El encuentro con Lázaro de Betania
Una clarísima aurora estiva. Más que aurora, ya infancia de día, porque el sol ya ha dejado todo límite de horizonte y sube cada vez más, sonriéndole a la tierra sonriente. No hay tallito que no ría con destellos de rocío. Parece como si los astros nocturnos se hubieran pulverizado, para ser oro y gemas en todos los tallos, en todas las frondas, y hasta incluso sobre las piedras esparcidas en el suelo, con sus escamitas silíceas, humedecidas por el rocío, que parecen polvos de tocador hechos de diamante, o polvo de oro. Jesús y Simón andan por un camino que se aleja de la calzada principal haciendo una V Se dirigen hacia unos magníficos huertos de árboles frutales, y espléndidos campos de lino tan alto como un hombre, ya cercano a la siega; otros campos, más lejanos, muestran sólo un gran rojear de amapolas entre la amarillez de los rastrojos. -Estamos ya en la propiedad de mi amigo. Como puedes ver, Maestro, la distancia estaba dentro de la prescripción de la Ley. Jamás me habría permitido un engaño contigo. Detrás de aquel pomar está el muro que circunda el jardín; dentro está la casa. Te he traído por este atajo precisamente para no salirnos de la milla prescrita. -¿Es muy rico tu amigo! -Mucho. Pero no es feliz. Su casa tiene propiedades en otros lugares. -¿Es fariseo? -Su padre no lo era. Él… es muy observante. Ya te lo he dicho: un verdadero israelita. Andan un poco más. Se ve un alto muro. Luego, al otro lado, árboles y más árboles, entre los cuales apenas si se ve la casa. El terreno aquí se eleva un poco, pero no tanto como para permitirle a la vista penetrar en el jardín, tan vasto que podríamos llamarle «parque». Dan la vuelta a la esquina. El muro prosigue igual, dejando descender desde su parte alta ramas despeinadas de rosas y jazmines llenas de fragancia y esplendor en sus corolas bañadas de rocío. Llegan a la sólida puerta de hierro forjado. Simón golpea con el pesado aldabón de bronce. -Es una hora muy temprana para entrar, Simón – objeta Jesús. -¡Pero si mi amigo, que sólo encuentra alivio en su jardín o entre los libros, se levanta nada más salir el sol! La noche es para él un tormento. No tardes más, Maestro, en darle tu alegría. Un criado abre la puerta. -¡Hola, Aseo! Dile a tu jefe que Simón el Zelote ha venido con su Amigo.El criado los invita a entrar diciendo: «Vuestro siervo os saluda. Entrad, que la casa de Lázaro está abierta para los amigos». Luego se marcha corriendo. Simón, que conoce bien el lugar, se dirige no hacia el paseo central sino hacia un sendero que entre rosales lleva a una pérgola de jazmines. Y de allí, en efecto, sale Lázaro poco después. Está delgado y pálido, como siempre lo he visto; alto, pelo corto ni tupido ni rizado, barba rala apenas limitada a la barbilla. Viste de lino blanquísimo y anda con dificultad, como si le dolieran las piernas. Cuando ve a Simón, hace un gesto de afectuoso saludo, y luego, como puede, corre hacia Jesús y se hinca de rodillas, y se inclina profundamente para besar el borde del vestido de Jesús, diciendo: -No soy digno de tanto honor, pero, puesto que tu santidad se humilla hasta mi miseria, ven, mi Señor, entra, y sé dueño en mi pobre casa. -Levántate, amigo. Recibe mi paz. Lázaro se levanta y besa las manos de Jesús y lo mira con veneración no exenta de curiosidad. Caminan hacia la casa. -¡Cuánto te he esperado, Maestro! Cada alba decía: «Hoy vendrá», y cada noche decía: «¡Tampoco hoy lo he visto!»». -¿Por qué me esperabas con tanta ansia? -Porque… ¿qué esperamos nosotros, los israelitas, sino a ti? -¿Y tú crees que Yo soy el Esperado? -Simón no ha mentido jamás, y no es un muchacho que se exalte por quimeras. La edad y el dolor lo han hecho maduro como un sabio. Y, además… aunque él no te hubiera conocido por la verdad de tu ser, tus obras habrían hablado y te habrían llamado «Santo». Quien hace las obras de Dios debe ser hombre de Dios. Y Tú las haces. Y las haces de un modo que dice cuánto eres Tú el Hombre de Dios. Él, mi amigo, fue a ti por la fama de milagros y obtuvo un milagro. Y sé que tu camino está marcado con otros milagros. ¿Por qué no creer entonces que eres el Esperado? ¡Oh, es tan dulce creer lo bueno! De muchas cosas que no son buenas debemos fingir creer que lo son, por amor a la paz, por no poderlas cambiar; debemos mostrar que creemos muchas palabras falsas, que parecen halagos, alabanzas, benignidad, y son por el contrario sarcasmo y censura, veneno recubierto de miel; debemos mostrar que las creemos aun sabiendo que son veneno, censura y sarcasmo…, debemos hacerlo porque… no se puede actuar de otra manera y somos débiles contra todo un mundo que es fuerte, y estamos solos contra todo un mundo que, como enemigo, está contra nosotros… ¿Por qué, entonces, tener dificultad en creer lo bueno? Pero es que, además, estamos en la plenitud de los tiempos y los signos de los tiempos se dan. Y cuanto pudiera faltar para robustecer la fe y hacerla impasible ante la duda, lo pone nuestra voluntad de creer y de aplacar nuestro corazón en la certeza de que la espera ha terminado y de que el Redentor está entre nosotros; está entre nosotros el Mesías… Aquel que devolverá la paz a Israel y a los hijos de Israel, Aquel que… hará que muramos sin angustia, sabiendo que hemos sido redimidos, y que vivamos sin ese aguijón de nostalgia por nuestros muertos… ¡Oh…, los muertos! ¿Por qué sentir pena por ellos, sino porque no tienen ya a sus hijos y todavía no tienen a su Padre y Dios? -¿Hace mucho que se te ha muerto tu padre? -Tres años. Y siete que se me murió mi madre… Pero ya hace algo de tiempo que no los compadezco… Yo mismo quisiera estar donde espero que estén ellos aguardando el Cielo. -No tendrías, entonces, como huésped al Mesías. -Es cierto. Ahora yo soy más que ellos porque te tengo… y el corazón se aplaca con esta alegría. Entra, Maestro. Concédeme el honor de hacer de mi casa la tuya. Hoy es sábado y no puedo honrarte convidando a amigos… -No lo deseo. Hoy soy todo para el amigo común de Simón y mío. Entran en una hermosa sala, donde unos criados están preparados para recibirlos. -Os ruego que los sigáis – dice Lázaro – Podréis reponer fuerzas o tomar algo fresco antes de la comida matutina. Y, mientras Jesús y Simón van a otro lugar, Lázaro da órdenes a los siervos. Comprendo que la casa es rica, y señorial además de rica… …Jesús bebe leche (Lázaro quiere servírsela personalmente a toda costa antes de sentarse para la comida matutina). Veo que Lázaro se vuelve a Simón y le dice: -He encontrado al hombre que está dispuesto a adquirir tus bienes, y al precio que tu intendente ha estimado justo. No quita ni una dracma. -Pero ¿está dispuesto a observar mis cláusulas? -Está dispuesto. Acepta todo, con tal de estar en esas tierras. Y yo me alegro porque al menos sé con quién confino. No obstante, de la misma forma que tú deseas permanecer al margen en la venta, él desea que no sepas quién es. Te ruego que secundes este deseo suyo. -No veo motivo para no hacerlo. Tú, amigo mío, harás mis veces… Todo lo que hagas estará bien. Me conformo sólo con que mi servidor fiel no se quede en la calle… Maestro, yo vendo, y, por lo que a mi respecta, me siento feliz de no tener ya nada que me ligue a ninguna cosa que no sea servirte a ti. Pero tengo un viejo criado fiel, el único que ha quedado después de mi desventura y que – ya te lo dije – me ayudó siempre en los momentos de segregación, cuidando de mis bienes como de los propios, haciéndolos incluso pasar con la ayuda de Lázaro por propios para salvármelos y poder socorrerme con ellos. Ahora no sería justo que yo lo despidiera sin casa, ahora que es anciano. He decidido que una pequeña casa, en las lindes de la propiedad, se quede para él y que parte de la suma se le dé para su sustento futuro. Los viejos, ya sabes, son como la hiedra: cuando han vivido siempre en un lugar, sufren demasiado si se les aleja de él. Lázaro lo quería consigo, porque Lázaro es bueno, pero he preferido hacer esto. Sufrirá menos el anciano… -Tú también eres bueno, Simón. Si todos fueran justos como tú, resultaría más fácil mi misión…» observa Jesús. -¿Sientes que el mundo es reacio, Maestro? – pregunta Lázaro. -¿El mundo?… No. La fuerza del mundo: Satanás. Si él no fuera dueño de los corazones y los tuviera en su poder, Yo no encontraría resistencia. Pero el Mal está en contra del Bien, y tengo que vencer en cada uno al mal para introducir en ellos el bien… y no todos quieren. -Es cierto. ¡No todos quieren! Maestro, ¿qué palabras encuentras para el culpable; para convertirlo, para doblegarlo? ¿Palabras de severa reprobación como las que llenan la historia de Israel hacia los culpables – el último que las usa es el Precursor – o por el contrario palabras de piedad? -Practico el amor y la misericordia. Cree, Lázaro, que para quien a caído tiene más poder una mirada de amor que una maldición. -¿Y si el amor es objeto de burla? -Seguir insistiendo. Insistir hasta el extremo. Lázaro, ¿conoces las tierras traidoras que se tragan a los incautos? -Sí. Lo he leído – en el estado en que me encuentro leo mucho, por pasión y por pasar las largas horas de insomnio. Sí, he leído acerca de ellas. Sé que existen en Siria y en Egipto, y otras en donde los caldeos, y sé que son como ventosas, aspiran cuando hacen presas. Un romano dice que son bocas del Infierno, habitadas por monstruos paganos. ¿Es verdad? -No es verdad. No son más que especiales formaciones del suelo terrestre. El Olimpo no tiene nada que ver aquí. Dejará de creerse en el Olimpo y aquéllas seguirán existiendo, y el progreso del hombre no podrá más que proporcionar una explicación más verídica del hecho, pero no eliminarlo. Ahora Yo te digo: De la misma forma que has leído acerca de esas tierras, habrás leído también de qué manera puede salvarse quien cae en ellas. -Sí, lanzándole una soga, o con una estaca o una rama. En ocasiones es suficiente poco para darle al que se está hundiendo eso mínimo que necesita para mantenerse, que es además ese mínimo imprescindible para que esté tranquilo, sin movimientos convulsivos, mientras espera un socorro mayor. -Pues bien. El culpable, el que está en manos de Satanás, es como si sufriera la succión de un suelo engañoso (cubierto de flores en la superficie, pero lodo movedizo por debajo). ¿Tú crees que, si uno supiera qué significa poner aunque sólo fuera un átomo de sí mismo en manos de Satanás, lo haría? Pero no sabe… y, después… o lo paraliza el aturdimiento y el veneno del Mal o lo enloquece, y para huir del remordimiento de haberse procurado la propia ruina empieza a moverse convulsivamente, a agarrarse al lodo, creando así pesadas ondas con su movimiento imprudente, las cuales aceleran cada vez más su fin. El amor es la soga, el hilo, la rama de que tú hablas. Insistir, insistir… hasta que se aferre… Una palabra… y perdón… un perdón más grande que la culpa… al menos para impedir que siga hundiéndose y esperar el socorro de Dios… Lázaro, ¿sabes qué poder tiene el perdón?: Hace que Dios acuda a ayudar a quien está socorriendo a otro… ¿Lees mucho? -Mucho; y no sé si hago bien, pero la enfermedad y… y otras cosas… me han privado de muchas delicias del hombre… y ahora no tengo más que la pasión de las flores y los libros…, de las plantas y los caballos… Sé que se me critica, pero ¿puedo yo ir a mis propiedades en este estado (y descubre unas piernas enormes completamente vendadas) a pie o ni siquiera en mula? Debo usar un carro, y además que sea rápido. Por eso he adquirido caballos y me he encariñado con ellos; lo digo. Pero si Tú me dices que está mal… pues que se los lleven a venderlos. -No, Lázaro, no son estas cosas las que corrompen; corrompe lo que turba el espíritu y lo aleja de Dios. -Precisamente esto, Maestro, es lo que querría saber. Yo leo mucho. Sólo tengo este consuelo. Me gusta saber. Yo creo que en el fondo es mejor saber que hacer el mal, es mejor leer que… que hacer otras cosas. Pero yo no leo sólo lo que se refiere a nosotros. Me gusta conocer también el mundo de los demás, y Roma y Atenas me atraen. Ahora sé cuánto mal le vino a Israel cuando se corrompió con los asirios y con Egipto, y cuánto mal nos hicieron los gobiernos helenizantes. No sé si un particular puede hacerse a sí el mismo daño que Judas se hizo a sí mismo y a nosotros, sus hijos. Pero Tú qué piensas de ello. Deseo que me enseñes. Tú, que no eres un rabí, pero que eres el Verbo sapiente y divino. Jesús lo mira fijamente durante unos minutos; una mirada penetrante y al mismo tiempo lejana. Parece como si, traspasando el cuerpo opaco de Lázaro, Él escrutara su corazón y, yendo aún más allá, viera quién sabe qué… Al final, habla: -¿Sientes turbación por lo que lees? ¿Te separa de Dios y de su Ley? -No. Maestro; me mueve, por el contrario, a hacer comparaciones entre nuestra verdad y la falsedad pagana. Comparo y medito las glorias de Israel, sus justos, sus patriarcas, sus profetas, y las figuras deshonestas de las historias de otros. Comparo nuestra filosofía – si se puede llamar así la Sabiduría que habla en los textos sagrados – con la pobre filosofía griega y romana, en las cuales hay, sí, chispas de fuego, pero no la segura llama que arde y resplandece en los libros de nuestros sabios. Y luego, con mayor veneración aún, me inclino con el espíritu a adorar a nuestro Dios que habla en Israel a través de hechos, personas y escritos nuestros. -Pues entonces continúa leyendo… Te será útil conocer el mundo pagano… Continúa. Puedes continuar. Careces del fermento del mal y de la gangrena espiritual; por tanto puedes leer sin miedo: el amor verdadero que tienes hacia tu Dios hace estériles los gérmenes profanos que la lectura puede esparcir en ti. En todas las acciones del hombre hay posibilidad de bien o de mal, según se cumplan. Amar no es pecado, si se ama santamente. Trabajar no es pecado, si se trabaja cuando es justo. Ganar no es pecado, si uno se conforma con lo que es justo. Instruirse no es pecado, si, por la instrucción, no se mata la idea de Dios en nosotros. Por el contrario, es pecado incluso el servir al altar, si ello se hace por interés propio. ¿Estás convencido esto, Lázaro? -Sí, Maestro. He preguntado esto a otros, y han terminado despreciándome… Pero Tú me das luz y paz. ¡Oh, si todos te oyeran!… Ven, Maestro. Entre los jazmines se siente frescura y silencio, y dulce es descansar entre sus frescas sombras esperando a que decline el día». Salen y todo termina.