En Hebrón en casa de Zacarías. El encuentro con Áglae.
– ¿Hacia qué hora llegaremos? – pregunta Jesús, caminando en el centro del grupo precedido por las ovejas que pacen en las márgenes herbosas. – Hacia la hora tercia. Son aproximadamente diez millas – responde Elías. – ¿Y luego vamos a Keriot? – pregunta Judas. – Sí. Vamos allí. – ¿Y no era más corto ir de Yuttá a Keriot? No debe haber mucha distancia. ¿Verdad, tú, pastor? – Dos millas más, poco más o menos. – Así recorremos más de veinte millas sin motivo. – Judas, ¿por qué estás tan inquieto? – dice Jesús. – No es inquieto, Maestro; sólo que me habías prometido ir a mi casa… – E iré. Mantengo siempre mis promesas. – He encargado que avisen a mi madre… y además Tú has dicho que con los muertos se está también con el espíritu. – Lo he dicho. Mira, Judas, reflexiona: tú por mí no has sufrido todavía. Éstos hace treinta años que sufren, y no han traicionado jamás ni siquiera mi recuerdo, ni siquiera el recuerdo. No sabían si estaba vivo o muerto… y, no obstante, han permanecido fieles. Me recordaban como recién nacido, infante, sólo con mi llanto y mi necesidad de leche… y, aun así, me han venerado siempre como Dios. Por causa mía los han maltratado, los han maldecido, han sufrido persecución como un oprobio de Judea; y, a pesar de todo, su fe, ante los golpes, no vacilaba, no se agostaba, sino que, por el contrario, echaba raíces más hondas y se hacía más vigorosa. – A propósito. Hace unos días que me quema los labios una pregunta. Son amigos tuyos y de Dios estos, ¿no es verdad? Los ángeles los han bendecido con la paz del Cielo, ¿no es verdad? Ellos no han dejado de ser justos ante ninguna tentación, ¿no es verdad? ¿Me explicas entonces por qué han sido infelices? ¿Y Ana?… La mataron por haberte amado… – Tu conclusión sería, entonces, que mi amor y el amarme acarrea desventura. – No… pero… – Pero es así. Siento verte tan cerrado a la Luz y tan poseído de lo humano. No; deja, Juan, y también tú, Simón. Prefiero que hable. Nunca rechazo a nadie. Sólo quiero apertura de corazones, para poder introducir en ellos la luz. Ven aquí, Judas. Escucha. Partes de un juicio común a muchos hombres presentes y futuros. Digo «juicio», debería decir «yerro»; pero, si supongo que lo hacéis sin malicia, por ignorancia de la verdad, entonces no es yerro, es sólo juicio imperfecto, como lo puede ser el de un niño. Y sois niños, vosotros, pobres hombres. Y Yo estoy aquí como Maestro para hacer de vosotros adultos capaces de discernir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo mejor de lo bueno. Escuchad, pues. ¿Qué es la vida? Es un tiempo de pausa; Yo diría el limbo del Limbo, que Dios Padre os da para probar vuestra naturaleza de hijos buenos o de bastardos, y para asignaros, sobre la base de vuestras obras, un futuro en el que ya no habrá ni pausas ni pruebas. Ahora, decidme: ¿sería justo que uno, por el hecho de haber recibido el raro bien de disponer del modo de servir a Dios de manera especial, gozara además de un bien continuo durante toda la vida? ¿No os parece que ya ha tenido mucho y que, por tanto, puede considerarse dichoso, aunque en lo humano no lo sea? ¿No sería injusto que aquel que tiene ya en el corazón luz de divina manifestación y la sonrisa de una conciencia que aprueba, tuviera además honores y bienes terrenos? ¿Y no sería incluso imprudente? – Maestro, yo digo que sería incluso profanador. ¿Por qué poner alegrías humanas donde estás Tú? Cuando uno te tiene — y éstos te han tenido; ellos, los únicos ricos en Israel por haber gozado de ti desde hace treinta años — no debe poseer nada más. No se pone el objeto humano en el Propiciatorio… El vaso consagrado no sirve más que para usos sagrados. Éstos están consagrados desde el día en que vieron tu sonrisa… y nada, no, nada que no seas Tú debe entrar en su corazón, que te tiene a ti. ¡Ojalá fuera yo como ellos! – dice Simón.- Sin embargo, te has dado prisa, después de haber visto al Maestro y después de ser curado, en volver a tomar posesión de tus bienes – responde irónicamente Judas. – Es verdad. Lo he dicho y lo he hecho. Pero ¿tú sabes por qué? ¿Cómo puedes juzgar si no conoces todo? Mi agente recibió órdenes precisas. Ahora que Simón el Zelote está curado — y sus enemigos ya no pueden perjudicarlo segregándolo; ni perseguirlo porque ya no es más que de Cristo y no tiene ninguna secta: tiene a Jesús y basta —, Simón puede disponer de los haberes suyos, que un hombre honesto, fiel, le ha conservado. Y yo, dueño todavía durante una hora, prescribí su reorganización para obtener más dinero en la venta y poder decir… No, esto no lo digo. – Lo dicen los ángeles por ti, Simón, y lo escriben en el libro eterno – dice Jesús. Simón mira a Jesús. Las dos miradas se anudan: una, asombrada; la otra, bendiciendo. – Como siempre, yo estoy equivocado. – No, Judas; tienes el sentido práctico. Tú mismo lo dices. – ¡Oh, pero con Jesús!… También Simón Pedro estaba apegado al sentido práctico, ¡y ahora sin embargo!… Tú también, Judas, serás como él. Hace poco que estás con el Maestro, nosotros hace más tiempo y ya hemos mejorado – dice Juan, siempre dulce y conciliador. – No me ha querido con Él. Si no, hubiera sido suyo desde Pascua — Judas está hoy realmente enojado. Jesús zanja la cuestión diciendo a Leví: -¿Has estado alguna vez en Galilea? – Sí, Señor. – Vendrás conmigo, para conducirme a donde Jonás. ¿Lo conoces? – Sí. Por Pascua nos veíamos siempre; yo iba a verlo entonces. José baja la cabeza apenado. Jesús se da cuenta. – Juntos no podéis venir. Elías se quedaría solo con las ovejas. Pero tú vendrás conmigo hasta el paso de Jericó, donde nos separaremos por un tiempo. Te diré después lo que tienes que hacer. – ¿Nosotros ya nada más? – También vosotros. Judas, también vosotros. – Se ven algunas casas – dice Juan, que va unos pasos por delante de los demás. – Es Hebrón, con su cúspide a caballo entre dos ríos. ¿Ves, Maestro? ¿Ves aquella casa grande de allí, entre toda aquella hierba, un poco más alta que las otras? Es la casa de Zacarías. – Aceleremos el paso. Recorren ligeros los últimos metros de camino. Entran en el pueblo. Las pequeñas pezuñas de las ovejas parecen castañuelas al chocar contra las piedras irregulares de la calle, aquí rudimentariamente adoquinada. Llegan a la casa. La gente mira a ese grupo de hombres de diverso aspecto, edad y vestimenta, entre el blancor de las ovejas. – ¡Oh! ¡Es distinta! ¡Aquí estaba la verja de entrada! – dice Elías. Ahora, en lugar de la verja, hay un portón herrado que impide ver. Y la tapia que la circunda es más alta que un hombre, y, por tanto, no se ve nada. – Quizás esté abierto por detrás. Vamos. Rodean un amplio cuadrilátero (más concretamente un amplio rectángulo), pero la pared es igual por todas partes. – Pared hecha desde hace poco – dice Juan observándola – No tiene grietas, y en el suelo hay todavía piedras con cal. – Tampoco veo el sepulcro… Estaba hacia el bosque. Ahora el bosque está fuera del muro y… y parece de todos. Hacen leña en él… Elías está perplejo. Un hombre, un leñador entrado en años, más bien bajo, pero fuerte, observando al grupo, deja de serrar un tronco talado y se dirige hacia ellos. -¿A quién buscáis? – Queríamos entrar en la casa, para orar ante el sepulcro de Zacarías. – Ya no existe el sepulcro. ¿No lo sabéis? ¿Quiénes sois? – Yo, amigo de Samuel, el pastor. Él… – No hace falta, Elías – dice Jesús. Elías se calla. – ¡Ah! ¡Samuel!… ¡Ya! Sólo que desde que Juan, hijo de Zacarías, está en la cárcel, la casa ya no es suya. Y es una desgracia, porque él distribuía todas las ganancias de sus bienes entre los pobres de Hebrón. Una mañana vino uno de la corte de Herodes, echó afuera a Joel, clausuró la casa; luego volvió con algunos obreros y empezó a levantar el muro… En el ángulo, allí, estaba el sepulcro. No lo quiso… y una mañana lo encontramos todo destrozado, medio derruido… los pobres huesos mezclados… Los recogimos como se pudo… Ahora están en una única arca… Y en la casa del sacerdote Zacarías ese inmundo tiene a sus amantes. Ahora está una histrionisa de Roma. Por eso ha realzado el muro. No quiere que se vea… ¡La casa del sacerdote, un lupanar! ¡La casa del milagro y del Precursor! Porque ciertamente es él, si es que no es él el Mesías. ¡Y cuántas dificultades hemos tenido por el Bautista! ¡Pero es nuestro grande! ¡Verdaderamente grande! Ya cuando nació se dio un milagro. Isabel, consumida como un cardo ajado, resultó fértil como un manzano en Adar; primer milagro. Luego vino una prima, que era santa, a servirle y a soltarle la lengua al sacerdote. Se llamaba María. Me acuerdo de ella, aunque sólo la viéramos en muy raras ocasiones. No sé cómo sucedió. Se dice que, por contentar a Isa, Ella dejaba poner la boca muda de Zacarías sobre su vientre grávido, o que le metía sus dedos en la boca. No lo sé bien. Lo cierto es que, después de nueve meses de silencio, Zacarías habló alabando al Señor y diciendo que había venido el Mesías. No explicó más, pero mi mujer asegura — ella estaba ese día — que Zacarías dijo, alabando al Señor, que su hijo iría delante de Él. Ahora, yo digo: no es como la gente cree. Juan es el Mesías y camina ante el Señor como Abraham ante Dios, eso es. ¿No tengo razón?- Tienes razón por lo que respecta al espíritu del Bautista, que siempre camina en presencia de Dios; pero no tienes razón respecto al Mesías. – Entonces aquélla, de la que se decía que era Madre del Hijo de Dios — lo dijo Samuel — ¿no era verdad que lo era? ¿No vive todavía? – Lo era. El Mesías nació, precedido por aquel que en el desierto alzó su voz, como dijo el Profeta. – Tú eres el primero que lo asegura. Juan, la última vez que Joel le llevó una piel de oveja — como todos los años hacía cuando llegaba el invierno —, si bien fuera interrogado acerca del Mesías, no dijo: «Ya ha venido». Cuando él lo diga… – Hombre, yo he sido discípulo de Juan y he oído decir: «He aquí el Cordero de Dios», señalando… – dice Juan. – No, no. El Cordero es él. Verdadero Cordero que se ha criado a sí mismo, sin casi necesidad de madre y padre. Poco después de pasar a ser hijo de la Ley, se aisló en las cuevas de los montes que miran al desierto y allí se ha educado, hablando con Dios. Isa y Zacarías murieron y él no vino. Padre y madre para él era Dios. No hay santo más grande que él. Preguntad a toda Hebrón. Samuel lo decía, pero debían tener razón los de Belén. El santo de Dios es Juan. – Si uno te dijera: «El Mesías soy Yo», ¿qué dirías tú? – pregunta Jesús. – Lo llamaría «blasfemo» y lo echaría a pedradas. – ¿Y si hiciera un milagro para probar su condición?. – Lo llamaría «endemoniado». El Mesías vendrá cuando Juan se revele en su verdadero ser. El mismo odio de Herodes es la prueba. Él, el astuto, sabe que Juan es el Mesías. – No ha nacido en Belén. – Pero cuando lo liberen, después de anunciarse por sí mismo su próxima venida, se manifestará en Belén. También Belén espera esto. Mientras… ¡Oh! Ve, si tienes valor, a hablarles a los de Belén de otro Mesías… y verás. – ¿Tenéis una sinagoga? – Sí. Recto doscientos pasos por esta calle. No puedes equivocarte. Cerca está el arca de los restos profanados. – Adiós. Que el Señor te ilumine. Se van. Dan la vuelta por la parte de delante. En el portón hay una mujer joven vestida sin ningún pudor. Guapísima. – Señor, ¿quieres entrar en la casa? Entra. Jesús la mira fijamente, severo como un juez, y no habla. Habla Judas, en esto apoyado por todos. -¡Métete dentro, desvergonzada! No nos profanes con tu aliento, perra insaciable. Se manifiesta en la mujer un vivo rubor e inclina la cabeza. Trata de desaparecer, confundida, escarnecida por gamberros y por la gente que pasa. – ¿Quién es tan puro como para decir: «Jamás he deseado la manzana ofrecida por Eva?» – dice Jesús, severo, y añade – Decidme dónde está éste y Yo lo saludaré con la palabra «santo». ¿Ninguno? Bueno, pues entonces, si no por repulsa, sino por debilidad, os sentís incapaces de aproximaros a ésta, retiraos. No obligo a los débiles a luchas en inferioridad de condiciones. Mujer, querría entrar. Le guardo cariño a esta casa. Era de un pariente mío. – Entra, Señor, si no te doy asco. – Deja abierta la puerta. Que la gente vea y no murmure… Jesús pasa serio, solemne. La mujer lo recibe reverente, subyugada, y no osa moverse. Pero las burlas de la multitud le hacen sangre. Huye corriendo hasta el fondo del jardín. Mientras, Jesús va hasta el pie de la escalera; mira de refilón por las puertas entreabiertas, pero no entra. Luego se dirige hacia donde estaba el sepulcro (ahora hay una especie de pequeño templo pagano). – Los huesos de los justos, aunque estén resecos y dispersos, gimen por un bálsamo de purificación y esparcen semillas de vida eterna. ¡Paz a los muertos que han vivido en el bien! ¡Paz a los puros que duermen en el Señor! ¡Paz a quienes sufrieron, pero no quisieron conocer vicio! ¡Paz a los verdaderos grandes del mundo y del Cielo! ¡Paz!. La mujer, bordeando un seto que la ocultaba, se ha llegado hasta Él. – ¡Señor! – Mujer. – Tu nombre, Señor. – Jesús. – No lo he oído nunca. Soy romana: mimo y bailarina. No soy experta más que en lascivias. ¿Qué quiere decir ese Nombre? El mío es Aglae y—y quiere decir: vicio. – El mío quiere decir: Salvador. – ¿Cómo salvas? ¿A quién? – A quien tiene buena voluntad de salvación. Salvo enseñando a ser puros, a preferir el dolor a la pérdida del honor, a querer el bien a toda costa – Jesús habla sin acritud, pero sin siquiera volverse hacia la mujer. – Yo estoy perdida… – Yo soy Aquel que busca a los perdidos. – Yo estoy muerta. – Yo soy Aquel que da Vida. – Yo soy suciedad y embuste. – Yo soy Pureza y Verdad. – También eres Bondad, Tú, que no me miras, no me tocas, no me pisoteas. Piedad de mí… – Ten piedad de ti, tú, primero; de tu alma.- ¿Qué es el alma? – Es aquello que hace del hombre un dios y no un animal. El vicio y el pecado la matan y, una vez muerta, el hombre se vuelve animal repelente. – ¿Podré volver a verte? – Quien me busca me encuentra. – ¿Dónde estás? – Donde los corazones necesitan médico y medicinas para volver a ser honestos. – Entonces… no te volveré a ver… Yo estoy donde no se quiere ni médico ni medicinas ni honestidad. – Nada te impide venir a donde Yo esté. Mi Nombre será gritado por los caminos y llegará hasta ti. Adiós. – Adiós, Señor. Déjame que te llame «Jesús». ¡No por familiaridad!… Para que entre en mí un poco de salvación. Soy Aglae, acuérdate de mí. – Sí. Adiós. La mujer se queda en el fondo. Jesús sale severo. Mira a todos. Ve perplejidad en los discípulos, burla en los hebronitas. Un siervo cierra el portón. Jesús va recto por la calle. Llama a la sinagoga. Se asoma un viejo malévolo. Ni siquiera le da tiempo a Jesús de hablar. – La sinagoga está prohibida, en este lugar santo, para los que tienen comercio con las meretrices. ¡Fuera!. Jesús se vuelve sin hablar y continúa caminando por la calle (los suyos van detrás) hasta que se encuentran fuera de Hebrón. Entonces hablan. – Hay que decir que Tú te lo has buscado, Maestro – dice Judas – ¡Una meretriz! – Judas, en verdad te digo que ella te superará. Y ahora, tú que me censuras, ¿qué me dices de los judíos? En los lugares más santos de Judea nos han escarnecido; nos han echado… Pero es así. Llega el tiempo en que Samaría y los gentiles adorarán al verdadero Dios, y el pueblo del Señor estará manchado de sangre, y de un delito… de un delito respecto al cual el de las meretrices que venden su carne y su alma será poca cosa. No he podido orar ante los huesos de mis primos y del justo Samuel, pero no importa. Reposad, huesos santos, regocijaos, oh espíritus que habitáis en ellos. La primera resurrección está cercana. Luego vendrá el día en que seréis presentados a los ángeles como los espíritus de los siervos del Señor. Jesús calla y todo termina.