El encuentro con Juan y Santiago. Juan de Zebedeo es el puro entre los discípulos.
Veo a Jesús caminando a lo largo de la faja verde que sigue el curso del Jordán. Ha vuelto, aproximadamente, al lugar que vio su bautismo, cerca del vado que parece fuera muy conocido y frecuentado, para pasar a la otra margen, hacia la Perea. Pero el lugar, hace poco tan colmado de gente, ahora se ve desierto. Sólo algún viandante, a pie o montado en asnos o caballos, lo recorre. Jesús parece no darse cuenta siquiera. Continúa por su camino subiendo hacia el norte, como absorto en sus pensamientos. Cuando llega a la altura del vado, se cruza con un grupo de hombres de distintas edades que discuten animadamente entre ellos y luego se separan, parte yendo hacia el sur, parte subiendo hacia el norte. Entre los que se dirigen hacia el norte veo a Juan y a Santiago. Juan es el primero que ve a Jesús y lo señala mostrándoselo al hermano y a los compañeros. Hablan un poco entre ellos, y Juan se echa a andar deprisa para alcanzar a Jesús. Santiago le sigue más despacio. Los demás no hacen mayor caso; caminan lentamente, en animada conversación. Juan, cuando llega a no más de unos dos o tres metros detrás de Jesús, grita: -¡Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo! Jesús se vuelve y lo mira. Los dos están a pocos pasos el uno del otro. Se observan. Jesús con su aspecto serio e indagador. Juan con su ojo puro y risueño en ese hermoso rostro suyo juvenil como de niña. Se le pueden echar veinte años, y en su cara sonrosada no hay más signos que el de una pelusa rubia que parece un velo de oro. -¿A quién buscas? – pregunta Jesús. – A ti, Maestro. -¿Cómo sabes que soy maestro? – Me lo ha dicho el Bautista. – Y entonces ¿por qué me llamas Cordero? – Porque le he oído a él llamarte así un día en que Tú pasabas, hace poco más de un mes. -¿Qué quieres de mí? – Que nos digas palabras de vida eterna y que nos confortes. -¿Quién eres? – Juan de Zebedeo, y éste es Santiago, mi hermano. Somos de Galilea, pescadores. Somos, además, discípulos de Juan. Él nos decía palabras de vida y nosotros le escuchábamos, porque queremos seguir a Dios y, con la penitencia, merecer el perdón, preparando los caminos del corazón a la venida del Mesías. Tú lo eres. Juan lo dijo, porque vio el signo de la Paloma posarse sobre ti. A nosotros nos lo dijo: «He ahí el Cordero de Dios». Yo te digo: Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz, porque ya no tenemos a nadie que nos guíe y nuestra alma está turbada. -¿Dónde está Juan?». – Herodes lo ha apresado. Está en prisión, en Maqueronte. Los más fieles de entre los suyos han intentado liberarlo, pero no se puede. Nosotros volvemos de allí. Déjanos ir contigo, Maestro. Muéstranos dónde vives. – Venid. Pero ¿sabéis lo que pedís? Quien me siga tendrá que dejar todo; casa, familia, modo de pensar, e incluso la vida. Yo os haré mis discípulos y amigos, si queréis. Pero no tengo riquezas ni seguridades. Soy pobre hasta no tener ni dónde reclinar la cabeza, y lo seré aún más; más perseguido que una oveja perdida, por los lobos. Mi doctrina es todavía más severa que la de Juan, porque prohíbe incluso el resentimiento. No se dirige tanto hacia lo externo cuanto hacia el espíritu. Tendréis que renacer, si queréis ser míos. ¿Queréis hacerlo? – Sí, Maestro, Tú sólo tienes palabras que nos dan luz, que descienden y, donde había tinieblas de desolación por carecer de guía, proporcionan claror de sol. – Venid, entonces. Vamos. Os adoctrinaré por el camino. Dice Jesús: – El grupo que se cruzó conmigo era numeroso, pero sólo uno me reconoció: el que tenía alma, pensamiento y carne, limpios de toda lujuria. Insisto sobre el valor de la pureza. La castidad es siempre fuente de lucidez de pensamiento. La virginidad afina y conserva la sensibilidad intelectiva y afectiva hasta la perfección, perfección que sólo quien es virgen experimenta. Virgen se es de muchas formas. A la fuerza — y esto especialmente para las mujeres —, cuando no se ha sido elegido para casarse. Debería ser así también para los hombres, pero no lo es, lo cual está mal, porque de una juventud ensuciada prematuramente por la lascivia sólo podrá salir un cabeza de familia enfermo en el sentimiento y, frecuentemente, también en la carne. Existe la virginidad conscientemente querida, o sea, la de quienes, en un arrebato del corazón, se consagran al Señor. ¡Hermosa virginidad! ¡Sacrificio agradable a Dios! Pero no todos, luego, saben permanecer en ese candor suyo de lirio enhiesto sobre el tallo, orientado hacia el cielo, que no sabe del fango del suelo, abierto sólo al beso del sol de Dios y de sus rocíos.Muchos permanecen fieles materialmente al voto en sí. Pero infieles con el pensamiento, que añora y desea lo que ha sacrificado. Éstos son vírgenes sólo a medias. Si la carne está intacta, el corazón no lo está. Este corazón fermenta, hierve, libera humos de sensualidad, tanto más refinada y saboreada cuanto más es creación del pensamiento que acaricia, alimenta y aumenta continuamente imágenes de satisfacciones ilegítimas; ilícitas incluso para el libre, más que ilícitas para el consagrado. Viene entonces la hipocresía del voto. Hay apariencia, la sustancia falta. Y en verdad os digo que entre quien viene a mí con el lirio roto por la imposición de un tirano, y quien viene con el lirio no materialmente quebrado, pero sí sucio de babas por la regurgitación de una sensualidad acariciada y cultivada para llenar de ella las horas de soledad, Yo llamo «virgen» al primero y «no virgen» al segundo. Y al primero le doy corona de virgen y doble corona de martirio con causa en la carne herida y en el corazón llagado por la mutilación no querida. E1 valor de la pureza es tal que — lo has visto — Satanás se preocupaba ante todo de inducirme a la impureza. Él sabe bien que la culpa sensual desmantela el alma y la hace fácil presa para las otras culpas. La atención de Satanás se dirigió a este punto capital para vencerme. El pan, el hambre, son las formas materiales para la alegoría del apetito, de los apetitos que Satanás explota para sus fines. ¡Bien distinto es el alimento que él me ofrecía para hacerme caer como ebrio a sus pies! Después vendría la gula, el dinero, el poder, la idolatría, la blasfemia, la abjuración de la Ley divina. Mas el primer paso para poseerme era éste: el mismo que usó para herir a Adán. El mundo se burla de los puros. Los culpables de impudicia los agreden. Juan el Bautista es una víctima de la lujuria de dos obscenos. Pero si el mundo tiene todavía un poco de luz, se debe a los puros del mundo. Son ellos los siervos de Dios y saben entender a Dios y repetir las palabras de Dios. Yo he dicho: «Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios», incluso desde la tierra. Ellos, a quienes el humo de la sensualidad no turba el pensamiento, «ven» a Dios y lo oyen y le siguen, y lo manifiestan a los demás. Juan de Zebedeo es puro. Es el puro entre mis discípulos. ¡Qué alma de flor en cuerpo de ángel! Me llama con las palabras de su primer maestro y me pide que le dé paz. Mas la paz la tiene en sí por su vida pura, y Yo lo he amado por esta pureza suya, a la que he confiado las enseñanzas, los secretos, la más querida Criatura que tuviera. Ha sido mi primer discípulo, mi amante (en el buen sentido de la palabra) desde el primer instante en que me vio. Su alma se había fundido con la mía desde el día en que me había visto pasar a lo largo del Jordán y había visto que el Bautista me señalaba. Aunque no se hubiera cruzado conmigo luego, a mi regreso del desierto, me habría buscado hasta encontrarme; porque quien es puro es humilde y está deseoso de instruirse en la ciencia de Dios, y va, como el agua al mar, hacia los que reconoce maestros en la doctrina celeste. No he querido que hablases tú sobre la tentación sensual de tu Jesús. Aunque tu voz interior te había hecho entender el motivo de Satanás para moverme a la carne, he preferido hablar de ello Yo. Y no pienses nada más. Era necesario hablar de ello. Ahora pasa adelante. Deja la flor de Satanás en la arena. Ven tras Jesús, como Juan. Caminarás entre las espinas, pero encontrarás por rosas las gotas de sangre de Quien por ti las vertió para vencer también en ti a la carne. Prevengo también una observación. Dice Juan en su Evangelio hablando del encuentro conmigo: «Y al día siguiente». Parece, por eso, que el Bautista me hubiera indicado al día siguiente del bautismo, y que inmediatamente Juan y Santiago me hubieran seguido. Ello contrasta con lo que dijeron los otros evangelistas acerca de los cuarenta días pasados en el desierto. Leedlo así: «(Una vez acaecido el arresto de Juan) un día después, los dos discípulos de Juan Bautista, a los cuales me había señalado diciendo: ‘He ahí el Cordero de Dios’, viéndome de nuevo, me llamaron y me siguieron». Después de mi regreso del desierto. Y juntos volvimos a las orillas del lago de Galilea, donde me había refugiado para empezar desde allí mi evangelización, y los dos hablaron de mí — después de haber estado conmigo durante todo el camino y una jornada entera en la casa hospitalaria de un amigo de mi casa, de la parentela — a los otros pescadores. Pero la iniciativa fue de Juan, a quien la voluntad de penitencia había hecho de su alma, ya de por sí cristalina por su pureza, una obra maestra de pulcritud en que la Verdad se espejeaba nítidamente, dándole también la santa audacia de las personas puras y generosas, que no tienen miedo nunca a dar un paso al frente donde ven que está Dios, donde ven que hay verdad, doctrina, caminos de Dios. ¡Cuánto le amé por esta característica suya sencilla y heroica!»!