En la fiesta de las Encenias, en casa de Lázaro, se hace memoria del nacimiento de Jesús
La ya de por sí espléndida casa de Lázaro, esta noche está maravillosa. Parece arder por el número de lámparas encendidas, y la luz se derrama hacia fuera, en este comienzo de la noche, rebosando desde las salas al atrio y desde éste al pórtico, para alargarse vistiendo de oro los guijarrosos senderos, el césped y las matas de cuadros del jardín, luchando – venciendo en los primeros metros – con el claror de la luna con su amarillo y carnal esplendor, mientras que más lejos todo toma aspecto angélico por el vestido de pura plata que la luna extiende sobre las cosas. También el silencio que envuelve al magnífico jardín, en que suena sólo el arpegio del chorro de agua cayendo en el estanque de los peces, parece aumentar la recogida y paradisíaca paz de la noche lunar, mientras junto a la casa voces alegres y numerosas y un festivo rumor de correr muebles y de sacar la vajilla a las mesas recuerda que el hombre es hombre y no todavía espíritu. Marta se mueve ágilmente con su amplio vestido espléndido y pudoroso de un color violeta rojo; parece una flor, una hermosa campanilla; o una mariposa en vivaz movimiento chocándose contra las paredes purpúreas del atrio o contra las paredes de diminutas representaciones – parecen una alfombra – de la sala del banquete. Jesús, sin embargo, pasea solo y absorto junto al estanque de los peces, y parece como si alternadamente quedara subsumido en la oscura sombra proyectada por un alto laurel, un verdadero árbol gigante, o en la fosfórica luz lunar que cada vez se hace más clara; tan viva, que el surtidor del estanque parece un penacho de plata que luego se fragmenta en lascas de brillantes, que van a caer, para perderse en ella, en la lámina quieta, pura plata, del pilón. Jesús mira y escucha las palabras del agua en la noche. Estas llegan a tener un sonido tan musical, que despiertan a un ruiseñor que, en el tupid laurel, responde al arpegio lento de las gotas con un agudo de flauta y luego se para, como para tomar la nota y seguir el acorde del agua y finalmente comienza, como rey del canto que es, su perfecto, variado, suave himno de alegría. Jesús ya ni siquiera camina, para no turbar con el rumor de los pasos la serena alegría del ruiseñor, y creo que también suya porque sonríe, con la cabeza agachada, con una sonrisa de alegría realmente serena. Cuando el ruiseñor, después de una nota purísima sostenida y modulada en tono ascendente – que no sé cómo puede sostenerla una garganta tan pequeña -, interrumpe su canto, Jesús exclama: -¡Te bendigo, Padre santo, por esta perfección y por el gozo que con ella me has proporcionado! – y sigue su lento paseo lleno de quién sabe qué profundidades de meditación. Llega Simón: -Maestro, Lázaro te ruega que vayas. Todo está ya dispuesto. -Vamos. Desaparezca así el último motivo de duda que pudiera existir de que les hubiera perdido estima por causa de María. -¡Cuánto llanto, Maestro! Sólo un secreto milagro tuyo ha podido aplicar una cura a ese dolor. ¿No sabes que Lázaro casi decide huir después de que ella, cuando volvieron, salió de casa diciendo que dejaba los sepulcros y abrazaba la alegría y… otras insolencias? La posición mía y de Marta fue: «¡Te conjuramos: no lo hagas!» – entre otras cosas porque… nunca se sabe la reacción de un corazón; si la hubiera encontrado, yo creo que la habría escarmentado de una vez por todas -. Habrían deseado de ella al menos el silencio acerca de ti… -Y el inmediato milagro mío respecto a ella. Y habría podido hacerlo. Pero no quiero una resurrección forzada en los corazones. A la muerte la forzaré y me devolverá sus presas, porque Yo soy el Señor de la muerte y de la vida. Pero en los espíritus, que no son materia que, sin hálito, carezca de vida, sino que son inmortales esencias capaces de renacer por voluntad propia, Yo no fuerzo la resurrección. Otorgo la primera llamada y la primera ayuda, como quien abriera un sepulcro en que alguien hubiera sido enterrado semivivo, donde moriría si permaneciera largo tiempo, en esas tinieblas asfixiantes; dejo entrar aire y luz… luego, espero. Si el espíritu tiene deseos de salir, sale; si no lo desea, sus tinieblas aumentan y queda hundido. Pero; si sale… ¡Oh, si sale… en verdad te digo que ninguno será mayor que el renacido en su espíritu! Sólo la Inocencia absoluta es mayor que este muerto que vuelve a vivir en virtud del propio amor y para alegría de Dios… ¡Son mis mayores triunfos! Observa el cielo, Simón. ¿Ves que tiene estrellas y planetas, más o menos grandes? Todos poseen vida y esplendor por Dios, que los ha hecho, y por el sol que los ilumina, mas no todos son luminosos y grandes en igual medida. Así será también en mi Cielo: todos los redimidos tendrán vida por mí y esplendor por mi luz, mas no todos serán luminosos y grandes en igual medida. Unos serán simple polvo de astros, como el que hace láctea a Galatea: serán aquellos, innumerables, que habrán recibido del Cristo, o, mejor dicho, habrán aspirado, sólo ese mínimo indispensable para no ser réprobos, y sólo por la infinita misericordia de Dios, después de un largo purgatorio, irán al Cielo. Otros serán más fúlgidos y estarán más formados: los justos que hayan unido su voluntad (nota que digo «voluntad» no «buena voluntad») a la del Cristo, y hayan prestado obediencia, para no condenarse, a mis palabras. Luego, estarán los planetas, las buenas voluntades, ¡oh…, luminosísimos!: son los enamorados hasta la muerte por el amor, los penitentes por amor, los que obran por amor, los inmaculados por amor; su luz es de puro diamante o de resplandor de gemas de distintos colores (rojo-rubí o violeta-amatista o amarillo-topacio o cándido-perla). Y habrá algunos entre estos planetas – y serán mis glorias de Redentor – que tendrán en sí destellos de rubí y de amatista y de topacio y de perla, porque serán todo por amor. Heroicos hasta llegar a perdonarse el no haber sabido amar antes, penitentes hasta saturarse de expiación como Ester antes de presentarse a Asuero se saturó de perfumes, incansables para hacer en poco tiempo, en el poco tiempo que les queda, cuanto no hicieron durante los años que perdieron en el pecado, puros hasta la heroicidad para olvidarse – no sólo en el alma y en el pensamiento, sino también en las propias entrañas – de que existe el sentido. Serán aquellos que atraerán hacia sí, por su multiforme resplandor, los ojos de los creyentes, de los puros, de los penitentes, de los mártires, de los héroes, de los ascetas, de los pecadores, y, para cada una de estas categorías, su resplandor será palabra, respuesta, llamada, garantía… Pero, vamos, que nosotros estarnos aquí hablando y allí nos esperan. -Es que cuando Tú hablas uno se olvida de que vive. ¿Puedo decir todo esto a Lázaro? Me parece ver en ello una promesa… -Lo debes decir. La palabra del amigo puede posarse sobre su herida y no se ruborizarán de haberse puesto colorados en mi presencia… -Te hemos hecho esperar, Marta; es que estaba hablando con Simón de estrellas y nos hemos olvidado de estas luces. Tu casa es verdaderamente un firmamento esta noche… -Las hemos encendido no sólo para nosotros y la servidumbre, sino también para ti y para los huéspedes, tus amigos. Gracias por haber venido para la última noche. Ahora la fiesta es realmente la Purificación… – Marta querría continuar hablando, pero siente que le sube el llanto y calla. -Paz a todos vosotros – dice Jesús entrando en el atrio resplandeciente de decenas de luces de plata, todas encendidas, colocadas por todas partes. Lázaro, sonriente, se dirige hacia Jesús: -Paz y bendición a ti, Maestro, y muchos años de santa felicidad. Se besan. -Me han dicho ciertos amigos nuestros que Tú naciste mientras Belén ardía por una lejana fiesta de las Luminarias. Ellos y nosotros estamos jubilosos de tenerte esta noche. ¿No preguntas quiénes son? -No tengo más amigos que los discípulos y mis amados de Betania, aparte de los pastores. Por tanto son ellos. ¿Han venido? ¿Para qué? – Para adorarte, Mesías nuestro. Lo supimos por Jonatán, y aquí estamos, con nuestros rebaños, que ahora están en los establos de Lázaro, y con nuestros corazones, ahora y siempre a tus pies santos. Isaac ha hablado por Elías, Leví, José y Jonatán, que están postrados a los pies de Jesús: Jonatán con su esponjoso vestido del intendente estimado por su señor; Isaac con el suyo de incansable peregrino, de gruesa lana marrón oscura, impermeable al agua; Leví, José, Elías, con las vestiduras que Lázaro les ha dado, frescas, limpias, para poder tomar asiento en las mesas sin tener que llevar el pobre indumento, roto y con olor a aprisco, de los pastores. -¿Por este motivo me habéis mandado al jardín? ¡Dios os bendiga a todos! Sólo falta mi Madre para completar mi felicidad. Alzaos, alzaos. Es la primera Navidad que celebro sin mi Madre. Pero vuestra presencia me alivia la tristeza, la nostalgia de su beso. Entran todos en la sala de las mesas. Aquí la mayoría de las lámparas son de oro. El metal aumenta su brillo por la luz de la llama, la llama parece más resplandeciente por el reflejo de tanto oro. La mesa está dispuesta en forma de U para que quepa tanta gente como hay y poderla servir sin dificultar las operaciones de los trinchadores y de los criados. Además de Lázaro están los apóstoles, los pastores, y Maximino, el anciano servidor de Simón. Marta cuida de la disposición de los puestos. Querría permanecer en pie, pero Jesús se impone: -Hoy no eres la hospedadora, eres la hermana, y te vas a sentar como si fueras de mi misma sangre. Somos una familia. Cesen las reglas para dar paso al amor. Aquí, a mi lado, y, junto a ti, Juan. Yo con Lázaro. Dadme una lámpara. Entre mí y Marta vele una luz… una llama, por las ausentes que a pesar de todo están presentes: por las amadas, esperadas, por las mujeres amadas y lejanas. Todas. La llama tiene palabras de luz. El amor tiene palabras de llama, y estas palabras van lejos, siguiendo la onda incorpórea de los espíritus que se encuentran siempre, más allá de los montes y de los mares, llevando besos y bendiciones… Llevando todo. ¿No es, acaso, verdad? Ella deposita la lámpara en el lugar donde Jesús desea, en un puesto que quedará vacío, y, habiendo comprendido, se inclina a besarle la mano (la que luego, bendecidora y reconfortante, Jesús pone sobre la cabeza morena de Marta). Comienza la cena. A1 principio un poco confusos, los tres pastores – Isaac se siente ya más seguro y Jonatán no da signos de sentirse incómodo – van tomando cada vez más confianza a medida que la cena se desarrolla, y, después de un tiempo de silencio, comienzan a hablar: ¿de qué podría ser, sino de su recuerdo? -Hacía poco que nos habíamos recogido – dice Leví – Tenía tanto frío, que me resguardé entre las ovejas, llorando por la nostalgia de mi madre… -Yo, sin embargo, pensaba en la joven Madre que había visto poco antes, y me decía a mí mismo: «¿Habrá encontrado lugar?». ¡Si hubiera sabido que estaba en un establo, la habría traído al aprisco!… Pero, era tan delicada – una azucena de nuestros valles – que me pareció una ofensa el decirle: «Ven con nosotros». Yo pensaba en Ella… Y sentía más vivamente el frío, pensando en cuánto le debía hacer sufrir. ¿Te acuerdas qué luz aquella noche? ¿Y te acuerdas de tu miedo? -Sí… pero luego… el ángel… ¡Oh!… – Leví, un poco absorto como en estado de ensoñación, sonríe al recordarlo. -¡Un momento! ¡Escuchadme, amigos! Nosotros sabemos poco y lo sabemos mal. Hemos oído hablar de ángeles, de pesebres, de rebaños, de Belén… Y sabemos que Él es galileo y carpintero… ¡No es justo que estemos en la ignorancia! Yo le he preguntado al Maestro en Agua Especiosa… pero luego se habló de otras cosas. Éste, que sabe, no me ha dicho nada… Sí, hablo contigo, Juan de Zebedeo. ¡Vaya forma de respeto hacia el anciano! Te lo tienes todo para ti y me dejas que vaya adelante como un tarugo de discípulo. ¿Es que ya por mí mismo no soy suficiente tarugo? Se echan a reír por el gesto bueno de indignación de Pedro. Pero él se vuelve hacia su Maestro y dice: -Se ríen, pero tengo razón. Luego se vuelve a Bartolomé, Felipe, Mateo, Tomás, Santiago y Andrés: -¡Venga, decidlo también vosotros, protestad conmigo! ¿Por qué no sabemos nada nosotros? -¿Dónde estabais cuando murió Jonás? ¿Dónde estabais en los altos del Líbano? -Tienes razón. Pero, por lo que se refiere a Jonás, yo al menos, creí que se tratase del delirio de un moribundo, y, en los altos del Líbano… estaba cansado y con sueño. Perdóname, Maestro, pero es la verdad. -¡Y será la verdad de muchos! El mundo de los evangelizados frecuentemente responderá, al Juez eterno, para disculparse de su ignorancia a pesar de la enseñanza de mis apóstoles, eso mismo que tú dices: «Creí que se trataba de un delirio… Estaba cansado y tenía sueño». Y, frecuentemente, no admitirá la verdad porque la confundirá con un delirio, y no se acordará de la verdad porque estará cansado y tendrá sueño por demasiadas cosas inútiles, caducas e incluso pecaminosas. Una sola cosa es necesaria: conocer a Dios. -Bien, después de decirnos lo que nos corresponde, cuéntanos cómo sucedieron los hechos… Cuéntaselo a tu Pedro. Yo después hablaré de ello a la gente. Si no… ya te lo he dicho, ¿qué puedo decir? El pasado no lo conozco; las profecías y el Libro… no los sé explicar; el futuro… ¡oh, pobre de mí! Y entonces ¿qué anuncio? -Sí, Maestro, que lo sepamos también nosotros… Sabemos que eres el Mesías, y esto lo creemos, pero, al menos por lo que a mí respecta, me ha costado trabajo admitir que de Nazaret pudiera provenir algo bueno… ¿Por qué no me has dado a conocer, ya desde el principio, tu pasado? – dice Bartolomé. -Para probar tu fe y la luminosidad de tu espíritu. Pero ahora sí os voy a hablar; es más, os vamos a hablar de mi pasado. Yo diré lo que incluso los pastores no saben y ellos dirán lo que vieron. Conoceréis así el alba de Cristo. Oíd. Habiéndose cumplido el tiempo de la Gracia, Dios se preparó su Virgen. Os será fácil comprender cómo Dios no podía residir donde Satanás había puesto un incancelable signo. Por tanto, la Potencia actuó para hacer su futuro tabernáculo sin mancha, y de dos justos, en la ancianidad, y contra las reglas comunes de la procreación, fue concebida aquella en la que no existe mancha alguna. ¿Quién depositó esa alma en la carne embrional que con su presencia daba nueva lozanía al anciano seno de Ana de Aarón, la abuela mía? Tú, Leví, viste al Arcángel de todos los anuncios. Puedes decir: es ése. Porque la «Fuerza de Dios» («Fuerza de Dios» es el significado etimológico de «Gabriel», el nombre del arcángel de los anuncios) fue siempre el Victorioso que llevó el tañido de alegría a los santos y a los profetas; el Indomable, contra el que la fuerza, también grande, de Satanás se quebró cual sutil tallo de musgo seco; el Inteligente que desvió con su buena y lúcida inteligencia las insidias del otro inteligente, si bien malvado, poniendo en acto con prontitud el mandato de Dios. Con un grito de júbilo, él, el Anunciador, que ya conocía los caminos de la Tierra por haber descendido a hablarles a los Profetas, recogió del Fuego divino esa chispa inmaculada que era el alma de la eterna Doncella, y, custodiada dentro de un círculo de llamas angélicas, las de su espiritual amor, la condujo a la Tierra, a una casa, a un seno. El mundo, desde ese momento, tuvo consigo a la Adoradora; y Dios, desde ese momento, pudo mirar a un punto de la Tierra sin experimentar disgusto. Y nació una criaturita: la Amada de Dios y de los ángeles, la Consagrada a Dios, la santamente Amada de sus familiares. «Y Abel dio a Dios las primicias de su rebaño.” ¡Oh…, realmente los abuelos del eterno Abel supieron ofrecer a Dios la primicia de lo que constituía su bien, todo su bien, muriendo por haber dado este bien a quien se lo había dado a ellos! Mi Madre fue la Jovencita del Templo desde los tres a los quince años y aceleró la venida del Cristo con la fuerza de su amar. Virgen antes de su concepción, virgen en la oscuridad de un seno, virgen en sus vagidos, virgen en sus primeros pasos, la Virgen fue de Dios, de Dios sólo, y proclamó su derecho, superior al decreto de la Ley de Israel, obteniendo del esposo que le había sido dado por Dios el permanecer intacta después del desposorio. José de Nazaret era un justo. Sólo él podía ser destinatario de la Azucena de Dios, y sólo él la recibió. Ángel en el alma y en la carne, él amó como aman los ángeles de Dios. La profundidad abismal de este fuerte amor, que supo dar toda la ternura conyugal sin sobrepasar la barrera de celeste fuego tras la que estaba el Arca del Señor, será comprendida en la Tierra sólo por pocos. Es el testimonio de lo que puede un justo, con el simple hecho de que quiera; lo que puede, porque el alma, aun estando herida por la mancha de origen, posee poderosas fuerzas de elevación, y recuerdos y retornos a su dignidad de hija de Dios, y divinamente obra por amor al Padre. Aún estaba María en su casa, en espera de unirse a su esposo, cuando Gabriel, el ángel de los divinos anuncios, volvió a la Tierra y pidió a la Virgen ser Madre. Ya había prometido al sacerdote Zacarías el Precursor, y no había sido creído. Pero la Virgen creyó que ello podía acaecer por voluntad de Dios y, sublime en su desconocimiento, sólo preguntó: «¿Cómo puede acontecer esto?». Y el ángel le respondió: «Tú eres la Llena de Gracia, María. No temas, por tanto, porque has hallado gracia ante el Señor también en cuanto a tu virginidad. Concebirás y darás a luz un Hijo al que pondrás por nombre Jesús, porque es el Salvador prometido a Jacob y a todos los Patriarcas y Profetas de Israel. Será grande e Hijo verdadero del Altísimo, porque será concebido por obra del Espíritu Santo. El Padre le dará el trono de David, como ha sido predicho, reinará en la casa de Jacob hasta el fin de los siglos, mas su verdadero Reino no tendrá nunca fin. Ahora el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo esperan tu obediencia para cumplir la promesa. El Precursor del Cristo ya está en el seno de Isabel, tu prima, y, si das tu consentimiento, el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y será santo Aquel que nacerá de ti y llevará su verdadero nombre de Hijo de Dios». Entonces María respondió: «He aquí la Esclava del Señor. Hágase de mí según su palabra». Y el Espíritu Santo descendió sobre su Esposa y en el primer abrazo le impartió sus luces, que sobreperfeccionaron las virtudes de silencio, humildad, prudencia y caridad que Ella poseía en plenitud, y Ella resultó un todo con la Sabiduría e inseparable de la Caridad. La Obediente y Casta se perdió así en el océano de la Obediencia que Yo soy, y conoció el gozo de ser Madre sin conocer la turbación de ser siquiera tocada. Fue la nieve que se concentra en flor y se ofrece a Dios así… -¡Y el marido? – pregunta Pedro lleno de estupor. -El sigilo de Dios cerró los labios de María, y José no tuvo noticia del prodigio sino cuando, de vuelta de la casa de Zacarías, su pariente, María apareció como madre ante los ojos de su esposo. -¿Y qué hizo él? -Sufrió… y María también… -Si hubiera sido yo… -José era un santo, Simón de Jonás. Dios sabe dónde poner sus dones… Sufrió acerbamente y decidió abandonarla, cargándose sobre sí el ser tachado de injusto. Pero el ángel bajó a decirle: «No temas tomar contigo a María, tu esposa; porque lo que en Ella se está formando es el Hijo de Dios; es Madre por obra de Dios. Cuando nazca el Hijo, le pondrás por nombre Jesús, porque es el Salvador» -¿Era docto José? – pregunta Bartolomé. -Como conviene a un descendiente de David. -Entonces habrá recibido una inmediata luz recordando al Profeta: «He aquí que una virgen concebirá…» -Sí. La recibió. A la prueba sucedió el gozo… -Si hubiera sido yo — vuelve a decir Simón Pedro – no hubiera sucedido, porque antes yo habría… ¡Oh, Señor, qué bien que no fuera yo! La habría quebrantado como a un tallo delgado sin dejarle tiempo ni de hablar. Pero después – caso de que no me hubiera convertido en un asesino – habría tenido miedo de Ella… El miedo secular, al Tabernáculo, de todo Israel… -También Moisés tuvo miedo de Dios, y, no obstante, fue socorrido y estuvo con Él en el monte… José se dirigió, pues, a la casa santa de la Esposa, para cubrir las necesidades de la Virgen y del Niño que había de nacer. Y habiendo llegado, para todos, el tiempo del edicto, fue con María a la tierra de los padres. Pero Belén los rechazó porque el corazón de los hombres está cerrado a la caridad. Ahora hablad vosotros. -Yo, cayendo ya la tarde, me encontré con una mujer joven y sonriente a caballo de un borriquillo. Un hombre venía con ella. Me pidió leche y algunas informaciones. Yo dije lo que sabía… Luego vino la noche… y una gran luz… y salimos… y Leví vio a un ángel que estaba cerca del aprisco. El ángel dijo: «Ha nacido el Salvador». Ya era completamente de noche y el cielo estaba lleno de estrellas, aunque la luz quedaba absorbida por la de aquel ángel y la de otros miles de ángeles… (Elías llora aún al recordarlo). Y nos dijo el ángel: «Id a adorarlo. Está en un establo, en un pesebre, entre dos animales… Encontraréis a un Pequeñuelo envuelto en unos pobres pañales…». ¡Oh…, qué fulgor el del ángel al decir estas palabras!… ¿Te acuerdas. Leví, cómo despedían llamas sus alas cuando, después de inclinarse para nombrar al Salvador, dijo: «… que es el Cristo Señor»? -¡Claro que me acuerdo! ¿Y las voces de esos millares de ángeles: «¡Gloria a Dios en los Cielos altísimos y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad»!? Aquella música está aquí, está aquí, y me transporta al Cielo cada vez que la oigo – y Leví alza el rostro, un rostro extático en que luce el llanto. -Y fuimos – dice Isaac -, cargados como bestias, alegres como para una boda, y, luego…, cuando oímos tu tenue voz y la de tu Madre, ya no supimos hacer nada, y empujamos a Leví, que era un niño, para que mirase. Nosotros nos sentíamos como unos leprosos junto a tanto candor… Y Leví escuchaba y reía llorando y repetía las palabras, con una voz tal de cordero, que la oveja de Elías baló. José vino al portillo y nos invitó a pasar… ¡Qué pequeño y lindo eras! Un capullo de rosa encarnada sobre el rudo heno… Y llorabas… Luego te reíste por el calorcito de la piel de oveja que te ofrecimos y por la leche que ordeñamos para ti… Tu primera comida… ¡Oh!… y luego… y luego te besamos… Dejaste en nosotros un sabor a almendra y a jazmín… y nosotros ya no podíamos separarnos de ti… -Efectivamente, desde entonces no me habéis dejado. -Es verdad – dice Jonatán -. Tu rostro quedó grabado en nosotros y lo mismo tu voz y tu sonrisa… Crecías… eras cada vez más hermoso… El mundo de los buenos venía a deleitarse en ti… y el de los malvados no te veía… Ana… tus primeros pasos… los tres Sabios… la estrella… -¡Qué luz aquella noche! El mundo parecía arder con mil luces. Sin embargo, la noche de tu venida la luz estaba fija y era como de perla… Ahora era la danza de los astros; entonces, la adoración de los astros. Nosotros, desde un alto, vimos pasar la caravana y la seguimos para ver si se detenía… A1 día siguiente, toda Belén vio la adoración de los Sabios. Y luego… ¡Oh…, no hablemos de aquel horror, no hablemos de él!…- Elías palidece al recordarlo. -Sí, no hables de ello. Guárdese silencio sobre el odio… -El mayor dolor era el hecho de no tenerte ya y el no tener noticias tuyas. Ni siquiera Zacarías sabía nada; él, que era nuestra última esperanza… Luego… luego ya nada más. -¿Por qué, Señor, no confortaste a tus siervos? -¿Preguntas el porqué, Felipe? Porque era prudente hacerlo. Mira cómo Zacarías, cuya formación espiritual se completó después de ese momento, tampoco quiso descorrer el velo. Zacarías… -Tú nos dijiste que Zacarías fue quien se ocupó de los pastores. Siendo así, ¿por qué él no dijo, primero a ellos y luego a ti, que los unos estaban buscando al Otro? -Zacarías era un justo enteramente hombre. Se hizo menos hombre y más justo durante los nueve meses de mutismo. Luego, durante los meses que siguieron al nacimiento de Juan, se perfeccionó. Pero fue en el momento en que sobre su soberbia de hombre cayó el mentís de Dios, cuando se hizo espíritu justo. Había dicho: «Yo, sacerdote de Dios, digo que en Belén debe vivir el Salvador». Dios le había mostrado cómo el juicio, aunque sea sacerdotal, si no está iluminado por Dios, es un pobre juicio. Horrorizado por el pensamiento de que por su palabra hubiera podido provocar que mataran a Jesús, vino a ser el justo, el justo que ahora descansa en espera del Paraíso. Y la justicia le enseñó prudencia y caridad. Caridad hacia los pastores, prudencia respecto al mundo que debía permanecer en la ignorancia acerca del Cristo. Cuando, regresando a la patria, nos dirigimos a Nazaret, por la misma prudencia que ya guiaba a Zacarías, evitamos Hebrón y Belén, y, costeando el mar, volvimos a Galilea. Ni siquiera el día de mi mayoría de edad fue posible ver a Zacarías, que había partido el día antes con su niño para la misma ceremonia. Dios velaba, Dios probaba, Dios proveía, Dios perfeccionaba. Tener a Dios significa también esfuerzo, no sólo contento. Y así mi padre de amor y mi Madre de alma y de carne tuvieron que esforzarse también. Se puso veto incluso a lo lícito, para que el misterio envolviese en sombra al Mesías niño. Y que esto les sirva de explicación a muchos que no comprenden la dúplice razón de la congoja cuando no me encontraban durante tres días. Amor de madre, amor de padre hacia el niño perdido; temblor de custodios por el Mesías que podía quedar de manifiesto antes de tiempo; terror a haber tutelado mal la Salud del mundo y el gran don de Dios. Éste fue el motivo de aquella insólita exclamación: «¡Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando!». «Tu padre», «tu madre»… El velo echado sobre el resplandor del divino Encarnado. Y la tranquilizante respuesta: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que Yo debo ser activo en las cosas del Padre mío?». Y la Llena de Gracia recogió y comprendió tal respuesta en su justo valor, o sea: «No tengáis miedo. Soy pequeño. un niño; mas, si bien crezco, según la humanidad, en estatura, sabiduría y gracia ante los ojos de los hombres, Yo soy el Perfecto en cuanto que soy el Hijo del Padre y por tanto, sé conducirme con perfección, sirviendo al Padre haciendo resplandecer su luz, sirviendo a Dios conservándole el Salvador». Y así hice hasta hace un año. Ahora el tiempo ha llegado. Se descorren los velos, y el Hijo de José se muestra en su naturaleza: el Mesías de la Buena Nueva, el Salvador, el Redentor y el Rey del siglo futuro. -¿Y no volviste a ver nunca a Juan? -Sólo en el Jordán, Juan mío, cuando solicité el Bautismo. -De modo que ¿Tú no sabías que Zacarías les había beneficiado a éstos? -Ya te he dicho que después del baño de sangre, de sangre inocente, los justos se hicieron santos, los hombres se hicieron justos Sólo los demonios permanecieron como eran. Zacarías aprendió a santificarse con la humildad, la caridad, la prudencia, el silencio. -Deseo recordar todo esto. Pero, ¿podré hacerlo? – dice Pedro. -Tranquilo, Simón. Mañana – dice Mateo – les pido a los pastores que me lo repitan, con sosiego, en el huerto, una, dos, tres veces, si hace falta. Tengo buena memoria, ejercitada en mi banco de trabajo, y me acordaré por todos. Cuando quieras, te podré repetir todo. Tampoco tenía notas en Cafarnaúm y sin embargo… -¡No te equivocabas ni en un didracma!… ¡Sí que me acuerdo… bien! Te perdono el pasado, de corazón realmente, si te acuerdas de esta narración… y si me la cuentas a menudo. Quiero que me entre en el corazón de la misma forma que está en éstos… como lo tuvo Jonás… ¡Morir diciendo su Nombre!… Jesús le mira a Pedro y sonríe. Luego se levanta y le besa en la entrecana cabeza. -¿A qué se debe este beso tuyo, Maestro? -A que has sido profeta: tú morirás diciendo mi Nombre; he besado al Espíritu, que hablaba en ti. Luego Jesús entona, fuerte, un salmo, y todos, en pie, le secundan: -«Alzaos y bendecid al Señor vuestro Dios, de eternidad en eternidad. Bendito sea su Nombre sublime y glorioso, con toda alabanza y bendición. Tú sólo eres el Señor. Tú has hecho el cielo y el cielo de los cielos y todo su ejército, la Tierra y todo lo que contiene», etc. (es el himno que cantan los levitas en la fiesta de la consagración del pueblo, cap. IX del libro II de Esdras). Todo termina con este largo canto, que no sé si se encuentra en el rito antiguo o si Jesús lo dice motu propio.