En Keriot. Muerte del anciano Saúl.
Tengo la impresión de que la parte más escabrosa, o sea, el nudo más angosto de las montañas de Judea, se encuentra entre Hebrón y Yuttá; pero podría equivocarme y ser éste un valle más amplio y abierto que se despliega ante vastos horizontes en los que emergen montes aislados que ya no forman una cadena. Quizás es una cuenca entre dos cadenas, no lo sé. Es la primera vez que la veo y no es que me centre mucho. Diversas cultivaciones de cereales distribuidas en terrenos no vastos, pero sí bien cuidados: cebada, centeno sobre todo, y también bonitos viñedos en las partes más soleadas. Más arriba, lindos bosques de pinos y abetos, y otras plantas selvosas. Un camino… discreto introduce en un pequeño poblado. – Éste es el arrabal de Keriot. Te ruego que vengas a mi casa de campo. Mi madre te espera allí. Después iremos a Keriot» dice Judas, tan agitado, que, en realidad, está fuera de sí. No he dicho que ahora están solos Jesús, Judas, Simón y Juan. Faltan los pastores; quizás se hayan quedado en los pastos de Hebrón o hayan vuelto hacia Belén. – Como quieras, Judas; pero también podíamos habernos quedado aquí para conocer a tu madre. – ¡Oh, no! Es una casuca. Mi madre viene en tiempo de cosecha, pero después vuelve a Keriot. ¿No quieres que mi ciudad te vea? ¿No quieres traer aquí tu luz? Si que quiero, Judas, pero ya sabes que no me detengo a considerar la humildad del lugar que me hospeda. – Pero hoy eres mi invitado… y Judas sabe ser hospitalario. Andan todavía unos metros entre casas pequeñas esparcidas por el campo. Mujeres y hombres, avisados por los niños, se asoman. Está muy claro que se ha despertado la curiosidad. Debe ser que Judas ha lanzado un grito de reclamo. – He aquí mi pobre casa. Perdona su pobreza. La casa no es ninguna chabola: es un cubo de un solo piso pero amplio y bien cuidado, dentro de un terreno tupido y floreciente de árboles frutales. Un camino propio, muy limpio, va desde la calzada a la casa. – ¿Me permites que me adelante, Maestro?. – Ve, si quieres. Judas se adelanta. – Maestro, Judas ha hecho las cosas a lo grande – dice Simón – Antes lo sospechaba, ahora estoy seguro de ello. Tu dices, Maestro, y con razón: espíritu, espíritu…; pero él… él no piensa así. No te entenderá nunca… o muy tarde — corrige para no apenar a Jesús. Jesús suspira y calla. Judas sale con una mujer de unos cincuenta años. Es más bien alta, aunque no como el hijo, que ha recibido de ella sus ojos negros y su pelo rizado. Pero los ojos de ella son mansos, más bien tristes, mientras que los de Judas son imperiosos y astutos.- Te saludo, Rey de Israel – dice postrándose con un verdadero saludo de súbdita – Concede a tu sierva hospedarte. – Paz a ti, mujer. Que Dios os acompañe a ti y a tu hijo. ¡Oh, sí! ¡A mi hijo! – Es más un suspiro que una respuesta. – Levántate, madre. Yo también tengo una Madre y no puedo permitir que me beses los pies. En nombre de mi Madre te beso, mujer. Es tu hermana… en el amor y en el destino doloroso de madre de los signados. -¿Qué quieres decir, Mesías? – pregunta Judas un poco inquieto. Pero Jesús no responde; está abrazando a la mujer, a la cual ha levantado benignamente. Ahora la besa en las mejillas. Luego, cogiéndola de la mano, va hacia la casa. Entran en una habitación fresca mantenida en sombra por leves cortinas de rayas. Ya han preparado bebidas frías y fruta fresca. Pero antes la madre de Judas llama a una sierva y ésta trae agua y una toalla; ella, por su parte, quisiera descalzar a Jesús y lavarle los pies polvorientos, pero Jesús se opone. – No, madre. La madre es una criatura demasiado santa, especialmente cuando es honesta y buena como tú eres, para permitir que se ponga en actitud de esclava. La madre mira a Judas… una mirada extraña. Luego se va. Jesús ya se ha refrescado. Cuando está para volverse a poner las sandalias, la mujer regresa con un par nuevo. – Mira, Mesías nuestro, creo que lo he hecho bien… como quería Judas… Me dijo: «Un poco más largas que las mías e igual de anchas». – Pero, ¿por qué, Judas? – ¿No quieres darme la posibilidad de ofrecerte algún don? ¿No eres mi Rey y Dios?. – Sí, Judas. Pero no debías crear tantas molestias a tu madre. Tú sabes cómo soy… – Lo sé. Eres santo. Pero tienes que aparecer como Rey santo. Así es como uno se impone. En el mundo, que, de diez, nueve partes es de estúpidos, hay que imponerse con la presencia; yo entiendo de eso. Jesús se ha atado las sandalias nuevas, de correas perforadas, de piel roja como la cabezada que llega hasta el tobillo; mucho más bonitas que sus sandalias simples de obrero, y semejantes a las sandalias de Judas, que son casi mocasines que dejan ver sólo pequeñas partes del pie. – También el vestido, Rey mío. Lo tenía preparado para mi Judas… pero él te lo da; es lino, fresco y nuevo. Permite que una madre te vista… como si fueses su hijo. Jesús vuelve a mirar a Judas… pero no se opone. Se desata la abertura del vestido en la parte del cuello y deja caer la amplia túnica desde los hombros, quedándose con la túnica interior. La mujer le mete la hermosa vestidura nueva y le ofrece un cinturón (un galón profusamente bordado) del que cuelga un cordón terminado en borlas muy tupidas. Jesús se sentirá bien, sin duda, con esas vestiduras frescas y sin polvo; sin embargo, no parece muy contento. Entretanto, los otros se han lavado. – Ven, Maestro. Son de los árboles de mi pobre huerto. Y ésta es el agua de miel que mi madre prepara. Tú, Simón, quizás prefieres este vino blanco. Toma. Es de mi viña. ¿Y tú, Juan? ¿Como el Maestro? – se le ve a Judas alborozado al poder servir en los hermosos cálices de plata, al mostrar que es una persona que puede. Su madre habla poco. Mira… mira… mira a su Judas… pero mira todavía más a Jesús… Y cuando Jesús, antes de comer Él, le ofrece la mejor pieza de fruta — creo que son albaricoques muy grandes, son frutos amarillo – rojos y no son manzanas — y le dice «la madre siempre antes», a ella se le saltan las lágrimas. – Mamá. ¿Lo demás está hecho? – pregunta Judas. – Sí, hijo mío. Creo haber hecho todo bien, pero he pasado mi vida siempre aquí y no sé… no sé las costumbres de los reyes. – ¿Qué costumbres, mujer? ¿Qué reyes? Pero, ¿qué has hecho, Judas? – ¿Pero no eres Tú el prometido Rey de Israel? Es hora de que el mundo te salude como tal, y ello debe suceder por primera vez aquí, en mí ciudad, en mi casa. Yo te venero como tal. Por amor hacia mí y por respeto a tu nombre de Mesías, de Cristo, de Rey, que los Profetas, por orden de Yeové, te han dado, no me desmientas. – Mujer, amigos. Por favor. Necesito hablar con Judas, tengo que darle órdenes precisas. La madre y los discípulos se retiran. – Judas, ¿qué has hecho? ¿Tan poco me has entendido hasta aquí? ¿Por qué disminuirme hasta el punto de hacer de mí sólo un poderoso de la tierra, o, peor aún, uno que brega por ser poderoso? ¿No entiendes que es una injuria a mi misión, exactamente un obstáculo? Sí, no digas que no; obstáculo. Israel está sujeto a Roma. Tú sabes qué ha sucedido cuando ha querido alzarse contra Roma alguien en actitud de caudillo del pueblo levantando sospechas de que estaba creando una guerra de reconquista. Has oído, justamente en estos días, cómo se ensañaron con un Párvulo porque se le supuso rey según el mundo. ¡Y tú…, y tú!… ¡Oh! ¡Judas! ¿Pero qué esperas de una soberanía mía de carne?, ¿qué esperas? Te he dado tiempo de pensar y decidir. Te he hablado bien claro ya desde la primera vez. Incluso te rechacé, porque sabía… porque sé, sí, porque sé, leo, veo lo que hay en ti. ¿Por qué deseas seguirme, si no quieres ser como Yo quiero? Vete, Judas. No te perjudiques a ti ni me perjudiques a mí… Vete. Es mejor para ti. No eres obrero apto para esta obra… Está demasiado por encima de ti. En ti hay soberbia, hay codicia de las tres especies, arrollas a quien te encuentras por delante… Incluso tu madre te debe temer… Hay tendencia a la mentira… No. Así no debe ser mi seguidor. Judas, Yo no te odio, Yo no te maldigo, sólo te digo — y con el dolor de quien ve que no puede cambiar al que ama — te digo sólo: Ve por tu camino, hazte paso en el mundo, puesto que es esto lo que quieres, pero no estés conmigo. ¡Mi vía!… ¡Mi palacio! ¡Oh, qué pequeñez contienen! ¿Sabes dónde seré Rey?, ¿cuándo seré proclamado Rey? Cuando me levanten en un madero infame y por púrpura tenga mi Sangre, por corona una guirnalda de espinas, por enseña un cartel burlón, por trompas y címbalos y órganos y cítaras saludando al Rey proclamado las blasfemias de todo un pueblo, de mi pueblo. ¿Y sabes por obra de quién todo esto? De uno que no me habrá entendido, que no habrá entendido nada. Corazón de bronce hueco, en el que la soberbia, la sensualidad y la avaricia, para entonces, ya habrán destilado sus humores, y éstos habrán engendrado una maraña de serpientes que servirán como cadena para mí y… y maldición para él. Los demás no conocen tan claramente mi suerte. Te ruego que no la manifiestes. Esto quede entre tú y Yo. Y esto que te he dicho es una amonestación… ¡Y guarda silencio y no digas: «Fui amonestado…»! ¿Entendido, Judas? Judas está violáceo de tan colorado como se ha puesto. Está en pie, frente a Jesús. Está confundido, con la cabeza baja… Se hinca de rodillas llorando con la cabeza entre las rodillas de Jesús. – Te amo, Maestro. No me rechaces. Sí, soy un soberbio, soy un estúpido, pero no me apartes de ti. No, Maestro; será la última vez que cometo una falta así. Tienes razón. No he reflexionado, pero incluso en este error hay amor. Quería prodigarte honores y mover a los demás a hacer lo mismo, porque te amo. Tú lo dijiste hace tres días: «Cuando os equivocáis sin malicia, por ignorancia, no es un yerro, sino un juicio imperfecto, propio de niños, y Yo estoy aquí para haceros adultos». Mira, Maestro, estoy entre tus rodillas… me dijiste que serías un padre para mí… entre tus rodillas como entre las de mi padre; y te pido perdón, te pido que hagas de mí un «adulto», un adulto santo… No me apartes de ti, Jesús, Jesús, Jesús… No todo es malvado en mí. ¿Lo ves?, por ti he dejado todo y he venido. Tú eres más que los honores y las victorias que obtenía sirviendo a otros. Tú, sí, Tú eres el amor del pobre, infeliz Judas que quisiera proporcionarte sólo alegría y que, por el contrario, te causa dolor… – Basta, Judas. Una vez más, te perdono… — Jesús parece fatigado — Te perdono esperando… esperando que en el futuro me comprendas. – Sí, Maestro. Sí. Pero ahora no me postres bajo el peso de un mentís que haría de mí objeto de burla. Toda Keriot sabe que yo venía con el Descendiente de David, el Rey de Israel… y mi ciudad se ha preparado para recibirte… Creía que actuaba correctamente… creía que así te mostraba cómo hay que hacer para ser temidos y obedecidos… y también a Juan y a Simón, y a través de ellos a los otros que te aman pero que te tratan como a un igual… Incluso se burlarían de mi madre, por tener un hijo mentiroso y loco. ¡Por ella, Señor mío!… ¡Y te juro que yo…! – No me jures a mí. Júrate a ti mismo, si puedes, no pecar más en este sentido. En atención a tu madre y a los ciudadanos no haré esta afrenta de irme. Estaré aquí. Levántate. – ¿Qué les vas a decir a los otros? – La verdad… – ¡No, no! – La verdad: que te he dado órdenes para hoy. Siempre hay una forma de decir, con caridad, la verdad. Vamos. Llama a tu madre y a los otros. Se le ve a Jesús más bien severo. Y no vuelve a sonreír sino cuando regresa Judas con su madre y los discípulos. La mujer escruta a Jesús, lo ve benigno y se tranquiliza. Esta mujer a mí me parece un alma en pena. – ¿Qué?, ¿vamos a Keriot? Me siento descansado. Te agradezco, madre, toda tu bondad. Que el Cielo te pague y te dé, por tu caridad hacia mí, reposo, y alegría al consorte que lloras. La mujer trata de besarle la mano, pero Jesús se la pone sobre la cabeza, acariciándola, y no lo permite. – El carro está preparado, Maestro. Ven. Afuera, efectivamente, está llegando un carro tirado por bueyes, un hermoso y cómodo carro, dentro del cual se han colocado cojines para que sirvan como asientos; encima, un toldo de paño rojo. – Sube, Maestro. – Tu madre antes. La mujer sube, luego Jesús y los demás. – Aquí, Maestro» (Judas ya no lo llama rey). Jesús se sienta en la parte de adelante; a su lado, Judas; detrás la mujer y los discípulos. El conductor aguijonea a los bueyes; los va instigando caminando a su lado. E1 trayecto es breve, poco más de unos cuatrocientos metros, luego se ven las primeras casas de Keriot, que me parece una discreta ciudadita. Un niño pequeño mira en la calle llena de sol y sale disparado. Cuando el carro llega a las primeras casas, personalidades y gente del pueblo están esperando para recibirlo con bandas de tela y ramos, y ramos y bandas, por las calles y de casa a casa. Gritos de júbilo, profundas reverencias… Jesús —ya no puede evitarlo —, desde lo alto de su trono tambaleante, saluda y bendice. El carro prosigue y luego gira, después de una plaza, por una calle, y llega a la altura de una casa cuyo portón está ya abierto de par en par; en él hay dos o tres mujeres. Se detiene el carro y bajan. – Mi casa es tuya, Maestro. – Paz a ella, Judas. Paz y santidad. Entran. Pasado el vestíbulo hay una amplia sala con divanes bajos y muebles con incrustaciones. Con Jesús y los demás, entran las personalidades del lugar. Reverencias, curiosidad, júbilo pomposo… Un anciano de aspecto grave pronuncia un discurso: -¡Gran fortuna para la tierra de Keriot al tenerte, oh Señor! ¡Gran fortuna! ¡Feliz día! ¡Fortuna por tenerte y fortuna por ver que un hijo suyo es amigo tuyo y te ayuda! ¡Dichoso él, que te ha conocido antes que ningún otro! Y Tú, bendito seas diez veces diez por haberte manifestado, Tú, el Esperado por generaciones y generaciones. Habla, Señor y Rey. Nuestros corazones esperan tu palabra como la tierra sedienta de verano abrasador espera la primera dulce agua de septiembre. – Gracias, quienquiera que seas, gracias, y gracias a los hombres de esta ciudad que han inclinado sus corazones ante el Verbo del Padre, ante el Padre cuyo Verbo soy Yo. Porque, sabed que no es al Hijo del hombre, que os está hablando, sino al Señor altísimo, a quien hay que rendir gracias y honor por este tiempo de paz con que El vuelve a soldar la paternidad quebrada con los hijos del hombre. Alabemos al Señor verdadero, al Dios de Abraham, que ha tenido piedad de su pueblo, lo ha amado y le otorga al Redentor prometido. No a Jesús, siervo de la eterna Voluntad, sino a esta Voluntad de amor, gloria y honor.- Hablas como un santo… Yo soy el jefe de la sinagoga. No es sábado. Ven de todas formas a mi casa a explicar la Ley, Tú que portas más que óleo real la unción de la Sabiduría. – Iré. – Mi Señor quizás está cansado… – No, Judas. Nunca cansado de hablar de Dios, nunca con ganas de desilusionar a los corazones. – Ven, entonces — insiste el jefe de la sinagoga —; toda Keriot está afuera esperándote. – Vamos. Salen. Jesús entre Judas y el jefe de la sinagoga; en torno a ellos, personalidades y… gente, gente, gente. Jesús pasa bendiciendo. La sinagoga está en la plaza. Entran. Jesús se dirige hacia el puesto reservado a quien enseña. Empieza a hablar, todo cándido con su espléndida vestidura, el rostro inspirado, los brazos extendidos según su gesto habitual. – Pueblo de Keriot, el Verbo de Dios habla. Escuchad. Quien os habla no es sino Palabra de Dios. Su soberanía viene del Padre y al Padre volverá después de evangelizar a Israel. Ábranse los corazones y las mentes a la verdad, para que el error no quede estancado, para que no nazca la confusión. Isaías dice: «Toda depredación tumultuosa y las vestiduras bañadas de sangre serán consumidas por el fuego. He aquí que nos ha nacido un Párvulo, he aquí que se nos concede un Hijo. Lleva sobre sus hombros el principado. Éste es su nombre: el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz». Este es mi Nombre. Dejemos a los Césares y a los Tetrarcas su botín. Yo depredaré, pero no será una depredación que merezca castigo de fuego. No sólo esto sino que le arrebataré al fuego de Satanás gran número de presas para llevarlas al Reino de paz del que soy Príncipe, y al siglo futuro: el eterno tiempo del cual soy Padre. «Dios» — dice también David, de cuya estirpe provengo, como habían predicho quienes vieron porque eran santos, gratos a Dios, elegidos por Dios para hablar — «ha escogido a uno sólo… a mi hijo… pero la obra es grandiosa, porque se trata no de preparar la casa de un hombre, sino la de Dios». Así es. Dios, el Rey de los reyes, ha elegido a uno sólo, a su Hijo, para construir, en los corazones, su casa. Y ha preparado ya el material. ¡Oh, cuánto oro de caridad, y cobre, y plata y hierro, y maderas raras y piedras preciosas! Todas están acumuladas en su Verbo y Él las usa para construir en vosotros la morada de Dios. Pero si el hombre no ayuda al Señor, inútilmente el Señor querrá construir su casa. Al oro se responde con el oro, a la plata con la plata, al cobre con el cobre, al hierro con el hierro. O sea, por el amor debe darse amor, continencia para servir a la Pureza, constancia para ser fieles, fuerza para no desistir. Y luego, llevar hoy la piedra, mañana la madera: hoy el sacrificio, mañana la obra, y construir, construir siempre el templo de Dios en vosotros. El Maestro, el Mesías, el Rey del Israel eterno, del pueblo eterno de Dios, os llama. Pero quiere que estéis limpios para la obra. Caigan las soberbias: a Dios gloria. Caigan los humanos pensamientos: de Dios es el Reino. Humildes, decid conmigo: «Tuyas son todas las cosas, Padre, tuyo todo cuanto es bueno; enséñanos a conocerte y a servirte, en verdad». Decid: «¿Quién soy yo?», y reconoced que seréis algo sólo cuando seáis moradas purificadas a las que Dios pueda descender, en las que pueda descansar. Todos peregrinos y extranjeros en esta tierra, sabed reuniros e ir hacia el Reino prometido. El camino son los mandamientos puestos en práctica no por temor a un castigo, sino por amor a ti, Padre santo; el arca, un corazón perfecto en el cual está el nutritivo maná de la sabiduría y florece la vara de la pura voluntad. Y, para que la casa sea luminosa, venid a la Luz del mundo. Yo os la traigo. Os traigo la Luz. Nada más que esto. No poseo riquezas ni prometo honores de esta Tierra, pero sí poseo todas las riquezas sobrenaturales de mi Padre, y a aquellos que sigan a Dios en amor y caridad les prometo el honor eterno del Cielo. La paz sea con vosotros. La gente, que ha estado escuchando atenta, bisbisea un poco inquieta. Jesús habla con el jefe de la sinagoga. Se unen al grupo también otras personas — quizás son las personalidades. – Maestro… ¿pero entonces no eres el Rey de Israel? Nos habían dicho… – Lo soy. – Pero Tú has dicho… – Que no poseo ni prometo riquezas del mundo. No puedo decir más que la verdad. Así es. Conozco vuestro pensamiento, y el error viene de un desacierto en la interpretación unido a un muy grande respeto vuestro hacia el Altísimo. Se os dijo: «Viene el Mesías», y vosotros habéis pensado, como muchos en Israel, que Mesías y rey fueran lo mismo. Elevad más alto el espíritu. Observad este hermoso cielo de verano. ¿Pensáis que termina allí su límite, allí donde el aire parece una bóveda de zafiro? No. Más allá están los estratos más puros, los azules más netos, hasta llegar a aquél, inimaginable, del Paraíso, adonde el Mesías guiará a los justos muertos en el Señor. La misma diferencia hay entre la realidad mesiánica como la cree el hombre y la real, toda divina. – Pero, ¿podremos nosotros, pobres hombres, elevar el espíritu adonde Tú dices?. – Basta que lo queráis, y, si lo queréis, Yo os ayudaré. – ¿Cómo te tenemos que llamar, si no eres rey? – Maestro, Jesús; como queráis. Maestro soy y soy Jesús, el Salvador. Un viejo dice: – Escucha, Señor. Hace tiempo, hace mucho tiempo, cuando el edicto, tuvimos noticia de que había nacido en Belén el Salvador… y yo fui allí con otros… Vi a un pequeño Niño, en todo igual a los demás, pero lo adoré, por fe. Luego supe que hay uno, santo, de nombre Juan. ¿Cuál es el Mesías verdadero?. – Aquel a quien tú adoraste. El otro es su Precursor. Gran santo a los ojos del Altísimo, pero no Mesías. – ¿Eras Tú? – Era Yo. Y ¿qué viste en torno a mí recién nacido?- Pobreza y limpieza, honestidad y pureza… un artesano amable y serio de nombre José; artesano, pero de la estirpe de David; una joven Madre rubia y amable de nombre María, ante cuya gracia empalidecen las rosas más hermosas de Engadí y parecen deformes las azucenas de los jardines reales; y un Niño de grandes ojos azul cielo, de cabellos de hilos de oro pálido… No vi nada más… Y oigo todavía la voz de la Madre que me decía: «Por mi Criatura te digo: el Señor esté contigo hasta el eterno encuentro y su Gracia te salga al paso en tu camino». Tengo ochenta y cuatro años… el camino está terminándose. Ya no esperaba encontrar la Gracia de Dios, y, sin embargo, te he encontrado… y ahora ya no deseo ver más luz que la tuya… Sí. Te veo cual eres bajo esta vestidura de piedad que es la carne que has tomado. ¡Te veo! ¡Oíd la voz de aquel que al morir ve la Luz de Dios! La gente se arremolina en torno al anciano inspirado que está en el grupo de Jesús y que, no teniéndose ya en pie apoyado sobre su bastoncito, levanta los brazos trémulos, la cabeza toda canosa, con su barba larga y bipartida, una verdadera cabeza de patriarca o profeta. – Yo veo a Éste, el Elegido, el Supremo, el Perfecto, que ha venido aquí abajo por fuerza de Amor, subir a la derecha del Padre, tornar a ser Uno con Él. Pero, ¡ved!, no Voz y Esencia incorpórea como Moisés vio al Altísimo y como el Génesis dice lo conocieran los Primeros y con Él hablasen en el viento de la tarde. Como verdadera Carne lo veo subir al Eterno, ¡Carne refulgente!, ¡Carne gloriosa!; ¡oh, pompa de Carne divina!, ¡oh, Belleza del Hombre Dios! ¡Es el Rey! Sí. Es el Rey. No de Israel; del mundo. Y ante Él se inclinan todas las realezas de la tierra, y todo cetro y toda corona se anulan en el fulgor de su cetro y de sus joyas. Una guirnalda, una guirnalda tiene en su frente. Un cetro, un cetro tiene en su mano. En el pecho, un racional: en él hay perlas y rubíes de un esplendor jamás visto. De él salen llamas como de un horno sublime. En las muñecas, dos rubíes, y lleva una fíbula de rubíes en sus pies santos. ¡De los rubíes, luz, luz…! ¡Mirad, oh pueblos, al Rey Eterno! ¡Te veo! ¡Te veo! Subo contigo… ¡Ah! ¡Señor!, ¡Redentor nuestro!… La luz crece en mi ojo del alma… ¡El Rey está ornado con su Sangre! La guirnalda es una corona de sangrantes espinos, el cetro es una cruz… ¡Aquí está el Hombre! ¡Aquí está! ¡Eres Tú!… Señor, por tu inmolación ten piedad de tu siervo. Jesús, a tu piedad entrego mi espíritu. El anciano, hasta este momento derecho, rejuvenecido en el fuego de su profecía, se derrumba al improviso, y caería al suelo si Jesús, atento, no le hubiera sujetado contra su pecho. – ¡Saúl! – ¡Se está muriendo Saúl! – ¡Venid a ayudar! – ¡Corred! – Paz en torno al justo que muere – dice Jesús, que lentamente se ha ido arrodillando para poder sujetar mejor al anciano, que pesa cada vez más. Silencio. Jesús lo depone extendido en el suelo y se levanta. – Paz a su espíritu. Ha muerto viendo la Luz. En la espera — y será breve — verá ya el rostro de Dios y se sentirá feliz. No hay muerte, o sea, separación de la vida, para quienes murieron en el Señor. La gente, un rato después, se aleja haciendo comentarios. Se quedan las personalidades, Jesús, los suyos y el jefe de la sinagoga. – ¿Ha profetizado, Señor? – Sus ojos han visto la Verdad. Vamos. Salen. – Maestro, Saúl ha muerto investido del Espíritu de Dios. Nosotros, que lo hemos tocado, estamos limpios o hemos quedado impuros? – Impuros. – ¿Y Tú? – Yo como los demás. No mudo la Ley. La Ley es ley y el israelita la observa. Impuros hemos quedado. Entre el tercer día y el séptimo nos purificaremos. Hasta entonces, estamos impuros. Judas, Yo no vuelvo adonde tu madre. No llevo impureza a tu casa. Que uno que pueda la avise. Paz a esta ciudad. Vamos.