Curación del niño arrollado por el caballo de Alejandro. Jesús expulsado del Templo
El interior del Templo. Jesús está con los suyos muy cerca del templo propiamente dicho, o sea, del Lugar Santo, en donde sólo entraban los sacerdotes. Es un bellísimo y espacioso claustro al cual se cede por un atrio y del cual, por otro aún más rico, se pasa a la terraza en la que está el hexaedro del Santo. ¡Es inútil! Aunque viera mil veces el Templo y lo describiera dos mil, sea por la complejidad del lugar, sea por mi ignorancia de los nombres o por la incapacidad de hacer un gráfico, resultaría siempre incompleta al retratar este pomposo y laberíntico lugar… Parecen estar en oración. Otros muchos israelitas, todos hombres, están también allí y oran, cada uno por su cuenta. Cae la tarde precoz de un plomizo día de Noviembre. Un vocerío: una estentórea e inquieta voz de hombre que blasfema en latín, mezclada con estridentes y agudas voces hebreas. Se produce como el revoltijo de una lucha, y una aguda voz femenina grita: -¡Dejadlo que vaya! ¡Dice que Él lo va a salvar! El recogimiento del suntuoso claustro queda roto. Muchas cabezas se vuelven hacia el punto del que provienen las voces; y se vuelve también Judas Iscariote, que está con los discípulos. Siendo, como es, alto, ve y dice: -¡Un soldado romano que está luchando por entrar! ¡Está violando, ha violado ya, el Lugar Sagrado! ¡Qué horror!- Y muchos hacen coro de sus palabras. -¡Dejadme pasar, perros judíos! Aquí está Jesús. ¡Lo sé! ¡Es Él quien me interesa! Vuestras absurdas piedras no me sirven para nada. ¡El niño se está muriendo y Él puede salvarlo! ¡Fuera! ¡Hienas hipócritas!… Jesús, que, cuando ha comprendido que Él era el requerido, se ha dirigido inmediatamente hacia el atrio en el que se estaba produciendo este barullo, se acerca y grita: -Paz y respeto al lugar y a la hora del ofrecimiento. -¡Oh! ¡Jesús! ¡Hola! Soy Alejandro. ¡Dejad paso, perros! Y Jesús, con serenidad: « -Sí, dejad paso. Llevaré a otra parte al pagano que no sabe lo que es para nosotros este lugar. El círculo se abre y Jesús se llega hasta el soldado, que lleva la coraza ensangrentada. -¿Estás herido? Ven. Aquí no se puede estar – y lo conduce hacia el otro claustro, y más allá incluso. -No estoy herido yo. Un niño… Mi caballo, junto a la Antonia, se me ha desmandado y lo ha arrollado. Los cascos le han abierto la cabeza. Prócolo ha dicho: «¡Nada que hacer!». Yo no tengo la culpa… pero, ha sucedido por mí y la madre está allí desesperada. Te había visto pasar… venir aquí… He dicho: «Prócolo no, pero Él sí». He dicho: «Mujer, ven, Jesús lo sanará». Me han retenido esos dementes… Y quizás el niño está ya muerto. -¿Dónde está? – pregunta Jesús. -Debajo de aquel pórtico, en el regazo de su madre – responde el soldado (ya visto en la Puerta de los Peces). -Vamos. Y Jesús acelera más el paso, seguido por los suyos y por un grupo de personas en tropel. En los escalones que limitan el pórtico, recostada sobre una columna, hay una mujer, destrozada por el dolor, llorando ante su hijito moribundo. El niño presenta un aspecto térreo; tiene los labios violáceos, semiabiertos con el estertor característico de quien ha sufrido un trauma cerebral. En la cabeza una venda apretada, roja de sangre en la nuca y en la frente. -Tiene abierta la cabeza por delante y por detrás. Se ve el cerebro. A esa edad la cabeza es blanda, y el caballo era grande y lo habían herrado hacía poco – explica Alejandro. Jesús ha llegado junto a la mujer, la cual ya ni siquiera habla, agonizando como está ante su hijo moribundo. Le pone la mano sobre la cabeza. -No llores, mujer – dice con toda la delicadeza de que es capaz, o sea, infinita. -Ten fe. Déjame a tu niño. La mujer lo mira entontecida. La multitud impreca contra los romanos y se solidariza con el dolor del moribundo y de la madre. Alejandro se encuentra en el contraste de la ira – por las injustas acusaciones – y de la piedad y la esperanza. Jesús se sienta junto a la mujer, porque ve que ella ya no sabe hacer ningún movimiento. Se inclina. Toma entre sus largas manos la pequeña cabeza herida, se inclina más aún, se comba hacia la cérea carita, sopla suavemente en la boquita estertorosa… Unos instantes. Luego sonríe, de forma casi imperceptible a causa de los mechones de cabellos que le caen hacia adelante. Se endereza. El niño abre los ojitos y hace ademán de sentarse. La madre teme que sea el extremo conato y grita teniéndolo contra el corazón. -¡Suéltalo, mujer! Niño, ven a mí – dice Jesús (que sigue sentado al lado de la mujer), tendiendo los brazos mientras sonríe. Y el niño se arroja, seguro, a esos brazos, y se echa a llorar (con llanto no de dolor, sino de miedo, del miedo que vuelve con el recuerdo). -No está el caballo, no está – dice Jesús infundiéndole seguridad – Todo ha pasado. ¿Te sigue doliendo aquí? -No. Pero tengo miedo, ¡tengo miedo! -Ya ves, mujer. Es sólo miedo. Ahora se pasa. Traedme agua. La sangre y la venda le impresionan. Dame una de las manzanas que tienes, Juan… Toma, pequeño. Come, está buena… Traen agua, mejor dicho, es el soldado Alejandro quien la trae en su yelmo. Jesús se dispone a quitar la venda. Alejandro y la madre dicen: -¡No! Se está restableciendo… ¡pero la cabeza está abierta!… Jesús, sonriendo, quita la venda. Una, dos, tres, ocho vueltas. Quita los retazos ensangrentados. La parte derecha de la cabeza, desde la mitad de la frente hasta la nuca, es un coágulo de sangre, todavía blando, entre los delicados cabellos del niño. Jesús moja una venda y empieza a lavar. -Pero debajo está la herida… Si quitas el coágulo, volverá a sangrar – insiste Alejandro. La madre se tapa los ojos para no ver. Jesús lava, lava, lava… el coágulo se disuelve… los cabellos quedan limpios: están húmedos, pero debajo no hay herida. La frente está también sana. Sólo tiene una pequeña señal roja donde había empezado a cicatrizar. La gente grita de estupor. La mujer tiene el valor de mirar, y una vez que ha visto ya no se contiene: se derrumba enteramente encima de Jesús y lo abraza junto con el niño, y llora. Jesús soporta esa efusión y esa lluvia de lágrimas. -Yo te doy las gracias, Jesús -dice Alejandro – Me adoloraba el haber matado a este inocente. -Has tenido bondad y confianza. Adiós, Alejandro. Ve a continuar tu servicio. Alejandro está para marcharse ya cuando llegan, como ciclones, sacerdotes y oficiales del Templo. -¡El Sumo Sacerdote te intima, por medio de nosotros, que salgas del Templo; Tú y el pagano profanador; enseguida! ¡Habéis turbado el ofrecimiento del incienso! ¡Este ha penetrado en un lugar que es de Israel! ¡No es la primera vez que, por causa tuya, el Templo se revoluciona! ¡El Sumo Sacerdote y con él los Ancianos de turno te ordenan que no vuelvas a poner pie aquí dentro! ¡Vete y quédate con tus paganos! -No somos perros tampoco nosotros. Él lo dice: «Hay sólo un Dios, -Creador de los judíos y de los romanos». Si ésta es su Casa y Él me ha creado a mí, podré entrar en ella también yo» responde Alejandro, ofendido por el desprecio con que los sacerdotes dicen «paganos». -Calla, Alejandro. Yo hablo – interviene Jesús, que después de haber besado al pequeño se lo ha devuelto a su madre, y se ha puesto en pie -. Dice al grupo que ha venido a echarlo: -Nadie puede prohibir a un fiel, a un verdadero israelita del que ninguno puede probar que sea culpable de pecado, orar en el Santo. -Pero explicar en el Templo la Ley, sí. Te has tomado este derecho sin tenerlo y sin pedirlo. ¡Pero bueno! ¿Quién eres Tú? ¿Cómo usurpas un nombre y un puesto que no te pertenecen? Jesús los mira con unos ojos que… Luego dice: -Judas de Keriot, pasa aquí. A Judas no parece entusiasmarle la propuesta. Había tratado de eclipsarse apenas llegados los sacerdotes y los oficiales del Templo (que no llevan uniforme militar: debe ser un cargo civil), pero tiene que obedecer porque Pedro y Judas de Alfeo lo empujan hacia delante. -Judas, responde. Y vosotros miradlo. Lo conocéis. Es del Templo. ¿Lo conocéis? Deben responder: «Sí». -Judas, ¿qué te mandé hacer la primera vez que hablé aquí? Y ¿de qué te asombraste tú? Y Yo, ¿qué te dije como respuesta a tu asombro? Habla. Sé franco. -Me dijo: «Llama al oficial de turno para que pueda pedirle permiso para instruir». Y dio su nombre y acreditó su condición y su tribu… y yo me asombré como quien presencia una inútil formalidad dado que Él se dice el Mesías. Y me explicó: «Es necesario, y cuando llegue el momento acuérdate de que no falté de respeto ni al Templo ni a sus oficiales». Sí. Así dijo. Verdaderamente debo decirlo. Judas al principio hablaba un poco inseguro, como si se sintiera molesto Pero luego, con uno de esos cambios bruscos típicos suyos, ha superado la inseguridad hasta mostrarse incluso casi arrogante. -Me sorprende que lo defiendas. Has traicionado nuestra confianza en ti – dice un sacerdote a Judas en tono de reprensión. -No he traicionado a nadie. ¿Cuántos entre vosotros son del Bautista! Y, ¿son traidores por eso? Pues yo soy de Cristo. -Bien, de acuerdo; pues Éste no debe hablar aquí. Que venga como un fiel, que ya es incluso demasiado para uno que es amigo de paganos, meretrices, publicanos… -Respondedme a mí ahora – dice Jesús, severo pero tranquilo: ¿Quiénes son los Ancianos de turno? -Doras y Félix, judíos. Joaquín de Cafarnaúm y José, itureo. -Ya. Vamos. Como respuesta, decid a los tres acusadores – puesto que el itureo no ha podido acusar – que el Templo no es todo Israel e Israel no es todo el mundo, y que la baba de los reptiles, a pesar de ser mucha y venenosísima, no sumergerá la Voz de Dios, ni su, veneno paralizará mi caminar entre los hombres mientras no llegue la hora. Y después… ¡oh!, decidles que después los hombres harán justicia de los verdugos y exaltarán a la Víctima haciendo de Ella su único amor. Id. Y nosotros, vámonos. Y Jesús se cubre con su amplio manto oscuro y sale en medio de los suyos. Detrás de todos viene Alejandro, que se había quedado durante la disputa. Una vez fuera del recinto, al pie de la Torre Antonia, dice: -Me despido de ti, Maestro. Y te pido perdón por haberte sido causa de censura. -¡Oh, no te aflijas por ello! Buscaban el pretexto y lo han encontrado. Si no hubieras sido tú, hubiera sido otro… Vosotros, en Roma, celebráis juegos en el Circo, con fieras y serpientes, ¿no es cierto? Pues bien, te digo que ninguna fiera es más feroz y más falsa que un hombre que quiere matar a otro hombre. -Y yo te digo que al servicio de César he recorrido todas las regiones de Roma, pero no he encontrado nunca, entre los miles de personas con que me he topado, una más divina que Tú. ¡No, ni siquiera nuestros dioses son divinos como Tú lo eres! Son vindicativos, crueles, pendencieros, mentirosos… Tú eres bueno. Tú eres verdaderamente un Hombre no hombre. Salud, Maestro. -Adiós, Alejandro. Prosigue en la Luz. Todo termina.