Curación de un ciego en Cafarnaúm.
Estío. El Sol declina con gran belleza. Ha puesto al rojo vivo todo el Occidente, y el lago de Genesaret es una enorme lámina incandescente bajo el cielo encendido. Veo las calles de Cafarnaúm apenas empezando a poblarse de gente: mujeres que van a la fuente, hombres, pescadores preparando las redes y las barcas para la pesca nocturna, niños que corren jugando por las calles, asnos yendo con cestos hacia la campiña, quizás para coger verduras. Jesús se asoma a una puerta que da a un pequeño patio todo sombreado por una vid y una higuera; más allá, un caminito pedregoso que bordea el lago. Es la casa de la suegra de Pedro, porque éste está en la orilla con Andrés; prepara en la barca las cestas para el pescado, y las redes; coloca asientos y rollos de cuerdas, todo lo que se necesita para la pesca, en definitiva, y Andrés le ayuda, yendo y viniendo de la casa a la barca. Jesús le pregunta a un apóstol: -¿Tendremos buena pesca?. – Es el tiempo propicio. El agua está tranquila y habrá claro de luna. Los peces subirán a la superficie desde las capas profundas y mi red los arrastrará. – ¿Vamos solos?. – ¡Maestro! ¿Cómo crees que podemos ir solos con este sistema de redes?.- No he ido nunca a pescar y espero que tú me enseñes. Jesús baja despacito hacia el lago y se detiene en la orilla de arena gruesa y guijarrosa, cerca de la barca. – Mira, Maestro: se hace así. Yo salgo al lado de la barca de Santiago de Zebedeo, y se va hasta el punto adecuado, así, emparejados. Después se echa la red. Un extremo lo tenemos nosotros; Tú lo quieres tener ¿no?, eso me has dicho. – Sí, si me explicas lo que tengo que hacer. – No hay más que vigilar el descenso, que la red baje despacio y sin formar nudos; lentamente, porque estaremos en aguas de pesca y un movimiento demasiado brusco puede alejar a los peces; y sin nudos para no cerrar la red, que se debe abrir como una bolsa, o una vela, si lo prefieres, hinchada por el viento. Luego, cuando toda la red haya bajado, remaremos despacio, o iremos con vela según la necesidad, describiendo un semicírculo sobre el lago, y cuando la vibración de la cabilla de seguridad nos diga que la pesca es buena, nos dirigiremos a tierra firme, y allí, casi en la orilla — no antes, para no correr el riesgo de ver huir la pesca; no después, para no dañar ni a los peces ni la red con las piedras — sacamos la red. En ese momento hace falta tacto, porque las barcas deben acercarse tanto que desde una se pueda retirar el extremo de la red dado a la otra, pero no chocarse para no aplastar la bolsa llena de pescado, atención, Maestro, es nuestro pan. Ojo a la red; que no se descomponga con las sacudidas de los peces. Defienden su libertad con fuertes coletazos, y si son muchos… entiendes… son animales pequeños, pero cuando se juntan diez, cien, mil, adquieren una fuerza como la de Leviatán. – Como sucede con las culpas, Pedro. En el fondo, una no es irreparable. Pero si uno no tiene cuidado en limitarse a esa una y acumula, acumula, acumula, sucede que al final esa pequeña culpa (quizás una simple omisión, una simple debilidad) se hace cada vez más grande, se transforma en un hábito, se hace vicio capital. Algunas veces se empieza por una mirada concupiscente, y se termina consumando un adulterio. Algunas veces se comienza por una falta de caridad de palabra hacia un pariente, y se termina en un acto violento contra el prójimo. ¡Ay si se empieza y se deja que las culpas aumenten de peso con su número!… Llegan a ser peligrosas y opresoras como la misma Serpiente infernal, y arrastran al abismo de la Gehena. – Tienes razón, Maestro… Pero, ¡somos tan débiles…!. – Vigilancia y oración para ser fuertes y obtener ayuda, y firme voluntad de no pecar, luego una gran confianza en la amorosa justicia del Padre. – ¿Dices que no será demasiado severo para con el pobre Simón? – Con el Simón viejo podía ser severo, pero con mi Pedro, el hombre nuevo, el hombre de su Cristo… no, Pedro. Él te ama y continuará amándote. – ¿Y yo? – También tú, Andrés, y lo mismo Juan y Santiago, Felipe y Natanael. Sois mis primeros elegidos. – ¿Vendrán otros? Está tu primo. Y en Judea… – ¡Oh… muchos! Mi Reino está abierto a todo el género humano, y en verdad te digo que más abundante que la más copiosa de tus pescas será la mía en las noches de los siglos…: que cada siglo es una noche en la cual es guía y luz, no la pura luz de Orion o la de la Luna marinera, sino la palabra de Cristo y la Gracia que vendrá de Él; noche que conocerá la aurora de un día sin ocaso, de una luz en que todos los fieles vivirán, de un Sol que revestirá a los elegidos y los hará hermosos, eternos, felices como dioses, dioses menores, hijos del Padre Dios, similares a mí… Ahora no podéis entender. Pero en verdad os digo que vuestra vida cristiana os concederá una semejanza con vuestro Maestro, y resplandeceréis en el Cielo por sus mismos signos. Pues bien, Yo obtendré, a pesar de la sorda envidia de Satanás y la flaca voluntad del hombre, una pesca más abundante que la tuya. – ¿Pero seremos nosotros solos tus apóstoles? – ¿Celoso, Pedro? No. No lo seas. Vendrán otros, y en mi corazón habrá amor para todos. No seas avaro, Pedro. Tú no sabes todavía Quién es el que te ama. ¿Has contado alguna vez las estrellas? ¿Y las piedras del fondo de este lago? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar los latidos de amor de que es capaz mi corazón. ¿Has podido alguna vez contar cuántas veces este mar puede besar la orilla con su ósculo de ola en el curso de doce lunas? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar las olas de amor que de este corazón se derraman para besar a los hombres. Estate seguro, Pedro, de mi amor. Pedro toma la mano de Jesús y la besa. Se le ve conmovido. Andrés mira y no se atreve. Pero Jesús le pone la mano entre el pelo y dice: – También a ti te quiero mucho. En la hora de tu aurora verás reflejado en la bóveda del cielo — lo verás sin tener que alzar los ojos — a tu Jesús, que te sonreirá para decirte: «Te amo. Ven», y el paso a la aurora te será más dulce que la entrada en una cámara nupcial… ¡Simón! ¡Simón! ¡Andrés! Voy… – Juan corre jadeante hacia ellos – ¡Maestro! ¿Te he hecho esperar? – Juan mira a Jesús con ojos afectivos. Pedro interviene: – Verdaderamente empezaba a pensar que quizás ya no venías. Prepara pronto tu barca. ¿Y Santiago?…. – Eso… nos hemos retrasado por un ciego. Creía que Jesús estaba en nuestra casa y ha ido allí. Le hemos dicho: «No está aquí. Quizás mañana te curará. Espera». Pero no quería esperar. Santiago decía: «Has esperado mucho la luz, ¿qué te supone esperar otra noche?». Pero no atiende a razones… – Juan, si tú estuvieras ciego, ¿tendrías prisa de volver a ver a tu madre? – ¡Claro! – ¿Y entonces?… ¿Dónde está el ciego? – Está viniendo con Santiago. Se le ha agarrado al manto y no lo deja. Pero viene despacio, porque la orilla es pedregosa y él se tropieza… Maestro, ¿me perdonas el haberme comportado con dureza? – Sí. Pero en reparación ve a ayudarle al ciego y tráemele. Juan se marcha corriendo.Pedro hace un ligero movimiento de cabeza, pero calla. Mira al cielo, que tiende a hacerse azul después de tanto color cobre, mira al lago y a otras barcas que ya han salido a pescar, y suspira. – ¿Simón? – ¿Maestro? – No tengas miedo. Tendrás una pesca abundante aunque salgas el último. – ¿También esta vez? – Todas las veces que tengas caridad. Dios te concederá la gracia de la abundancia. – Ahí llega el ciego. El pobrecito camina entre Santiago y Juan. Tiene entre las manos un bastón, pero no lo usa ahora. Va mejor dejándose conducir por los dos discípulos. – Aquí está el Maestro, frente a ti. El ciego se arrodilla: – ¡Señor mío! ¡Piedad!. -¿Quieres ver? Levántate. ¿Desde cuándo estás ciego? Los cuatro apóstoles se agrupan alrededor de los dos. – Desde hace siete años, Señor. Antes veía bien y trabajaba. Era herrero en Cesárea Marítima. Ganaba bastante. Siempre tenían necesidad de mi trabajo en el puerto y en los mercados (que eran muchos). Pero, forjando un hierro en forma de ancla — y puedes hacerte una idea de lo rojo que estaba si piensas que no ofrecía resistencia a los golpes — saltó un fragmento incandescente y me quemó el ojo. Ya los tenía enfermos por el calor de la fragua. Perdí este ojo, y el otro también se apagó al cabo de tres meses. He terminado los ahorros y ahora vivo de la caridad… – ¿Estás solo? – Tengo esposa y tres hijos muy pequeños… de uno no conozco ni siquiera su cara… y tengo también a mi madre, que es ya anciana. No obstante, ahora es ella y mi mujer quienes ganan un poco de pan, y con esto y el óbolo que llevo yo, no nos morimos de hambre. ¡Si Tú me curases!… Volvería al trabajo. No pido más que trabajar como un buen israelita y ofrecer un pan a quienes amo. -¿Y has venido a mí? ¿Quién te lo ha dicho? – Un leproso que curaste al pie del Tabor, cuando volvías al lago después de aquel discurso tan hermoso. – ¿Qué te ha dicho? – Que Tú lo puedes todo. Que eres salud de los cuerpos y de las almas. Que eres luz para las almas y para los cuerpos, porque eres la Luz de Dios. Él, el leproso, había osado mezclarse entre la muchedumbre, con el riesgo de ser apedreado, completamente envuelto en un manto, porque te había visto pasar hacia el monte y tu rostro le había encendido una esperanza en el corazón. Me dijo: «Vi en ese rostro algo que me dijo: «Ahí hay salud ¡Ve!». Y fui». Me repitió tu discurso y me dijo que Tú le curaste tocándolo, sin repugnancia, con tu mano. Volvía de los sacerdotes después de la purificación. Yo lo conocía, porque le había servido cuando tenía un almacén en Cesárea. Y ahora he venido, por ciudades y pueblos, preguntando por ti. Y te he encontrado… ¡Piedad de mí! – Ven. ¡Demasiado viva es todavía la luz para uno que sale de la oscuridad! – Entonces, ¿me curas? Jesús lo conduce hacia la casa de la suegra de Pedro, a la luz atenuada del huertecillo, se lo pone delante, pero de forma que los ojos curados no sufran el primer impacto del lago aún todo jaspeado de luz. El hombre se deja llevar tan dócilmente, sin preguntar siquiera, que parece un niño dulcísimo. – ¡Padre! ¡Tu luz a este hijo tuyo! – Jesús tiene extendidas las manos sobre la cabeza del hombre, que está de rodillas. Permanece así un momento. Luego se moja la punta de los dedos con saliva y toca apenas con su mano derecha los ojos, que están abiertos pero no tienen vida. Pasa un momento. El hombre parpadea y se restriega los ojos, como uno que saliera del sueño y los tuviera obnubilados. – ¿Qué ves? – ¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh, Dios Eterno! ¡Me parece… me parece… oh… que veo… te veo el vestido… es rojo, ¿no es verdad?, y una mano blanca… y un cinturón de lana!… ¡Oh, Jesús bueno… veo cada vez mejor cuanto más me habitúo a ver!… La hierba del suelo… y eso es un pozo, ¡claro!, y allí hay una vid… – Levántate, amigo. El hombre, que llora y ríe al mismo tiempo, se alza y, pasado un instante de lucha entre el respeto y el deseo, levanta la cara y encuentra la mirada de Jesús, un Jesús sonriente de piedad, de una piedad que es toda amor. ¡Debe ser muy bonito recuperar la vista y ver como primer Sol ese rostro! El hombre emite un grito y tiende los brazos; es un acto instintivo. Pero enseguida se frena. Es Jesús quien abriendo los suyos arrima a sí al hombre, que es mucho más bajo que Él. – Ve a tu casa, ahora – le dice Jesús – y sé feliz y justo. Ve con mi paz. – ¡Maestro, Maestro! ¡Señor! ¡Jesús! ¡Santo! ¡Bendito! La luz… Pero si veo… veo todo… Ahí, el lago azul y el cielo sereno y los últimos rayos de sol y el primer atisbo de luna… Pero el azul más hermoso y sereno lo veo en tus ojos; y en ti veo la belleza del Sol más verdadero, y resplandecer lo puro de la Luna más santa. ¡Astro de los que sufren, Luz de los ciegos, Piedad que vives y obras! – Yo soy Luz de los espíritus. Sé hijo de la Luz. – Siempre, Jesús. Cada vez que mis párpados se abran o cierren sobre mis pupilas renacidas, renovaré este juramento. ¡Benditos seáis Tú y el Altísimo!.- ¡Bendito sea el Altísimo Padre! Adiós. Y el hombre parte dichoso, seguro, mientras Jesús y los estupefactos apóstoles bajan a dos barcas y comienzan la maniobra de la navegación.