El trabajo oculto de Andrés. Una carta a Jesús de su Madre. Jesús debe dejar Agua Especiosa
Agua Especiosa sin peregrinos… Produce una extraña sensación verla así, sin signos de que alguien haya vivaqueado o, al menos, consumido su comida en la era o bajo el cobertizo. Sólo limpieza y orden, hoy, sin ninguna de esas señales que de sí deja una fuerte confluencia de gente. Los discípulos ocupan su tiempo en trabajos manuales: unos, trenzando mimbres para hacer nuevas trampas para los peces; otros, ocupados en pequeños trabajos de desmonte del terreno y de canalización del agua de los tejados para que no se estanque en la era. Jesús está en pie, en un prado, echando migas de pan a los gorriones. Hasta donde alcanza la vista, no hay ni un ser viviente, a pesar de que el día esté sereno. Andrés se dirige hacia Jesús, de vuelta de algo que le han encomendado: -Paz a ti, Maestro. -Y a ti, Andrés. Ven aquí un poco conmigo. Tú puedes estar con los pajarillos. Eres como ellos. ¿Te das cuenta?: cuando ellos saben que quien se les acerca los quiere, pierden el miedo. Mira lo confiados que son, y seguros y alegres. Primero estaban casi junto a mis pies, ahora estás tú y están alerta… Mira, mira… mira ese gorrión, es más audaz y se está acercando, ha comprendido que no hay ningún peligro. Y detrás de él vienen los otros. ¿Ves cómo comen? ¿No es igual que para nosotros, que somos hijos del Padre? Él nos sacia de su amor. Y, cuando estamos seguros de ser amados y de que nos ha invitado a su amistad, ¿por qué tener miedo de Él y de nosotros? Su amistad debe hacernos audaces incluso entre los hombres. Cree esto: sólo el malhechor debe tener miedo de sus semejantes; no el justo, como tú eres. Andrés se ha puesto colorado, y no habla. Jesús lo arrima hacia sí y dice sonriendo: -Habría que uniros a ti y a Simón en un mismo néctar, diluiros y luego daros de nuevo forma. Seríais perfectos. Con todo… si te dijera que, a pesar de ser tan distinto al principio, serás perfectamente igual a Pedro al final de tu misión, ¿lo creerías? -Si Tú lo dices, es cierto. Ni siquiera me pregunto cómo podrá ser, porque todo lo que Tú dices es verdad. Me alegraré de ser como Simón, mi hermano, porque es un hombre justo y te hace feliz. ¡Simón vale! Me siento muy contento de que sea una persona que vale. Valiente, fuerte. ¡Bueno, también los demás!… -¿Y tú, no? -¿Yo?… Tú eres el único que puede estar contento de mí… -Y darme cuenta de que trabajas silenciosamente y con más profundidad que los otros. Porque en los doce hay quien llama la atención en forma proporcionada a su trabajo, hay quien la llama mucho más de cuanto trabaja, y hay quien sólo trabaja, sin llamar la atención; un trabajo humilde, activo, ignorado… los otros pueden creer que éste no hace nada, mas Aquel que ve sabe las cosas. Existen estas diferencias porque aún no sois perfectos, y existirán siempre entre los futuros discípulos, entre aquellos que vengan después de vosotros, hasta el momento en que el ángel proclame con voz de trueno: «El tiempo ha terminado». Siempre habrá ministros del Cristo en que estarán nivelados lo que hacen y la atracción hacia ellos de las miradas del mundo: los maestros. Y existirán, por desgracia, aquellos que serán sólo rumor y gesto externos, sólo externos, los falsos pastores de poses histriónicas… ¿Sacerdotes?; no: mimos. Nada más. No es el gesto el que hace al sacerdote, y tampoco el hábito. No hacen al sacerdote ni su cultura terrena ni las relaciones influyentes de este mundo; es su alma, un alma tan grande que anule la carne. Todo espíritu mi sacerdote… así le sueño, así serán mis santos sacerdotes. El espíritu no tiene voz, ni pose de trágico; es inconsistente porque es espiritual y, por tanto, no puede llevar peplos o máscaras; es lo que es: espíritu, llama, luz, amor; habla a los espíritus, habla con la castidad de las miradas, de los hechos, de las palabras, de las obras. El hombre mira, y ve a un semejante suyo. Pero, más allá de la carne, y por encima de ella, ¿qué ve?: algo que le hace detenerse en su caminar apresurado, meditar y concluir: «Este hombre, semejante a mí, tiene de hombre sólo el aspecto; el alma es de ángel». Y, si se trata de un incrédulo, concluirá: «Por él creo que hay un Dios y un Cielo»; y, si es lujurioso, dice: «Éste, igual a mí, tiene ojos de Cielo; freno mi sentido para no profanarlos»; si se trata de un avaro, decidirá: «Por el ejemplo de éste, que no tiene apego a las riquezas, yo ceso de ser avaro»; si es un iracundo, una persona violenta, en presencia del manso se vuelve un ser más sereno. Todo esto puede hacer un sacerdote santo. Y, créelo, siempre existirán, entre los sacerdotes santos, los que sepan incluso morir por amor a Dios y al prójimo, y hacerlo tan silenciosamente (después de haber ejercitado la perfección durante toda la vida también silenciosamente), que el mundo ni siquiera se dé cuenta de ellos. Pero, si el mundo no acaba siendo enteramente un lupanar y un lugar de idolatría, será por éstos, los héroes del silencio y de la laboriosidad fiel. Y tendrán tu sonrisa, pura y tímida. Porque siempre habrá Andreses; ¡por gracia de Dios por suerte para el mundo, los habrá! -Yo no creía merecer estas palabras… No había hecho nada para suscitarlas… -Me has ayudado a llevar hacia Dios a un corazón; y es el segundo que conduces hacia la Luz». -¿Por qué ha hablado! Me había prometido… -Nadie ha hablado. Pero Yo sé las cosas. Cuando los compañeros duermen, cansados, tres son los que están en vela en Agua Especiosa: el apóstol de silencioso y activo amor hacia los hermanos pecadores; la criatura a la que su alma aguijonea hacia la salvación; y el Salvador que ora y vela, que espera y tiene esperanza… Mi esperanza es ésta: que un alma encuentre su salud… Gracias, Andrés. Sigue así. Bendito seas por ello. -¡Maestro!… Pero no digas nada a los otros… A solas, hablándole a una leprosa en una playa desierta, hablándole aquí a una mujer cuyo rostro no veo, algo sé hacer. Pero, si los otros lo saben, especialmente Simón (y quiere venir)… yo ya no sé hacer nada… No vengas ni siquiera Tú… porque me avergüenzo de hablar delante de ti. -No iré contigo. Jesús no irá, pero el Espíritu de Dios ha ido siempre contigo. Vamos a casa. Nos están llamando para la comida. Y todo cesa entre Jesús y el manso discípulo. Están aún comiendo y ya han encendido las lámparas, porque la tarde desciende muy presurosa. El cierzo incita a tener cerrada la puerta. Llaman. Se oye la voz alegre de Juan. -¡Nos alegramos de que hayáis regresado! -¡Habéis tardado poco! -¿Qué novedades hay, entonces? -¡Qué cargados venís! Todos hablan al mismo tiempo, mientras se ayuda a los tres a liberarse de las pesadísimas sacas que traen sobre los hombros. -¡Despacio! -¡Dejadnos saludar al Maestro! -¡Un momento! (Un alboroto alegre, familiar, por la alegría de estar juntos). -¡Hola, amigos! Dios os ha dado días tranquilos. -Sí, Maestro, pero no tranquilas noticias. Lo preveía – dice Judas Iscariote. -¿Qué pasa? ¿Qué pasa?… Se ha creado un ambiente de curiosidad. -Dejadlos primero que tomen algo y repongan fuerzas – dice Jesús. -No, Maestro. Primero te damos lo que tenemos para ti y para los demás. Y, primero… Juan, da la carta. -La tiene Simón. Yo temía estropearla entre la carga. El Zelote, que ha estado luchando hasta ese momento con Tomás, que quería traerle agua para sus pies cansados, acude diciendo: -Aquí la tengo, en la bolsa del cinturón – y abre el bolsillo interno de su ancho cinturón de cuero rojo y extrae de él un rollo ya aplastado. -Es de tu Madre. Estando cerca de Betania, encontramos a Jonatán que estaba yendo a casa de Lázaro con la carta y otras muchas cosas. Jonatán va a Jerusalén porque Cusa está poniendo en orden su palacio… Quizás Herodes va a Tiberíades… y Cusa no quiere que su mujer esté cerca de Herodías – explica el Iscariote mientras Jesús desata los nudos del rollo y desenrolla. Los apóstoles cuchichean mientras Jesús lee con beata sonrisa las palabras de su Madre. – Escuchad – dice luego -, también hay algo para los galileos. Mi Madre escribe: “A Jesús, mi dulce Hijo y Señor, paz y bendición. Jonatán, siervo de su Señor, me ha traído, de parte de Juana, unos obsequiosos regalos; ella pide a su Salvador, para sí, para su esposo y para toda su casa, la bendición. Jonatán me dice que él, por orden de Cusa, va a Jerusalén, habiendo recibido la indicación de abrir de nuevo el palacio de Sión. Yo bendigo a Dios por esto, porque así puedo hacerte llegar mis palabras y mi bendición. Igualmente, María de Alfeo y Salomé envían a sus hijos besos y bendiciones. Y, dado que Jonatán ha sido extremadamente bueno, también hay saludos de la mujer de Pedro para su marido lejano, y, para Felipe y Natanael, de sus familiares. Todas vuestras mujeres, queridos hombres que os encontráis lejos, bien con la aguja, bien con el telar, y con el trabajo de la huerta, os envían ropa para estos meses de invierno, y dulce miel, aconsejándoos que la toméis con agua bien caliente en las húmedas noches. Cuidad de vosotros mismos. Esto es lo que las madres y esposas me dicen que os diga, y yo lo transmito; también a mi Hijo. No por nada nos hemos sacrificado, creedlo. Disfrutad de los humildes presentes que nosotras, discípulas de los discípulos de Cristo, damos a los siervos del Señor; dadnos sólo la alegría de saber que estáis sanos. Ahora, amado Hijo mío, pienso que, desde hace casi un año, ya no eres todo mío. Y me parece haber vuelto al tiempo en que sabía, sí, que Tú ya habías venido, porque sentía tu pequeño corazón latir en mi seno, pero también podía decir que no habías venido todavía, porque estabas separado de mí por una barrera que me impedía acariciar tu amado cuerpo, y sólo podía adorar tu espíritu. ¡Oh, mi querido Hijo y adorable Dios!, también ahora sé que vives y que tu corazón late con el mío, jamás separado de mí aunque esté separado; pero, no te puedo acariciar, oír, servir, venerar, Mesías del Señor y de su pobre sierva. Juana quería que fuese donde ella para que yo no estuviera sola en la fiesta de las Luminarias. Pero he preferido quedarme aquí con María a encender las lámparas; por mí y por ti. Pero aunque fuera la mayor de las reinas de la Tierra y pudiera encender mil, diez mil lámparas, estaría en la oscuridad, porque Tú no estás aquí. Mientras que, por el contrario, estaba en la perfecta luz en aquella oscura gruta cuando te tuve en mi corazón, Luz mía y Luz del mundo. Será la primera vez que me diré: “Mi Niño hoy tiene un año más” sin tener a mi Niño. Y será más triste que tu primer cumpleaños en Matarea. Mas Tú llevas a cabo tu misión y yo la mía, y ambos hacemos la voluntad del Padre y trabajamos para la gloria de Dios: esto enjuga toda lágrima. Querido Hijo, comprendo lo que haces por lo que me dicen. Como las olas desde mar abierto llevan la voz de alta mar hasta un solitario y cerrado entrante, así el eco de tu santo trabajo por la gloria del Señor llega a la tranquila casita nuestra, a oídos de tu Madre, siendo para Ella causa de júbilo, mas también de temblor; porque, si todos hablan de ti, no todos lo hacen con igual corazón. Vienen amigos, y personas que han recibido algún bien, a decirme: “¡Bendito sea el Hijo de tu vientre!”, y vienen enemigos tuyos a herir mi corazón diciendo: “¡Sea anatema!’. Mas por éstos yo ruego, porque son unos infelices; más que los paganos, que vienen a preguntarme: “¿Dónde está el mago, el divino?”, y no saben que dicen una gran verdad, dentro de su error, porque verdaderamente Tú eres sacerdote y grande, que es el sentido de esa palabra para la antigua lengua, y divino eres, mi Jesús. Y yo te los mando, diciendo: `Está en Betania’. Porque es lo que sé que tengo que decir, hasta que Tú no lo ordenes de otra manera. Y ruego por estos que vienen a buscar salud para lo que muere, a fin de que encuentren salud para el espíritu eterno. Y, te lo suplico, no te aflijas por mi dolor: queda compensado por la gran alegría que me producen las palabras de los sanados de alma y de carne. Pero María sufrió y sufre todavía un dolor más fuerte que el mío. No me hablan sólo a mí. José de Alfeo quiere que sepas que, durante un reciente viaje suyo de negocios a Jerusalén, lo pararon y lo amenazaron por causa tuya. Eran hombres del Gran Consejo. Yo creo que algún grande de aquí les dio la referencia, porque, si no, ¿quién podía conocer a José como cabeza de familia y hermano tuyo? Yo te digo esto por obediencia de mujer. Pero por mí te digo: quisiera estar a tu lado, para confortarte. De todas formas, actúa Tú, Sabiduría del Padre, sin tener en cuenta mi llanto. Simón, tu hermano, quería casi ir a ti, después de este hecho; y quería ir conmigo, pero, la estación en que estamos lo ha retenido, y más aún el temor de no encontrarte, porque nos dijeron, en tono de amenaza, que Tú donde estás no puedes permanecer. ¡Hijo, Hijo mío, adorado y santo Hijo mío!, estoy con los brazos alzados como Moisés en el monte, para rogar por ti, que estás batallando contra los enemigos de Dios y tuyos, mi Jesús al que el mundo no ama. Aquí ha muerto Lía de Isaac. Lo he sentido mucho porque fue siempre buena amiga mía. Pero el padecimiento mayor eres Tú, lejano y no amado. Yo te bendigo, Hijo mío, y, como yo te doy paz y bendición, te ruego dársela Tú a Mamá». -¡Llegan hasta esa casa esos desvergonzados! – grita Pedro. Y Judas Tadeo exclama: -José… podía haberse guardado para sí lo sucedido. Pero… ¡lo ha llenado de satisfacción el poder comunicarlo! -Grito de hiena no asusta a los vivos – sentencia Felipe. -Lo malo es que no son hienas, son tigres; buscan presa viva – dice el Iscariote. Y, volviéndose al Zelote: «Refiere tú lo que hemos sabido. -Sí, Maestro. El temor de Judas está justificado. Hemos estado donde José de Arimatea y donde Lázaro; allí abiertamente, como amigos tuyos. Después, yo y Judas – como si yo fuera un amigo suyo de la infancia – hemos estado donde algunos amigos suyos de Sión… Bueno, pues José y Lázaro te dicen que dejes este lugar enseguida y vayas adonde ellos durante estas fiestas. Cede, Maestro; es por tu bien. Además, los amigos de Judas dijeron: «Mira que ya se ha decidido ir a sorprenderlo para inculparlo. Precisamente en estos días de fiestas en que no hay gente. Que se retire durante un tiempo, para que queden deludidas estas víboras. La muerte de Doras ha estimulado su veneno y su miedo, porque además de sentir odio tienen miedo. El miedo les hace ver lo que no existe y el odio les hace incluso mentir». -¡Todo, pero es que saben todo de nosotros! ¡Es odioso! ¡Y todo lo alteran, todo lo exageran! Y, cuando les parece que no hay todavía suficiente para maldecir, se lo inventan. Yo me siento asqueado y abatido. Me viene el deseo de expatriarme, de marcharme…; no sé… lejos… fuera de este Israel que no es sino pecado… – Se le ve deprimido al Iscariote. -¡Judas, Judas!, una mujer para dar a un hombre al mundo trabaja nueve lunas; tú, para dar al mundo el conocimiento de Dios, ¿querrías emplear menos tiempo? Se necesitarán no nueve lunas, sino milenios de lunas; del mismo modo que la luna nace y muere en cada lunación, manifestándose a nosotros como acabada de nacer, luego llena, luego menguada… sucederá así siempre en el mundo, mientras exista: habrá fases crecientes, llenas y decrecientes, de religión. Pero, aun cuando parezca muerta, tendrá vida, como la luna, que está aun cuando parece que haya llegado a su fin. Y quien haya trabajado en esta religión, recibirá el consiguiente pleno mérito, a pesar de que sólo una exigua minoría de almas fieles quede sobre la Tierra. ¡Venga, venga! Nada de fáciles entusiasmos en los triunfos ni de fáciles depresiones en las derrotas. -No obstante… deja este lugar. No somos nosotros fuertes todavía y sentimos que frente al Sanedrín tendríamos miedo; yo al menos… los otros, no lo sé… pero, hacer la prueba lo considero una imprudencia. Nosotros no tenemos el corazón de los tres jóvenes de la corte de Nabucodonosor. -Sí, Maestro, es mejor. -Es prudente. -Judas tiene razón. -Mira cómo también tu Madre y tus familiares… -Y Lázaro y José.-Hagámosles venir en vano. Jesús extiende los brazos y dice: -Hágase como queréis; pero luego se vuelve aquí. Veréis cuántos vienen. Yo ni fuerzo ni tiento vuestra alma; efectivamente, no la siento preparada… Bueno… veamos los trabajos que han hecho las mujeres. Pero mientras todos, con ojos risueños y voces de alegría, extraen de las sacas los paquetes con la ropa, las sandalias o los alimentos de las madres y de las esposas, y tratan de interesar a Jesús para que admire tanta gracia de Dios, Él permanece triste y absorto. Lee una y otra vez la carta materna. Se ha retirado con una lamparita al rincón más alejado de la mesa en que están la ropa, las manzanas, recipientes de metal, pequeños quesos… y, haciendo con una mano de visera para los ojos, parece meditar, pero en realidad está sufriendo. -Mira, Maestro, mi esposa, ¡pobrecilla!, ¡qué prenda tan linda, y qué manto con capucha me ha hecho! Quién sabe lo que le habrá costado hacerlo, porque no es tan experta como tu Madre – dice Pedro, que está rebosante de alegría, con los brazos cargados de sus tesoros. -Bonitos, sí, bonitos. Es una esposa excelente – dice cortésmente Jesús… pero con la vista lejos de lo que le ha mostrado. -A nosotros nuestra madre nos ha hecho dos túnicas dobles. ¡Pobre mamá! ¿Te gustan, Jesús? Es un color bonito, ¿no es verdad? – dice Santiago de Zebedeo. -Muy bonito, Santiago; te estará bien. -Mira, estoy seguro de que estos cinturones los ha hecho tu Madre; es Ella la que borda así. Y este velo doble para cubrir del sol yo también digo que lo ha hecho María; es igual que el tuyo. La túnica no; ciertamente ha sido nuestra madre la que la ha confeccionado. ¡Pobre mamá! Después de tanto como ha llorado este verano, ve menos y frecuentemente se le rompe el hilo. ¡Qué buena es! – Judas de Alfeo besa la gruesa túnica de color rojo-marrón. -No estás alegre, Maestro – observa por fin Bartolomé – Ni siquiera miras lo que te han mandado. -No puede estarlo – arguye Simón Zelote. -Estoy pensando… Pero… Volved a hacer los paquetes. Ponedlo todo en orden. No es este el momento de que nos prendan, y no nos prenderán. Bien entrada la noche, con el claro de la luna, iremos hacia Doco y luego a Betania. -¿Por qué a Doco? -Porque allí hay una mujer que se está muriendo y espera de mí la curación. -¿No pasamos por casa del encargado? -No, Andrés, por ningún sitio. Así nadie tendrá necesidad de mentir diciendo que no sabe dónde estamos. Si vuestra preocupación es que no nos persigan, la mía es no crear complicaciones a Lázaro. -Pero Lázaro te espera. -Y vamos donde él. O, mejor,… Simón, ¿me hospedas en la casa de tu viejo siervo? -Con mucho gusto, Maestro. Tú ya sabes todo. Por tanto, puedo decirte en nombre de Lázaro, de mí mismo y de quien vive en ella, que esa casa es tuya. -Vamos. Rápido. Para estar en Betania antes del sábado. Y, mientras todos se dispersan, con lámparas, para hacer lo que la improvisa partida requiere, Jesús se queda solo. Vuelve Andrés, se acerca a su Jesús y dice: -¿Y esa mujer? Me duele abandonarla ahora que parecía que iba a venir… Es prudente… ya lo has visto… -Vete a decirle que dentro de un tiempo volveremos y que mientras tanto recuerde tus palabras… -Las tuyas, Señor. Yo he dicho sólo las tuyas. -Ve. Date prisa. Y mira que ninguno te vea. Verdaderamente en este mundo de malos deben tomar aspecto de pérfidos los inocentes… Todo me cesa aquí, en esta gran verdad.