Despedida del encargado de Agua Especiosa, y del arquisinagogo Timoneo, que se hace discípulo
-Señor, yo no he hecho sino cumplir con mi deber ante Dios, ante mi jefe y ante la honestidad de conciencia. He estado atento a esa mujer durante este tiempo en que ha sido huésped mía, y siempre la he visto honesta. Habrá sido una pecadora. Bien. Ahora no lo es. ¿Por qué razón tengo yo que indagar sobre un pasado que ella misma ha tachado para anularlo? Yo tengo hijos en edad joven y no feos. Pues bien, no ha mostrado nunca su rostro, realmente bonito, ni ha hecho oír su palabra. Puedo decir que oí el tono de su voz de plata cuando gritó a causa de las heridas. De hecho ella, lo poco que pedía – siempre a mí o a mi mujer – lo susurraba tras su velo, y tan bajo que casi no se entendía. Date cuenta de lo prudente que fue: cuando temió que su presencia pudiera ser causa de algún perjuicio, se marchó… Yo le había prometido protección y ayuda, y, sin embargo, ella no quiso aprovecharlo. ¡No, así no se comportan las mujeres perdidas! Yo rogaré por ella, como ha pedido; incluso sin este recuerdo. Tenlo, Señor. Empléalo como limosna para bien suyo. Dándola Tú, ciertamente, recibirá a cambio paz. Ha sido el encargado quien ha hablado a Jesús y lo ha hecho respetuosamente. Es un hombre de buen talle, rostro honesto y cuerpo recio. Detrás de él hay seis galanes, jóvenes, parecidos al padre, seis rostros de aspecto franco e inteligente; también está su esposa, una mujercita liviana y todo dulzura, que escucha a su marido como escucharía a un dios, asintiendo continuamente con la cabeza. Jesús recibe el brazalete de oro y se lo pasa a Pedro diciendo: -Para los pobres. Luego se dirige al encargado en estos términos: -No todos tienen tu rectitud en Israel. Tú eres sabio, porque distingues el bien del mal y sigues el bien sin sopesar la utilidad humana que el cumplirlo pueda comportar. En nombre del eterno Padre, te bendigo a ti, a tus hijos, a tu esposa y tu casa. Manteneos siempre en esta disposición de espíritu y el Señor estará siempre con vosotros, y tendréis la vida eterna. Yo ahora parto. Pero no quiere decir que no nos volvamos a ver nunca. Yo volveré, y vosotros podréis siempre llegaros hasta mí. Por todo lo que habéis hecho por mí y por esa pobre criatura, Dios os dé su paz. El encargado, los hijos y, por último, la mujer, se arrodillan y besan los pies de Jesús, el cual, tras un último gesto de bendición, se aleja con sus discípulos, dirigiéndose hacia el pueblo. -¿Y si están todavía esos sucios? – pregunta Felipe. -A nadie se le puede impedir que vaya por los caminos de la Tierra – responde Judas de Alfeo. -No. Pero nosotros para ellos somos «anatema». -¡Déjalos, hombre! ¿Te preocupa? -Yo no me preocupo sino porque el Maestro no quiere violencia, y ellos, que lo saben, se aprovechan – dice Pedro refunfuñando entre dientes – sin duda, piensa que Jesús, que está hablando con Simón y con el Iscariote, no está oyendo. Pero sí ha oído y se vuelve, mitad severo, mitad sonriente, y dice: -¿Tú crees que Yo vencería haciendo violencia? Hacer violencia no es sino un pobre sistema humano, que sirve, temporalmente, para victorias humanas. ¿Cuánto tiempo dura la opresión? Hasta cuando, por sí misma, engendra en quienes la sufren reacciones que, aunándose, dan lugar a una violencia aún mayor, y esta violencia echa abajo el precedente estado de opresión. Yo no quiero un reino temporal, quiero un reino eterno: el Reino de los Cielos. ¿Cuántas veces os lo he dicho? ¿Cuántas os lo tendré que decir? ¿Lo entenderéis alguna vez? Sí. Llegará el momento en que lo entenderéis. -¿Cuándo, Señor mío? Tengo prisa por entender para ser menos ignorante – dice Pedro. -¿Cuándo? Cuando seáis triturados como el trigo entre las piedras del dolor y del arrepentimiento. Podríais, es más, deberíais, entender antes; pero, para ello, deberíais quebrantar vuestra humanidad y dejar libre al espíritu… y no sabéis haceros esta violencia. Pero entenderéis… entenderéis. Entonces entenderéis también cómo no podía hacer uso de la violencia, que es un medio humano, para instaurar el Reino de los Cielos: el Reino del espíritu. Pero, mientras esto se cumple, no tengáis miedo. Esos hombres que os preocupan no nos harán nada; les basta con haberme echado. -Pero, ¿no hubiera sido más fácil mandar un aviso al jefe de la sinagoga de que fuera a casa del encargado o de que nos esperara en la calzada principal? -¿Qué hombre más prudente hoy mi Tomás! No es que no fuera fácil; o mejor, hubiera sido más fácil, pero no hubiera sido justo. Él se ha comportado heroicamente por mí, por causa mía ha sido insultado en su casa; justo es que Yo vaya a consolarlo a su casa. Tomás se encoge de hombros y ya no habla más. Ya se ve el pueblo, vasto pero de aspecto marcadamente rural, con casas entre huertos, que ahora están desnudos, y con muchos apriscos. Debe ser un lugar apto para el pastoreo, porque se oye, por todas partes, un denso balar de rebaños que van a los pastos de la llanura o que vienen de ellos. Tiene el consabido cruce de caminos con la plaza y su fuente en el centro en el lugar donde aquéllos confluyen; ahí está la casa del jefe de la sinagoga. Abre una mujer anciana con claros signos de llanto en su rostro. No obstante, al ver al Señor experimenta un sentimiento de alegría, y, profiriendo palabras de bendición, se postra. -Levántate, madre. He venido para deciros adiós. ¿Dónde está tu hijo? -Está allí… – y señala una habitación en el fondo de la casa – ¿Has venido a consolarlo? Yo no soy capaz… -Entonces, ¿está afligido por algo? ¿Le duele el haberme defendido? -No, Señor. Pero siente un escrúpulo. Bueno, Tú lo escucharás. Lo llamo. -No. Voy Yo. Vosotros esperad aquí. Vamos, mujer. Jesús recorre los pocos metros del vestíbulo, empuja la puerta, entra en la habitación, se acerca despacio a un hombre, que está sentado, inclinado hacia el suelo, absorto en dolorosas meditaciones. -Paz a ti, Timoneo. -¡Señor! ¡Tú! -Yo. ¿Por qué tan triste? -Señor… Yo… me han dicho que he pecado. Me han dicho que soy anatema. Yo me examino… y no creo que lo sea. Pero ellos son los santos de Israel, y yo el pobre jefe de la sinagoga. Sin duda tienen razón. Yo ahora no me atrevo a alzar la mirada hacia el rostro airado de Dios, a pesar de que me sería muy necesario en este momento. Yo le servía con verdadero amor. Trataba de darlo a conocer. Ahora quedaré privado de este bien, porque el Sanedrín está claro que me maldice. -Pero, ¿cuál es el dolor? ¿El de dejar de ser el jefe de la sinagoga, o el de quedar imposibilitado para hablar de Dios? -Es precisamente esto, Maestro, lo que me produce dolor. Supongo que cuando dices que si me duele el no ser jefe de la sinagoga te refirieres a las ganancias y a los honores que ello conlleva. Eso no me preocupa. Sólo tengo a mi madre. Ella es nativa de Aera y allí tiene una pequeña casa. Techo y sustento, para ella, hay. Para mí… yo soy joven. Trabajaré. Pero ya jamás osaré hablar de Dios, pues he pecado. -¿Por qué has pecado? -Dicen que soy cómplice del… ¡Señor…, no me hagas decir…! -No. Yo lo digo. Bueno, ni siquiera lo digo. Yo y tú conocemos sus acusaciones, y Yo y tú sabemos que no son ciertas. Por tanto, tú no has pecado. Yo te lo digo. -Entonces, ¿puedo todavía levantar la mirada hacia el Omnipotente? ¿Te puedo…? -¿Qué, hijo? Jesús es todo dulzura mientras se inclina hacia el hombre, que se ha detenido bruscamente como con miedo. -¿Qué? Mi Padre busca tu mirada, la quiere. Y Yo quiero tu corazón y tu pensamiento. Sí, el Sanedrín descargará su mano sobre ti; Yo abro los brazos y digo: «Ven». ¿Quieres ser un discípulo mío? Yo veo en ti todo lo necesario para ser un obrero del Dueño eterno. Ven a mi viña…. -¿Lo dices en serio, Maestro? Madre… ¿estás oyendo? ¡Yo me siento feliz, madre! Yo… bendigo este sufrimiento porque me ha procurado este gozo. ¡Celebrémoslo a lo grande, madre! Luego me iré con el Maestro y tú volverás a tu casa. Voy enseguida, Señor mío; Tú, que me has librado de todo temor, y dolor, y miedo a Dios. -No. Esperarás la palabra del Sanedrín. Con corazón sereno y sin odio. Tú en tu puesto, mientras se te deje en ese puesto. Luego te juntarás conmigo en Nazaret o en Cafarnaúm. Adiós. La paz sea contigo y con tu madre. -¿No te vas a quedar un tiempo en mi casa? -No. Iré a casa de tu madre. -Es pueblo poco fiel. -Le enseñaré la fidelidad. Adiós, madre. ¿Te sientes feliz ahora? Jesús la acaricia, como hace siempre con las mujeres ancianas, a las cuales, noto, les da casi siempre el nombre de «madre». -Feliz, Señor. Había criado y educado a un varón para el Señor. El Señor me lo toma como siervo de su Mesías. Bendito sea por ello el Señor. Bendito seas Tú que eres su Mesías. Bendita sea la hora en que has venido aquí. Bendito sea mi hijo, que ha sido llamado a tu servicio. -Bendita sea la madre santa como Ana de Elcana. La paz sea con vosotros. Jesús sale, seguido de madre e hijo. Se junta con sus discípulos, saluda una vez más y luego inicia el regreso hacia la Galilea.