En Getsemaní con Jesús, los discípulos hablan de los paganos y de la «velada». El coloquio con Nicodemo
Jesús está en la cocina de la pequeña casa del Olivar, cenando con sus discípulos. Hablan de los hechos sucedidos durante ese día (no el precedentemente descrito: efectivamente, oigo que hablan de otros acontecimientos, entre los cuales la curación de un leproso, que ha tenido lugar cerca de los sepulcros que están en el camino de Betfagé). -Estaba presente también, observando, un centurión romano – dice Bartolomé. Y añade: -Me ha preguntado, desde su caballo: «¿El hombre al que sigues hace frecuentemente estas cosas?» y ante mi respuesta afirmativa, ha exclamado: «Entonces es más grande que Esculapio y llegará a ser más rico que Creso». Yo he respondido: «Será siempre pobre según el mundo, porque no recibe, sino que entrega, y sólo quiere almas a las que llevar al Dios verdadero». El centurión me ha mirado lleno de asombro y acto seguido ha espoleado a su caballo, yéndose al galope. -Y una dama romana en su litera. No podía ser sino una mujer. Tenía corridas las cortinas, pero se asomaba furtivamente a mirar-Lo he visto -dice Tomás. -Sí. Estaba cerca de la curva alta del camino. Había dado orden de detenerse cuando el leproso había gritado: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!». En ese momento tenía una cortina un poco corrida y he visto que te ha mirado con una valiosa lente, y luego se ha reído con ironía. Pero, cuando ha visto que Tú, sólo con un acto imperativo, lo has curado, ¡ah!, entonces me ha llamado y me ha preguntado «¿Pero es ese al que llaman el verdadero Mesías?». He respondido que sí y ella me ha dicho: «¿Y tú estás con Él?» y luego ha preguntado: «¿Es verdaderamente bueno?» – dice Juan. -¡Entonces la has visto! ¿Cómo era? – preguntan Pedro y Judas – ¡Hombre, pues… una mujer! -¡Qué descubrimiento! – dice Pedro riendo. Y Judas Iscariote acucia: -Pero, ¿era guapa, joven, rica? -Sí. Creo que era joven y también guapa. Pero, yo estaba mirando más hacia Jesús que hacia ella. Quería ver si el Maestro reanudaba el camino… -¡Estúpido! – murmura entre dientes Judas. -¿Por qué? – lo defiende Santiago de Zebedeo – Mi hermano no es un galanteador que va en busca de aventuras. Ha respondido por educación. Pero no ha faltado a su primera cualidad. -¿Cuál? – pregunta Judas Iscariote. -La de discípulo cuyo único amor es el Maestro. Judas baja la cabeza irritado. -Y, además… no es muy aconsejable que nos vean hablar con los romanos – dice Felipe – Ya de por sí nos acusan de ser galileos y, por tanto, menos «puros» que los judíos; de nacimiento, además. Y nos acusan de detenernos frecuentemente en Tiberíades, lugar de encuentro de gentiles, romanos, fenicios, sirios… Y luego… ¡oh, de cuántas cosas nos acusan!… -Eres bueno, Felipe, y por eso corres un velo sobre la dureza de la verdad que manifiestas. Pero esa verdad es, sin el velo, ésta: ¡de cuántas cosas me acusan!- dice Jesús, que hasta ahora ha guardado silencio. -En el fondo no están errados del todo: demasiados contactos con los paganos – dice Judas Iscariote. -¿Consideras paganos sólo a aquellos que no tienen la ley mosaica? pregunta Jesús. -Y si no, ¿qué otros? -¡Judas!… ¿Puedes jurar por nuestro Dios que no tienes paganismo en tu corazón? ¿Y puedes jurar que no lo tienen los israelitas más nombrados? -En fin, Maestro… respecto a los demás, no lo sé…, pero yo… yo respecto a mí puedo jurar. Jesús vuelve a hacer otra pregunta: -¿Qué es para ti, según tu idea, el paganismo? -Pues seguir una religión no verdadera, adorar a los dioses – replica vehementemente Judas. -¿Y cuáles son? -Los dioses de Grecia y Roma, los de Egipto…, en definitiva, esos dioses de mil nombres, inexistentes como personas, que, según los paganos, llenan sus Olimpos. -¿No existe ningún otro dios? ¿Sólo éstos del Olimpo? -¿Qué otros? ¿No son ya demasiados? -Demasiados. Sí, demasiados. Pero hay otros. Y en sus altares todo hombre quema inciensos, incluso los sacerdotes, los escribas, rabíes, fariseos, saduceos, herodianos: todos de Israel, ¿no es cierto? Y no sólo esto… También lo hacen mis discípulos. -¡Ah, esto sí que no! – dicen todos. -¿No? Amigos… ¿Quién entre vosotros no tiene un culto, o varios cultos, secretos? Uno, la belleza y la elegancia; el otro, el orgullo de su saber; otro inciensa la esperanza de llegar a ser grande, humanamente; otro todavía adora a la mujer; otro, al dinero…; otro se postra ante su saber… y así podríamos seguir diciendo. En verdad os digo no hay hombre que no esté impregnado de idolatría. ¿Cómo se le puede entonces despreciar a los que por mala ventura son paganos, cuando, a pesar de estar con el Dios verdadero, se sigue siendo voluntariamente pagano? -Pero somos hombres, Maestro – exclaman muchos. -Cierto. Entonces… tened caridad para con todos, porque Yo he venido para todos y vosotros no sois más que Yo. -Pero, mientras, nos acusan y se ponen trabas a tu misión. -Irá adelante igualmente. -A propósito de mujeres – dice Pedro, que, quizás por estar sentado al lado de Jesús, está tan embelesado que se muestra tranquilísimo – hace unos pocos días – para mayor exactitud, desde que hablaste en Betania la primera vez después del regreso a Judea – que mujer, enteramente velada, nos sigue continuamente. No sé cómo logra saber nuestros programas. Sé que, o al final de las filas de gente que escucha cuando hablas, o detrás de la gente que te sigue cuando caminas, o también detrás de nosotros cuando vamos a anunciarte por los campos… el hecho es que está casi siempre. En Betania, la primera vez, me susurró tras el velo: «¿Ese hombre que dices que va a hablar es Jesús de Nazaret?». Le respondí que sí; bueno, pues por la tarde estaba oyéndote detrás de un tronco de un árbol. Luego la había perdido de vista, pero ahora aquí en Jerusalén la he visto ya dos o tres veces. Hoy le he preguntado: «¿Tienes necesidad de Él? ¿Estás enferma? ¿Quieres el óbolo?». Su respuesta ha sido siempre «no»; con la cabeza, porque nunca habla con nadie». -A mí me dijo un día: «¿Dónde vive Jesús?» y le dije: «En Get Samní» – dice Juan. -¿Pero serás estúpido? ¡No debías haberlo hecho! ¡Tenías que haberle dicho: «¡Quítate el velo. Date a conocer y entonces te lo digo!” – dice Judas Iscariote iracundo. -Pero, ¿desde cuándo solicitamos estas cosas? – exclama Juan con simplicidad e inocencia. -Los otros se ven. Ésta está enteramente velada. O es una espía o es una leprosa. No debe seguirnos y saber lo que hacemos. Si es una espía es para hacer algún mal. Quizás la paga el Sanedrín para esto… -¡Ah!, ¿utiliza estos métodos el Sanedrín? – pregunta Pedro – ¿Estás seguro? -Segurísimo. He pertenecido al Templo y lo sé. -¡Pues vaya! A esto se adapta como una caperuza la razón explicada por el Maestro hace un momento… – comenta Pedro. -¿Qué razón? – Judas está ya rojo de ira. -Esa de que también hay paganos entre los sacerdotes. -¿Qué tiene que ver esto con lo de pagar a un espía? -¡Tiene que ver, tiene que ver! ¡Es más, ya está visto! ¿Por qué pagano? Para echar por tierra al Mesías y triunfar ellos. Por tanto, suben al altar con sus sucias almas bajo las vestiduras limpias – responde Pedro con su buen juicio propio de la gente llana. -Bien, en suma – abrevia Judas – esa mujer es un peligro para nosotros o para la gente: para la gente, si está leprosa; para nosotros si es una espía. -Quieres decir: Para Él, en todo caso – replica Pedro. -Pero, cayendo Él, caemos también nosotros… -¡Ja! ¡Ja! – se ríe Pedro y termina: -y entonces el ídolo se hace pedazos y se pierde tiempo, estima y, quizás, la vida, y entonces, ¡Ja! ¡Ja!…, y entonces es mejor tratar de que no caiga, o… apartarse a tiempo, ¿verdad? Yo, por el contrario, mira, lo abrazo más estrechamente. Si cae, abatido por los traidores de Dios, quiero caer con Él – y Pedro abraza estrechamente, con sus cortos brazos, a Jesús. -No creía haber hecho tanto mal, Maestro – dice todo triste Juan, que está frente a Jesús – Pégame, maltrátame, pero sálvate. ¡Ay, si fuera yo la causa de tu muerte!… ¡Oh!, no me lo perdonaría. Siento que el continuo llanto me excavaría el rostro y me quemaría la vista. Pero ¿qué he hecho? Tiene razón Judas: ¡soy un estúpido! -No, Juan. No lo eres, y has hecho bien. Dejadla venir. Siempre. Y respetad su velo. Puede ser que esté colocado como defensa, en una lucha entre el pecado y la sed de redimirse. ¿Sabéis vosotros qué heridas se inciden sobre un ser cuando esta lucha adviene? ¿Sabéis qué llanto y qué rubor? Tú has dicho, Juan, querido hijo de corazón de niño bueno, que tu rostro quedaría excavado por el continuo llanto si fueras para mí causa de mal. Pues debes saber que cuando una conciencia, despertada de nuevo, comienza a roer una carne que fue pecado, para destruirla y triunfar con el espíritu, debe por fuerza consumir todo aquello que fue atracción de la carne, y la criatura en envejece, languidece bajo la llamarada de este fuego taladrador. Sólo después, completada la redención, se compone de nuevo una segunda, santa y más perfecta belleza, porque es entonces lo hermoso del alma lo que aflora por la mirada, a través de la sonrisa, de la voz, de la honesta dignidad de la frente sobre la cual se ha depositado y resplandece como diadema el perdón de Dios. -¿Entonces no he hecho mal?…-No. Y tampoco Pedro. Dejadla. Y ahora, que todos se vayan a descansar. Yo me quedo con Juan y Simón. Tengo que hablarles. Marchaos. Los discípulos se retiran. Quizás duermen en la almazara. No lo Se marchan. Ciertamente no vuelven a Jerusalén, porque las puertas están cerradas desde hace horas. -¿Has dicho, Simón, que Lázaro te ha enviado a Isaac con Maximino, hoy, mientras Yo estaba al lado de la torre de David. ¿Qué quería? -Quería decirte que Nicodemo está en su casa y que quería hablarte en secreto. Me he tomado la libertad de decir: «Que venga. El Maestro lo esperará durante la noche». Sólo tienes la noche para estar solo. Por este motivo te he dicho: «Despide a todos, menos a Juan y a mí». Juan es necesario para ir al puente del Cedrón, a esperar a Nicodemo, que está en una de las casas de Lázaro, extramuros. Yo hacía falta para explicar. ¿He hecho mal? -Has hecho bien. Ve, Juan, a tu puesto. Se quedan solos Simón y Jesús. Jesús está pensativo. Simón respeta su silencio. Pero Jesús lo rompe improvisamente, y, como si terminara en voz alta una interna elocución, dice: Sí. Está bien así. Isaac, Elías, los otros, son suficientes para mantener viva la idea que se está consolidando entre los buenos y en los humildes. Para los poderosos… hay otras levas. Está Lázaro, Cusa, José, y otros… Pero los poderosos… no me aceptan. Temen y tiemblan por su poder. Me iré lejos de este corazón judío que cada vez se muestra más hostil al Cristo. -¿Vamos a volver a Galilea? -No. Pero nos vamos lejos de Jerusalén. Judea debe ser evangelizada; también ella es Israel. Pero, aquí, ya ves… Todo sirve para acusarme. Me retiro. Y esta es la segunda vez… -Maestro, aquí está Nicodemo – dice Juan, entrando primero. Se saludan, y luego Simón toma a Juan y sale de la cocina, dejando solos a los dos. -Maestro, perdona si te he querido hablar en secreto. Desconfío, por ti y por mí, de muchos. No es sólo cobardía esto mío. También es prudencia y deseo de beneficiarte, más que si te perteneciera abiertamente. Tú tienes muchos enemigos. Yo soy uno de los pocos que aquí te admiran. He pedido consejo a Lázaro. Lázaro es poderoso por herencia, temido porque goza de favor ante Roma, justo ante los ojos de Dios, sabio por maduración de ingenio y cultura, verdadero amigo tuyo y verdadero amigo mío. Por todo esto he querido hablar con él Y me siento feliz de que él haya juzgado del mismo modo. Le he dicho las últimas… discusiones del Sanedrín sobre ti. -Las últimas acusaciones. No tengas reparo en decir las verdades desnudas, como son. -Las últimas acusaciones. Sí, Maestro. Yo estaba ya para decir «Pues bien, yo también soy de los suyos». Aunque sólo fuera porque en esa asamblea hubiera al menos uno que estuviera a tu favor. Pero José, que se había acercado a mí, me susurró: «Calla. Mantengamos oculto nuestro pensamiento. Luego te explico». Y, una vez fuera, dijo… exactamente, dijo: «Así es de mayor provecho. Si saben que somos discípulos, nos mantendrán al margen de cuanto piensan y deciden, y pueden perjudicarle y también perjudicarnos; como simples observadores de Él, no utilizarán subterfugios con nosotros». Comprendí que tenía razón. ¡Son muy… malos! Yo también tengo mis intereses y mis deberes… y así José… ¿Comprendes, no, Maestro? -No voy a reprenderos. Antes de que vinieras, estaba diciéndole esto a Simón, y he decidido incluso alejarme de Jerusalén. -¡Nos odias porque no te amamos! -No. No odio ni siquiera a los enemigos. -Tú lo dices. Pero es así. Tienes razón. Sólo que, ¡qué dolor para mí y para José! ¿Y Lázaro? ¿Qué dirá Lázaro, que justamente hoy ha decidido proponerte que dejaras este lugar para ir a una de sus propiedades de Sión? Bueno, ¿ya sabes que Lázaro tiene poder económico, no? Buena parte de la ciudad es suya, de la misma forma que muchas tierras de Palestina. Su padre, a su patrimonio y al de Euqueria, de tu tribu y familia, había unido aquello que los romanos dan como recompensa al servidor fiel, y a los hijos les ha dejado una herencia muy grande, y, lo que más cuenta, una velada pero potente amistad con Roma. Sin ésta, ¿quién habría salvado de la ignominia a toda la casa después de la infamante conducta de María, su divorcio (conseguido sólo porque se trataba de «ella»), su vida licenciosa en esa ciudad, que es su feudo, y en Tiberíades, que es el elegante lupanar donde Roma y Atenas han hecho lecho de prostitución para tantos del pueblo elegido? ¡Verdaderamente, si Teófilo sirio hubiera sido un prosélito más convencido, no habría dado a los hijos educación helenizante que tanta virtud mata y siembra tanta voluptuosidad, y que – bebida y expulsada sin consecuencias por Lázaro, y especialmente por Marta – ha contagiado a la desenfrenada María y ha proliferado en ella, convirtiéndola en el fango de la familia y de Palestina! No, sin la poderosa sombra del favor de Roma, se les habría mandado el anatema más que a los leprosos. Pero, considerando que las cosas están así, aprovéchate de ello. -No. Me retiro. Quien quiera verme vendrá a mí. -¿He hecho mal en hablar! – Nicodemo se siente abatido. -No. Espera y convéncete – y Jesús abre una puerta y llama: -¡Simón! ¡Juan! Venid. Acuden los dos. -Simón, dile a Nicodemo lo que te estaba diciendo cuando ha entrado él. -Que para los humildes es suficiente con los pastores; para los poderosos, Lázaro, Nicodemo, José y Cusa, y que Tú te ibas a ir lejos de Jerusalén, aunque sin dejar Judea. Esto estabas diciendo. ¿Por me lo haces decir? ¿Qué ha ocurrido? -Nada. Nicodemo temía que yo me fuera a causa de sus palabras. -He dicho al Maestro que el Sanedrín se muestra cada vez más enemigo, y que sería buena cosa que se pusiera bajo la protección de Lázaro: ha protegido tus bienes porque tiene a Roma de su parte; protegería también a Jesús.-Es verdad. Es un buen consejo. A pesar de que mi casta esté mal vista incluso por Roma, una palabra de Teófilo me ha conservado el patrimonio durante la proscripción y la lepra. Y Lázaro es muy amigo tuyo, Maestro. -Lo sé. Pero ya me he pronunciado. Y lo que he dicho Yo lo hago. -¡Entonces, te perdemos! -No, Nicodemo. Hombres de todas las sectas se acercan al Bautista; a mí podrán venir hombres de todas las sectas y de todos los niveles. -Nosotros venimos a ti sabiendo que eres superior a Juan. -Podéis seguir viniendo. Seré un rabí solitario Yo también, como Juan, y hablaré a las turbas deseosas de oír la voz de Dios y capaces de creer que Yo soy esa Voz. Y los demás me olvidarán… si son, al menos, capaces de tanto. -Maestro, estás triste y desilusionado. Tienes razón en estarlo. Todos te escuchan, y creen en ti hasta el punto de que obtienen milagros; hasta incluso uno de Herodes, uno que, por fuerza, debe tener corrompida la bondad natural en esa corte incestuosa; hasta soldados romanos. Sólo nosotros, los de Sión, somos tan duros… No todos, no obstante. Ya ves… Maestro, nosotros sabemos que has venido de parte de Dios y que eres su más alto doctor. También Gamaliel lo dice. Nadie puede hacer los milagros que Tú haces si no tiene a Dios consigo. Esto piensan también los doctos como Gamaliel. ¿Cómo es que entonces no podemos nosotros tener la fe que tienen los pequeños de Israel? ¡Oh! ¡Dímelo! ¡Dímelo! No te traicionaré, aunque me dijeras: «He mentido para conferir valor a mis palabras de sabiduría con la impresión de un sigilo que nadie puede despreciar». ¿Eres Tú el Mesías del Señor, el Esperado, la Palabra del Padre encarnada para instruir y redimir a Israel según el Pacto? -¿Lo preguntas por ti mismo, o te mandan otros a preguntarlo? -Por mí mismo, por mí mismo, Señor. Tengo un tormento aquí. Tengo una gran confusión. Vientos contrarios y contrarias voces. ¿Por qué no tengo yo, hombre maduro, esa pacífica certeza que tiene éste, casi analfabeto y niño, la cual le da esa sonrisa plácida a su rostro, esa luz a sus ojos, ese sol a su corazón? ¿Cómo crees tú, Juan, para estar tan seguro? ¡Enséñame, oh hijo, tu secreto, el secreto en virtud del cual has sabido ver y comprender al Mesías en Jesús Nazareno! Juan se pone colorado como una fresa y baja la cabeza como disculpándose de decir una cosa tan grande, y responde con sencillez: -Amando. -¡Amando! ¿Y tú, Simón, hombre probo y ya en el umbral de la ancianidad, docto y probado hasta el punto de sentirte inducido a temer el engaño en todas partes? -Meditando. -¡Amando! ¡Meditando! También yo amo y medito, ¡y no estoy seguro todavía! Interviene Jesús diciendo: -Voy a manifestarte el verdadero secreto. Éstos han sabido nacer nuevamente, con un espíritu nuevo, libre de cualesquiera cadenas, virgen de toda idea; por ello han comprendido a Dios. Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios ni creer en su Rey. -¿Cómo puede un hombre volver a nacer siendo ya adulto? Una vez fuera del seno materno, el hombre no puede jamás volver a entrar en él. ¿Acaso aludes a la reencarnación en el sentido de tantos paganos? No, en ti no es posible esto; además, no se trataría de un volver a entrar en el seno materno, sino de un reencarnarse más allá del tiempo y, por tanto, no ahora. ¿Cómo es esto? ¿Cómo? -No hay más que una existencia de la carne sobre la Tierra y una eterna vida del espíritu más allá de la Tierra. No estoy hablando de la carne y de la sangre, sino del espíritu inmortal, el cual por dos cosas renace a verdadera vida: por el agua y por el Espíritu, pero éste es mayor; sin Él, el agua no es más que símbolo. Quien ya ha quedado limpio con el agua debe purificarse luego con el Espíritu, y con Él encenderse y resplandecer, si quiere vivir dentro de Dios aquí y en el eterno Reino. Porque lo que ha sido engendrado por la carne es y seguirá siendo carne, y con ella muere tras haberla servido en sus apetitos y pecados. Pero lo que ha sido engendrado por el Espíritu es espíritu, y vive volviendo al Espíritu Generador después de haber cultivado el propio espíritu hasta la edad perfecta. El Reino de los Cielos no será habitado sino por seres llegados a la edad espiritual perfecta. No te maravilles, por tanto, si digo: «Es necesario que vosotros nazcáis de nuevo». Éstos han sabido renacer. El joven ha matado la carne y ha hecho renacer el espíritu poniendo su yo en la hoguera del amor. Enteramente ha sido consumido de toda materia. Y he aquí que de las cenizas surge su nueva flor espiritual, maravilloso helianto que sabe volverse hacia el Sol eterno. El anciano ha puesto la segur de la meditación honesta en la base de su viejo pensamiento, y ha arrancado la vieja planta dejando sólo una yema, la de la buena voluntad, de la cual ha hecho nacer su nuevo pensamiento. Ahora ama a Dios con espíritu nuevo, y lo ve. Cada uno tiene su mérito para llegar al puerto. Cualquier viento es bueno con tal de saber usar la vela; sentís que el viento sopla y por su corriente podéis regularos para dirigir la maniobra, mas no podéis decir de dónde viene ni atraer el que necesitáis. También el Espíritu llama, y viene llamando, y pasa. Pero sólo quien está atento puede seguirlo. El hijo conoce la voz del padre; conoce la voz del Espíritu, el espíritu que ha sido engendrado por Él. -¿Cómo puede suceder esto? -Tú, maestro en Israel, ¿me lo preguntas? ¿Ignoras estas cosas? Se habla y se da testimonio de lo que sabemos y hemos visto. Pues bien, Yo hablo y doy testimonio de lo que sé. ¿Cómo vas a poder aceptar las cosas no vistas, si no aceptas el testimonio que Yo te traigo? ¿Cómo podrás creer en el Espíritu, si no crees en la Palabra encarnada? Yo he bajado para volver a subir llevándome conmigo a los que están aquí abajo. Uno sólo ha bajado del Cielo: el Hijo del hombre. Uno sólo al Cielo subirá con el poder de abrir el Cielo: Yo, Hijo del hombre. Recuerda a Moisés. Él levantó una serpiente en el desierto para curar las enfermedades de Israel. Cuando Yo sea levantado en alto, aquellos a quienes la fiebre de la culpa hace ciegos, sordos o mudos, o que por ella han perdido el juicio o están leprosos o enfermos, serán curados, y quienquiera que crea en mí tendrá vida eterna. También quienes en mí hayan creído tendrán esta vida beata. No bajes la cabeza, Nicodemo. Yo he venido a salvar, no a destruir. Dios no ha mandado a su Hijo Unigénito al mundo para que quien está en el mundo sea condenado, sino para que el mundo se salve por medio de Él. En el mundo he visto todas las culpas, todas las herejías, todas las idolatrías. Pero, ¿puede acaso la golondrina que vuela veloz por encima del polvo ensuciarse el plumaje? No. Lleva por las tristes vías de la Tierra una coma de azul, un olor de cielo, emite un reclamo para conmover a los hombres y hacerles levantar del fango la mirada y seguir su vuelo que al cielo retorna. Igualmente Yo. Vengo para llevaros conmigo. ¡Venid!… Quien cree en el Hijo Unigénito no es juzgado, está ya salvado, porque este Hijo intercede ante el Padre diciéndole: «Éste me amó». Mas quien no cree es inútil que haga obras santas; ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. ¿Cuál es mi nombre, Nicodemo? -Jesús. -No. Salvador. Yo soy Salvación. Quien no me cree, rechaza su salvación y es juzgado por la Justicia eterna, y el juicio es éste: «La Luz te había sido enviada, a ti y al mundo, para salvación vuestra, y tú y los hombres habéis preferido las tinieblas a la Luz, porque preferíais las obras malvadas – que se habían hecho costumbre en vosotros – a las obras buenas, las que Él os señalaba como obras que seguir para ser santos». Vosotros habéis odiado la Luz, porque los malhechores aprecian las tinieblas para sus delitos; habéis evitado la Luz para que no proyectara luz sobre vuestros ocultos resentimientos. No por ti, Nicodemo, pero la verdad es ésta; y el castigo guardará relación con la condena, por lo que respecta al individuo y por lo que respecta a la colectividad. Si me refiero a los que me aman y ponen en práctica las verdades que enseño, naciendo, por tanto, en el espíritu por segunda vez (la más verdadera), digo que no temen la Luz; antes bien, a ella se arriman, porque su luz aumenta aquella con que fueron iluminados: recíproca gloria, que hace dichoso a Dios en sus hijos y a los hijos en el Padre. No, ciertamente los hijos de la Luz no temen ser iluminados; antes bien, con el corazón y con las obras, dicen: «No he sido yo sino Él, el Padre, Él, el Hijo, Él, el Espíritu, quienes han cumplido en mí el Bien. A ellos la gloria eternamente. Y desde el Cielo responde el eterno canto de los Tres que se aman en su perfecta Unidad: “A ti eternamente la bendición, hijo verdadero de nuestra voluntad». Juan, acuérdate de estas palabras para cuando llegue la hora de escribirlas. Nicodemo, ¿estás convencido? -Maestro… sí. ¿Cuándo voy a poder hablar de nuevo contigo? -Lázaro sabrá a dónde llevarte. Iré donde él antes de alejarme de aquí. -Me voy, Maestro. Bendice a tu siervo. -Mi paz sea contigo. Nicodemo sale con Juan. Jesús se vuelve a Simón: -¿Ves la obra del poder de las Tinieblas? Como araña, tiende su trampa y hace que quede enviscado y aprisionado quien no sabe morir para renacer como mariposa, con una fortaleza capaz de romper la tela tenebrosa y traspasarla, llevándose, como recuerdo de su victoria, jirones de reluciente red en las alas de oro, como oriflamas y lábaros conquistados al enemigo. Morir para vivir. Morir para daros la fuerza de morir. Ven, Simón, a descansar. Y que Dios esté contigo. Todo termina.