En el monte del ayuno y en la peña de la tentación
Una alborada hermosísima en un lugar inhóspito. Un alba desde lo alto de un pronunciado declive montano. Apenas un comienzo de día. En el cielo todavía quedan estrellas y un arco sutil de luna menguante, como de plata, que persiste en el terciopelo todavía azul oscuro del cielo. El monte parece estar aislado, no unido a otras cadenas, pero es un verdadero monte, no una colina. La cima está mucho más arriba, y, sin embargo, desde la mitad de la ladera ya se domina un amplio radio de horizonte, signo de que se ha subido mucho respecto al nivel del suelo. En el aire fresco de la mañana en que se abre paso la luz incierta blanco-verdosa del alba que cada vez se hace más clara, comienzan a dibujarse los contornos y detalles que antes se encontraban sumergidos en esa neblina que precede al día, siempre más cerrada que una noche porque parece que la luz de los astros, en el paso de la noche al día, disminuye y – diría – se anula. Así veo que el monte es rocoso y pelado, hendido por quiebras que forman grutas, cavidades profundas y senos. Un lugar verdaderamente inhóspito en el que – sólo en los lugares donde se ha depositado un poco de tierra que ha podido recoger el agua del cielo y conservarla – hay macollas (por lo general plantas duras, espinosas, escasas de ramas) y bajos y duros matorrales de unas yerbas que parecen bastoncitos verdes y cuyo nombre desconozco. Abajo hay una extensión más árida todavía, plana, pedregosa, cuya sequedad aumenta cuanto más se acerca a un punto oscuro, mucho más largo que ancho, al menos cinco veces más largo que ancho, que creo que puede ser un tupido oasis, nacido entre tanta desolación, debido a aguas subterráneas. Pero, cuando la luz se hace más viva, veo que no es sino agua, un agua parada, oscura, muerta, un lago de una tristeza infinita; en esta luz, aún incierta, me hace recordar la visión del mundo muerto. Parece como si aspirase toda la oscuridad del cielo, toda la tristeza del suelo que lo rodea, diluyendo en sus aguas paradas el verde oscuro de las plantas espinosas y de las duras yerbas que durante kilómetros y kilómetros, a lo largo y a lo alto, son la única decoración del suelo, y, transformándose en un filtro de hondura lóbrega, la emanase y expandiese por todo el alrededor. ¡Qué distinto del luminoso, risueño lago de Genesaret! Hacia arriba, mirando al cielo absolutamente sereno que se hace cada vez más claro, mirando a la luz que avanza desde Oriente, a borbotones cada vez más dilatados, el espíritu se alegra. Pero mirando a aquel vastísimo lago muerto se encoge el corazón. Ningún pájaro surca el espacio sobre sus aguas, ningún animal hay en sus orillas. Nada. Mientras estoy mirando esta desolación, me saca de este estado la voz de mi Jesús: -Hemos llegado a donde quería. Me vuelvo, lo veo a mis espaldas, entre Juan, Simón y Judas, en la pendiente rocosa del monte, en el punto a que llega un sendero… sería mejor decir: en el punto en donde un largo trabajo de aguas, en los meses de lluvia, ha arañado la caliza excavando a lo largo de los siglos un canal apenas dibujado, para desagüe de las aguas de las cimas, que ahora es camino para cabras monteses más que para hombres. Jesús mira a su alrededor y repite: -Sí, aquí os quería traer. Aquí el Cristo se preparó para su misión. -¡Pero si aquí no hay nada! -¡No hay nada, tú lo has dicho. -¿Con quién estabas? -Con mi espíritu y con el Padre. -¡Ah! ¡Estuviste aquí unas pocas horas! -No, Judas, no unas pocas horas, sino muchos días… -Pero, ¿quién te servía? ¿Dónde dormiste? -Tenía por siervos a los onagros, que por la noche venían a dormir a su guarida… a ésta, en donde yo también me había guarecido… Tenía como siervas a las águilas, que me decían «es de día» con su áspero grito, saliendo a buscar la presa. Tenía como amigos las liebrecitas que venían a roer las yerbas silvestres casi a mis pies… Alimento y bebida para mí eran lo que es alimento y bebida de la flor silvestre: rocío nocturno, la luz del Sol, no otra cosa. -Pero, ¿por qué? -Para prepararme bien, como tú dices, para mi misión. Las cosas bien preparadas salen bien, tú lo has dicho. Y mi cosa no era la pequeña, inútil cosa de hacer que brillara Yo, Siervo del Señor, sino de hacer comprender a los hombres lo que es el Señor y, a través de esta comprensión, hacer que le amaran en espíritu y verdad. ¡Mísero aquel siervo del Señor que piensa en su triunfo y no en el de Dios; que trata de sacar partido, que sueña con ponerse en alto en un trono hecho… ¡oh!, hecho con los intereses de Dios rebajados hasta el suelo (éstos, que son celestes)! Ya no es siervo, éste, aunque externamente lo parezca; es un mercader, un traficante, un falso que se engaña a sí mismo, que engaña a los hombres y que querría engañar a Dios… un desalmado que se cree príncipe y es esclavo…; es del Demonio, su rey de embuste. Aquí, en esta guarida, el Cristo, durante muchos días, vivió de maceraciones y oración para prepararse a su misión. ¿A dónde querrías que hubiera ido a prepararme, Judas? Judas está perplejo, desorientado. A1 final responde: -No sé… Pensaba… con algún rabí… con los esenios… no sé. -¿Y podía Yo encontrar un rabí que me dijera más que lo que me decía la Potencia y la Sabiduría de Dios? ¿Y podía Yo – Yo, Verbo Eterno del Padre, Yo, que era cuando el Padre creó al hombre, y que sé de qué espíritu inmortal y animado, y de qué poder de juicio libre y capaz ha dotado el Creador al hombre – podía ir a procurarme ciencia y capacidad a donde aquellos que niegan la inmortalidad del alma negando la resurrección final y niegan la libertad de acción del hombre imputando virtudes y vicios, acciones santas y malvadas, al destino, que consideran fatal e invencible? ¡No! ¡No! Tenéis un destino, sí, lo tenéis; en la mente de Dios, que os crea, hay un destino para vosotros. Os lo desea el Padre y es destino de amor, de paz, de gloria: «la santidad de ser sus hijos». Éste es el destino que, presente en la mente divina desde el momento en que con el barro fue hecho Adán, estará presente hasta la última creación de alma de hombre. Pero el Padre no os violenta en cuanto se refiere a vuestra condición regia. El rey, si está prisionero, ya no es rey: es un ser abyecto. Vosotros sois reyes porque sois libres en vuestro pequeño reino individual, en el yo; en él podéis hacer lo que queráis, como queráis. Frente a vuestro pequeño reino y en sus fronteras tenéis a un Rey amigo y dos potencias enemigas. El Amigo os muestra las reglas dadas por Él para hacer felices a los suyos. Os las muestra. Os dice: “Aquí están; con estas reglas es segura la eterna victoria». Os las muestra – Él, el Sabio y Santo – para que podáis, si queréis hacerlo, practicarlas y obtener gloria eterna. Las dos potencias enemigas son Satanás y la carne. En la carne incluyo la vuestra y la del mundo, o sea, las pompas y seducciones del mundo, o sea, la riqueza, las fiestas, los honores, el poder que del mundo y en el mundo se tienen, y que no siempre se tienen honradamente, y menos aún se saben usar honradamente si por un complejo de causas el hombre llega a esas cosas. Satanás, maestro de la carne y del mundo, también habla a través de éste y de la carne; también él tiene sus reglas… ¡Oh, que si las tiene!… Y – dado que el yo está envuelto en carne y la carne tiende a la carne como las limaduras de hierro tienden hacia el imán, y, dado que el canto del Seductor es más dulce que el gorgorito del ruiseñor en celo entre rayos de luna y perfume de rosales – es más fácil ir hacia estas reglas, volverse hacia estas potencias, decirles: «Os considero amigas, entrad». Entrad… ¿habéis visto alguna vez a un aliado que permanezca siempre honesto, sin pedir el ciento por uno a cambio de la ayuda prestada? Así hacen esas potencias. Entran… Y se hacen las dueñas. ¿Dueñas? No: cómitres. Os atan, ¡oh hombres!, a su banco de galera, os encadenan ahí, no os dejan alzar ya el cuello de su yugo, y su látigo os llena de surcos de sangre, si tratáis de huir de ellas: o dejarse herir hasta llegar a ser un amasijo de carne hecha pedazos (tan inútil, como carne, que hasta su cruel pie la desprecia), o morir bajo ellas. Si sabéis proporcionaros ese martirio, proporcionaros ese martirio, entonces pasa la Misericordia, la Única que todavía puede tener piedad de esa repugnante miseria de la cual el mundo – uno de sus dueños – siente ahora asco y contra la cual el otro dueño, Satanás, envía sus flechas de venganza. Y la Misericordia, la única que pasa, se agacha, la recoge, la atiende, la vuelve a sanar y le dice: «Ven, no temas, no te mires porque tus llagas, a pesar de haber cicatrizado ya, son tan innumerables que te causarían horror por lo mucho que te afean. Yo no te las miro, miro tu voluntad; por esa voluntad buena estás marcada así. Por eso Yo te digo: Te amo, ven conmigo»… Y la lleva a su Estado. Entonces podéis entender que Misericordia y Rey amigo son una misma persona. Halláis de nuevo las reglas que Él os había mostrado y que vosotros no habías querido seguir. Ahora lo deseáis… y llegáis a la paz: de la conciencia, primero; a la paz de Dios, después. Decidme, entonces, ¿este destino lo impuso Uno Solo para todos, o cada uno, individualmente, lo deseó para sí? -Cada uno lo deseó. -Juzgas bien, Simón. ¿Podía ir Yo a formarme con aquellos que niegan la beata resurrección y el don de Dios? Aquí vine. Cogí mi alma de Hijo del hombre y me la labré con los últimos retoques, terminando el trabajo de treinta años de anonadamiento y de preparación para ir perfecto a mi ministerio. Ahora os pido que estéis conmigo unos días en esta guarida. En cualquier caso será una estancia menos desolada, porque seremos cuatro amigos que luchan contra las tristezas, los miedos, las tentaciones, las necesidades de la carne; Yo, sin embargo, estaba solo. En cualquier caso, será menos penosa, porque ahora es verano y aquí arriba el viento de las cimas templa el calor; Yo, sin embargo, vine al terminar la luna de Tebet, y el viento que descendía de las nieves de la cúspide era muy frío. En cualquier caso será menos angustiosa, porque será más breve, y porque ahora disponemos de esa mínima cantidad de alimento que puede proporcionar alivio a nuestra hambre, y en los pequeños odres de piel que dije a los pastores que os dieran hay agua suficiente para estos días de estancia. Yo… Yo necesito arrancar dos almas a Satanás. Sólo la penitencia lo puede. Os pido ayuda. Supondrá una formación también para vosotros. Aprenderéis cómo se arrebatan las presas a Satanás: no tanto con las palabras cuanto con el sacrificio… ¡Las palabras!… El estrépito satánico impide oírlas… Toda alma en manos del Enemigo se encuentra envuelta en torbellinos de voces infernales… ¿Queréis quedaros conmigo? Si no queréis, idos. Yo me quedo. Nos volveremos a ver en Tecua, junto al mercado. -No, Maestro, yo no te dejo – dice Juan, mientras Simón al mismo tiempo exclama: «Tú nos dignificas queriéndonos contigo en esta redención». Judas… no me parece muy entusiasta, pero pone buena cara al… destino y dice: -Yo me quedo. -Tomad entonces los odres y las sacas y llevadlas adentro y antes de que el sol queme, partid leña y acumuladla junto a la grieta. La noche aquí es rigurosa incluso en verano, y no todos los animales son buenos. Vamos a encender en seguida una rama… ¡Allí!, de aquella planta de acacia gomosa; quema bien. Y vamos a mirar entre las fisuras para echar afuera áspides y escorpiones. ¡Venga, comenzad!… … El mismo lugar del monte; sólo que ahora es de noche, una noche toda estrellada, una belleza de cielo nocturno como creo se pueda gozar sólo en aquellos países ya casi tropicales; estrellas de una amplitud y brillo maravillosos. Las constelaciones mayores parecen racimos de brillantes, de claros topacios, de pálidos zafiros, suaves ópalos, tenues rubíes; titilan, se encienden, se apagan como miradas que el párpado cela un instante, vuelven a encenderse más hermosas. De vez en cuando una estrella raya el cielo y desaparece hacia quién sabe qué horizonte: raya de luz que parece un grito de júbilo estelar por poder volar así a través de esos prados ilimitados. Jesús está sentado en la abertura de la cueva, hablando a los tres que están en círculo con Él. Deben haber hecho fuego, pues en medio del círculo que forman los cuatro un pequeño cúmulo de ascuas conserva resplandores de brasa y derrama su reflejo rojo sobre los cuatro rostros. -Sí, nuestra permanencia aquí ha terminado. Ésta. La mía duró cuarenta días… Y os digo más: era todavía invierno en estas pendientes… y no tenía comida. Un poco más difícil que esta vez, ¿no es verdad? Sé que habéis sufrido también en este tiempo. Lo poco que teníamos y que os daba no era nada, especialmente para el hambre de los jóvenes; era suficiente sólo para impedir que languidecierais. El agua, todavía más escasa. El calor es tórrido durante el día; diréis que no hacía este calor en invierno; pero sí había un viento seco que bajaba quemando los pulmones desde aquella cima, y subía desde aquella bajura cargado de polvo desértico, y secaba más aún que este calor estivo que se puede aliviar sorbiendo el jugo de estos frutos agraces ya casi maduros. En cambio, entonces, el monte sólo proporcionaba viento y yerbas quemadas por el hielo en torno a las esqueléticas acacias. No os he dado todo porque he reservado para el regreso los últimos panes y el último queso con el último odre… Yo sé lo que fue el regreso, estando exhausto, en la soledad del desierto… Recojamos nuestras cosas y pongámonos en camino. La noche es aún más clara que la que nos condujo aquí. No hay luna, pero el cielo llueve luz. Vamos. Recordad este lugar, sabed recordar cómo se preparó Cristo y cómo se preparan los apóstoles, cuál es el modo que enseño de prepararse los apóstoles. Se ponen en pie. Simón hurga entre las brasas con una rama. Las reaviva y las extiende con el pie. Echa encima algunas yerbas secas, y en la llama enciende una rama de acacia que mantiene en alto a la entrada de la guarida mientras Judas y Juan recogen man-tos, sacas y unos pequeños odres de piel de los que sólo uno está todavía lleno. Luego apaga la rama contra la roca, carga su saca y se pone el manto, como todos, atándoselo a la cintura para que no moleste al andar. Bajan, sin más palabras, uno detrás de otro, por un sendero inclinadísimo, espantando a los pequeños animales que están comiendo las pocas yerbas que todavía resisten el sol. El camino es largo e incómodo. Por fin llegan al llano. Tampoco es muy cómodo aquí el ca-mino, donde piedras y lascas se mueven, traidoras, bajo el pie, hiriéndolo incluso, porque la tierra, reducida a polvo, las oculta y no se pueden evitar; aquí donde matorrales quemados, espinosos, arañan y dificultan el paso enganchándose en los bajos de las túnicas; pero es un camino más expedito. Arriba las estrellas están cada vez más hermosas. Marchan, marchan, marchan durante horas. La llanura es cada vez más estéril y triste. Titileos de lascas brillan en ciertas arrugas del terreno, en concavidades que hay entre las escabrosidades del suelo. Parecen lascas de brillantes sucios. Juan se agacha a mirarlas. -Es la sal del subsuelo; está saturado de sal. Aflora con las aguas de primavera y después se seca. Por eso la vida no resiste aquí. El mar Oriental, a través de profundas venas, esparce su muerte en muchos estadios a la redonda. Sólo donde manantiales dulces combaten su acción mordiente es posible encontrar plantas… y también alivio – explica Jesús. Siguen caminando hasta que Jesús se para junto a la roca cóncava en que lo vi tentado por Satanás. -Detengámonos aquí. Sentaos. Dentro de poco cantará el gallo. Caminamos desde hace seis horas. Debéis tener hambre, sed y cansancio. Tomad. Comed y bebed sentados aquí en torno a mí, mientras os digo todavía otra cosa que vosotros transmitiréis a los amigos y al mundo. Jesús ha abierto su saca y ha sacado de ella pan y queso, lo corta y lo distribuye, y de una pequeña calabaza echa en una escudilla agua, y también la distribuye. -¿Tú no comes, Maestro? -No. Yo os hablo. Oíd. Una vez hubo uno, un hombre, que me preguntó si había sido tentado alguna vez; que me preguntó si no había pecado nunca; que me preguntó si, en la tentación, no había cedido nunca; y que se maravilló porque Yo, el Mesías, había solicitado, para resistir, la ayuda del Padre diciendo: «Padre, no me dejes caer en la tentación»». Jesús habla despacio, con calma, como si estuviera narrando un hecho desconocido para todos… Judas baja la cabeza como cohibido, pero los otros están tan centrados en mirar a Jesús que eso les pasa desapercibido. Jesús continúa: -Ahora vosotros, mis amigos, podréis saber lo que sólo atisbó aquel hombre. Después del bautismo – estaba limpio, pero no se está nunca suficientemente limpio respecto al Altísimo, y la humildad de decir «soy hombre y pecador» es ya bautismo que hace limpio al corazón – vine aquí. Me había llamado «el Cordero de Dios» aquel que – santo y profeta – veía la Verdad y veía bajar al Espíritu sobre el Verbo y ungirle con su crisma de amor, mientras la voz del Padre llenaba los cielos de su sonido diciendo: «He aquí a mi Hijo muy amado en quien me he complacido». Tú, Juan, estabas presente cuando el Bautista repitió las palabras… Después del bautismo, a pesar de estar limpio por naturaleza y limpio por figura, quise «prepararme». Sí, Judas; mírame, que mis ojos te digan lo que aún calla la boca. Mírame, Judas. Mira a tu Maestro, que no se sintió superior al hombre por ser el Mesías y que, antes bien, sabiendo que era el Hombre, quiso serlo en todo, excepto en condescender al mal. Eso es. Así. Ahora Judas ha levantado la cara y mira a Jesús, que está frente a él. La luz de las estrellas hace brillar los ojos de Jesús como si fueran dos estrellas fijas en un pálido rostro.-Para prepararse a ser maestro, hay que haber sido escolar. Yo, como Dios, sabía todo, con mi inteligencia, incluso, Yo podía comprender las luchas del hombre, por poder intelectivo e intelectualmente. Pero un día algún pobre amigo mío, algún pobre hijo mío, habría podido decir y decirme: «Tú no sabes qué es ser hombre y tener sentido y pasiones». Habría sido un reproche justo. Vine aquí, o mejor, allí, a aquel monte, para prepararme… no sólo a la misión… sino también a la tentación. ¿Veis? Aquí, donde vosotros estáis, Yo fui tentado. ¿Por quién? ¿Por un mortal? No. Demasiado débil habría sido su poder. Fui tentado por Satanás directamente. Estaba agotado. Hacía cuarenta días que no comía… Pero, mientras había estado sumergido en la oración, todo se había anulado en la alegría que significa el hablar con Dios; más que anulado, se había hecho soportable. Lo sentía como una molestia de la materia, circunscrito a la sola materia… Luego volví al mundo… a los caminos del mundo… y sentí las necesidades de quien está en el mundo: tuve hambre, tuve sed, sentí el frío punzante de la noche desértica, sentí el cuerpo agotado por la falta de descanso y de lecho y por el largo camino recorrido en condiciones de debilidad tal, que me impedían continuar… Porque Yo también tengo una carne, amigos, una verdadera carne, sujeta a las mismas debilidades que tiene toda carne, y con la carne tengo un corazón. Sí. Del hombre he tomado la primera y la segunda de las tres partes que le constituyen. He tomado la materia con sus exigencias y lo moral con sus pasiones. Y, si por voluntad propia he doblegado en el momento de su nacimiento todas las pasiones no buenas, he dejado que crecieran poderosas como cedros seculares las santas pasiones del amor filial, del amor patrio, de las amistades, del trabajo, de todo lo que es óptimo y santo. Aquí sentí nostalgia de mi Madre lejana, aquí sentí necesidad de que Ella prodigara sus cuidados a mi fragilidad humana, aquí sentí renovarse el dolor de haberme separado de la única que me amaba perfectamente, aquí presentí el dolor que me está reservado y el dolor de su dolor; pobre Mamá, se le agotarán las lágrimas de tantas como deberá esparcir por su Hijo y por obra de los hombres. Aquí sentí el cansancio del héroe y del asceta que en una hora de premonición se hace conocedor de la inutilidad de su esfuerzo… Lloré… La tristeza… reclamo mágico para Satanás. No es pecado estar tristes si la hora es penosa, es pecado ceder más allá de la tristeza y caer en inercia o desesperación. Y Satanás enseguida acude cuando ve a uno caído en languidez de espíritu. Vino. Bajo apariencia de benigno viandante. Toma siempre formas benignas… Yo tenía hambre… y tenía mis treinta años en la sangre. Me ofreció su ayuda. En primer lugar me dijo: «Di a estas piedras que se conviertan en pan». Pero antes… sí… antes me había hablado de la mujer… ¡Oh, él sabe hablar de ella, la conoce a fondo! La corrompió primero, para hacerla su aliada de corrupción. No soy sólo el Hijo de Dios, soy Jesús, el obrero de Nazaret. A aquel hombre que me hablaba, preguntándome si conocía tentación, y casi me acusaba de ser injustamente beato por no haber pecado, le dije: «El acto se aplaca en la satisfacción. La tentación no rechazada no cae, sino que se hace más fuerte, y a ello concurre Satanás azuzándola». Rechacé la tentación tanto del hambre de la mujer como del hambre del pan. Y debéis saber que Satanás me presentaba la primera – y no estaba equivocado, humanamente hablando – como la mejor aliada para afirmarse en el mundo. La Tentación – no vencida por mi respuesta: «no sólo de sentido vive el hombre» – me habló entonces de mi misión. Quería seducir al Mesías después de haber tentado al Joven, y me incitó a aniquilar a los indignos ministros del Templo con un milagro… No se rebaja el milagro, llama del cielo, a hacer de él un círculo de mimbre con que coronarse… No se tienta a Dios pidiendo milagros para fines humanos. Esto quería Satanás. El motivo presentado era el pretexto, la verdad era: «Gloríate de ser el Mesías»; para llevarme a la otra concupiscencia, la del orgullo. No vencido por mi «no tentarás al Señor tu Dios», me insidió con la tercera fuerza de su naturaleza: el oro. ¡Oh, el oro! Gran cosa el pan y mayor aún la mujer, para quien anhela el alimento o el placer; grandísima cosa es para el hombre la aclamación de las multitudes… Por estas tres cosas, ¡cuántos delitos se cometen! ¡Ah!, pero el oro… el oro… llave que abre, círculo que suelda, es el alfa y el omega de noventa y nueve de cada cien de las acciones humanas. Por el pan y la mujer, el hombre se hace ladrón; por el poder, homicida incluso; pero por el oro se hace idólatra. Satanás, el rey del oro, me ofreció su oro a condición de que lo adorase… Lo traspasé con las palabras eternas: «Adorarás sólo al Señor tu Dios». Aquí, aquí sucedió esto. Jesús se ha puesto en pie. En el marco de la naturaleza llana que le circunda y de la luz ligeramente fosforescente que llueve de las estrellas, parece más alto que de costumbre. También los discípulos se levantan. Jesús sigue hablando, mirando fija e intensamente a Judas: -Entonces vinieron los ángeles del Señor… El Hombre había vencido la triple batalla. El hombre sabía qué quería decir ser hombre, y había vencido; estaba exhausto, la lucha había sido más agotadora que el largo ayuno… Mas el espíritu descollaba en gran medida… Yo creo que ante este completarme como criatura dotada de cognición se estremecieron los Cielos. Yo creo que desde ese momento vino a mí el poder de milagros. Había sido Dios. Yo me había hecho el Hombre. Ahora, venciendo al animal que estaba unido a la naturaleza del hombre, he aquí que Yo era el Hombre-Dios, lo soy. Como Dios todo lo puedo, como Hombre todo lo conozco. Haced también vosotros como Yo si queréis hacer lo que Yo hago, y hacedlo en memoria mía. Aquel hombre se maravillaba de que hubiera solicitado la ayuda del Padre, y de que le hubiera rogado que no me dejara caer en tentación, es decir, que no me dejara a merced de la Tentación más allá de mis fuerzas. Creo que aquel hombre, ahora que sabe, ya no se asombrará. Actuad también vosotros así, en memoria mía y para vencer como Yo, y no dudéis nunca viéndome fuerte en todas las tentaciones de la vida, victorioso en las batallas de los cinco sentidos, del sentido y del sentimiento, sobre mi naturaleza de verdadero Hombre (la que tengo además de mi naturaleza de Dios). Recordad todo esto. Os había prometido llevaros a donde hubierais podido conocer al Maestro… desde el alba de su día (un alba pura como esta que está naciendo) hasta el mediodía de su vida, aquél del cual me alejé para ir hacia mi humana tarde… Le dije a uno de vosotros: «Yo también me he preparado»; ahora veis que era verdad. Os doy las gracias por haberme hecho compañía en este retorno al lugar natal y al lugar penitencial. Los primeros contactos con el mundo me habían nauseado y desilusionado; es demasiado feo. Ahora mi alma está nutrida de la médula del león: de la fusión con el Padre en la oración y en la soledad. Puedo volver al mundo para coger de nuevo mi cruz, mi primera cruz de Redentor, la del contacto con el mundo, con el mundo en el que demasiado pocas son las almas cuyo nombre es María, cuyo nombre es Juan… Ahora escuchad; tú especialmente, Juan. Volvemos adonde mi Madre y los amigos. Os ruego que no le habléis a mi Madre de la dureza que han opuesto al amor de su Hijo; sufriría demasiado. Sufrirá mucho, mucho, mucho… por esta crueldad del hombre… mas no le presentemos ya desde ahora el cáliz: ¡será muy amargo, cuando le sea dado!; tan amargo que, como un tóxico, le bajará serpenteando a las entrañas santas y a las venas y se las morderá y le helará el corazón. ¡Oh!, ¡no digáis a mi Madre que Belén y Hebrón me rechazaron como a un perro! ¡Tened piedad de Ella! Tú, Simón, eres anciano y bueno, eres un espíritu de reflexión y sé que no hablarás. Tú, Judas, eres judío, y no hablarás por orgullo regional. Mas, tú, Juan, tú, galileo y joven, no caigas en el pecado de orgullo, de crítica, de crueldad. Calla. Más tarde… más tarde a los demás les dirás cuanto ahora te ruego que calles. También a los demás. Hay ya mucho que decir de las cosas del Cristo. ¿Por qué añadir lo que es de Satanás contra el Cristo? Amigos, ¿me prometéis todo esto? -¡Oh! ¡Maestro! ¡Claro que te lo prometemos, estate seguro! -Gracias. Vamos hasta aquel pequeño oasis acariciado por el camino que lleva al río. Allí hay un manantial, una cisterna llena de frescas aguas, sombra y verdura. Podremos encontrar alimento y descanso hasta el anochecer. A la luz de las estrellas nos llegaremos hasta el río, hasta el vado, y esperaremos a José o nos uniremos a él en el caso de que ya haya vuelto. Vamos. Y se ponen en camino, mientras el primer arrebol en el límite del Oriente dice que un nuevo día nace.