En Betsaida, en casa de Pedro. Encuentro con Felipe y Natanael
Juan llama a la puerta de la casa donde hospedan a Jesús. Se asoma una mujer y, viendo quién es, avisa a Jesús. Se saludan con un gesto de paz. Y luego: – Has venido solícito, Juan – dice Jesús. – He venido a comunicarte que Simón Pedro te ruega que pases por Betsaida. He hablado de ti a muchos… No hemos pescado esta noche; orado sí, como sabemos hacerlo, renunciando con ello al lucro porque… el sábado todavía no había terminado. Luego, esta mañana, hemos ido por las calles hablando de ti. Hay gente que quisiera oírte… ¿Vienes, Maestro?. – Voy. Aunque debiera ir a Nazaret antes que a Jerusalén. – Pedro te llevará desde Betsaida a Tiberíades, con su barca. Llegarás incluso antes. – Vamos, entonces. Jesús coge manto y bolsa. Pero Juan le toma esta última. Y, después de saludar a la dueña de casa, se marchan. La visión me muestra la salida del pueblo y el comienzo del viaje hacia Betsaida. Pero no oigo la conversación, e incluso la visión se interrumpe hasta la entrada de Betsaida. Comprendo que se trata de esta ciudad porque veo a Pedro, Andrés y Santiago, y con ellos algunas mujeres, esperando a Jesús donde empiezan las casas. – La paz sea con vosotros. Aquí me tenéis. – Gracias, Maestro, en nombre nuestro y de los que esperan. No es sábado, pero ¿no les vas a hablar a los que esperan tus palabras? – Sí, Pedro. Lo haré. En tu casa. Pedro se muestra jubiloso: – Ven, entonces: ésta es mi mujer, ésta es la madre de Juan, éstas son amigas de ellas. Pero también te esperan otros: parientes y amigos nuestros. – Diles que partiré esta noche y que antes les hablaré. No he dicho que, habiendo salido de Cafarnaúm cuando se estaba poniendo el sol, los he visto llegar a Betsaida por la mañana. – Maestro… te ruego que te quedes una noche en mi casa. Es largo el camino hacia Jerusalén, aunque te lo abrevie hasta Tiberíades con mi barca. Mi casa es pobre, pero honesta y amiga. Quédate con nosotros esta noche. Jesús mira a Pedro y a todos los demás que esperan. Los mira escrutador. Sonríe y dice: «Sí». Nueva alegría de Pedro. Algunos miran desde las puertas y se hacen señas. Un hombre llama por el nombre a Santiago y le habla en voz baja señalando a Jesús. Santiago asiente y el hombre va a hablar aparte con otros que están parados en un cruce de caminos. Entran en la casa de Pedro. Una cocina amplia y humosa. En un rincón, redes, sogas y cestas para pesca; en medio, el hogar ancho y bajo, por ahora apagado. Por las dos puertas, una frente a otra, se ve el camino y el huerto, pequeño, con la higuera y la vid; más allá del camino, el celeste ondear del lago; más allá del huerto, la pared oscura de otra casa. – Te ofrezco cuanto tengo, Maestro, y de la forma que sé hacerlo… – No podrías ni mejor ni más, porque me lo ofreces con amor. Le dan a Jesús agua para refrescarse y luego pan y aceitunas. Jesús come un poco (en realidad para que vean que lo acepta) y luego, con un gesto de agradecimiento, indica que no quiere más. Unos niños curiosean desde el huerto y el camino. No sé si son o no lujos de Pedro. Sólo sé que él mira severamente a estos niños impetuosos, para que no se acerquen. Jesús sonríe y dice: – Déjalos.- Maestro, ¿quieres descansar? Ahí está mi habitación, allí la de Andrés. Elige. No haremos ruido mientras estés reposando. -¿Tienes una terraza? – Sí; y la vid, aunque esté todavía casi sin hojas, da un poco de sombra. – Llévame a la terraza. Prefiero descansar arriba. Pensaré y oraré – Como quieras. Ven. Desde el huertecillo, una pequeña escalera sube hasta el tejado, que es una terraza rodeada por una pared baja. También aquí hay redes y sogas. ¡Cuánta luz de cielo y cuánto azul de lago! Jesús se sienta en un taburete con la espalda apoyada en el murete. Pedro trata de ingeniárselas extendiendo una vela por encima y al lado de la vid para hacer un sitio donde poder uno resguardarse del sol. Se siente brisa y silencio. Jesús se deleita en ello. – Yo me voy, Maestro. – Vete. Tú y Juan id a decir que a la hora de la puesta del Sol hablaré aquí. Jesús se queda solo y ora durante mucho tiempo. Aparte de dos parejas de palomas que van y vienen desde los nidos, y un trinar de gorriones, no hay ruido o ser vivo alrededor de Jesús orante. Las horas pasan calmas y serenas. Después Jesús se levanta, da alguna vuelta por la terraza, mira al lago, mira y sonríe a unos niños que juegan en la calle y que le sonríen, mira a la calle, hacia la placita que está a unos cien metros de la casa. Luego baja. Se asoma a la cocina: – Mujer, voy a pasear por la orilla. Sale y, efectivamente, va a la orilla, con los niños. Les pregunta: -¿Qué hacéis? – Queríamos jugar a la guerra. Pero él no quiere y entonces se juega a la pesca. El «él» que no quiere es un niño — ya un hombrecito — de constitución menuda, pero de rostro luminosísimo. Quizás sabe que, siendo grácil como es, se llevaría palos de los demás haciendo «la guerra» y por ello sostiene la paz. Pero Jesús aprovecha la ocasión para hablarles a esos niños: – Él tiene razón. La guerra es pena impuesta por Dios para castigo de los hombres, y signo de que el hombre ha venido a menos en su condición de verdadero hijo de Dios. Cuando el Altísimo creó el mundo, hizo todas las cosas: el Sol, el mar, las estrellas, los ríos, las plantas, los animales, pero no hizo los armas. Creó al hombre y le dio ojos para que tuviera miradas de amor, bocas para pronunciar palabras de amor, oído para oírlas, manos para socorrer y acariciar, pies para correr con rapidez hacia el hermano necesitado, y corazón capaz de amar. Dio al hombre inteligencia, palabra, afectos, gustos. Pero no le dio el odio. ¿Por qué? Porque el hombre, criatura de Dios, debía ser amor, como Amor es Dios. Si el hombre hubiera permanecido como tal criatura, habría permanecido en el amor, y la familia humana no habría conocido guerra ni muerte. – Pero él no quiere hacer la guerra porque pierde siempre» (efectivamente, yo había adivinado). Jesús sonríe y dice: – No se debe no querer lo que a nosotros nos lesiona porque nos lesione. Se debe no querer una cosa cuando lesiona a todos. Si uno dice: «No quiero esto porque me produce una pérdida», es egoísta. Sin embargo, el buen hijo de Dios dice: «Hermanos, yo sé que vencería, pero os digo: no hagamos esto porque significaría un daño para vosotros». ¡Cómo ha comprendido éste el precepto principal! ¿Quién me lo sabe decir?. En coro, las once bocas dicen: – Amarás a tu Dios con todo tu ser y a tu prójimo como a tí mismo». -¡Sois unos niños excelentes! ¿Vais todos al colegio? – Sí. -¿Quién es el más listo? – Él (es el niño grácil que no quiere jugar a la guerra). -¿Cómo te llamas? – Joel. -¡Gran nombre! Joel habla así: «… el débil diga: «¡Soy fuerte!». Pero ¿fuerte en qué? En la ley del Dios verdadero, para estar entre los que Él en el valle de la Decisión juzgará como santos suyos. Mas el juicio está próximo; no en el valle de la Decisión, sino en el monte de la Redención. Allí, entre Sol y Luna oscurecidos de horror, y estrellas temblando llanto de piedad, serán discernidos los hijos de la Luz de los hijos de las Tinieblas. Y todo Israel sabrá que su Dios ha venido. Dichosos los que lo hayan reconocido: recibirán en su corazón miel, leche y aguas claras y las espinas se les transformarán en eternas rosas. ¿Quién de vosotros quiere estar entre aquéllos a los que Dios juzgue santos?. -¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!. -¿Amaréis entonces al Mesías? -¡Sí! ¡Sí! ¡A ti! ¡A ti! ¡Te amamos a ti! ¡Sabemos quién eres! Lo han dicho Simón y Santiago y también nuestras madres. ¡Llévanos contigo!. – En verdad os tomaré conmigo si sois buenos. Nunca más, palabras feas; nunca más, abusos; nunca más, riñas; nunca más, malas respuestas a los padres. Oración, estudio, trabajo, obediencia; y Yo os amaré y os acompañaré en vuestro camino. Los niños están todos en círculo alrededor de Jesús. Parece una corola policroma ceñida en torno a un largo pistilo azul oscuro. Un hombre bastante anciano se ha acercado, curioso. Jesús se vuelve para acariciar a un niño que le está tirando del vestido, y lo ve. Detiene en él intensamente su mirada. El anciano se limita a saludar ruborizándose. -¡Ven! ¡Sígueme! – Sí, Maestro.Jesús bendice a los niños y, al lado de Felipe (lo llama por el nombre), vuelve a casa. Se sientan en el huertecillo. -¿Quieres ser mi discípulo? – Lo quiero—y no oso esperar serlo. – Yo te he llamado. – Lo soy, entonces. Heme aquí. -¿Tenías conocimiento de mí? – Me ha hablado de ti Andrés. Me ha dicho: «Aquel por quien tú suspirabas ha venido». Porque Andrés sabía que yo suspiraba por el Mesías. – No queda frustrada tu espera. Él está delante de ti. -¡Mi Maestro y mi Dios! – Eres un israelita de recta intención. Por esto me manifiesto a ti. Otro amigo tuyo — como tú, sincero israelita — espera. Ve a decirle: «Hemos encontrado a Jesús de Nazaret, hijo de José, de la estirpe de David, aquel de quien hablaron Moisés y los profetas». Ve. Jesús se queda solo hasta que vuelve Felipe con Natanael – Bartolomé. – He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño. La paz sea contigo, Natanael. -¿Cómo me conoces? – Antes de que Felipe fuera a llamarte, te he visto debajo de la higuera. -¡Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel! -¿Porque he dicho que te he visto pensando debajo de la higuera, crees? Cosas mucho más grandes que éstas verás. En verdad os digo que los Cielos están abiertos y vosotros, por la fe, veréis a los ángeles bajar y subir sobre el Hijo del Hombre: Yo, quien te está hablando. ¡Maestro! ¡Yo no soy digno de tanto favor! – Cree en mí y serás digno del Cielo. ¿Quieres creer? – Quiero, Maestro. La visión se detiene… Y continúa en la terraza, que está llena de gente. Otras personas están en el huertecillo de Pedro. Jesús habla. – Paz a los hombres de buena voluntad. Paz y bendición a sus casas, mujeres y niños. La gracia y la luz de Dios reinen en ellas y en los corazones que las habitan. Deseabais oírme. La Palabra habla. Habla a los honestos con alegría, habla a los deshonestos con dolor, habla a los santos y a los puros con gozo, habla a los pecadores con piedad. No se niega. Ha venido para derramarse como río que riega tierras necesitadas de agua y que de él reciben alivio de olas y nutrición de limo. Vosotros queréis saber qué se requiere para ser discípulos de la Palabra de Dios, del Mesías, Verbo del Padre, que viene a reunir a Israel para que oiga una vez más las palabras del Decálogo santo e inmutable y se santifique en ellas para estar limpio, en la medida en que el hombre puede hacerlo de por sí, para la hora de la Redención y del Reino. Mirad. Yo digo a los sordos, a los ciegos, a los mudos, a los leprosos, a los paralíticos, a los muertos: «Levantaos, sanad, resucitad, caminad, ábranse en vosotros los ríos de la luz, de la palabra, del sonido, para que podáis ver, oír, hablar de mí». Pero, más que a los cuerpos, esto se lo digo a vuestros espíritus. Hombres de buena voluntad, venid a mí sin temor. Si el espíritu está lesionado, Yo le devuelvo la salud. Si está enfermo, lo curo; Si muerto, lo resucito. Quiero sólo vuestra buena voluntad. ¿Es difícil esto que os pido? No. No os impongo los cientos de preceptos de los rabinos. Os digo: seguid el Decálogo. La Ley es una e inmutable. Muchos siglos han pasado desde la hora en que fue promulgada, hermosa, pura, fresca, como criatura recién nacida, como rosa recién abierta en el tallo. Simple, sin mancha, ligera de seguir. Durante los siglos, las culpas y las inclinaciones la han complicado con leyes y más leyes menores, pesos y restricciones, demasiadas cláusulas penosas. Yo os conduzco de nuevo a la Ley como ésta era cuando el Altísimo la dio. Pero, os lo ruego por vuestro bien, recibidla con el corazón sincero de los verdaderos israelitas de entonces. Vosotros susurráis — más en vuestro corazón que con los labios — que la culpa está arriba, más que en vosotros, gente humilde. Lo sé. En el Deuteronomio está dicho todo lo que debe hacerse, y no era necesario más. Pero no juzguéis a quien actuó no para sí, sino para los demás. Vosotros haced lo que Dios dice. Y, sobre todo, esforzaos en ser perfectos en los dos preceptos principales. Si amáis a Dios con todo vuestro ser, no pecaréis, porque el pecado produce dolor a Dios. Quien ama no quiere causar dolor. Si amáis al prójimo como a vosotros mismos, sólo podréis ser hijos respetuosos para con los padres, esposos fieles a los consortes, hombres honestos en las transacciones, sin violencias para con los enemigos, sinceros a la hora de testificar, sin envidia de quien posee, sin deseos de lujuria hacia la mujer del prójimo. No queriendo hacer a los demás lo que no querríais que se os hiciera a vosotros, no robaréis, no mataréis, no calumniaréis, no entraréis como los cucos en el nido de los demás. Pero incluso os digo: «Portad a perfección vuestra obediencia a loe dos preceptos de amor: amad también a vuestros enemigos». ¡Oh, si sabéis amar como Él, cómo os amará el Altísimo, que ama al hombre — transformado en enemigo suyo por la culpa original y por los pecados individuales — hasta el punto de enviarle el Redentor, el Cordero que es su Hijo, Yo, quien os está hablando, el Mesías, prometido para redimiros de toda culpa! Amad. El amor sea para vosotros escalera por la cual, hechos ángeles, subáis (como vio Jacob) hasta el Cielo, oyendo al Padre decir a todos y a cada uno: «Yo seré tu protector dondequiera que vayas, y te traeré de nuevo a este lugar: al Cielo, al Reino Eterno». La paz esté con vosotros.La gente manifiesta su conmovida aprobación y se va lentamente. Se quedan Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe y Bartolomé. -¿Te vas mañana, Maestro? – Mañana al amanecer, si no te desagrada. – Desagradarme el que te vayas, sí, pero la hora no; es incluso propicia. -¿Vas a ir a pescar? – Esta noche, cuando salga la Luna. – Has hecho bien, Simón Pedro, en no pescar durante la pasada noche. Todavía no había terminado el sábado. Nehemías, en sus reformas, quiso que en Judá se respetara el sábado. Ahora también demasiada gente en sábado prensa en los lagares, transporta haces, carga vino y fruta, y vende y compra pescado y corderos. Tenéis seis días para esto. El sábado es del Señor. Sólo una cosa podéis hacer en sábado: el bien a vuestro prójimo, pero sin ningún tipo de afán de lucro. Quien viola por lucro el sábado sólo puede obtener de Dios el castigo. ¿Gana algo?: lo perderá con creces en los otros seis días. ¿No lo gana?: se ha esforzado en vano el cuerpo, no concediéndole ese reposo que la Inteligencia ha establecido para él, airándose el espíritu por haber trabajado inútilmente, llegando incluso a proferir imprecaciones. Sin embargo, el día de Dios debe transcurrirse con el corazón unido a Dios en dulce oración de amor. Hay que ser fieles en todo. – Pero… los escribas y doctores, que son tan severos con nosotros… no trabajan durante el sábado. Ni siquiera le dan al prójimo un pan por evitar el trabajo de dárselo… y, sin embargo, fían préstamos abusivos aun en sábado, ¿Se puede hacer esto en sábado porque no sea trabajo material? – No. Nunca. Ni durante el sábado ni durante los otros días. Quien presta abusivamente es deshonesto y cruel. – Los escribas y fariseos, entonces… – Simón no juzgues. Tú no lo hagas. – Pero tengo ojos para ver… -¿Sólo el mal está ante nuestros ojos, Simón?. – No, Maestro. – Entonces, ¿por qué mirar sólo el mal? – Tienes razón, Maestro. – Entonces mañana al amanecer partiré con Juan». – Maestro… – Simón, ¿qué te sucede? – Maestro… ¿vas a Jerusalén? – Ya lo sabes. – Yo también voy a Jerusalén para la Pascua… y también Andrés y Santiago…. -¿Y entonces?… Quieres decir que desearías venir conmigo ¿no? ¿Y la pesca? ¿Y la ganancia? Me has dicho que te gusta tener dinero, y Yo me ausentaré durante muchos días. Primero voy donde mi Madre, y a Jerusalén a la vuelta. Me quedaré allí predicando. ¿Cómo te las arreglarás?… Pedro se muestra dudoso, vacilante… pero al final se decide: – Por mí… voy contigo. ¡Te prefiero a ti antes que al dinero! – Yo también voy». – También yo. – Y nosotros también, ¿verdad, Felipe? – Venid, pues. Me serviréis de ayuda». -¡Oh!… — Pedro se emociona ante esta idea —. ¿En qué te podemos ayudar? – Os lo diré. Para actuar bien sólo tendréis que hacer cuanto os diga. El obediente siempre actúa bien. Ahora oraremos y luego cada uno irá a realizar sus cometidos. -¿Y Tú, Maestro? – Oraré más. Soy la Luz del mundo, pero también soy el Hijo del hombre. Por ello siempre tengo que beber de la Luz para ser el Hombre que redime al hombre. Oremos. Jesús dice un salmo. El que comienza: «Quien reposa en la ayuda del Altísimo vivirá bajo la protección del Dios del Cielo. Dirá al Señor: «Tú eres mi protector, mi refugio. Es mi Dios, en Él está mi esperanza. Él me libró del lazo de los cazadores y de las palabras agresivas» etc. etc.». Lo encuentro en el libro 4°. Es el segundo del libro 4°, me parece que es el núm. 90 (Salmos 91).