El encuentro con Pedro y Andrés después de un discurso en la sinagoga. Juan de Zebedeo, grande también en la humildad.
Jesús camina solo por una vereda que corta dos parcelas de cultivo. Juan se dirige hacia Él por un sendero completamente distinto que hay entre las tierras; al final le alcanza, pasando por una abertura del seto. ‘ Juan, tanto en la visión de ayer como en la de hoy, es muy joven. Tiene un rostro sonrosado e imberbe, de hombre apenas hecho. Siendo, además, rubio, no se ve en él ni una señal de bigote o de barba, sino sólo el color rosáceo de las mejillas lisas, el rojo de los labios y la luz risueña de su hermosa sonrisa y mirada pura (no tanto por su color turquesa oscuro cuanto por la limpieza del alma virgen que en ella puede verse). Los cabellos rubio-castaños, largos y esponjosos, mecen al ritmo de su paso, que es tan veloz que parece que corriera. Llama, cuando está para pasar el seto: -¡Maestro! Jesús se detiene y se vuelve sonriendo. -¡Maestro, suspiraba por ti! Me han dicho en la casa donde estás que habías venido hacia la campiña… Pero no exactamente a dónde. Y temía no verte – Juan habla levemente inclinado, por respeto. Y, no obstante, se le ve lleno de confidente afecto en su actitud y en la mirada, que alza hacia Jesús, con la cabeza ligeramente en dirección al hombro. – He visto que me buscabas y he venido hacia ti. -¿Me has visto? ¿Dónde estabas, Maestro? – Allí – y Jesús indica un grupo de árboles lejanos que, por el color del ramaje, yo diría que son olivos – Estaba allí, orando y pensando en lo que voy a decir esta tarde en la sinagoga. Pero lo he dejado enseguida, nada más verte. -¿Y cómo has podido verme si yo apenas distingo ese lugar, escondido detrás de aquel promontorio? – Y, sin embargo, ya ves que he salido a tu encuentro porque te he visto. Lo que no hace el ojo lo hace el amor». – Sí, lo hace el amor. Entonces, me amas, ¿no, Maestro? – Y tú, ¿me amas, Juan, hijo de Zebedeo? – Mucho, Maestro. Tengo la impresión de haberte amado siempre. Antes de conocerte, mi alma te buscaba, y, cuando te he visto, ella me ha dicho: «He ahí a quien buscas». Yo creo que te he encontrado porque mi alma te ha sentido. – Tú lo dices, Juan, y es así. Yo también he venido hacia ti porque mi alma te ha sentido. ¿Durante cuánto tiempo me amarás?- Siempre, Maestro. Ya no quiero amar a nadie que no seas Tú. – Tienes padre y madre, hermanos, hermanas; tienes la vida, y, con la vida, la mujer y el amor. ¿Serás capaz de dejarlo todo por mí? – Maestro… no sé… pero me parece, si no es soberbia el decirlo, que tu predilección será, para mí, padre, madre, hermanos, hermanas e incluso mujer. De todo, sí, de todo me consideraré saciado, si Tú me amas. -¿Y si mi amor te comporta sufrimientos y persecuciones? – Será como nada, Maestro, si Tú me amas. – Y el día que Yo debiera morir… -¡No! Eres joven, Maestro… ¿Por qué morir? – Porque el Mesías ha venido para predicar la Ley en su verdad y para llevar a cabo la Redención. Y el mundo aborrece la Ley y no quiere redención. Por eso persigue a los mensajeros de Dios. -¡Oh, que esto no suceda! ¡No le manifiestes este pronóstico de muerte a quien te ama!… Pero, aunque tuvieras que morir, yo te amaría de todas formas. Deja que te ame – Juan tiene una mirada suplicante. Más humilde que nunca, camina al lado de Jesús y parece como si mendigara amor. Jesús se detiene. Lo mira, lo taladra con la mirada de sus ojos profundos, y, poniéndole la mano sobre su cabeza inclinada, le dice: – Quiero que me ames. -¡Oh, Maestro! – Juan se siente feliz. Aunque sus pupilas brillen de llanto, ríe con esa joven boca suya bien dibujada; toma la mano divina, la besa en el dorso y la aprieta contra su corazón. Continúan su camino. – Has dicho que me buscabas… – Sí. Para anunciarte que mis amigos quieren conocerte… y porque… ¡oh, qué ganas tenía de estar de nuevo contigo! Te he dejado hace pocas horas… y ya no podía seguir sin ti. – Entonces, ¿has sido un buen anunciador del Verbo? – También Santiago, Maestro, ha hablado de ti de manera… convincente. – De forma que incluso quien desconfiaba – y no es culpable, porque la prudencia era la causa de su reserva – se ha persuadido. Vamos a confirmarlo del todo. – Tenía un poco de miedo… -¡No! ¡No miedo a mí! He venido por los buenos y más aún por quien está en el error. Yo quiero salvar, no condenar. Con los honestos seré todo misericordia. -¿Y con los pecadores? – También. Por deshonestos entiendo los que lo son espiritualmente, y con hipocresía fingen ser buenos, mientras que realizan obras malvadas. Y hacen esas cosas, y de esa forma, para obtener algún beneficio propio y sacar algún provecho del prójimo. Con éstos seré severo. – Simón entonces puede sentirse seguro. Es auténtico como ningún otro. – Así me gusta, y así quiero que seáis todos. – Simón quiere decirte muchas cosas. – Lo escucharé después de hablar en la sinagoga. He dicho que se avise no sólo a los ricos y a los sanos sino también a los pobres y a los enfermos. Todos tienen necesidad de la Buena Nueva. E1 poblado está cercano. Algunos niños juegan en la calle; uno, corriendo, se choca con las piernas de Jesús, y, se hubiera caído, si Él no lo hubiese aferrado con solicitud. El niño llora de todas formas, como si se hubiera hecho daño, y Jesús, sujetándolo, le dice: -¿Un israelita que llora? ¿Qué habrían debido hacer los miles y miles de niños que se hicieron hombres atravesando el desierto siguiendo a Moisés? Pues bien, más por ellos que por los otros — porque el Altísimo ama a los inocentes y cuida providentemente de estos angelitos de la tierra, de estas avecillas sin alas, como de los pájaros del bosque y de los aleros — justamente por éstos envió tan dulce maná. ¿Te gusta la miel? ¿Sí? Bueno, pues si eres bueno comerás una miel más dulce que la de tus abejas. -¿Dónde? ¿Cuándo? – Cuando, después de una vida de fidelidad para con Dios, vayas a Él. – Sé que no iré a Él si no viene el Mesías. Mamá me dice que por ahora cada uno de nosotros, israelitas, somos como Moisés y morimos teniendo ante nuestros ojos la Tierra Prometida. Dice que nos damos a la espera de entrar en ella y que sólo el Mesías hará que entremos. -¡Pero qué israelita tan genial! Pues bien, Yo te digo que cuando mueras entrarás enseguida en el Paraíso, porque el Mesías, para entonces, habrá abierto ya las puertas del Cielo. Pero tienes que ser bueno. -¡Mamá! ¡Mamá! – El niño se desata de los brazos de Jesús y corre hacia una joven esposa que regresa con un ánfora de cobre. -¡Mamá! El nuevo Rabí me ha dicho que iré inmediatamente al Paraíso cuando muera, y que comeré mucha miel… pero si soy bueno. ¡Seré bueno! -¡Dios lo quiera! Perdona, Maestro, si te ha molestado. ¡Está lleno de vitalidad! – La inocencia no molesta, mujer. Dios te bendiga, porque eres una madre que cría a los hijos en el conocimiento de la Ley. La mujer se sonroja ante esta alabanza y responde: – Que Dios te bendiga también a ti – y desaparece con su pequeño.-¿Te gustan los niños, Maestro? – Sí, porque son puros… y sinceros… y amorosos. -¿Tienes sobrinos, Maestro? – No tengo sino… una Madre… Pero en Ella están presentes la pureza, la sinceridad, el amor de los niños más santos, junto a la sabiduría, justicia y fortaleza de los adultos. En mi Madre tengo todo, Juan. -¿Y la has dejado? – Dios está por encima incluso de la más santa de las madres. -¿La conoceré yo? – La conocerás. -¿Y me querrá? – Te amará porque Ella ama a quien ama a su Jesús. -¿Entonces no tienes hermanos? – Tengo algunos primos por parte del marido de mi Madre. Pero todo hombre es para mí un hermano y para todos he venido. Henos aquí delante de la sinagoga. Yo entro; tú vendrás después con tus amigos. Juan se va y Jesús entra en una estancia cuadrada que tiene el típico aparato de luces colocadas en triángulo y de atriles con rollos de pergamino. Ya hay una multitud que espera y ora. También Jesús ora. La multitud bisbisea y hace comentarios detrás de Él. Jesús se inclina para saludar al jefe de la sinagoga y luego pide un rollo, tomado al azar. Jesús empieza la lección. Dice: – El Espíritu me mueve a leer esto para vosotros. Al principio del séptimo libro de Jeremías se lee: «Esto dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: ‘Enmendad vuestros hábitos y Vuestros sentimientos, y entonces habitaré con vosotros en este lugar, No os hagáis falsas ilusiones con esas palabras vanas que repetís: aquí está el Templo del Señor, el Templo del Señor, el Templo del Señor. Porque si vosotros mejoráis vuestros hábitos y sentimientos, si hacéis justicia entre el hombre y su prójimo, si no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda, si no esparcís en este lugar la sangre inocente, si no seguís a los dioses extranjeros, para desventura vuestra, entonces Yo habitaré con vosotros en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres para siempre». Oíd, vosotros, de Israel. Yo vengo a iluminaros las palabras de luz que vuestra alma ofuscada ya no sabe ni ver ni entender. Oíd. Mucho llanto cae sobre la tierra del pueblo de Dios: lloran los ancianos al recordar las antiguas glorias, lloran los adultos bajo el peso del yugo, lloran los niños sin porvenir de gloria. Mas la gloria de la Tierra no es nada respecto a una gloria que ningún opresor, aparte de Satanás y la mala voluntad, puede arrebatar. ¿Por qué lloráis? ¿Cómo es que el Altísimo, que siempre fue bueno para con su pueblo, ahora ha vuelto hacia otro lugar su mirada y niega a sus hijos la visión de su Rostro? ¿Ya no es el Dios que abrió el mar y por él hizo pasar a Israel y por arenas lo condujo y nutrió, y lo defendió contra los enemigos y, para que no perdiese la pista del camino del Cielo, como dio a los cuerpos la nube, les dio la Ley a las almas? ¿Ya no es el Dios que dulcificó las aguas y proporcionó el maná a los que estaban extenuados? ¿Ya no es el Dios que quiso estableceros en esta tierra y estrechó con vosotros una alianza de Padre a hijos? Y entonces, ¿por qué ahora el pueblo extranjero os ha abatido? Muchos entre vosotros murmuran: «¡Y, sin embargo, aquí está el Templo!». No basta tener el Templo e ir a él a rezar a Dios. El primer templo está en el corazón de cada hombre y en él se debe llevar a cabo una santa oración. Pero no puede ser santa si antes el corazón no se enmienda, y con el corazón los hábitos, los afectos, las normas de justicia respecto a los pobres, respecto a los siervos, respecto a los parientes, respecto a Dios. Mirad. Yo veo ricos de duro corazón que depositan pingües ofrendas en el Templo, pero no saben decirle al pobre: «Hermano, toma un pan y un denario. Acéptalo. De corazón a corazón. Que esta ayuda no te humille a ti, y no me ensoberbezca a mí el dártela». Veo que hay quien ora y se lamenta ante Dios de que no lo escucha prontamente; y después, al mísero — en ocasiones, de su propia sangre — que le dice: «Escúchame», le responde con corazón de piedra: «No». Veo que lloráis porque quien os domina desangra vuestra bolsa. Pero luego vosotros sacáis la sangre a quien odiáis, y no os horroriza el vaciar un cuerpo de sangre y de vida. ¡Oh, israelitas! El tiempo de la Redención ha llegado. Mas, preparad sus vías en vosotros con la buena voluntad. Sed honestos, buenos; amaos los unos a los otros. Ricos, no despreciéis; comerciantes, no cometáis fraudes; pobres, no envidiéis. Sois todos de una sangre y de un Dios. Todos estáis llamados a un destino. No os cerréis con vuestros pecados el Cielo que el Mesías os va a abrir. ¿Que hasta ahora habéis errado? Ya no más. Caiga todo error. Simple, buena, fácil es la Ley que vuelve a los diez mandamientos iniciales; pero deben estar inmersos en luz de amor. Venid. Yo os mostraré cuáles son: amor, amor, amor. Amor de Dios a vosotros, de vosotros a Dios. Amor entre vosotros. Siempre amor, porque Dios es Amor y son hijos del Padre los que saben vivir el amor. Yo estoy aquí para todos y para dar a todos la luz de Dios. He aquí la Palabra del Padre que se hace alimento en vosotros. Venid, gustad, cambiad la sangre del espíritu con este alimento. Todo veneno desaparezca, toda concupiscencia muera. Se os ofrece una gloria nueva, la eterna; la alcanzarán los que hagan de la Ley de Dios estudio verdadero de su corazón. Empezad por el amor. No hay nada más grande. Cuando sepáis amar, sabréis ya todo, y Dios os amará; y amor de Dios quiere decir ayuda contra toda tentación. La bendición de Dios descienda sobre quien le eleva un corazón lleno de buena voluntad. Jesús ha terminado de hablar. Se oye el bisbiseo de la gente. Después de himnos muy salmodiados, la asamblea se disuelve. Jesús sale a la placita. En la puerta están Juan y Santiago con Pedro y Andrés. – La paz esté con vosotros – dice Jesús; y añade – Éste es el hombre que para ser justo necesita no juzgar sin conocer primero, pero que es honesto reconociendo su equivocación. Simón, ¿has querido verme? Aquí me tienes. Y tú, Andrés, ¿por qué no has venido antes?Los dos hermanos se miran turbados. Andrés susurra: – No me atrevía… Pedro, rojo, no habla. Pero cuando oye que Jesús le dice al hermano: « ¿Hacías algo malo viniendo? Sólo el mal no se debe osar hacer», interviene con franqueza: – He sido yo. Él quería traerme inmediatamente hacia ti. Pero yo… yo he dicho… Sí, he dicho: «No creo», y no he querido. ¡Oh, ahora me siento mejor!… Jesús sonríe y dice: – Por tu sinceridad, te manifiesto que te amo. – Pero yo… yo no soy bueno… no soy capaz de hacer lo que has dicho en la sinagoga. Soy iracundo y, si alguno me ofende… ¡bueno!… Soy codicioso y me gusta tener dinero… y al vender el pescado… bueno… no siempre… no siempre he estado limpio de fraude. Y soy ignorante. Y tengo poco tiempo para seguirte y recibir así la luz. ¿Qué puedo hacer? Quisiera ser como Tú dices… pero… – No es difícil, Simón. ¿Conoces un poco la Escritura? ¿Sí? Pues bien, piensa en el profeta Miqueas. Dios quiere de ti lo que dice Miqueas. No te pide que te arranques el corazón, ni que sacrifiques los afectos más santos. Por ahora no te lo pide. Un día tú le darás a Dios, sin que te lo demande, incluso a ti mismo. Pero Él espera a que un sol y un rocío, de ti, sutil tallo de hierba, hagan palma robusta y gloriosa. Por ahora te pide esto: practicar la justicia, amar la misericordia, poner toda la atención en seguir a tu Dios. Esfuérzate en hacer esto y quedará cancelado el pasado de Simón, y tú serás el hombre nuevo, el amigo de Dios y de su Cristo. No serás ya Simón, sino Cefas, piedra segura en que me apoyaré. -¡Esto me gusta! Esto lo entiendo. La Ley es así… es así… mira, ¡yo ya no sé practicarla de la forma que la presentan los rabinos!… Pero esto que Tú dices, sí. Me parece que lo lograré. Tú me vas a ayudar, ¿no? ¿Resides en esta casa?… Conozco al dueño. – Estoy aquí. Pero voy a ir a Jerusalén, y después predicaré por Palestina. Para esto he venido. De todas formas, volveré aquí frecuentemente. – Vendré a oírte de nuevo. Quiero ser tu discípulo. Un poco de luz entrará en mi cabeza. – En el corazón sobre todo, Simón, en el corazón. Y tú, Andrés, ¿no hablas? – Escucho, Maestro. – Mi hermano es tímido. – Será un león. Está anocheciendo. Que Dios os bendiga y os conceda buena pesca. Id. – La paz sea contigo. Se van. Nada más salir, Pedro observa: -¿Qué habrá querido decir antes, con eso de que pescaré con otras redes, y otro tipo de peces? -¿Por qué no se lo has preguntado? Querías decir muchas cosas, y luego casi ni hablas. – Me daba… vergüenza. ¡Es tan distinto de los demás rabinos! – Ahora va a Jerusalén… – Esto lo expresa Juan con anhelo y nostalgia grandes – Yo quería pedirle que me dejara ir con Él… pero no me he atrevido… – Vete a decírselo, muchacho – responde Pedro – Nos hemos despedido de Él así, sin más… sin ni siquiera una palabra de afecto… Al menos, que sepa que lo admiramos. Ve, ve. Yo me encargo de comunicárselo a tu padre. -¿Voy, Santiago? – Ve. Juan se echa a correr… y, también corriendo, vuelve lleno de júbilo. – Le he dicho: «¿Quieres que vaya contigo a Jerusalén?». Me ha respondido: «Ven, amigo». ¡Ha dicho «amigo»! Mañana a esta hora vendré aquí. ¡Ah! ¡A Jerusalén con Él!… La visión termina. Respecto a esta visión, me dice esta mañana (14 de Octubre) Jesús: – Quiero que tú y todos os fijéis en la actitud de Juan, en un aspecto que siempre pasa desapercibido. Lo admiráis porque es puro, amoroso, fiel. Pero no os dais cuenta de que fue grande también en humildad. Él, primer artífice de que Pedro viniera a mí, modestamente, calla este detalle. El apóstol de Pedro y, por tanto, el primero de mis apóstoles, fue Juan; primero en reconocerme, primero en dirigirme la palabra, primero en seguirme, primero en predicarme. Y, sin embargo, ¿veis lo que dice?; «Andrés, hermano de Simón, era uno de los dos que habían oído las palabras de Juan [el Bautista] y habían seguido a Jesús. El primero con quien se encontró fue su hermano Simón, al cual le dijo: «Hemos encontrado al Mesías’, y lo condujo a donde estaba Jesús». Justo, además de bueno, sabe que Andrés se angustia por tener un carácter cerrado y tímido, sabe que querría hacer muchas cosas pero que no logra hacerlas, y desea para él, en la posteridad, el reconocimiento de su buena voluntad. Quiere que aparezca Andrés como el primer apóstol de Cristo respecto a Simón, a pesar de que la timidez y la dependencia respecto a su hermano le hubieran creado un sentimiento de derrota en el apostolado. ¿Quiénes, entre los que hacen algo por mí, saben imitar a Juan y no se autoproclaman insuperables apóstoles, pensando que su éxito proviene de un complejo de cosas, que no son sólo santidad, sino también audacia humana, fortuna, y la circunstancia de estar junto a otros menos audaces y afortunados, pero quizás más santos que ellos? Cuando tengáis algún éxito en el campo del bien, no os gloriéis de ello como si fuera mérito sólo vuestro. Alabad a Dios, señor de los apostólicos obreros, y tened ojo limpio y corazón sincero para ver y dar a cada uno la alabanza que le corresponde. Ojo límpido para discernir a los apóstoles que cumplen holocausto, y que son las primeras, verdaderas palancas en el trabajo de los demás. Sólo Dios los ve a éstos que, tímidos, parece que no hacen nada, y son, sin embargo, los que le roban al Cielo elfuego de que están investidos los audaces. Corazón sincero en cuanto a decir: «Yo actúo, pero éste ama más que yo, ora mejor que yo, se inmola como yo no sé hacer y como Jesús ha dicho: «… dentro de la propia habitación con la puerta cerrada para orar en secreto». Yo, que intuyo su humilde y santa virtud, quiero darla a conocer y decir: ‘Yo soy instrumento activo; éste, fuerza que me imprime movimiento; porque, injertado como está en Dios, me es canal de celeste fuerza». Y la bendición del Padre, que desciende para recompensar al humilde que en silencio se inmola para dar fuerza a los apóstoles, descenderá también sobre el apóstol que sinceramente reconoce la sobrenatural y silenciosa ayuda que le viene a él del humilde, y el mérito de éste, que la superficialidad de los hombres no nota. Aprended todos. ¿Es mi predilecto? Sí. Pero, ¿no tiene también esta semejanza conmigo? Puro, amoroso, obediente, mas también humilde. Yo me miraba en él y en él veía mis virtudes. Lo amaba, por ello, como un segundo Yo. Veía la mirada del Padre depositada en él, reconociéndolo como un pequeño Cristo. Y mi Madre me decía: «Siento en él un segundo hijo. Me parece verte a ti, reproducido en un hombre». ¡Oh…, la Llena de Sabiduría cómo te conoció dilecto mío! Los dos azules de vuestros corazones de pureza se fundieron en un único velo para protegerme amorosamente, y vinieron a ser un solo amor, antes incluso de que Yo diera a la Madre a Juan y a Juan a la Madre. Se habían amado porque habían reconocido su mutua similitud: hijos y hermanos del Padre y del Hijo.