En Jericó. Judas Iscariote cuenta cómo ha vendido las joyas de Áglae
La plaza del mercado de Jericó. Pero no por la mañana sino por la tarde, bajo una prolongada puesta de sol, calurosísima, de pleno verano. Del mercado de la mañana sólo quedan rastros: restos de verduras, montones de excrementos, paja caída de las cestas o de las cabezadas de los burros, jirones de trapajos… Sobre todo ello las moscas triunfan y, de todo, el sol hace fermentar y evaporar hedores y olores de cosas poco agradables. La vasta plaza está vacía. Algún raro transeúnte, algún gamberro pendenciero que tira piedras a los pájaros de los árboles de la plaza, alguna mujer que va a la fuente; nada más. Jesús llega por una calle, mira a su alrededor, no ve todavía a nadie. Pacientemente se apoya en un tronco y espera, encontrando la manera de hablar a los gamberros, sobre la caridad que comienza en Dios y desciende del Creador a todas las criaturas. -No seáis crueles. ¿Por qué queréis disturbar a los pájaros del aire? Tienen nidos ahí arriba, tienen a sus pequeñas crías, no hacen daño a nadie, nos proporcionan cantos y limpieza, comiéndose los desperdicios que el hombre deja y los insectos que perjudican las cosechas y la fruta. ¿Por qué herirlos y matarlos, privando a los pequeñuelos de sus padres y de sus madres, o a éstos de sus pequeñuelos? Os agradaría que un malvado entrase en vuestra casa y os la destruyera, o que os matara a vuestros padres o que os llevara lejos de ellos? No, claro que no os agradaría. Entonces, ¿por qué hacer a estos inocentes lo que no querríais que os hicieran a vosotros? ¿Cómo podréis el día de mañana no hacer mal al hombre, si, de niños, os endurecéis el corazón con criaturitas inermes y delicadas como los pajaritos? Y ¿no sabéis que la Ley dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo»? Quien no ama al prójimo tampoco puede amar a Dios. Y quien no ama a Dios, ¿cómo puede ir a su Casa a pedirle algo? Dios podría decirle, y lo dice en los Cielos: «Vete, no te conozco. ¿Hijo, tú? No. No amas a tus hermanos, no respetas en ellos al Padre que los creó; por tanto, no eres ni hermano ni hijo, sino un bastardo: hijastro para Dios, hermanastro para los hermanos». ¿Veis cómo ama Él, el Señor eterno? En los meses más fríos hace que sus pajaritos puedan encontrar llenos los heniles, para que aniden en ellos. En los meses calurosos les da las sombras de las hojas para protegerlos del sol. Durante el invierno, en los campos, apenas está el trigo cubierto de tierra y es fácil sacar la semilla y comerla. En verano, alivian la sed con las frutas jugosas, y pueden hacer los nidos bien sólidos y calientes con las pajitas de heno y con la lana que las ovejas dejan en las zarzas. Y es el Señor. Vosotros, pequeños hombres, creados por Él como los pájaros, por tanto hermanos suyos de creación, ¿por qué queréis ser distintos de Él, creyendo que os es lícito comportaros cruelmente con estos pequeños animales? Sed misericordiosos con todos y no privéis de lo justo a ninguno; para con los hombres hermanos y para con los animales, vuestros siervos y amigos; y Dios…. -¿Maestro? – dice Simón – Judas está llegando. -…y Dios será misericordioso con vosotros, dándoos todo cuanto os hace falta, como se lo da a estos inocentes. Marchaos y llevad con vosotros la paz de Dios. -Jesús se abre paso en el círculo de muchachos, a los que se habían unido algunos adultos, y se dirige hacia Judas y Juan, que vienen rápidos por otra calle. A Judas se le ve jubiloso, Juan sonríe a Jesús… pero no parece contento en absoluto. -Ven, ven, Maestro. Creo que he hecho una buena cosa. Ven conmigo, que aquí en la calle no se puede hablar. -¿A dónde?, Judas. -A la posada. Ya he reservado cuatro habitaciones… modestas. ¡No temas! Es sólo para poder descansar en una cama después de tanta incomodidad por este calor, y comer como hombres y no como pájaros en el follaje, y gozar de paz para hablar. He hecho una venta muy buena, ¿verdad, Juan? Juan asiente sin mucho entusiasmo. Pero Judas está tan contento de lo que ha hecho que no nota, ni que Jesús se muestra poco contento ante la perspectiva de un alojamiento cómodo, ni la aún menos entusiasta actitud de Juan, y prosigue: -Como he hecho la venta por más de lo que había estimado, me he dicho: «Es justo que deje aparte una pequeña suma, cien denarios, para nuestras camas y nuestra comida. Si estamos agotados nosotros, que hemos comido siempre, Jesús debe estar extenuado». ¡Tengo el deber de mirar porque no enferme mi Maestro! Deber de amor, porque Tú me amas y yo te amo… También hay lugar para vosotros y para las ovejas – dice a los pastores – He pensado en todo. Jesús no dice una palabra. Lo sigue junto con los demás. Llegan a una placita secundaria. Judas dice: -¿Ves aquella casa sin ventanas que den a la calle y con aquella puertecita tan estrecha que parece una hendidura en la pared? Es la casa del batidor de oro Diomedes. Parece una casa pobre, ¿verdad? Sin embargo, allí dentro hay tanto oro como para comprar Jericó y… ¡ja! ¡ja!… – Judas ríe maligno… – y entre ese oro pueden encontrarse muchos collares de piedras preciosas y vajillas y… y también otras cosas de las personas más influyentes en Israel. Diomedes… ¡oh!, todos fingen no conocerlo, pero todos lo conocen, desde los herodianos hasta… bueno… hasta todos. En aquel muro liso, pobre, se podría escribir: «Misterio y Secreto». ¡Si hablaran esas paredes!… ¡No ya escandalizarte, Juan, por la forma en que he negociado!… Es que tú… tú te morirías ahogado de estupor y de escrúpulo. Mejor dicho, mira, Maestro, no me mandes otra vez con Juan a tratar ciertos negocios. Por poco me hace que fracasara todo. No sabe cogerlas al vuelo, no sabe negar. Y con un lince como Diomedes hay que tener reflejos rápidos, y mostrarse seguro. Juan dice en tono bajo: -¡Decías unas cosas, tan raras y tan… tan…! Sí, Maestro, no me des este encargo otra vez, yo sólo soy capaz de amar, yo…. -Difícilmente necesitaremos otras ventas de este tipo – responde Jesús serio. -Ahí está la posada. Ven, Maestro. Hablo yo porque… lo he hecho todo yo. -Entran y Judas habla con el dueño, el cual se encarga de que se lleve a las ovejas a una cuadra y luego acompaña personalmente a los huéspedes a una habitación pequeña en donde hay dos esteras, que serían las camas, unos asientos y una mesa preparada, luego se retira. -Hablemos enseguida, Maestro, mientras los pastores se ocupan de dejar a las ovejas. -Te escucho. -Juan puede decir si soy sincero. -No lo dudo. Entre hombres honestos no debe ser necesario juramento y testimonio. Habla. -Llegamos a Jericó a la hora sexta. Estábamos sudados como animales de carga. No quise darle a Diomedes la impresión de tener necesidad urgente. Así, vine aquí antes, me refresqué perfectamente, me puse un vestido limpio, y esto mismo quise que hiciera él. ¡Oh, no quería saber nada de dejarse ungir y atusar el pelo!… ¡Y es que yo había hecho mi plan, mientras venía por el camino! Cercano ya el atardecer, digo: «Vamos». Ya nos sentíamos descansados y frescos como dos ricachones en viaje de placer. Cuando estábamos para llegar donde Diomedes, le digo a Juan: «Tú sígueme la corriente, no niegues y sé rápido en entender». ¡Pero hubiera sido mejor haberle dejado fuera! No me ha ayudado en absoluto. Es más… ¡menos mal que yo soy vivo como dos y había pensado en todo! De la casa salía el tasador. «¡Bien!», digo, «si sale ése, habrá denarios y lo que quiero para comparar». Porque el tasador, usurero y ladrón como todos los de su clase, tiene siempre joyas, arrancadas con amenazas y usura a los pobres desgraciados a los que tasa más de lo lícito para tener mucho de qué gozar en crápulas y mujeres; y es muy amigo de Diomedes, que compra y vende oro y carne… Me identifiqué y entramos. Digo «entramos» porque una cosa es pasar al vestíbulo, donde él finge trabajar honestamente el oro, y otra cosa es bajar al sótano, donde lleva a cabo los verdaderos negocios. Para poder bajar es necesario que él lo conozca mucho a uno. Cuando me vio, me dijo: «¿Otra vez quieres vender oro? Estamos en un mal momento y tengo poco dinero». Lo de siempre. Yo le respondo: «No vengo a vender, sino a comprar. ¿Tienes joyas de mujer? Pero bonitas, ricas, valiosas y de peso, de oro puro». Diomedes se queda de una pieza y me pregunta: «¿Es una mujer lo que quieres?». «No te preocupes – le respondo – no es para mí; es para este amigo mío que se va a casar y quiere comprar el oro para su amada». En ese momento Juan empezó a hacer el niño. Diomedes, que lo estaba mirando, viendo que se ponía como la púrpura, dice – como viejo repugnante que es- : «-¡Eh!, el muchacho con sólo oír nombrar a su novia entra en fiebre de amor. ¿Es muy guapa tu amada?- pregunta. Yo le doy una patada a Juan para espabilarlo y hacerle entender que no se comportara como un estúpido. Pero respondió con un «sí» tan estrangulado que Diomedes se escamó. Entonces dije yo: -Si es guapa o no no tiene por qué interesarte, viejo; no estará nunca entre el número de las hembras por las que el Infierno te poseerá. Es virgen honesta y pronto será honesta esposa. Saca tu oro. Yo soy el paraninfo y me han encargado ayudar al joven… yo, judío y ciudadano. -¿Él es galileo, verdad?» – ¡Ese pelo siempre os traiciona! -¿Es rico? -Mucho. Entonces fuimos abajo y Diomedes abrió cofres y arcas. Di la verdad, Juan, ¿no parecía que estábamos en el Cielo ante todas aquellas gemas y objetos de oro? Collares, coronas, brazaletes, pendientes, redecillas de oro y piedras preciosas para el pelo, horquillas, fíbulas, anillos… ¡ah, qué esplendores! Con mucha gravedad elegí un collar más o menos como el de Áglae, y anillos, fíbulas, pulseras… todo como lo que tenía en la bolsa, y en número igual. Diomedes se maravillaba y preguntaba: «¿Todavía más? ¿Pero, quién es éste? ¿Y la novia quién es?, ¿una princesa?». Cuando tuve todo lo que quería, dije: «¿El precio?». ¡Oh, qué letanía de lamentos preparatorios, sobre los tiempos, sobre los impuestos, sobre los riesgos, sobre los ladrones! ¡Oh, qué otra letanía de aseguramientos de honestidad! Luego, ésta fue la respuesta: «Sólo porque se trata de ti, te diré la verdad, sin exageraciones; pero, menos de esto ni siquiera una dracma. Pido doce talentos de plata». «¡Ladrón!» dije. Dije: «Vamos, Juan; en Jerusalén encontraremos alguno menos ladrón que éste». Y fingí que me marchaba. Vino tras mí corriendo. «Mi gran amigo, mi estimadísimo amigo, ven, escucha a este pobre siervo tuyo. Menos no puedo. Realmente no puedo. Mira, hago verdaderamente un esfuerzo y me arruino; lo hago porque tú me has ofrecido siempre tu amistad y me has hecho hacer buenos negocios. Once talentos, eso es. Es lo que yo daría si tuviera que comprar este oro a uno que pasa hambre. Ni una perra menos. Sería como sacar la sangre de mis viejas venas». ¿Verdad que decía esto? Hacía reír y daba náuseas. Cuando lo vi bien firme sobre el precio destapé mis cartas. «Viejo sucio, sabe que no comprar, sino vender, quiero. Esto quiero vender. Mira: es precioso como lo tuyo. Oro de Roma y de forma nueva. Te lo quitarán de las manos. Es tuyo por once talentos; lo que has pedido por esto. Tú lo has valorado. Paga». ¡Uh, entonces!… «¡Es una traición! ¡Has traicionado mi estima en ti! ¡Tú eres mi ruina! ¡No puedo darte tanto!» gritaba. «Lo has valorado tú. Paga». «No puedo.” «Mira que se lo llevo a otros.” «No, amigo”; y alargando sus manos torcidas las metía en el montón de joyas de Aglae. «Pues entonces paga: debería querer doce talentos, pero me conformo con lo último que has pedido». «No puedo.” «¡Usurero! Ten en cuenta que aquí tengo un testigo y te puedo denunciar como ladrón…», y le mencioné también otras virtudes, que no repito por este muchacho… En fin, dado que me urgía vender y actuar con rapidez, le dije una cosa, una cosa que quedaba entre él y yo y que no mantendré… Pero, ¿qué valor tiene una promesa hecha a un ladrón? Y concluí con diez talentos y medio. Nos marchamos entre llantos y propuestas de amistad y… de mujeres. Y Juan… poco más y se echa a llorar. Pero, ¿qué te importa que te consideren un vicioso? Es suficiente con que no lo seas. ¿No sabes que el mundo es así y que tú eres un aborto del mundo? ¿Un joven que no conoce el sabor de la mujer? ¿Quién quieres que te crea? O, si te creen… ¡yo no quisiera que pensaran de mí lo que puede pensar de ti quien considere que no estás deseoso de una mujer! Aquí está, Maestro. Cuéntalo Tú mismo. Tenía un montón de denarios, pero me pasé por donde el tasador y le dije: «Toma esta basura tuya y dame los talentos que te ha entregado Isaac» – porque, como última cosa, supe también esto, una vez hecho el trato. No obstante, le dije a Isaac-Diomedes al final: «Recuerda que el Judas del Templo ya no existe. Ahora soy discípulo de un santo. Hazte idea, por tanto, de que jamás me has conocido, si estimas tu cuello». Y un poco más y se lo retuerzo en ese momento, porque me contestó ma1. -¿Qué te dijo? – pregunta Simón con indiferencia. -Me dijo: «¿Tú, discípulo de un santo? No lo creeré nunca; o pronto veré también aquí al santo a pedirme una mujer». Me dijo: «Diomedes es una vieja desventura del mundo, pero tú eres la nueva desventura. Yo podría cambiar todavía, porque lo que soy ahora lo soy de viejo, pero tú no cambias porque has nacido así». ¡Viejo repelente! Niega tu poder, ¿comprendes? -Y, como buen griego, dice muchas verdades. -¿Qué quieres decir, Simón? ¿Lo dices por mí? – No. Por todos. Es una persona que conoce lo mismo el oro que los corazones. Es un ladrón, uno que se ha ensuciado con los más asquerosos tráficos. Pero se percibe en él la filosofía de los grandes griegos. Conoce al hombre, animal de siete garras de pecado, pulpo que estrangula el bien, la honestidad, el amor, y tantas otras cosas, en sí y en los demás. -Pero no conoce a Dios. -Y tú… querrías dárselo a conocer… -Sí. ¿Por qué? Son los pecadores los que necesitan conocer a Dios. -Es cierto. Pero el maestro debe conocerlo para darlo a conocer». -¿Y yo no lo conozco? -Paz, amigos. Vienen los pastores. No turbemos su ánimo con querellas entre nosotros. ¿Has contado tú el dinero? Es suficiente. Lleva a cabo bien toda acción tuya como has hecho con ésta y, te lo repito, si puedes, en el futuro, no mientas, ni siquiera para alcanzar una acción buena… -Entran los pastores. -Amigos, aquí hay diez talentos y medio, faltan sólo cien denarios; Judas se ha quedado con ellos para los gastos de alojamiento. Tomad. -¿Los entregas todos? – pregunta Judas. -Todos. No quiero ni una perra de ese dinero. Nosotros tenemos el óbolo de Dios y de los que honestamente buscan a Dios… y nunca nos faltará lo indispensable. Créelo. Tomad y alegraos como Yo me alegro, por el Bautista. Mañana os dirigiréis a su prisión. Dos, o sea, Juan y Matías. Simeón con José irán adonde Elías a dar noticias y a instruirse para el futuro. Elías ya sabe. Luego José volverá con Leví. El lugar de encuentro es dentro de diez días junto a la Puerta de los Peces, en Jerusalén, a la hora prima. Y ahora comamos y descansemos. Mañana, de madrugada, parto con los míos. No tengo nada más que deciros por ahora. Más adelante sabréis de mí. Y todo se desvanece en el momento en que Jesús parte el pan.