En Belén, en casa de un campesino y en la gruta de la Natividad.
Un camino de llanura pedregosa, polvorienta, secada por el sol estival. Discurre entre vigorosos olivos, del todo llenos de pequeñas aceitunas que acaban de formarse. El suelo, en los lugares que no han sido aún pisados, tiene todavía un estrato de diminutas florecitas del olivo, caídas después de la fecundación. Jesús, con los tres, avanza en fila india a lo largo del margen del camino, donde la sombra de los olivos ha mantenido la hierba todavía verde, y por ello hay menos polvo. El camino cambia de dirección en ángulo recto y sube levemente hacia una cuenca que tiene forma de amplia herradura, en la cual están esparcidas numerosas casas, más o menos grandes, hasta formar una pequeña ciudad. Exactamente en el punto donde el camino vuelve, hay una construcción cúbica cubierta por una pequeña cúpula baja; está completamente cerrada, como abandonada. – He ahí el sepulcro de Raquel – dice Simón. – Entonces casi hemos llegado. ¿Entramos inmediatamente en la ciudad? – No, Judas. Antes os enseñaré un lugar… Después entraremos en la ciudad y, dado que hay todavía claridad y por la noche habrá Luna, podremos hablarle a la población, si quiere escuchar. – ¿Cómo quieres que no te escuche? Llegan al sepulcro, antiguo pero bien conservado, bien blanqueado. Jesús se detiene a beber en un rústico pozo cercano. Una mujer, que ha venido a sacar agua, se la ofrece. Jesús le pregunta: -¿Eres de Belén?. – Lo soy. Pero ahora, en tiempo de recolección, estoy con mi marido en estos campos, para cuidar los huertos y los árboles frutales. Y Tú, ¿eres galileo? – Nací en Belén, pero estoy en Nazaret de Galilea. – ¿También tú perseguido? – La familia. Pero por qué dices: «¿También Tú?» ¿Entre los betlemitas hay muchos perseguidos? – ¿No lo sabes? ¿Cuántos años tienes? – Treinta. – Entonces naciste justamente cuando… ¡oh, qué desdicha! ¿Pero por qué nació aquí aquél? – ¿Quién? – Aquel que se decía que era el Salvador. Maldición a los necios que, borrachos de sidra, vieron en las nubes ángeles, oyeron en los balidos y rebuznos voces del Cielo y, en la niebla de su embriaguez, tomaron a tres miserables por los más santos de la Tierra. ¡Maldición a ellos! Y a quien creyó en ellos. – No haces más que proferir maldiciones, pero no me explicas qué sucedió. ¿Por qué esas imprecaciones? – Porque… Oye: ¿adónde quieres ir? – A Belén, con mis amigos. Tengo compromisos allí. Debo saludar a viejos amigos y llevarles el saludo de mi Madre. Pero antes querría saber muchas cosas, porque faltamos, nosotros los de la familia, desde hace muchos años. Dejamos la ciudad teniendo Yo pocos meses. – Antes de la desgracia, entonces. 0ye, si no te repugna la casa de un campesino, ven a compartir con nosotros el pan y la sal. Tú y tus compañeros. Hablaremos durante la cena y os hospedaré hasta mañana por la mañana. Mi casa es pequeña, pero encima del establo hay mucho heno amontonado. La noche será cálida y serena. Si lo ves oportuno, puedes dormir. – Que el Señor de Israel te pague tu hospitalidad. Iré con alegría a tu casa. – El peregrino porta consigo bendición. Vamos. Pero tengo que echar todavía seis ánforas de agua a las verduras que han nacido hace poco. – Yo te ayudo. – No. Tú eres un señor; lo dice tu manera de actuar. – Soy un obrero, mujer. Y éste es pescador. Éstos, judíos, son de censo y de empleo. No Yo – Y toma un ánfora que está recostada sobre su panza junto al bajísimo brocal del pozo, la ata y la descuelga. Juan le ayuda, y los otros no quieren ser menos. Le dicen a la mujer: – ¿Dónde está el huerto? Muéstranoslo: llevaremos allí las tinajas. – ¡Dios os bendiga! Tengo los riñones hechos polvo del cansancio. Venid… Y, mientras Jesús extrae su cántaro, los tres desaparecen hacia abajo por un senderillo… Después vuelven con los dos cántaros vacíos; los llenan, vuelven a marcharse… Y esto lo hacen no tres sino diez veces. Y Judas ríe diciendo: – Se está destrozando la garganta de bendecimos. Le damos tanta agua a la ensalada que durante al menos dos días la tierra estará húmeda y esta mujer no se hará migas los lomos. Cuando vuelve por última vez dice: – Maestro, de todas formas, creo que hemos venido a parar a un mal sitio. – ¿Por qué, Judas? – Porque la tiene tomada con el Mesías. Le he dicho: «No blasfemes. ¿No sabes que el Mesías es la mayor gracia para el pueblo de Dios? Yeové se lo prometió a Jacob y a partir de él a todos los Profetas y justos de Israel. ¿Y Tú lo odias?» Me ha respondido: «No a Él, sino al que llamaron «Mesías» unos pastores borrachos y unos malditos adivinos de Oriente». Y como ése eres Tú… – No importa. Sé que he sido introducido en el mundo para prueba y contradicción de muchos. ¿Le has dicho que soy Yo? – No, no soy estúpido. He querido cubrir tus espaldas y las nuestras. – Has hecho bien. No por las espaldas, sino porque deseo manifestarme cuando lo juzgue justo. Vamos. Judas lo guía hasta el huerto. La mujer vacía los últimos tres cántaros y luego los conduce hacia una rústica construcción entre los árboles frutales. – Entrad – dice – Mi marido está ya en casa. Se asoman a una baja y ahumada cocina. – La paz sea en esta casa – saluda Jesús. – Quienquiera que seas, bendición a ti y a los tuyos. Entra – responde el hombre. Primero trae un barreño con agua para que los cuatro se refresquen y se limpien, luego entran todos y se sientan alrededor de una tosca mesa. – Os doy las gracias por mi mujer. Me ha dicho lo que habéis hecho. Yo nunca había conocido galileos y me habían dicho que eran burdos y pendencieros. Pero vosotros habéis sido amables y buenos. ¡Estando ya cansados… trabajar tanto! ¿Venís desde lejos? – De Jerusalén. Éstos son judíos. Yo y este otro somos de Galilea. Pero, créeme, hombre: el bueno y el malo están en todas partes. – Es verdad. Yo, como primer encuentro con los galileos, encuentro al bueno. Mujer: trae de comer. No tengo más que pan, verduras, aceitunas y queso. Soy campesino. – No soy un señor tampoco Yo. Soy carpintero. – ¿Tú? No, a juzgar por tus modales. La mujer interviene: – Nuestro huésped es de Belén, te lo he dicho, y, si persiguen a los suyos, habrán sido quizás ricos e instruidos como lo eran Josoé de Ur, Matías de Isaac, Leví de Abraham… ¡pobres infelices!… – Nadie te ha preguntado. Perdónala. Las mujeres son más charlatanas que las gorrionas por la tarde. – ¿Eran familias de Belén? – ¿Cómo? ¿No sabes quiénes eran, siendo Tú de Belén? – Huimos cuando Yo tenía pocos meses… La mujer, que debe ser realmente una cotorra, vuelve a hablar: – Se marchó antes de la masacre. – ¡Ya lo veo! Si no, no estaría en el mundo. ¿No has vuelto nunca? – No. – ¡Qué gran desdicha! Encontrarás a pocos de los que — me lo ha dicho Sara — quieres conocer y saludar. A muchos los mataron, muchos huyeron, muchos… ¡bah!, desperdigados, y no se ha sabido nunca si murieron en el desierto o si fueron acallados en la cárcel en castigo de su rebelión. Pero, ¿fue rebelión? ¿Quién habría permanecido inerte dejando degollar a tantos inocentes? No, ¡que no es justo que estén todavía vivos Leví y Elías, y hayan muerto tantos inocentes! – ¿Quiénes son esos dos, y qué hicieron? – ¡Pero bueno!… al menos habrás oído hablar de la matanza, de la matanza de Herodes… Más de mil pequeñuelos, en la ciudad; otro millar casi, en los campos. Y todos, bueno, casi todos, varones, porque con la furia, con la oscuridad, con el revuelo, los desalmados tomaron, arrancaron de las cunas, de los lechos maternos, de las casas que asaltaron, incluso niñitas y las traspasaron con las armas como a gacelas lactantes tomadas como blanco por un arquero. Y todo esto ¿por qué? Porque un grupo de pastores, que para vencer el hielo nocturno ciertamente habían bebido sus buenos tragos de sidra, cayeron en delirio y dijeron que habían visto ángeles, que habían oído canciones, recibido señales… y nos dijeron a los de Belén: «Venid. Adorad. El Mesías ha nacido». ¡Fíjate: el Mesías en una cueva! Realmente tengo que decir que todos nos comportamos como ebrios, también yo, adolescente, y mi mujer, que entonces tenías pocos años… porque todos creímos, y, en una pobre mujer galilea quisimos ver a la Virgen que da a luz, de que hablaron los Profetas. ¡Pero si estaba con un tosco galileo!; el marido, claro; y, si estaba casada, ¿cómo podía ser la «Virgen»? En definitiva: creímos. Dones, adoraciones… casas abiertas para hospedarlos… ¡Oh, habían sabido hacer bien su papel! ¡Pobre Ana! Le fueron en ello los bienes y la vida, y los hijos de su hija — la primera, la única que se salvó porque estaba casada con un mercader de Jerusalén — perdieron también los bienes, porque Herodes mandó quemar la casa y talar toda la propiedad. Ahora es un terreno baldío en el que pace el ganado. – ¿Los pastores tuvieron toda la culpa? – No, también tres brujos que venían de los reinos de Satanás. Quizás eran compinches de los tres…; Y nosotros, estúpidos, que nos considerábamos tan honrados por su presencia! ¡Aquel pobre jefe de la sinagoga! Lo matamos por jurar que las profecías avalaban la verdad de las palabras de los pastores y de los magos… – Por tanto, ¿toda la culpa fue de los pastores y de los magos? – No, galileo. También nuestra. De nuestra credulidad. ¡Se le esperaba desde hacía tanto tiempo al Mesías…! Siglos de espera. Muchas desilusiones en los últimos tiempos por los falsos mesías. Uno era galileo, como Tú, otro se llamaba Teoda. ¡Embusteros! ¡Mesías ellos!… ¡No eran más que ambiciosos aventureros en busca de fortuna! Deberíamos haber aprendido la lección. Sin embargo… – Y entonces, ¿por qué maldecís todos a los pastores y a los magos? Si os juzgáis estúpidos vosotros también, deberíais también maldeciros a vosotros mismos. Ahora bien, la maldición no está permitida por el precepto del amor. Maldición atrae maldición. ¿Tenéis la seguridad de que estáis en lo justo? ¿No podría ser que los pastores y los magos hubieran dicho la verdad, revelada a ellos por Dios? ¿Por qué querer creer que fueran embusteros? – Porque los años de la profecía no se habían cumplido. Después pensamos en ello… después de que la sangre, que volvió rojos pilones y arroyos, nos abriera los ojos del pensamiento. – ¿Y no habría podido el Altísimo, por exceso de amor hacia su pueblo, anticipar la venida del Salvador? ¿Sobre qué basaron los magos su aserción? Me has dicho que venían de Oriente… – En sus cálculos sobre una nueva estrella. – ¿Y no está escrito: «Una estrella nacerá de Jacob y un cetro surgirá de Israel»? Y ¿no es Jacob el gran patriarca, y no se detuvo en esta tierra de Belén estimada por él como pupila de su ojo, porque fue donde murió su amada Raquel? ¿Y no fue dicho también por boca profética: «Un retoño despuntará de la raíz de Jesé y una flor saldrá de esta raíz»? Iesaí, padre de David, nació aquí. ¿El retoño de la estirpe, serrada por la raíz por usurpación de unos tiranos, no es la «Virgen» que dará a luz a su Hijo, no de hombre, puesto que entonces ya no sería virgen, sino por querer divino, por lo cual El será «el Emmanuel» porque: Hijo de Dios, será Dios; y traerá, por tanto, a Dios a habitar entre su pueblo, como su nombre dice? ¿Y no será anunciado, dice la profecía, a los pueblos de las tinieblas, o sea, a los paganos, «por una gran luz»? ¿La estrella que vieron los magos no podría ser la estrella de Jacob, la gran luz de las dos profecías de Balaam y de Isaías? Y la misma matanza llevada a cabo por Herodes, ¿no forma parte de las profecías? «Un grito se ha oído en lo alto… Es Raquel que llora por sus hijos». Estaba signado que los huesos de Raquel vertieran lágrimas en el sepulcro de Efratá cuando, por el Salvador, llegara la recompensa al pueblo santo. Lágrimas para después mutarse en celeste sonrisa, como el arco iris que se forma con las últimas gotas del temporal, pero anuncia: «La serenidad ha sido concedida». – Eres muy docto. ¿Eres Rabí? – Lo soy. – Y yo lo percibo. Hay luz y verdad en tus palabras. Pero… ¡oh!, demasiadas heridas sangran todavía en esta tierra de Belén por el verdadero o falso Mesías… Yo no le aconsejaría que viniera jamás aquí. La tierra lo rechazaría como se rechaza a un hijastro por cuya causa murieron los verdaderos hijos. Pero… si era Él… murió degollado con los otros. – ¿Dónde viven ahora Leví y Elías? – ¿Los conoces? – El hombre desconfía. – No los conozco. No conozco su rostro. Pero son infelices y Yo siempre tengo piedad de los infelices. Deseo ir a verlos. – ¡Ya!… serás el primero después de casi seis lustros. Son todavía pastores y sirven a un rico herodiano de Jerusalén que se apropió de muchos bienes de los asesinados… ¡Siempre hay alguien que se aprovecha! Los verás con los rebaños hacia las alturas que conducen a Hebrón. Pero, un consejo: que los habitantes de Belén no te vean hablando con ellos. Te traería complicaciones. Los soportamos porque… porque está el herodiano. Si no… -¡0h…, el odio!… ¿Por qué odiar? – Porque es justo. Nos han causado un mal. – Creían que actuaban bien. – Pero actuaron mal. ¡Y mal reciban! Debíamos haberlos matado, de la misma forma que ellos, con su necedad, provocaron muertes. Pero estábamos alelados, y después… estaba el herodiano. – Si no hubiera estado él, entonces, ¿incluso después del primer impulso de venganza, los habríais matado? – Incluso ahora los mataríamos, si no tuviéramos miedo de su jefe. – Hombre, Yo te digo: no odies, no desees el mal, no desees hacer el mal. Aquí no hay culpa. Pero, aunque la hubiera, perdona; en nombre de Dios, perdona. Díselo a los otros de Belén. Cuando desaparezca el odio de vuestros corazones, vendrá el Mesías; lo conoceréis entonces, porque Él vive, Él ya estaba cuando tuvo lugar la matanza. Yo os digo que la matanza no ocurrió por culpa de los pastores y de los magos, sino por culpa de Satanás. El Mesías os ha nacido aquí, ha venido a traer la Luz a la tierra de sus padres. Hijo de Madre virgen de la estirpe de David, en las ruinas de la casa de David abrió al mundo el río de las gracias eternas, abrió la vida al hombre… – ¡Fuera, fuera! ¡Sal de aquí! Tú, seguidor de este falso Mesías, que no podía más que ser falso, porque nos ha traído desdicha, a nosotros los de Belén. Tú lo defiendes, por tanto… – Silencio, hombre. Yo soy judío y tengo amigos en puestos importantes. Podría hacer que te arrepintieras del insulto – reacciona Judas agarrando de la túnica al campesino, y zarandeándole, violento, encendido de ira. – No, no, ¡fuera de aquí! No quiero problemas, ni con los de Belén, ni con Roma, ni con Herodes. Marchaos, malditos, si no queréis que os deje marcados. ¡Fuera!… – Vamos, Judas. No respondas. Dejémoslo en su odio. Dios no entra donde hay rencor. Vamos. – Sí, vamos. Pero me la pagaréis. – No, Judas, no. No hables así. Están ciegos… Habrá muchos así en mi camino… Salen, después de Simón y Juan — que ya estaban fuera, hablando en voz baja con la mujer, detrás de una esquina del establo. – Perdona a mi marido, Señor. Yo no creía hacer tanto mal… Mira, ten. Los tomarás mañana por la mañana. Son frescos, de hoy. No tengo otra cosa… Perdón. ¿Dónde vas a dormir?». (Da unos huevos). – No te preocupes. Sé a dónde ir. Vete en paz por tu bondad. Adiós. Caminan en silencio durante algunos metros. Luego Judas no se aguanta más y dice: – ¡Pero también Tú…! ¡Mira que no hacerte adorar!… ¿Por qué no hacerle comer el lodo a ese sucio blasfemo? ¡Al suelo! Humillado por haberte faltado a ti, Mesías… ¡Oh, yo lo habría hecho! A los samaritanos hay que reducirlos a cenizas con un milagro. Sólo esto los mueve.- ¡Oh, cuántas veces lo oiré decir! Pero, ¡si tuviera que reducir a cenizas a alguien por cada pecado contra mí!… No, Judas. Yo he venido para crear. No para destruir. – Ya. Pero los demás sí que te destruyen a ti. Jesús no rebate a Judas. Simón pregunta: – ¿Adónde vamos ahora, Maestro? – Venid conmigo. Conozco un lugar». – Pero si no has vuelto nunca, desde que huiste, ¿cómo lo conoces? – pregunta, todavía enfadado, Judas. – Lo conozco. No es bonito. He estado allí otra vez. No es en Belén… un poco fuera… Torcemos por esta parte. Jesús adelante, luego Simón, luego Judas, el último Juan… En el silencio, roto sólo por el roce de las sandalias contra la grava del sendero, se oye un sollozo. – ¿Quién llora? – pregunta Jesús volviéndose. Y Judas: – Es Juan. Ha tenido miedo. – No. No miedo. Había echado ya la mano al cuchillo que tengo en el cinto… Pero me he acordado de tu: «No mates, perdona». Lo dices siempre… – Y entonces, ¿por qué lloras? – pregunta Judas. – Porque sufro viendo que el mundo no quiere a Jesús. No lo reconoce y no lo quiere conocer. ¡Oh…, es un dolor de tal naturaleza!… Como si me hurgasen en el corazón con espinas de fuego. Como si hubiera visto pisotear a mi madre y escupirle a mi padre en la cara… Más aún… Como si hubiera visto a los caballos romanos comer en el Arca Santa y descansar en el Santo de los Santos. – No llores, Juan mío. Dirás, ésta e infinitas veces: «Él era la Luz venida a resplandecer entre las tinieblas, pero las tinieblas no lo comprendieron. Vino al mundo que había sido hecho por Él, mas el mundo no lo conoció. Vino a su ciudad, a su casa, y los suyos no lo recibieron». ¡Oh, no llores así! – ¡Esto no sucede en Galilea! – suspira Juan. – Y tampoco en Judea – replica Judas – Jerusalén es su capital y hace tres días te aclamaba a ti, Mesías; este lugar de burdos pastores, campesinos y hortelanos, no hay que tomarlo como punto de referencia. Tampoco los galileos, ¡vamos!, serán todos buenos. Y además Judas, el falso Mesías, ¿de dónde era? Se decía… – Basta, Judas. No conviene alterarse. Yo estoy tranquilo, estad tranquilos también vosotros. Judas, ven aquí. Tengo que hablar contigo. Judas se llega hasta Jesús. – Toma la bolsa. Tú te encargarás de las compras. Para mañana. – ¿Y ahora dónde nos vamos a alojar? Jesús sonríe y calla. Ha llegado la noche. La luna viste todo de candor. Los ruiseñores cantan entre los olivos. El riachuelo parece una cinta de plata sonora. De los prados segados llega olor de forrajes: caliente, diría… carnal. Algún mugido. Algún balido. Y estrellas, estrellas, estrellas… una siembra de estrellas en la capa del cielo, un baldaquino de gemas vivas extendido sobre las colinas de Belén. – ¡Pero aquí!… Hay ruinas. ¿Adónde nos llevas? La ciudad está más allá. – Lo sé. Ven. Sigue el riachuelo detrás de mí. Unos pocos pasos más, y luego… luego te ofreceré el lugar de alojamiento del Rey de Israel. Judas se encoge de hombros y calla. Unos pocos pasos más. Luego un amasijo de casas derruidas. Restos de viviendas… Un antro entre dos aberturas de una gruesa pared. Jesús dice: – ¿Tenéis yesca? Encended. Simón saca un pequeño farol de su bolsa, lo enciende y se lo da a Jesús. – Entrad – dice el Maestro levantando la lamparita – Entrad. Esta es la estancia de la natividad del Rey de Israel. – ¡Estás de broma, Maestro! Ésta es una fétida cueva. ¡Ah, yo aquí, por supuesto, no me quedo! Me da asco: húmeda, fría, maloliente, llena de escorpiones, hasta de culebras quizás… – Y a pesar de todo… amigos, aquí, la noche del 25 de Encenias, de la Virgen nació Jesucristo, el Emmanuel, el Verbo de Dios hecho carne por amor al hombre: quien os está hablando. En aquel entonces, como ahora, el mundo se mostró sordo ante las voces del Cielo que hablaban a los corazones… y rechazó a mi Madre… y aquí… No, Judas, no desvíes con desagrado la mirada de esos murciélagos que revolotean, de esos lagartos, de esas telas de araña; no te recojas con asco tu bonita vestimenta bordada para que no arrastre sobre el suelo cubierto de excrementos de animales. Esos murciélagos son los hijos de los hijos de los que en realidad fueron los primeros juguetes agitados ante los ojos del Niño, por el cual los ángeles cantaban el «Gloria» que oyeron los pastores, que estaban ebrios, sí, pero sólo de extática alegría, de verdadera alegría. Esos lagartos, con su esmeralda, fueron los primeros colores que impresionaron mi pupila, los primeros después del candor del vestido y del rostro maternos; esas telas de araña, los baldaquinos de mi cuna regia. Este suelo… ¡oh!, lo puedes pisar sin desdén… Está cubierto de excrementos… pero está santificado por el pie de Ella, la Santa, la gran Santa, la Pura, la Intacta, la Puérpera deípara, aquella que dio a luz porque debía dar a luz, dio a luz porque Dios, no el hombre, se lo dijo y la fecundó de sí mismo. Ella; la Sin Mancha, lo ha comprimido con sus pies. Tú lo puedes pisar. Y Dios quiera que por las plantas de tus pies te suba al corazón la pureza que Ella espiró…Simón se ha arrodillado. Juan va derecho hacia el pesebre y llora con la cabeza apoyada en él. Judas está aterrado… le vence la emoción y, dejando de pensar en su bonita vestimenta, se arroja al suelo, coge el orlo del vestido de Jesús, lo besa y se golpea el pecho diciendo: – ¡Misericordia, Maestro bueno, por la ceguera de tu siervo! Mi soberbia cae… te veo cual eres. No el rey que yo pensaba, sino el Príncipe eterno, el Padre del siglo futuro, el Rey de la paz. ¡Piedad, Señor y Dios mío! ¡Piedad!. – Sí. ¡Toda mi piedad! Ahora dormiremos donde durmieron el Infante y la Virgen, ahí donde Juan se ha colocado en el lugar de la Madre en adoración, aquí donde Simón parece mi padre putativo… O, si lo preferís, os hablo de aquella noche… – ¡Oh! sí, Maestro. Danos a conocer cómo naciste. – Para que sea perla de luz en nuestros corazones. Y para que se lo podamos transmitir al mundo. – Y venerar a tu Madre, no sólo por ser madre tuya, sino por ser… ¡por ser la Virgen! Primero ha hablado Judas, luego Simón, luego Juan con rostro lloroso y risueño, junto al pesebre… – Venid aquí sobre el heno. Escuchad…….. y Jesús cuenta su noche natal: -…Estando por cumplírsele a mi Madre el tiempo de dar a luz, por orden de César Augusto, el delegado imperial, Publio Sulpicio Quirino, siendo gobernador de Palestina Senzio Saturnino, publicó un edicto cuyo contenido era empadronar a todos los habitantes del Imperio. Los no esclavos debían dirigirse a los lugares de origen para inscribirse en los registros del Imperio. José, esposo de mi Madre, era de la estirpe de David, como también de David era mi Madre. Obedeciendo por ello al edicto, dejaron Nazaret para venir a Belén, cuna de la estirpe real. Muy frío el tiempo… Jesús continúa su narración y todo termina así.