El leproso curado cerca de Corazín.
Con una precisión de fotografía perfecta, tengo delante de la vista espiritual, desde esta mañana, todavía antes del alba, a un pobre leproso. Es verdaderamente un despojo de hombre. No sabría decir qué edad tiene por lo mucho que le ha devastado la enfermedad. Esquelético, semidesnudo, muestra su cuerpo reducido al estado de una momia corroída. Las manos y los pies están retorcidos e incompletos (de manera que son pobres extremidades que ya no parecen ni siquiera humanas): las manos tienen aspecto de garra y están retorcidas, asemejan en algo a la pata de un monstruo alado; los pies parecen casi pezuñas de buey por lo mutilados y desfigurados que están. ¡Y la cabeza?… Creo que una persona a la que no se la haya sepultado y que haya quedado momificada por el sol y por el viento tendrá una cabeza semejante a ésta. Le quedan pocos mechones de cabellos esparcidos salteadamente, pegados al cutis amarillento y costroso como por polvo secado sobre una calavera. Los ojos los tiene apenas entreabiertos, ahondadísimos; los labios y la nariz, mordisqueados por el mal, muestran ya los cartílagos y las encías; las orejas son dos embrionarios restos de aurículas; recubre todo una piel apergaminada, amarilla como ciertos caolines, bajo la cual se destacan terriblemente los huesos; parece como si la función de esta piel fuera la de mantener reunidos estos pobres huesos dentro de su repelente saco repleto de costurones de cicatrices o laceraciones de llagas en putrefacción. ¡Una ruina! Pienso exactamente en una Muerte vagante por la tierra, con el esqueleto recubierto por una piel apergaminada, envuelta en un asqueroso manto todo hecho jirones, y con un nudoso bastón en la mano, ciertamente arrancado a algún árbol, en vez de la guadaña. Está a la entrada de una cueva situada en un lugar apartado, una verdadera cueva, tan destruida que no puedo decir si originariamente era un sepulcro o una cabaña para leñadores, o restos de alguna casa derruida. Dirige su mirada hacia la calzada, a unos ciento y pico metros de su antro, una vía principal polvorienta, aún llena de sol. No hay nadie en ella. Hasta donde alcanza la vista, sólo sol, polvo y soledad en la calzada. Mucho más arriba, al noroeste, debe haber un pueblo, o ciudad. Veo las primeras casas. Estará al menos a un kilómetro de distancia. El leproso mira, y suspira. Luego coge una escudilla desportillada y la llena en un arroyuelo. Bebe. Se adentra en una maraña de arbustos, detrás del antro; se agacha; le arranca al suelo algunas matas de achicoria silvestre. Vuelve al arroyuelo, las limpia quitándoles el polvo más grueso con la escasa agua que aquél porta, y se las come despacio, llevándoselas con dificultad a la boca con sus destrozadas manos. Deben estar duras como palos. Trata de masticarlas con gran esfuerzo y muchas las escupe sin poderlas tragar, a pesar de que trate de ayudarse bebiendo sorbos de agua. – ¿Dónde estás, Abel? – grita una voz. El leproso se sobresalta. En sus labios se dibuja un simulacro de sonrisa. Pero están tan desfigurados esos labios, que también es informe este espectro de sonrisa. Responde con una voz extraña, estridente (me viene a la mente el grito de unas aves cuyo exacto nombre ignoro): – ¡Estoy aquí! Creía que ya no vendrías. Pensaba que te había sucedido algo malo y estaba triste… Si me llegases a faltar también tú, ¿qué le quedaría al pobre Abel? – Diciendo esto, camina hacia la calzada, se ve que hasta donde puede según la Ley, porque a mitad de recorrido se para. Por el camino se acerca un hombre que de tan ligero como va casi corre. – ¿Pero eres realmente tú, Samuel? Si no eres la persona a quien espero, quienquiera que seas, no me hagas nada malo. – Soy yo, Abel, y no otro. Y sano. Mira cómo corro. Llego tarde, lo sé. Y lo sentía por ti. Pero cuando sepas… ¡oh!, te sentirás dichoso. Y te he traído no sólo los consabidos mendrugos de pan, sino un pan entero reciente y bueno, para ti solo, y tengo también pescado bueno, y un queso. Todo para ti. Quiero que hagas una fiesta, mi pobre amigo, para prepararte a una fiesta más grande. – ¿Pero cómo es que te has vuelto tan rico? No entiendo… – Ahora te contaré. – Y sano. ¡No pareces el mismo! – Escucha, pues. He sabido que en Cafarnaúm estaba ese Rabí que es santo, y he ido… – ¡Párate, párate! Estoy infectado. – ¡No importa! Ya no tengo miedo a nada». El hombre, que es el pobre tullido a quien Jesús curó y socorrió con una limosna en el huerto de la suegra de Pedro, ha llegado, efectivamente, con su paso veloz, hasta pocos pasos del leproso. Hablaba mientras caminaba, y reía dichoso. Pero el leproso insiste: – Párate, en nombre de Dios. Si te ve alguien… – Me paro. Mira: pongo aquí las provisiones. Come mientras sigo hablando – El hombre coloca encima de una voluminosa piedra un paquete, y lo abre. Luego se retira unos pasos. El leproso se acerca y se lanza sobre el alimento inusitado. – ¡Oh, cuánto tiempo hace que no comía así! ¡Qué bueno está! Y pensar que creía que me habría ido a descansar con el estómago vacío. Ninguna persona piadosa hoy… ni siquiera tú… Había masticado un poco de achicoria… – ¡Pobre Abel! Ya lo pensaba yo. Pero me decía: «Bueno. Ahora estará triste, ¡pero después se sentirá dichoso!». – Dichoso, sí, por esta buena comida. Pero luego… – ¡No! Serás feliz para siempre. El leproso hace un gesto con la cabeza. – Mira, Abel. Si puedes tener fe, serás feliz. – ¿Fe en quién? – En el Rabí, en el Rabí que me ha curado a mí. – ¡Yo estoy leproso y en grado extremo! ¿Cómo puede curarme? – ¡Lo puede! Es santo. – Sí, también Elíseo curó a Naamán el leproso… lo sé… Pero yo… yo no puedo ir al Jordán. – Serás curado sin necesidad de agua. Escucha: Este Rabí es el Mesías, ¿entiendes? ¡El Mesías! Es el Hijo de Dios. Y cura a todos aquellos que tienen fe. Dice: «Quiero», y los demonios huyen, y los miembros del cuerpo se enderezan, y los ojos ciegos ven. – ¡Oh, vaya que si tendría fe yo! ¿Pero cómo puedo ver al Mesías? – Exacto… he venido para esto. Él está allí, en aquel pueblo. Sé dónde está esta noche. Si quieres… Yo dije: «Se lo digo a Abel, y si Abel siente que tiene fe lo conduzco hacia el Maestro». – ¿Estás loco, Samuel? Si me acerco a las casas me apedrearán. – No a las casas. Pronto será de noche. Te conduciré hasta aquel bosquecito y luego iré a llamar al Maestro. Lo llevaré hasta ti… – ¡Ve, ve inmediatamente! Voy yo solo por mi cuenta hasta aquel punto. Iré caminando por el lecho del regato, por entre las matas; pero tú ve, ve… ¡Oh, ve, buen amigo! ¡Si supieras qué es tener este mal y qué significa esperar curarse!… – El leproso ya ni siquiera se preocupa de la comida. Llora y gesticula implorándole al amigo. – Me voy y tú vas hasta el bosque – El ex tullido se marcha corriendo. Abel baja con dificultad al lecho del regato que bordea la calzada, todo lleno de matas crecidas en el fondo seco. En el centro apenas si hay un hilo de agua. Cae la noche mientras el infeliz se desliza entre los grupos de matorrales, siempre alerta por si oye algún paso. Dos veces se extiende a lo largo contra el suelo del fondo: la primera, por un hombre a caballo que recorre al trote la calzada; la segunda, por tres hombres, cargados de heno, que van en dirección al pueblo. Después prosigue. Pero, antes que él, llega Jesús con Samuel al bosquecito. – Dentro de poco estará aquí. Camina lento, por las llagas. Ten paciencia. – No tengo prisa. – ¿Lo vas a curar? – ¿Tiene fe? – ¡Oh!… se estaba muriendo de hambre, veía esa comida después de años de abstinencia, y, no obstante, ha dejado todo después de unos pocos bocados para venir rápidamente. – ¿Cómo lo has conocido? – Mira… yo vivía de limosnas después de mi desventura y recorría los caminos para desplazarme a uno u otro lugar. Por aquí pasaba cada siete días. Conocí a ese pobre hombre un día que, llevado del hambre, se había acercado en busca de algo hasta el camino que conduce al pueblo, bajo una tormenta que haría huir incluso a los lobos. Estaba hurgando entre la basura como un perro. Yo tenía algo de pan duro en el talego — el óbolo de algunas personas buenas — y lo compartí con él. Desde entonces somos amigos y todas las semanas lo abastezco. Con lo que tengo… Si mucho, mucho; si poco, poco. Hago lo que puedo, como si fuese un hermano mío. Desde la tarde que me curaste — ¡bendito seas! — pienso en él… y en ti. – Eres bueno, Samuel; por eso la gracia te ha visitado. Quien ama merece todo de Dios… Ahí hay algo entre los ramajes. – ¿Eres tú, Abel? – Soy yo. – Ven. El Maestro te espera aquí, bajo el nogal. El leproso sale del regato, sube hasta la orilla, continúa, se adentra en el prado. Jesús, apoyada la espalda en un altísimo nogal, lo espera. – ¡Maestro, Mesías, Santo, ten piedad de mí! – y se arroja entre la hierba a los pies de Jesús. Con el rostro en tierra dice – ¡Oh, Señor mío! ¡Si Tú quieres, puedes limpiarme! – Y luego se atreve a alzarse de rodillas y alarga los esqueléticos brazos, con sus retorcidas manos, y mueve hacia adelante el rostro huesudo, devastado… Las lágrimas bajan desde las órbitas enfermas hasta los labios comidos por la lepra. Jesús lo mira con mucha piedad; mira a este espectro humano, que el mal horrendo está devorando y que sólo una verdadera caridad puede aguantar cerca, por lo repugnante de su estado y por el mal olor que despide. Y a pesar de todo Jesús le tiende una mano, su hermosa, sana mano derecha, como para acariciarle. Éste, sin alzarse, se echa hacia atrás, sobre los talones, y grita: – ¡No me toques! ¡Piedad de ti! Pero Jesús da un paso hacia adelante. Solemne, bueno, dulce, posa sus dedos sobre la cabeza comida por la lepra y dice, con voz suave, toda amor y no por ello no llena de poder: – ¡Lo quiero! ¡Queda limpio! – La mano aún permanece unos minutos sobre la pobre cabeza. – Levántate. Ve al sacerdote. Cumple cuanto la Ley prescribe. Y no digas lo que he hecho contigo, sé sólo bueno, no peques nunca más. Te bendigo. – ¡Oh! ¡Señor! ¡Abel! ¡Si estás completamente sano! – Samuel, que ha visto la metamorfosis de su amigo, grita de alegría. – Sí, está sano. Se lo ha merecido por su fe. Adiós. La paz sea contigo. – ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Yo no te dejo! ¡No puedo dejarte!. – Cumple lo que requiere la Ley. Después nos veremos de nuevo. Por segunda vez, descienda sobre ti mi bendición. Jesús se pone en camino haciéndole una seña a Samuel de que se quede. Y los dos amigos lloran de alegría mientras, a la luz de un cuarto de luna, vuelven a la cueva para estar por última vez en aquella madriguera de desventura.