos en llegar fueron tres reyes, tres potentados, o tres magos… ¡yo qué sé! ¡Un cortejo!… ¡no acababa nunca! Me ocuparon todas las cuadras y pagaron en oro heno como para un mes, y luego se fueron al día siguiente dejándolo todo allí. ¡Y qué regalos a los mozos de los establos, a las mujeres… y a mí! Yo… del Mesías, fuera verdadero o falso, sólo puedo hablar bien. Me hizo ganar monedas a mansalva. No sufrí ningún desastre; muertos, tampoco, porque me acababa de casar. Por tanto… ¡Pero los demás…! – Querríamos ver los lugares de la matanza. – ¿Los lugares? Pero si todas las casas fueron lugar de matanza. Hubo muertos en varias millas a la redonda. Venid conmigo. Suben una escalera y luego a una terraza que está encima del tejado; desde arriba se ve ampliamente el campo y toda Belén extendida como un abanico abierto sobre sus colinas. – ¿Veis los puntos destruidos? Allí ardieron incluso las casas porque los padres defendieron a sus hijos con las armas. ¿Veis allí aquella especie de pozo cubierto de hiedra? Son los restos de la sinagoga, quemada con el jefe dentro, que había afirmado que aquél era el Mesías. La quemaron los que se salvaron, locos por la matanza de sus hijos. Hemos tenido luego problemas… Y allí, y allí, y allí… ¿veis aquellos sepulcros? Son de las víctimas… Parecen ovejas esparcidas entre la hierba, hasta donde alcanza la mirada. Todos inocentes, y también sus padres y madres… ¿Veis aquel pilón? Su agua quedó roja después de limpiar las armas y lavarse las manos los sicarios en ella. Y ¿habéis visto ese riachuelo de aquí detrás?… Era rosa debido a la gran cantidad de sangre que había recogido de las cloacas… Y ahí, sí, ahí enfrente… eso es todo lo que queda de Ana. Jesús llora. – ¿La conocías bien? Responde Judas: – Era como una hermana para su Madre. ¿Verdad, amigo? Jesús responde solamente: – Sí» – Entiendo – dice el posadero, y se queda pensativo. Jesús se inclina hacia Judas para hablar con él en voz baja. – Mi amigo querría ir a esas ruinas – dice Judas. – ¡Pues que vaya! ¡Son de todos!. Bajan. Se despiden. Se marchan. El dueño de la posada se queda desilusionado; tal vez esperaba alguna ganancia. Cruzan la plaza. Suben sobre la pequeña escalera que ha quedado en pie. – Aquí — dice Jesús — mi Madre me sacó a saludar a los Magos, y desde aquí bajamos para ir a Egipto. Algunas personas miran a los cuatro que están sobre las ruinas. Uno pregunta: -¿Familiares de la que mataron? – Amigos. Una mujer grita: – ¡No hagáis ningún mal, al menos vosotros, a la muerta, como los otros amigos suyos se lo hicieron a la viva, y luego escaparon indemnes. Jesús está erguido en la terraza, contra el muro que la limita, por tanto a una altura de unos dos metros con respecto a la plaza, con el vacío por detrás, un vacío rico de luz que lo aureola todo y hace aún más cándida la túnica de lino blanquísimo que lo cubre — sólo la túnica, ahora que el manto se ha deslizado desde los hombros y está a sus pies como una base multicolor —. Más atrás, el fondo verde y desarreglado de lo que era el huerto y la tierra propiedad de Ana, yermado y lleno de escombros. Jesús abre los brazos. Judas, viendo este gesto, dice: – ¡No hables! ¡No es prudente! Mas Jesús llena la plaza de su voz potente: – ¡Hombres de Judá, hombres de Belén, escuchad! ¡Oíd vosotras, mujeres de esta tierra sagrada para Raquel! ¡Oíd a Uno que viene de David; que, habiendo sido perseguido, ha sufrido; que, constituido digno de hablar, habla para comunicaros luz y consuelo! ¡Oíd!. La gente deja de vocear, reñir, comprar, y se arremolina. – ¡Es un rabí! – Seguro que viene de Jerusalén. – ¿Quién es? – ¡Qué apuesto! – ¡Qué voz! – ¡Qué ademanes! – ¡Claro, si es de la estirpe de David…! – ¡Nuestro, entonces! – ¡Oigamos, oigamos! Toda la plaza está ahora contra la pequeña escalera, que parece un púlpito. – El Génesis dice: «Yo pondré enemistad entre ti y la mujer… ella te aplastará la cabeza y tú acecharás su calcañar». Y también: «Yo multiplicaré tus afanes y tus embarazos… y la tierra producirá abrojos y espinas». Esta es la condena del hombre, de la mujer y de la serpiente.Habiendo venido de lejos a venerar la tumba de Raquel, he oído en el viento de la tarde, en el rocío de la noche, en el llanto del ruiseñor por la mañana, el sollozo de la Raquel de antaño, repetido por bocas y bocas de madres de Belén en la clausura de las tumbas o de los corazones. He oído el dolor de Jacob clamando en el dolor de los viudos, ya sin esposa porque el dolor la mató… Yo lloro con vosotros. Oíd, hermanos de mi tierra. Belén, tierra bendita, la más pequeña de las ciudades de Judá, pero la más grande ante los ojos de Dios y de la Humanidad por ser cuna del Salvador, como dice Miqueas, precisamente por ser tal, por estar destinada a ser el tabernáculo sobre el cual habría de posarse la Gloria de Dios, el Fuego de Dios, su Encarnado Amor, ha hecho que se desencadenara el odio de Satanás. «Pondré enemistad entre ti y la mujer. Ella te tendrá bajo su pie y tú acecharás su calcañar». ¿Qué mayor enemistad que la que mira a los hijos, corazón del corazón de la mujer? Y ¿qué pie más fuerte que el de la Madre del Salvador? He aquí por tanto que fue natural la venganza del Satanás vencido, el cual, no, no contra el calcañar, sino contra el corazón de las madres, por la Madre, lanzó su asechanza. ¡Oh, multiplicados afanes de la pérdida de los hijos después de haberlos dado a luz! ¡Oh, tremendos abrojos del haber sembrado y sudado por la prole, y seguir siendo padre pero ya sin prole! No obstante, ¡regocíjate, Belén! Tu sangre más pura, la sangre de los inocentes, ha abierto camino de llama y púrpura al Mesías… La multitud, que, desde que Jesús ha nombrado al Salvador y luego a la Madre del mismo, ha ido progresivamente inquietándose, ahora muestra un indicio más claro de agitación. – Calla, Maestro – dice Judas – y vámonos. Pero Jesús no lo escucha. Continúa: … al Mesías salvado de los tiranos por el Padre – Dios para conservárselo al pueblo para su salvación y… Una estridente voz de mujer grita: – ¡Cinco, cinco había dado a luz y ahora no hay ninguno en mi casa! ¡Pobre de mí! – y grita histéricamente. Es el comienzo del alboroto. Otra mujer se revuelca en el polvo, se desgarra el vestido, muestra un pecho con el pezón mutilado, y grita: – ¡Aquí, aquí, en esta mama me degollaron a mi primogénito! La espada le cortó la cara junto con mi pezón. ¡Oh, mi Elíseo! – ¿Y yo? ¿Y yo? ¡Ahí está mi mansión!: tres tumbas en una, veladas por el padre. Marido e hijos juntos. ¡Ahí, ahí está!… Si está entre nosotros el Salvador, que me devuelva a mis hijos, que me devuelva a mi esposo, que me salve de la desesperación, de Belcebú. Gritan todos: – ¡Nuestros hijos, los maridos, los padres! ¡Que nos los devuelva, si está entre nosotros!. Jesús mueve los brazos imponiendo silencio. – Hermanos de mi tierra, Yo querría devolver a vuestra carne, sí, incluso a vuestra carne, los hijos. Pero Yo os digo: sed buenos, resignados; perdonad, tened esperanza, alegraos en una esperanza, regocijaos en una certeza. Pronto volveréis a tener a vuestros hijos, como ángeles en el Cielo, porque el Mesías enseguida abrirá las puertas de los Cielos, y, si sois justos, la muerte será Vida que viene, y Amor que vuelve… – ¡Ah!, ¿eres Tú el Mesías? En nombre de Dios, dilo. Jesús baja los brazos con ese gesto suyo tan dulce, tan manso, que parece un abrazo, y dice: – Lo soy. – ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Por tu culpa, entonces! Vuela una piedra entre silbidos y befas. Judas reacciona con una hermosa acción — ¡ah, si siempre hubiera sido así! —… Se mete delante del Maestro, erguido sobre la pequeña pared del balconcito, con el manto abierto, y recibe impertérrito las pedradas, sangrando incluso, y les dice a Juan y a Simón chillando: – ¡Lleváos a Jesús! ¡Detrás de esos árboles!. ¡Yo os alcanzo! ¡Vamos! ¡En nombre del Cielo! – y a la multitud – ¡Perros rabiosos! ¡Soy del Templo! ¡Os denunciaré ante el Templo y ante Roma! La multitud, por un instante, tiene miedo. Pero luego sigue con la pedrea; por suerte, con poca puntería. Y Judas la recibe impertérrito, respondiendo con contumelias a las maldiciones de la multitud; es más, coge al vuelo una piedra y se la tira a la cabeza a un viejecito que chilla como una urraca desplumada viva. Y, dado que intentan asaltar su pedestal, rápido recoge una rama seca que hay en el suelo (ya no está encima del pequeño muro) y la hace girar sobre las espaldas, cabezas, manos, sin piedad. Acuden soldados haciéndose paso con las lanzas. – ¿Quién eres? ¿Por qué esta trifulca? – Un judío agredido por estos plebeyos. Estaba conmigo un rabí conocido por los sacerdotes, que estaba hablándoles a estos perros. Se han exaltado y nos han agredido. – ¿Quién eres? – Judas de Keriot. He pertenecido al Templo, ahora soy discípulo del Rabí Jesús de Galilea. Soy amigo del fariseo Simón, del saduceo Jocanán, del consejero del Sanedrín José de Arimatea, y… — esto lo puedes comprobar — de Eleazar ben Anás, el gran amigo del Procónsul. – Lo comprobaré. ¿Adónde vas? – Con mi amigo a Keriot, y luego a Jerusalén. – Ve. Te guardaremos las espaldas. Judas le ofrece algunas monedas al soldado. Debe ser una cosa ilícita… pero habitual, porque el soldado lo toma rápido y cauto, saluda y sonríe. Judas baja de su podio de un brinco. Va a saltos por el campo baldío, alcanza a sus compañeros.- ¿Estás muy herido?. – No es nada, Maestro. ¡Además, por ti!… No obstante, yo también he dado. Debo estar todo sucio de sangre… – Sí, en la mejilla. Aquí hay un hilo de agua. Juan moja un pequeño pedazo de tela y lava la mejilla de Judas. – Lo siento, Judas… Pero mira… aun diciéndoles a ellos que éramos judíos, según tu sentido práctico… – Son unos animales. Creo que te habrás persuadido, Maestro, y que no insistirás. – ¡Oh, no! No por miedo, sino porque es inútil por ahora. Cuando no nos quieren no se maldice, sino que uno se retira rogando por los pobres locos que se mueren de hambre y no ven el Pan. Vamos por este camino solitario. Creo que se puede tomar el camino de Hebrón… Vamos donde los pastores, si los encontramos. – ¿A llevarnos otras pedradas? – No. A decirles: «Soy Yo»». – ¡Entonces… por supuesto nos pegan de palos! ¡Sufren por tu causa desde hace treinta años!… – Veremos. Van por un tupido bosquecito, sombrío, fresco, y los pierdo de vista.