Aava reconciliada con su marido. Noticias sobre la muerte de Alfeo y sobre el rescate de Jonás.
Jesús se encuentra en esa bellísima ciudad marítima que en el mapa presenta un golfo natural amplio y bien protegido. Este golfo tiene capacidad para muchos navíos, y lo hace aún más seguro un fuerte espigón portuario. Debe ser muy usado incluso militarmente porque veo trirremes romanas con soldados a bordo. Están desembarcando, no sé si por un cambio de turno de tropas o para reforzar la guarnición. El puerto, o sea, la ciudad portuaria, me recuerda vagamente a Nápoles, dominada por los montes vesubianos. Jesús está sentado dentro de una modesta casa cercana al puerto. Está claro que se trata de una mansión de pescadores – quizás amigos de Pedro, o de Juan, porque veo que ambos se encuentran muy a gusto en la casa y con los que en ella habitan -. No veo al pastor José, y naturalmente, tampoco veo a Judas Iscariote, que está todavía ausente. Jesús habla con sencillez con los componentes de la familia y con otros que han venido a escucharlo. No es, sin embargo, una predicación como tal, son palabras llanas, de consejo, de consuelo; como sólo Él puede ofrecer. Vuelve Andrés, que parece que había salido a algún encargo porque trae en sus manos unos panes. Se acerca todo colorado – concentrar la atención sobre él debe suponerle un verdadero suplicio, y, más que decir, bisbisea: -Maestro, ¿podrías venir conmigo? Se… se trataría de hacer un poco de bien. Sólo Tú puedes. Jesús se pone en pie sin preguntar ni siquiera qué bien es ése. Sin embargo, Pedro pregunta: -¿A dónde lo llevas? Está muy cansado. Es la hora de la cena. Lo pueden esperar mañana. -No… es una cosa que hay que hacer en seguida. Es… -¡Habla, gacela espantada! ¿Pero vosotros creéis que un hombre hecho y derecho debe ser así?… ¡Parece un pez enmarañado en la red! Andrés se pone todavía más colorado. Jesús, atrayéndolo hacia sí, lo defiende: -A mí me gusta así. Déjalo. Tu hermano es como agua salubre. Trabaja en lo profundo y sin hacer ruido. Sale de la tierra como un hilo de agua, pero quien se acerca a él queda curado. Vamos, Andrés. -Voy también yo. Quiero ver a dónde te lleva – contesta Pedro. Andrés suplica: -No, Maestro. Yo y Tú solos. Si hay gente, no se puede… Es cosa de corazones… -¿Qué pasa? ¿Ahora te dedicas a hacer de paraninfo? Andrés no le responde a su hermano. Dice a Jesús: -Un hombre quiere repudiar a su esposa y… y yo he intervenido, pero no sé hacerlo. Si hablas Tú… te saldrá bien, porque el hombre no es malo; es… es… él te lo dirá. Jesús sale con Andrés sin decir nada más. Pedro permanece un poco en duda. Luego dice: -Yo también voy; quiero al menos ver a dónde van. Y sale, a pesar de que los otros le digan que no lo haga. Andrés va a torcer por una callecita de aspecto popular. Pedro lo sigue detrás. Se mete por una placita llena de comadres. Y Pedro detrás. Entra en un portal que da a un amplio patio circundado de casitas bajas y pobres – digo portal porque hay un arco, pero la puerta no existe. Y Pedro detrás. Jesús entra en una de estas casitas con Andrés. Pedro se aposta fuera. Una mujer lo ve y le pregunta: -¿Eres familia de Aava? ¿Y esos dos también? ¿Habéis venido a llevárosla? -¡Cállate, cotorra! No me deben ver. ¡Hacer callar a una mujer! Es una cosa difícil. Pedro le lanza una mirada que la fulmina, pero entonces ella va a hablar con otras comadres. El pobre Pedro, en un momento, se encuentra rodeado por un círculo de mujeres, chicos y hombres, que sólo por imponerse silencio unos a otros hacen un rumor que denuncia su presencia. Pedro se consume interiormente, se enfada… pero no sirve de nada. Del interior de la casa se oye la voz llena, hermosa, serena de Jesús, junto a la voz rota de una mujer y junto a la de un hombre, cerrada, ronca. -Si ha sido siempre buena esposa, ¿por qué repudiarla? ¿Alguna vez te ha faltado? -No, Maestro, ¡te lo juro! Lo he querido como a la pupila de mis ojos – gime la mujer. Y el hombre, breve y duro, dice: -No, no me ha faltado nada más que en ser estéril; y yo quiero hijos. No quiero la maldición Dios sobre mi nombre. -Tu mujer no tiene la culpa de serlo. -Me echa la culpa, a mí y a los míos, como si hubiera sido una traición… -Mujer, sé sincera. ¿Sabías que eras estéril? -No. Era y soy en todo como todas. El médico lo ha dicho también. Pero no logro tener hijos. -¿Ves como no te ha engañado? Ella también sufre por ello. Responde también tú sinceramente: si ella fuese madre, ¿la repudiarías? -No. Lo juro. No tengo motivo para ello. Sucede que el rabino me lo ha dicho, como también me lo ha dicho el escriba: «La estéril es la maldición de Dios en casa y tú tienes el derecho y el deber de darle libelo de divorcio y no contrariar tu virilidad privándola de hijos» Yo hago lo que la Ley dice. -No. Escucha. La Ley dice: «No cometas adulterio» y tú estás para cometerlo. El mandamiento inicial es éste y ninguna otra cosa. Y, si, por la dureza de vuestros corazones, Moisés concedió el divorcio, fue para impedir uniones ilícitas y concubinatos odiosos a Dios. Luego, progresivamente, vuestro vicio trabajó sobre la cláusula de Moisés recabando las malvadas cadenas y las homicidas piedras que sor las condiciones actuales de la mujer, víctima siempre de vuestro despotismo, de vuestro capricho, de vuestra sordera y ceguera de afectos. Yo te lo digo: No te es lícito hacer lo que pretendes. Tu acto ofende a Dios. ¿Repudió acaso Abraham a Sara? ¿Y Jacob a Raquel? ¿Y Elicana a Ana? ¿Y Manué a su esposa? ¿Conoces al Bautista? ¿Sí? es bien, ¿no fue estéril su madre hasta la vejez y después dio a luz al santo de Dios, así como también la esposa de Manué dio a luz a Sansón, y Ana de Elcana a Samuel, y Raquel a José, y Sara a Isaac? Dios premia la continencia del esposo, su piedad hacia la estéril, su fidelidad al desposorio, y es un premio celebrado por los siglos, así como también da sonrisa al llanto de las estériles que ya no lo son ni se encuentran humilladas, sino que se hallan gloriosas regocijándose de ser madres. No te es lícito ofender el amor de esta mujer. Sé justo y honesto. Dios te premiará más de lo que mereces. -Maestro, sólo Tú hablas así… Yo no sabía. Había preguntado a loa doctores y me habían dicho: «Hazlo». Pero no me dijeron ni una palabra respecto a que Dios premie con dones un acto bueno. Estamos en sus manos… y nos cierran los ojos y el corazón con mano de hierro. No soy malo, Maestro. No te enojes conmigo.-No te rechazo. Me produces más compasión que esta pobre mujer que está llorando, porque su dolor acabará cuando termine su vida; el tuyo comenzará entonces, y para toda la eternidad. Piénsalo. -No, no comenzará. No lo quiero. ¿Me juras por el Dios de Abraham que cuanto dices es verdad? -Yo soy Verdad y Ciencia. Quien cree en mí tendrá en Él justicia, sabiduría, amor y paz. -Te quiero creer. Sí. Te quiero creer. No sé… siento en ti algo que no hay en los demás. Ahora voy al sacerdote y le digo: «Ya no la repudio. Me quedo con ella, y sólo le pido a Dios que me ayude a sentir menos el dolor de no tener hijos». Aava, no llores. Le diremos al Maestro que vuelva para mantenerme calmado, y tú… sigue queriéndome. La mujer llora con más fuerza, por el contraste entre el dolor de antes y la alegría actual. Jesús, por el contrario, sonríe: -No llores. Mírame. Mírame, mujer. Ella levanta la cabeza. Mira su rostro luminoso con su rostro lagrimoso. -Hombre, ven aquí. Ponte de rodillas junto a tu esposa. Ahora yo os bendigo y santifico vuestra unión. Escuchad: «Señor Dios de nuestros padres, que hiciste a Adán del barro y le diste a Eva como compañera para que poblasen de hombres la tierra educándolos en tu santo temor, desciende con tu bendición y tu misericordia, abre y fecunda las entrañas que el Enemigo tenía cerradas para portar a un doble pecado de adulterio y de desesperación. Ten piedad de estos dos hijos, Padre santo, Creador supremo. Hazlos felices y santos. Ella, fecunda como una vid; él, protector como el olmo que la sujeta. Desciende, Vida, a dar vida. Desciende, Fuego, a calentar. Desciende, Poderoso, a obrar. ¡Desciende! Haz que para la fiesta de alabanza por las fecundas mieses del próximo año te ofrezcan su vivo manipulo, su primogénito, hijo consagrado a ti, Eterno, que bendices a quienes esperan en ti. Jesús ha orado con voz de trueno, con las manos tendidas sobre las dos cabezas inclinadas. La gente no se contiene más y se arremolina en torno; Pedro en primera línea. -Levantaos. Tened fe y sed santos. -¡No te vayas, Maestro! – suplican los dos reconciliados. -No puedo quedarme. Volveré. Bastantes veces. -¡No te vayas, no te vayas! ¡Háblanos también a nosotros! – grita 1a multitud. Pero Jesús bendice pero no se detiene. Promete sólo volver pronto. Y, seguido por una pequeña multitud, se dirige hacia su casa hospitalaria. -Hombre curioso, ¿qué debería hacer contigo? – pregunta por el camino a Pedro. -Lo que quieras, pero, ahora ya… yo he estado allí… Entran en la casa, despiden a la gente, que comenta las palabras que han oído, y se ponen a cenar. Pedro se siente todavía curioso. -Maestro, ¿pero realmente tendrán un hijo? -¿Me has visto alguna vez prometer cosas que no se cumplan? ¿Crees que Yo me permito usar la confianza en el Padre para mentir y provocar desilusiones? -No… pero… ¿podrías hacer esto con todos los esposas? -Podría. Pero lo hago sólo donde veo que un hijo puede significar un impulso hacia la santificación. Donde significaría obstáculo, no lo hago. Pedro se alborota el pelo entrecano y calla. Entra el pastor José. Está completamente lleno de polvo del camino, como quien hubiera andado mucho. -¿Tú? ¿Por qué? – pregunta Jesús, después del beso de saludo. -Tengo cartas para ti. Tu Madre me las ha dado, y una es suya Aquí están. Y José entrega tres pequeños rollos de una especie de pergamino fino, atados con una cinta. La más voluminosa de las cartas está incluso cerrada con un sigilo, otra tiene sólo el nudo, la tercera muestra un sigilo roto. -Ésta es de tu Madre – dice José, indicando la que tiene el nudo. Jesús la desenrolla y la lee; primero en voz baja, luego alto: “A mi amado Hijo, paz y bendición. Ha llegado a mí a la hora prima de las calendas de la luna de Elul un enviado de Betania. Se trata de Isaac, pastor. Le he dado en tu nombre un ósculo de paz, y refrigerio como personal agradecimiento. Me ha traído estas dos cartas que ahora te envío, diciéndome de palabra que el amigo Lázaro de Betania te insta para que condesciendas con lo que te pide. Amado Jesús, mi bendito Hijo y Señor, yo también tendría dos cosas que pedirte. Una, recordarte que me prometiste llamar a tu pobre Mamá para instruirla en la Palabra; la segunda, que no vengas a Nazaret sin haber hablado conmigo antes». Jesús se detiene bruscamente y se alza en pie, yendo a ponerse entre Santiago y Juan. Los abraza estrechamente y termina repitiendo, sin leer, las palabras: -Alfeo ha vuelto al seno de Abraham la pasada luna llena, con gran duelo de la ciudad… Los dos hijos lloran sobre el pecho de Jesús, que termina: …En el último momento te hubiera deseado a su lado, pero Tú estabas lejos. Esto, no obstante, es un consuelo para María, que ve en ello perdón de Dios, y debe dar paz también a mis sobrinos». ¡Habéis oído? Ella lo dice, y Ella sabe lo que dice. -Dame la carta – suplica Santiago. -No. Te perjudicaría. -¿Por qué? ¿Qué puede decir que sea más penoso que la muerte de un padre?… -Que nos ha maldecido – suspira Judas. -No. No es eso – dice Jesús. -Lo dices… para no traspasar nuestro corazón. Pero es así. -Lee, entonces.Y Judas lee: «Jesús, te ruego, y conmigo María, que no vengas a Nazaret hasta que el duelo no haya terminado. El amor hacia Alfeo hace injustos a los nazarenos respecto a ti, y tu Madre llora por ello. El buen amigo Alfeo me consuela, y pone calma en el pueblo. Ha tenido mucha resonancia lo que han contado Aser e Ismael de la mujer de Cusa, pero Nazaret es ahora un mar agitado por vientos contrarios. Te bendigo, Hijo mío, y te pido paz y bendición para mi alma. Paz a mis sobrinos. Mamá». Los apóstoles hacen comentarios y consuelan a los dos hermanos, que están llorando. Pedro dice: -¿Y esas, no las lees? Jesús hace un gesto de asentimiento y abre la de Lázaro. Llama a Simón Zelote. Leen juntos en un ángulo. Luego abren el otro rollo y lo leen también. Debaten. Veo que Simón trata de persuadir de algo a Jesús, pero no lo consigue. Jesús, con los rollos en la mano, se coloca en medio de la estancia y dice: -Oíd, amigos. Somos todos una familia y no hay secretos entre nosotros, y, si tener oculto el mal es piedad, dar a conocer el bien es justicia. Oíd lo que escribe Lázaro de Betania: «A1 Señor Jesús paz y bendición, y paz y salud a mi amigo Simón. He recibido tu carta y, como siervo que soy, he puesto mi corazón, mi palabra y todos mis medios a tu servicio para satisfacerte y tener el honor de serte siervo no inútil. He ido a ver a Doras a su castillo de Judea, a rogarle que me vendiera a su siervo Jonás como Tú deseas. Confieso que, si no hubiera sido petición de Simón, amigo fiel, para ti, no habría afrontado a ese chacal burlón, cruel y funesto. Pero por ti, mi Maestro y Amigo, me siento capaz de afrontar hasta incluso a Satanás. Ello porque pienso que quien trabaja para ti te tiene cercano y está, por tanto, protegido. Y ciertamente he recibido ayuda, porque he vencido, contra todas las previsiones. Dura fue la discusión y humillantes las primeras negativas. Tres veces tuve que agachar la cabeza ante este esbirro con poder. Luego me impuso una espera de días. Finalmente, la carta; digna de un áspid. Yo casi no oso decirte: “Cede para conseguir el objetivo”, porque él no es digno de tu presencia; pero no hay otra forma. He aceptado en tu nombre y he firmado. Si he hecho mal, repréndeme. No obstante – créeme – he tratado de servirte lo mejor que podía. Ayer ha venido un discípulo tuyo, judío, diciendo que venía en tu nombre a saber si había alguna noticia que llevarte. Ha dicho llamarse Judas de Keriot. No obstante, he preferido esperar a Isaac para entregarle la carta. Y me ha extrañado mucho el que hubieras mandado a otros, sabiendo que todos los sábados viene aquí Isaac, para su reposo sabático. No tengo más que decirte. Sólo, besándote los pies santos, te ruego conducirlos adonde tu siervo y amigo Lázaro, como prometiste. A Simón, salud. A ti, Maestro y Amigo, un ósculo de paz solicitando tu bendición. Lázaro». Y ahora la otra: «A Lázaro, salud. He decidido. Por una suma doble obtendrás a Jonás. No obstante, pongo estas condiciones, y no pienso cambiar respecto a ellas bajo ningún motivo. Quiero que primero Jonás termine la cosecha de este año, o sea, su entrega se efectuará para la luna de Tisri, al final de la luna. Quiero que venga personalmente a recogerlo Jesús de Nazaret, al cual le pido que entre bajo mi techo, para conocerlo. Quiero pago inmediato a la vista de contrato en regla. Adiós. Doras». -¡Qué peste! – grita Pedro. Pero, ¿quién paga? Quién sabe lo que pide, y nosotros… ¿estamos siempre sin un centésimo! -Simón paga. Para darme esta alegría a mí y al pobre Jonás. No adquiere más que una reliquia de hombre, que de ninguna manera le prestará servicio; pero adquiere un gran mérito en el Cielo. -¿Tú? ¡Oh! Todos muestran asombro. Hasta los hijos de Alfeo salen de su aflicción por el estupor. -Él es. Es justo que ello sea conocido. -Sería también justo saber por qué Judas de Keriot ha ido donde Lázaro. ¿Quién lo había enviado? ¿Tú? Jesús no le responde a Pedro. Se muestra muy serio y pensativo. Sale de su meditación sólo para decir: -Preocupaos de que José cene y repose, luego nos retiraremos a descansar. Yo prepararé la contestación para Lázaro… ¿Isaac está todavía en Nazaret? -Me espera. -Iremos todos. -¡Noo! Tu Madre dice… Todos se agitan. -Callad. Quiero que sea así. Mi Madre habla con su corazón de amor. Yo juzgo con mi razón. Prefiero hacer esto mientras no esté Judas, y deseo tender la mano amiga a mis primos Simón y José, y llorar con ellos antes de que termine el duelo. Luego volveremos a Cafarnaúm, a Genesaret, al lago en definitiva, esperando al final de la luna de Tisri. Y tomaremos a las Marías con nosotros. Vuestra madre tiene necesidad de amor. Se lo daremos. Y la mía tiene necesidad de paz. Yo soy su paz. -¿Crees que en Nazaret?.. – pregunta Pedro. -No creo nada. -¡Ah, bueno! Porque si le causasen algún daño o algún dolor… ¡se las tendrían que ver conmigo! – dice Pedro todo agitado. Jesús lo acaricia, pero está absorto en otros pensamientos. Yo diría que está triste. Luego va hacia donde Judas y Santiago, se pone entre los dos y se sienta, teniéndolos abrazados para consolarlos. Los demás hablan bajo para no turbar su dolor.