Víspera del sábado anterior a la entrada en Jerusalén. Despedida de las discípulas. El desdichado nieto de Nahúm.
El charloteo de las mujeres llena la bonita sala blanca, una de las destinadas para los banquetes, de blancas paredes y blanco techo, blancas cortinas gruesas, blancas tapicerías que cubren los asientos, blancas lastras de mica o de alabastro, usadas como cristales de ventanas y para las lámparas. Una quincena de mujeres hablando no es cosa de poco. Pero en cuanto Jesús aparece en el umbral de la puerta, corriendo la pesada cortina, se hace un silencio absoluto. Todas se levantan y se inclinan con el máximo respeto.
-Paz a todas vosotras – dice Jesús con una dulce sonrisa… Ningún rastro de la recién terminada borrasca de dolor se ve en su cara, que aparece serena, luminosa, pacífica, como si ninguna cosa penosa hubiera ocurrido o estuviera para ocurrir con pleno conocimiento suyo.
-Paz a ti, Maestro. Hemos venido. Me enviaste el recado de que viniera con todas las mujeres que estaban conmigo. Te he obedecido. Conmigo estaba Elisa. La tengo conmigo en estos días. Y conmigo estaba ésta, que dice que es seguidora tuya. Había venido buscándote porque no se ignora que yo soy tu feliz discípula. Y también está conmigo Valeria, en mi casa desde que estoy en mi palacio. Con Valeria estaba Plautina, que había ido a visitarla. Con ellas estaba ésta. Valeria te hablará de ella. Después vino Analía, a la que habían informado de tu deseo; y esta jovencita que creo que es pariente suya. Nos hemos organizado para venir. Y no nos hemos olvidado de Nique. ¡Es tan bonito sentirse hermanas en la misma fe en ti… y esperar que también las que ahora están al nivel de un amor natural por el Maestro asciendan más, como ha hecho Valeria! – dice Juana, mirando de soslayo a Plautina, que… se ha quedado en el amor natural…
-Los diamantes se forman con lentitud, Juana. Se necesitan siglos de fuego sepultado… Nunca hay que tener prisa… ni desanimarse nunca, Juana…
-¿Y cuando un diamante se vuelve… ceniza?
-Señal es de que aún no era diamante perfecto. Se necesita más paciencia y más fuego. Volver a empezar, esperando en el Señor. A menudo, lo que la primera vez parece un fracaso se transforma en triunfo la segunda.
-O la tercera o la cuarta, e incluso más. Yo he sido un fracaso muchas veces, ¡Pero, al final, has triunfado, Rabbuní! – dice María de Magdala, con su voz de órgano, desde el fondo de la sala.
-María se alegra cada vez que puede abatirse recordando el pasado… – suspira Marta, que querría que ese pasado quedara borrado del recuerdo de todos los corazones.
-¡Verdaderamente, hermana, es así! Me alegro de recordar el pasado. Pero no para abatirme, como dices, sino para subir más, impulsada por el recuerdo del mal cometido y por el agradecimiento hacia Aquel que me ha salvado. Y también para que quien siente vacilación respecto a sí mismo o respecto a algún ser querido pueda hallar nuevo aliento y llegar a esa fe que mi Maestro dice que sería capaz de mover las montañas.
-Y tú la posees. ¡Dichosa tú! Tú no conoces el miedo… — suspira Juana, que tan mansa y tímida es y que aún más lo parece si se la compara con la Magdalena.
-No lo conozco. Nunca ha estado en mi naturaleza humana. Y ahora, desde que soy de mi Salvador, ya no lo conozco ni siquiera en mi naturaleza espiritual. Todo ha servido para aumentar mi fe. ¿Puede, acaso, una mujer que ha resucitado como yo y que ha visto resucitar a su hermano dudar ya de algo? No. Nada me hará ya dudar.
-Mientras Dios está contigo, o sea, mientras está contigo el Rabí… Pero Él dice que pronto nos dejará. ¿Qué será entonces nuestra fe? Quiero decir vuestra fe, porque yo todavía no estoy imbuida más allá de los límites humanos… – dice Plautina.
-Su presencia material o su material ausencia no lesionarán mi fe. No temeré. Esto no es soberbia, es conocimiento de mí misma Aunque las amenazas del Sanedrín se hicieran realidad… No, yo no temeré…
-¿Pero qué es lo que no temerás? ¿Que el Justo sea justo? Este temor tampoco yo lo tendré. Lo creemos de muchos sabios cuya sabiduría saboreamos; yo diría: de muchos sabios de los que nos nutrimos, con la vida de su pensamiento, siglos después de haber desaparecido ellos. Pero si tú… – insiste Plautina.
-No temeré ni siquiera por su muerte. La Vida no puede morir. Ha resucitado Lázaro, que era… un pobre ser humano… -No por sí ha resucitado, sino porque el Maestro ha llamado su espíritu del mundo de ultratumba. Obra que sólo el Maestro puede hacer. ¿Pero quién llamará al espíritu del Maestro, si lo matan a Él?
-¿Que quién? Pues Él. O sea, Dios. Dios se ha hecho a sí mismo, Dios por sí mismo puede resucitarse.
-Dios… sí… en vuestra fe, Dios se ha hecho a sí mismo. Ya de por sí admitir esto es arduo para nosotros, que pensamos que los dioses vienen los unos de los otros por amores divinos.
-Por torpes, irreales amores, debes decir – la interrumpe impetuosa María de Magdala.
-Como quieras… – dice Plautina en tono conciliador. Y está para terminar la frase pero María de Magdala se anticipa otra vez y dice:
-Pero el Hombre -esto es lo que quieres decir- no puede resucitarse por sí mismo. Pero Él, de la misma forma que por sí mismo se ha hecho Hombre, porque nada le es imposible al Santo de los santos, pues por sí mismo se dará la orden de
resucitar. Tú no puedes comprender. No conoces las figuras de nuestra historia de Israel. Él y sus prodigios están en esas figuras. Y todo se cumplirá como está escrito. Yo creo con antelación, Señor. Todo lo creo. Que Tú eres el Hijo de Dios y el Hijo de la Virgen, que eres el Cordero de salvación, que eres el Mesías santísimo, que eres el Libertador y Rey universal, que tu Reino no tendrá fin ni confín, y, en fin, que la muerte no prevalecerá contra ti, porque la vida y la muerte han sido creadas por Dios y le están sujetas como todas las cosas. Yo creo. Y, si el dolor de verte desconocido y vejado será grande, mayor será mi fe en tu Ser eterno. Yo creo. Creo en todo lo que de ti está escrito, en todo lo que Tú dices. Supe creer también respecto a Lázaro, la única que supo obedecer y creer, la única que supo reaccionar contra aquellos hombres y contra aquellas cosas que querían persuadirme de que no creyera. Sólo en e1 extremo, cercana al final de la prueba, sentí desconcierto… Pero la prueba duraba ya mucho… y ya no pensaba que ni siquiera Tú, Maestro bendito, pudieras acercarte al golal tantos días después de la muerte… Ahora… ya no dudaría ni aunque, en vez de días, hubiera de abrirse un sepulcro para restituir su presa después de meses de tenerla en su vientre. ¡Oh, mi Señor! ¡Sé quién eres! ¡El fango ha conocido a la Estrella!
María se ha acurrucado a sus pies, en el suelo de mármol, ya sin vehemencia: mansa, adoradora con la expresión de su rostro, que tiene alzado hacia Jesús.
-¿Quién soy?
-El que es. Esto eres. Lo otro, la exterioridad humana, es el revestimiento, el necesario revestimiento que vela tu esplendor y santidad, para que tu santidad pudiera venir a nosotros y salvarnos. Pero Tú eres Dios, mi Dios.
Y se echa al suelo, a besar los pies de Cristo, y parece como si no pudiera despegar los labios de los dedos que sobresalen por debajo de la larga túnica de lino.
-Álzate, María. Mantén siempre con firmeza esta fe tuya. Y álzala como una estrella en las horas de borrasca, para que los corazones claven en ella su mirada y sepan esperar; al menos eso…
Luego se vuelve a todas y dice:
-Os he llamado porque en los próximos días poco podremos vernos, y con poca paz. El mundo estará alrededor de nosotros, y los secretos de los corazones tienen un pudor más grande que el de los cuerpos. No soy el Maestro, hoy; soy el Amigo. No todas vosotras tenéis esperanzas y temores que manifestarme, pero todas queríais haberme visto con paz todavía una vez más. Y os he llamado, a vosotras, flor de Israel y del nuevo Reino, a vosotras, flor de los gentiles que dejan el lugar de las sombras para entrar en la Vida. Tened esto en el corazón para los próximos días: que el honor que prestáis al perseguido Rey de Israel, al Inocente acusado, al Maestro no escuchado, dulcifica mi dolor.
Os pido que estéis muy unidas, vosotras las de Israel, vosotras que habéis venido a Israel, vosotras que venís hacía Israel; que las unas ayuden a las otras, que las de espíritu más fuerte ayuden a las más débiles, que las más sabias ayuden a las que saben poco o nada y sólo tienen el deseo de nuevos conocimientos, para que su deseo humano, con el cuidado de las hermanas más adelantadas, se transforme en deseo sobrenatural de Verdad.
Sed compasivas las unas para con las otras. Las que han sido formadas en la justicia por siglos de ley divina sean compasivas con aquellas a las que la gentilidad hace… distintas. No se cambia de un día para otro el hábito moral, si no es en casos excepcionales en que interviene un poder divino para producir un cambio ayudando a una voluntad muy buena. Que no os asombre el ver, en las que vienen de otras religiones, que se estancan en su progreso, y, algunas veces que regresan a los viejos caminos. Tened presente el comportamiento del propio Israel respecto a mí, y no pretendáis de las gentiles la docilidad y la virtud que Israel no ha sabido, no ha querido dispensar a su Maestro.
Sentíos hermanas las unas de las otras. Hermanas a las que el destino en este último período de mi vida mortal ha congregado en torno a mí… ¡No lloréis!… Y os ha congregado tomándoos de distintos lugares, por tanto, hermanas con idiomas y costumbres distintos, que hacen un poco difícil el comprenderse humanamente. Pero, en verdad, el amor tiene un único lenguaje, que es éste: hacer lo que el amado enseña, y hacerlo para darle honor y alegría. En esto podéis comprenderos todas. Y que las que más comprenden ayuden a las otras a comprender.
Luego… en el futuro, en un futuro más o menos lejano, en circunstancias diversas, os separaréis de nuevo y os diseminaréis por las regiones de la Tierra: algunas volviendo a las comarcas en que nacieron, otras yendo a un exilio que no pesará (porque las que lo sufran habrán llegado ya a una perfección de verdad que les hará comprender que no es el ser conducidos acá o allá lo que constituye el exilio de la verdadera Patria, porque la verdadera Patria es el Cielo) Porque el que está en la verdad está en Dios y tiene a Dios en sí; por tanto, está ya en el Reino de Dios. Y el Reino de Dios no conoce fronteras y no sale de ese Reino el que de Jerusalén, por ejemplo, sea llevado a Iberia o a Panonia o a Galia o a Iliria. Siempre estaréis en el Reino si permanecéis siempre en Jesús, o si venís a Jesús.
Yo he venido a congregar a todas las ovejas: las del rebaño paterno; las de otros; también las que carecen de pastor y son agrestes (más que agrestes: salvajes), y están hundidas en tinieblas tan oscuras que no les permiten ver ni una iota, no sólo de ley divina, sino tampoco de ley moral. Personas desconocidas que esperan pasar a ser conocidas en la hora que Dios destina para ello y que luego entrarán a formar parte del rebaño de Cristo. ¿Cuándo? ¡Oh, años o siglos, respecto al Eterno, son iguales! Pero vosotras seréis las anticipadoras de las que irán, con los Pastores futuros, a recoger en el amor cristiano, ovejas y corderos salvajes para conducirlos a los pastos divinos. Que vuestro primer campo de prueba sean estos lugares.
La pequeña golondrina que alza las alas para el vuelo no se lanza inmediatamente a la gran aventura. Intenta el primer vuelo desde el alero del tejado hasta la vid que da sombra a la terraza. Luego vuelve al nido, y de nuevo se lanza, esta vez a la terraza de al lado, y vuelve. Y luego más lejos… hasta que siente que se hace fuerte el nervio del ala y segura su orientación; entonces juega con los vientos y los espacios, y va y viene trisando, persiguiendo a los insectos, pasando al ras de las aguas, remontándose hacia el sol, hasta que, en el momento exacto, abre segura las alas para el largo vuelo por las zonas más calientes y ricas de nuevo alimento, y no teme cruzar los mares, ella que es tan pequeña, un punto de acero bruñido perdido entre las dos inmensidades azules del mar y del cielo, un punto que va, sin miedo, mientras que antes temía el leve vuelo desde el alero hasta el sarmiento frondoso; un cuerpo musculoso, perfecto, que hiende el aire como una flecha y no se sabe si es el aire el que
transporta con amor a este pequeño rey del aire, o es él, el pequeño rey del aire, el que con amor surca sus dominios. ¿Quién piensa, al ver su vuelo seguro, que aprovecha vientos y densidades de la atmósfera para ir más veloz; quién piensa en su primer, desmañado, vuelo, hecho de aletazos descompuestos, lleno de miedo?
Para vosotras será lo mismo. Y que así sea. Para vosotras y para todas las almas que os imiten. Uno no adquiere una habilidad al improviso. Ni desánimos por las primeras derrotas ni soberbia por las primeras victorias: las primeras derrotas sirven para hacer mejor las cosas otra vez, las primeras victorias sirven como acicate para hacer las cosas aún mejor en el futuro y para convencerse de que Dios a una buena voluntad la ayuda.
Estad siempre sujetas a los Pastores en lo que es la obediencia a sus consejos y disposiciones; sed para ellos siempre hermanas en lo que es la ayuda en la misión y el apoyo en sus fatigas. Decid esto también a las que hoy no están aquí. Decídselo a las que vendrán en el futuro.
Y ahora y siempre sed como hijas para mi Madre. Ella os guiará en todo. Puede guiar a las jóvenes, a las viudas, a las casadas, a la madres, pues Ella ha conocido todas las consecuencias de todos los estados por experiencia propia, además de por sabiduría sobrenatural. Amaos y amadme en María. No erraréis nunca, porque Ella es el Árbol de la Vida, el Arca viva de Dios, la Forma de Dios, en quien la Sabiduría se hizo una Sede y la Gracia se hizo Carne. (Forma de Dios porque el Creador, que la había predestinado a ser la Madre de Dios, de la misma manera que le había dado un alma preservada, por singular privilegio, de la Culpa original, también le había dado un cuerpo cabalmente perfecto, para que María fuera realmente hecha a imagen y semejanza espiritual de Dios y corporal del Hijo de Dios hecho Hombre, el más hermoso de entre los hijos de los hombres. «Forma para Dios» porque el Verbo se modeló en su seno tomando de su Madre (la única que le aportó un cuerpo y, por tanto, la única que le transmitió la semejanza con el generador -en este caso: con la generadora-) la forma humana. Ella fue, pues, “forma» para la segunda Persona, que se encarnaba para hacerse Hombre)
Y ahora que he hablado en general, ahora que os he visto, deseo escuchar a mis discípulas y a las que son la esperanza de las futuras discípulas. Podéis marcharos. Yo me quedo aquí. Aquellas de vosotras que tengan que hablar conmigo que vengan. Porque no volveremos a tener un momento de íntima paz como éste.
Las mujeres hablan entre sí. Elisa sale con María y María Cleofás. María de Lázaro escucha a Plautina, que quiere convencerla de que haga algo; pero parece que María no quiere, porque hace claro gestos de negativa con la cabeza y luego se marcha dejando plantada a su interlocutora, y, pasando, toma consigo a su hermana y a Susana, y dice:
-Nosotras tendremos tiempo de hablar con Él. Dejemos con Jesús a éstas, que tienen que marcharse. -Ven, Sara. Nosotras venimos al final – dice Analía.
Salen lentamente todas, menos María Salomé, que está indecisa en la puerta.
-Ven aquí, María. Cierra y ven aquí. ¿Qué temes? – le dice Jesús.
-Es que yo… yo estoy siempre contigo. ¿Has oído a María de Lázaro?
-La he oído. Ven aquí. Tú eres madre de mis primeros apóstoles. ¿Qué quieres decirme?
La mujer se acerca con la lentitud de quien tiene que pedir una cosa grande y no sabe si puede hacerlo. Jesús la anima con una sonrisa y con las palabras:
-¿Qué? ¿Quieres pedirme un tercer sitio, para Zebedeo? No. Él es sabio. ¡Sin duda no te ha encargado decir eso!
Habla…
-¡Ah, Señor! Precisamente de ese puesto quería hablarte. Tú… hablas de una forma… como si estuvieras para dejarnos. Y yo quisiera que antes me dijeras que me has perdonado del todo. No tengo paz, pensando que te he causado desagrado.
-¿Todavía piensas en eso? ¿No te parece que te quiero como antes e incluso más que antes?
-¡Eso sí, Señor! Pero pronuncia para mí la palabra del perdón, para que yo pueda referir a mi esposo cuán bueno has sido conmigo.
-¡No es necesario que refieras una culpa perdonada, mujer!
-¡Sí la voy a referir! Porque, mira, Zebedeo, viendo cómo quieres a sus hijos podría caer en mi mismo pecado y… si Tú nos dejas, ¿quién nos va a absolver? Yo quisiera que todos nosotros entráramos en tu Reino. También mi marido. Y no creo que me sitúe fuera de la justicia queriendo esto. Yo soy una pobre mujer y no sé de libros. Pero cuando tu Madre nos lee o nos dice partes de la Escritura a nosotras, a menudo habla de las mujeres destacadas de Israel y de los puntos que hablan de nosotras. Y en los Proverbios, (Proverbios 31, 10-11.26.28) que me gustan mucho, está escrito que en la mujer fuerte confía el corazón de su esposo. Yo creo que es justo que la mujer inspire esta confianza a su marido, incluso en lo relativo al comercio de las cosas celestes: si compro para él un puesto seguro en el Cielo, impidiéndole pecar, creo que estoy haciendo una cosa buena.
-Sí, Salomé. Verdaderamente ahora has abierto tu boca a la sabiduría y tienes en tu lengua ley de bondad. Ve en paz. Tienes más que mi perdón. Tus hijos, según el libro que tanto te gusta, te proclamarán dichosa, y tu marido te alabará en la Patria de los justos. Ve tranquila. Ve en paz. Sé feliz.
La bendice y se despide de ella. Salomé se marcha llena de alegría.
Entra la anciana de la casa del Merón, Ana, trayendo de la mano a dos niños, y, detrás, a una niñita tímida y paliducha que camina cabizbaja y que ya, en el acto de guiar a un niñito que casi no sabe caminar bien, se muestra como una pequeña mamá.
-¡Ah, Ana! ¿Entonces también tú quieres hablar conmigo? ¿Y tu marido?
-Enfermo, Señor. Enfermo. Muy enfermo. Quizás no lo vea vivo cuando vuelva… – Ruedan lágrimas por entre las arrugas del rostro senil.
-¿Y tú estás aquí?
-Estoy aquí. El dijo: «Yo no puedo. Ve tú para la Pascua y cuida de que nuestros hijos…» – El llanto aumenta; impide las
palabras.
-¿Por qué lloras así, mujer? Tu marido ha hablado con sensatez «Cuida de que nuestros hijos, por su eterna paz, no estén contra el Cristo». Judas es un hombre justo. Más que de su vida y del consuelo que su vida tendría con tus cuidados, se preocupa del bien de sus hijos. Los velos, en las horas que preceden a la muerte de los justos, se alzan y los ojos del espíritu ven la Verdad. Pero tus hijos no te escuchan, mujer. ¿Y qué puedo hacer Yo, si ellos me rechazan?
-¡No los odies, Señor!
-¿Por qué debería hacerlo? Oraré por ellos. Y a éstos, que son inocentes, voy a imponerles las manos para mantener alejado de ellos el odio que mata. Acercaos. ¿Tú quién eres?
-Judas, como el padre de mí padre – dice el niñito más grande; el más pequeño, el que va de la mano de su hermana, da saltos y grita:
-¡Yo, yo, Judas!
-Sí. Han honrado a su padre en el nombre dado a sus hijos. Pero no en otras cosas… – dice la anciana. -Las virtudes de él revivirán en éstos. Ven tú también, niña. Sé buena y sabia, como la que te ha traído. -¡María es buena! Para no estar sola la llevaré conmigo a Galilea.
Jesús bendice a los niños. Y deja un rato la mano sobre la cabeza de la niñita buena. Luego dice:
-¿Para ti no pides nada, Ana?
-Encontrar vivo a mi Judas y tener la fuerza de mentir diciendo que sus hijos…
-No. Mentir, no. Nunca. Ni siquiera para que muera en paz un moribundo. Dirás esto a Judas: «Ha dicho el Maestro que te bendice y que contigo bendice a tu sangre». Es sangre suya también esta infancia inocente, y Yo la he bendecido.
-Pero si pregunta que si nuestros hijos…
-Dirás: «El Maestro ha orado por ellos». Judas descansará en la certeza de que mi oración es poderosa, y se dirá la verdad sin desalentar al que muere. Porque oraré también por tus hijos. Ve tú también en paz, Ana. ¿Cuándo vas a dejar la ciudad?
-El día después del sábado. Para no tener que detenerme por causa del sábado.
-Bien. Me alegro de que estés aquí después del sábado. Permanece muy unida a Elisa y Nique. Ve. Y sé fuerte y fiel. Ya está casi en la puerta la mujer cuando Jesús la llama de nuevo:
-Escucha. Tus nietos están mucho contigo, ¿no es verdad?
-Mientras estoy en la ciudad, siempre.
-En estos días… déjalos en la casa, si sales para seguirme.
-¿Por qué, Señor? ¿Temes persecución?
-Sí. Y conviene que la inocencia no vea ni oiga…
-¿Pero… qué crees que va a suceder?
-Adiós, Ana. Adiós.
-Señor… si te hicieran lo que se dice, está claro que mis hijos… y entonces la casa será peor que la calle… -No llores. Dios proveerá. La paz a ti.
La anciana se marcha llorando.
Durante un rato no entra nadie; luego, juntas, entran Juana y Valeria. Están acongojadas, especialmente Juana; la otra está pálida Y suspira, pero se la ve con más fortaleza.
-Maestro, Ana nos ha asustado. Le has dicho… ¡Ah, pero no es verdad! Cusa será indeciso, será… calculador, ¡pero no es un embustero! Y Cusa me asegura que Herodes no tiene ningunas ganas de causarte daño… Respecto a Poncio, no sé… – y mira a Valeria, que guarda silencio. Sigue diciendo:
-Esperaba comprender algo por Plautina, pero no ha sido mucho lo que he comprendido…
-Debes decir: nada; aparte del hecho de que Plautina no ha avanzado ni un paso del límite en que se encontraba. A mí tampoco me ha dicho nada. Pero, si no he comprendido mal, la indiferencia romana, que siempre es tan fuerte cuando un hecho no puede tener repercusiones en la Patria o en el propio yo, ha ofuscado mucho a las que en otros momentos parecían tan dispuestas a reaccionar. Más aún que el haberme acercado a la sinagoga, nos separa, como una quebraja separa dos masas de tierra que precedentemente estaban unidas, esta indiferencia, este ocio de su espíritu, de ese espíritu suyo tan… distinto ya del mío. Pero ellas son felices. A su manera son felices… Y la felicidad humana no ayuda a tener despierta la mente.
-Ni a despertar el espíritu, Valeria – dice Jesús.
-Así, Maestro. Yo… es otra cosa… ¿Has visto a esa mujer que estaba con nosotras? Es una de mi familia. Viuda y sola. Mis parientes me la envían para convencerme de que vuelva a Italia. ¡Oh, muchas promesas de dicha futura! Es una dicha que yo ya no aprecio, y que, por tanto, ya no me parece dicha y la pisoteo. No voy a ir a Italia.
-Aquí te tengo a ti, y tengo a mi hija a la que Tú me salvaste y a quien me enseñaste a amar por su alma. No dejaré estos lugares… A Marcela… la he traído conmigo para que te viera y comprendiera que no me quedo aquí por un deshonroso amor hacia un hebreo – para nosotros es deshonroso-, sino porque en ti he encontrado el consuelo en este dolor mío de esposa repudiada. Marcela no es mala. Ha sufrido. Ella comprende. Pero todavía es incapaz de comprender mi nueva religión. Y un poco me regaña, porque lo mío le parece una quimera… No importa. Si quiere, vendrá a donde yo estoy ahora; si no, me quedaré aquí con Tusnilda. Soy libre. Soy rica. Puedo hacer lo que quiera. Y, no haciendo ningún mal, haré lo que quiero hacer.
-¿Y cuando ya no esté el Maestro? — dice Juana.
-Estarán sus discípulos. Plautina, Lidia, la misma Claudia, que después de mí, es la que más te sigue en la doctrina y la que más te honra, no han comprendido todavía que yo ya no soy la mujer que ellas conocían y que creen conocer todavía. Pero yo ahora ya estoy segura de conocerme. Tanto, que digo que si bien es cierto que perdiendo al Maestro perderé mucho, no perderé todo, porque quedará la fe. Y yo permaneceré donde mi fe nació. No quiero llevar a Fausta a un lugar donde nada hable de ti. Aquí… todo habla de ti, y, claro está, Tú no nos vas a dejar sin guía a quienes hemos querido seguirte. ¿Pero, por qué tengo
que ser yo, la pagana, la que tenga estos pensamientos, mientras muchas de vosotras, tú misma, estáis como desconcertadas pensando en el día en que el Maestro no esté ya entre nosotros?
-Porque se han acostumbrado a siglos de estatismo, Valeria. Su pensamiento es que el Altísimo está allí, en su Casa, sobre el altar invisible que sólo el Sumo Sacerdote ve en ocasiones solemnes. Esto las ha ayudado a venir a mí. Podían, por fin, acercarse también ellas al Señor. Pero ahora temen quedarse sin el Altísimo en su gloria y sin el Verbo del Padre entre ellas. Debemos ser comprensivos… Y levantar el espíritu, Juana. Yo estaré en vosotros. Recuerda esto. Me marcharé. Pero no os dejaré huérfanos. Os dejaré una casa mía: mi Iglesia. Mi palabra: la Buena Nueva. Mi amor habitará en vuestros corazones. Y, en fin, os dejaré un don mayor, que os nutrirá de mí mismo y hará -no sólo espiritualmente- que Yo esté entre vosotros y en vosotros. Lo haré para daros consuelo y fuerza.
-Pero ahora… Ana está muy afligida por los niños…
-Nos ha hablado con angustia de ellos…
-Sí. Le he dicho que los tenga lejos de la gente. Te digo lo mismo a ti, Juana, y a ti, Valeria.
-Mandaré a Fausta con Tusnilda a Béter antes del tiempo establecido. Debían ir allí después de la Fiesta.
-Yo no. No me separo de los niños. Los tendré en casa. Pero le diré a Ana que deje ir allá a los suyos. Los hijos de esa mujer son aviesos, pero se sentirán honrados con mi invitación y no se opondrán a su madre. Y yo…
-Yo quisiera…
-¿Qué, Maestro?
-Que estuvierais todas muy unidas en estos días. Tendré conmigo a la hermana de mi Madre, a Salomé y a Susana y a las hermanas de Lázaro. Pero, respecto a vosotras, quisiera que estuvierais unidas, muy unidas.
-¿Pero no podremos ir a donde estés Tú?
-Yo, en estos días, seré como un relámpago que resplandece rápido y desaparece. Subiré al Templo por la mañana y luego dejaré la ciudad. Aparte de en el Templo, por las mañanas, no podríais encontrarme.
-El año pasado estuviste en mi casa…
-Este año no estaré en ninguna casa. Seré un relámpago que surca el cielo…
-Pero la Pascua…
-Deseo celebrarla con mis apóstoles, Juana. Si así lo quiere tu Maestro, claro está que es por una justa razón.
-Es verdad… Así que estaré sola… Porque mis hermanos me han dicho que quieren estar libres en estos días, y Cusa… -Maestro, yo me marcho. Llueve fuerte. Oigo a los niños recogidos bajo el pórtico. Voy con ellos – dice Valeria, y
prudentemente, se retira.
-También en tu corazón llueve fuerte, Juana.
-Es verdad, Maestro. Cusa está tan… extraño. Yo ya no lo entiendo. Es una continua contradicción. Quizás es que tiene amigos que influyen en su pensamiento… o que ha recibido alguna amenaza… o que teme por su futuro.
-No es el único. Es más, puedo decir que son pocos, personas verdaderamente solitarias y desperdigadas, los que, como Yo, no le temen al futuro; y serán cada vez menos. Sé muy dulce y paciente con él. Es sólo un hombre…
-Pero ha recibido tanto de Dios, de ti, que debería…
-¡Que debería! Sí. ¿Pero quién no ha recibido de mí en Israel? He hecho el bien a amigos y a enemigos, he perdonado, curado, consolado, instruido… Ya ves -y cada vez lo verás más- cómo sólo Dios es inmutable, cómo son distintas las reacciones de los hombres, y cómo, no pocas veces, el que más ha recibido es el que más se inclina a agredir a su benefactor. Realmente se podrá decir que “el que ha comido conmigo mi pan ha alzado contra mí su pie” (Salmo 41, 10).
-Yo no lo haré, Maestro.
-Tú no. Pero muchos sí.
-¿Mi esposo está entre ellos? Si así fuera, no volvería esta noche a casa.
-No, no está entre ellos esta noche. Pero, aunque estuviera, tu sitio está allí. Porque si él peca tú no debes pecar, si vacila debes sujetarlo, si te veja debes perdonar.
-¡Vejar, no! Me quiere. Pero quisiera verlo más firme. Cusa tiene mucha influencia sobre Herodes. Quisiera que arrancase al Tetrarca una promesa en favor de ti, como Claudia intenta con Pilato. Pero lo único que Cusa ha sabido transmitirme han sido frases vagas de Herodes… y asegurarme que Herodes lo único que desea es verte cumplir algún prodigio, y entonces no te perseguirá… Así, espera acallar sus remordimientos por Juan. Cusa dice: «Mi rey dice siempre: Aunque me lo mandara el Cielo, no alzaría mi mano. ¡Tengo demasiado miedo!»
-Dice la verdad. No alzará su mano contra mí. Muchos en Israel no lo harán, porque muchos tienen miedo a condenarme materialmente. Pero pedirán que otros lo hagan. Como si a los ojos de Dios hubiera diferencia entre el que asesta el golpe, instado por el deseo del pueblo, y el que lo hace asestar.
-¡Pero el pueblo te ama! Un gran recibimiento se está preparando para ti. Y Pilato no quiere tumultos. Ha reforzado las guarniciones en estos días. Tengo mucha esperanza de que… No sé lo que espero, Señor. Espero y desespero. Mis pensamientos son inestables, como estos días en que el sol y la lluvia se alternan…
-Ora, Juana, y estáte en paz. Piensa siempre que nunca has causado dolor al Maestro, y que esto Él lo recuerda. Ve. Juana, que ha palidecido y adelgazado en estos pocos días, sale pensativa.
Se asoma el rostro donoso de Analía.
-Pasa. ¿Dónde está tu compañera?
-Está allá, Señor. Quiere regresar. Están para salir. Marta ha comprendido mi deseo y me dice que me quede hasta la puesta de sol de mañana. Sara vuelve a casa, a decir que me quedo. Ella quisiera tu bendición porque… Luego te lo diré.
-Que venga. La bendigo.
La joven sale para volver con su compañera, que se postra delante del Señor.
-La paz esté contigo y la gracia del Señor te conduzca por los senderos a que te ha guiado esta que te ha precedido. Sé amorosa con la madre de ella, y bendice al Cielo, que te ha evitado vínculos y dolores para tenerte entera para sí. Un día, más que ahora, bendecirás e1 haber sido estéril por tu propia voluntad. Ve.
La joven se marcha emocionada.
-Le has dicho todo lo que ella esperaba. Estas palabras eran su sueño. Sara decía siempre: «Me gusta tu sino, aunque sea tan nuevo en Israel; y yo también lo quiero. No teniendo ya padre y siendo mi madre dulce como una paloma, no tengo miedo a no poder seguirlo. Pero para poder estar segura de poder cumplirlo, y de que sea santo para mí como lo es para ti, quisiera oírlo de sus labios». Ahora se lo has dicho. Y yo también siento paz, porque alguna vez temía haber exaltado un corazón…
-¿Desde cuándo está contigo?
-Desde… Cuando llegó la orden del Sanedrín me dije: «La hora del Señor ha llegado y debo prepararme a morir». Porque te lo pedí, Señor… Hoy te lo recuerdo… Si Tú vas al Sacrificio, yo víctima contigo.
-¿Quieres todavía firmemente lo mismo?
-Sí, Maestro. No podría vivir en un mundo donde Tú no estuvieras… y no podría sobrevivir a tu tortura. ¡Tengo mucho miedo por ti! Muchos de entre nosotros se crean falsas ilusiones… ¡Yo no! Siento que ha llegado la hora. Demasiado es el odio… Y espero que recibas mi ofrecimiento. Lo único que puedo darte es mi vida; porque soy pobre, Tú lo sabes. Mi vida y mi pureza. Por eso he convencido a mi madre de que llame a su hermana para que vaya con ella, para que no se quede sola… Sara será una hija para ella en mi lugar, y la madre de Sara será consuelo para mi madre. ¡No desencantes mi corazón, Señor! Para mí el mundo no tiene ningún atractivo. Me resulta como una cárcel donde muchas cosas me repugnan mucho. Quizás es porque el que ha estado a las puertas de la muerte ha comprendido que lo que para muchos representa la alegría no es sino un vacío que no sacia. Lo cierto es que sólo deseo el sacrificio… y precederte… para no ver el odio del mundo arrojado como arma de tortura contra mi Señor, y para parecerme a ti en el dolor…
-Depositaremos entonces la azucena cortada sobre el altar en que se inmola el Cordero. Y se pondrá roja por la Sangre redentora. Y sólo los ángeles sabrán que el Amor fue el sacrificador de una cordera toda blanca, y anotarán el nombre de la primera víctima de Amor, de la primera continuadora del Cristo.
-¿Cuándo, Señor?
-Ten preparada la lámpara y estáte en vestido de boda. El Esposo está a las puertas. Verás su triunfo y no su muerte, pero triunfarás con Él entrando en su Reino.
-¡Soy la mujer más feliz de Israel! ¡Soy una reina ceñida con tu corona! ¿Puedo, como tal, pedirte una gracia? -¿Cuál?
-He amado a un hombre, Tú lo sabes. Luego dejé de amarlo como prometido porque un amor mayor entró en mí; y él dejó de quererme porque… Bueno, no quiero recordar su pasado. Te pido que redimas a ese corazón. ¿Puedo? ¿No es pecar el querer recordar, estando a las puertas de la Vida, a aquel a quien amé, para darle 1a Vida eterna? ¿No?
-No es pecar. Es llevar el amor al extremo santo del sacrificio por el bien del amado.
-Bendíceme, entonces, Maestro. Absuélveme de todos mis pecados. Prepárame a la boda y a tu venida. Porque eres Tú el que viene mi Dios, a tomar a tu pobre sierva y hacerla esposa tuya.
La jovencita, radiante de alegría y de salud, se agacha para besar los pies del Maestro, mientras Él 1a bendice y ora por ella. Y verdaderamente la sala, blanca como si fuera toda ella de azucenas, es digno ambiente para este rito, y bien entona con sus dos protagonistas, jóvenes, hermosos, vestidos de blanco, resplandecientes de amor angélico y divino.
Jesús deja allí a la jovencita, absorta en su dicha, y sale sosegadamente para ir a bendecir a los niños, los cuales con gritos de alegría corren raudos hacia el carro y suben a él contentos, junto con las mujeres que se marchan. Se quedan Elisa y Nique para acompañar al día siguiente a Analía a la ciudad. Ha escampado. Ahora el cielo, rotas las nubes, muestra su azul. El sol hace descender sus rayos para encender de luz las gotas de la lluvia. Un iris hermosísimo proyecta su arco desde Betania hasta Jerusalén. El carro se marcha chirriando, sale por la cancilla, desaparece.
Lázaro, que está cerca de Jesús, en el extremo del pórtico, pregunta:
-¿Te han dado alegría las discípulas? – y observa al Maestro.
-No, Lázaro. Me han dado todas, menos una, sus dolores; y también desilusiones, si es que pudiera forjarme vanas esperanzas.
-¿Las romanas -quieres decir- te han causado esas desilusiones? ¿Te han hablado de Pilato?
-No.
-Entonces debo hacerlo yo. Esperaba que te hablaran ellas. Había esperado por esto. Entremos en esta habitación solitaria. Las mujeres se han marchado a sus labores con Marta. María está con tu Madre, en la otra casa. Tu Madre ha estado mucho con Judas, y ahora se lo ha llevado consigo… Siéntate, Maestro… He estado en casa del Procónsul… Lo había prometido y lo he hecho. ¡Pero Simón de Jonás no estaría muy satisfecho de mi misión!… Menos mal que ya no piensa en ello Simón. El Procónsul me escuchó y me respondió estas palabras: «¿Yo? ¿Ocuparme yo de Él? ¡No tengo ni la sombra de la más lejana intención de hacerlo! Sólo digo que estoy bien decidido, no por el Hombre —Tú Maestro-, sino por todos los problemas que me vienen de rechazo por causa suya, a no ocuparme más de Él, ni para bien ni para mal. Lo que hago es que me lavo las manos. Reforzaré la guardia porque no quiero desórdenes. Así quedaremos contentos César, mi mujer y yo, es decir, los únicos de los que tengo un sagrado cuidado. Y por las otras cosas no muevo un dedo. Esto son líos que se traen esos eternos descontentos. Ellos se los crean, ellos se los gozan. Yo al Hombre, como malhechor lo ignoro, como virtuoso lo ignoro, como sabio lo ignoro. Y quiero ignorarlo. Seguir ignorando. Por desgracia, aun queriendo, a duras penas lo consigo. Porque los jefes de Israel me hablan de Él con sus jeremiadas ñoñas; Claudia, con sus elogios; los seguidores del Galileo, con sus quejas contra el Sanedrín. Si no fuera por Claudia, haría que lo apresaran y se lo entregaría, para que definieran este asunto y yo ya no volviera a oír hablar de ello. El
Hombre es el súbdito más pacífico de todo el Imperio. Pero, a pesar de todo, me ha dado tantos problemas, que quisiera una solución…». Con este humor, Maestro…
-Quieres decir que no hay motivos para sentirse seguro. Con los hombres uno no está nunca seguro…
-De todas formas, lo que saco en conclusión es que el Sanedrín está más calmado. No han recordado el decreto de proscripción, no han molestado a los discípulos. Dentro de poco volverán los que han ido a la ciudad. Veremos lo que dicen… Opuestos a ti, siempre. ¿Pero actuar?… Las muchedumbres te estiman demasiado como para poder desafiarlas imprudentemente.
-¿Vamos hacia el camino, al encuentro de los que vuelven? – propone Jesús.
-Vamos.
Salen al jardín, y están ya a mitad de distancia de la cancilla cuando Lázaro pregunta:
-¿Pero cuándo has comido? ¿Y dónde?
-En la hora primera.
-¡Pero si ya casi se está poniendo el sol ! Pues volvemos.
-No. No siento necesidad. Prefiero seguir. Allí veo a un pobre niño agarrado a la cancílla. Quizás tenga hambre. Está harapiento y demacrado. Hace un rato que lo observo. Estaba ya allí cuando salió carro, y huyó, quizás para que no lo vieran y pudieran echarlo. Luego ha vuelto y mira con insistencia hacia la casa y hacia nosotros. -Si tiene hambre, convendrá que vaya por alimentos. Sigue, Maestro; yo te doy alcance enseguida – y Lázaro corre hacia la casa mientras Jesús acelera el paso en dirección a la cancilla.
El niño -un rostro irregular y que lleva en sí las huellas del sufrimiento, un rostro donde sólo los ojos brillan hermosos y vivos- lo mira.
Jesús le sonríe y, dulcemente, mientras acciona e1 mecanismo del cierre, le dice: -¿A quién buscas, niño?
-¿Eres Tú el Señor Jesús?
-Lo soy.
-A ti te busco.
-¿Quién te envía?
-Nadie. Pero quiero hablar contigo. Muchos vienen a hablar contigo. Yo también. A muchos les concedes lo que te piden. También a mí.
Jesús ha accionado el mecanismo de apertura y ruega al niño que suelte las barras que tiene sujetas con las manos descarnadas, para poder abrir. El niño se aparta y, a1 hacerlo, al moverse la tuniquita descolorida sobre el cuerpo torcido, se ve que es un pobre niño raquítico, con la cabeza encajada entre los hombros por un comienzo de corcova, patituerto, de paso inseguro: verdaderamente un pequeño desdichado. Quizás tiene más años de los que se pueden pensar por su estatura, que corresponde a la de un niño de unos seis años, pues su carita ya es de hombre (una cara un poco ajada y de mentón pronunciado, una cara casi de viejecito).
Jesús se agacha para acariciarlo y le dice:
-Dime, entonces, qué quieres. Soy amigo tuyo. Soy amigo de todos los niños. ¡Con qué amorosa dulzura Jesús toma entre sus manos esa carita macilenta y besa al niño en la frente!
-Lo sé. Por esto he venido. ¿Ves cómo estoy? Quisiera morir para dejar de sufrir, y para no ser ya de nadie… Tú que curas a tantos y haces resucitar a los muertos, hazme morir, haz morir a este a quien nadie quiere y que no podrá nunca trabajar.
-¿No tienes padres? ¿Eres huérfano?
-Padre tengo. Pero no me quiere porque estoy así. Expulsó a mi madre, le dio el libelo de divorcio, y a mi me expulsó también con ella; y mi madre ha muerto… por culpa mía, que estoy así, tullido.
-¿Con quién vives?
-Cuando murió mi madre, los criados me llevaron otra vez con mi padre. Pero él, que se ha casado de nuevo y que tiene hijos guapos, me echó. Me dio a unos labriegos suyos. Pero ellos hacen lo mismo que el patrón, para ganar su favor… y me hacen sufrir.
-¿Te pegan?
-No. Pero tienen más cuidado de los animales que de mí, y se burlan de mí, y como a menudo estoy enfermo, pues me tienen como una carga. Yo cada vez estoy más tullido y sus hijos se mofan de mí y me hacen caer. Ninguno me quiere. Y este invierno, cuando tuve mucha tos y se necesitaban medicinas, mi padre no quiso gastar dinero y dijo que la única cosa buena que podía hacer era morirme. Desde entonces te he esperado para decirte: «Hazme morir».
Jesús lo toma en brazos, sordo a las palabras del niño, que le dice:
-Tengo los pies llenos de barro, y también la túnica, porque me he sentado por el camino. Te voy a manchar la túnica. -¿Vienes de lejos?
-De cerca de la ciudad, porque los que me tienen están allí. He visto pasar a tus apóstoles. Sé que son ellos porque los labradores han dicho: «Ahí están los discípulos del Rabí galileo. Pero Él no está». Y he venido.
-Estás mojado, niño. ¡Pobre niño! Te vas a enfermar de nuevo.
-Si no me escuchas… ¡Si al menos me hiciera morir la enfermedad! ¿A dónde me llevas?
-A casa. No puedes estar así.
Jesús entra en el jardín llevando en brazos al niño deforme y grita a Lázaro, que está yendo hacia Él:
-Cierra tú la cancilla, que Yo tengo en brazos a este niño todo mojado.
-¿Pero quién es, Maestro?
-No lo sé. No sé ni su nombre.
-Ni ya lo digo, porque no quiero que me conozcan; lo que quiero es lo que te he dicho. Mi madre me decía: «Hijo mío, mi pobre hijo, yo me muero, pero quisiera que murieras conmigo, porque allá no tendrías ya esta deformidad que hace sufrir a tus huesos y a tu corazón. Allí los que nacen desdichados no llevan un nombre de burla. Porque Dios es bueno con los inocentes y los infelices». ¿Me mandas donde Dios?
-El niño quiere morir. Es una historia triste…
Lázaro, que está mirando fijamente al muchachito, de repente dice:
-¿Pero no eres el hijo del hijo de Nahúm? ¿No eres el que se sienta al sol junto al sicómoro que está en la linde de los olivos de Nahúm, y que e1 padre ha confiado a Josías, su labrador?
-Soy yo. Pero ¿por qué lo has dicho?
-¡Pobre niño! No para burlarme de ti. Créeme, Maestro, que es menos triste la suerte de un perro en Israel que la de este niño. Si no volviera a la casa de donde ha venido, nadie lo buscaría, ni criados ni patrones. Son hienas de corazón feroz. José sabe bien esta historia… Dio mucho que hablar. Aunque yo en esa época estaba muy afligido por María… Pero, cuando murió la infeliz esposa y él fue a casa de Josías yo, al pasar, lo veía… Olvidado al sol o al viento en la era, porque empezó a andar muy tarde… y siempre poco. No sé cómo hoy ha podido venir hasta aquí. ¡Quién sabe el tiempo que habrá estado de camino!
-Desde que Pedro pasó por aquel lugar.
-¿Y ahora? ¿Qué hacemos con él?
-Yo a casa no vuelvo. Quiero morir. Marcharme de aquí. ¡Señor, te pido esta gracia y piedad de mí!
Ya han entrado en la casa. Lázaro llama a un criado para que lleve una manta y mande a Noemí para atender al niño, que, con sus vestidos mojados, está lívido de frío.
-Es el hijo de uno de tus más sañudos enemigos. Uno de los más malos de Israel. ¿Cuántos años tienes, niño? -Diez.
-¡Diez! ¡Diez años de dolor!
-¡Y ya bastan! – dice fuerte Jesús dejando en el suelo al niño. ¡Está muy contrahecho! El hombro derecho más alto que
el izquierdo, el pecho excesivamente saliente, el cuello muy delgado Y hundido entre las altas clavículas, las piernas desviadas… Jesús lo mira con piedad mientras Noemí le quita sus vestidos y lo seca antes de envolverlo en una manta caliente.
Lázaro también lo mira con piedad.
-Voy a echarlo en mi cama, Señor. Pero primero le doy leche caliente – dice Noemí.
-¡No me haces morir! ¡Ten piedad! ¿Por qué dejarme vivir para estar así y sufrir tanto? – y termina:
-He esperado en ti, Señor.
En su voz hay un reproche, una desilusión.
-Estáte tranquilo. Obedece y el Cielo te consolará – dice Jesús, y se agacha para acariciarlo otra vez pasando su mano por ese pobre cuerpo contrahecho.
-Llévale a la cama y vélalo. Luego… se tomarán providencias.
Se llevan al niño, que va llorando.
-¡Y son los que se creen santos! – exclama Lázaro pensando en Nahúm…
La voz de Pedro que llama a su Maestro…
-¡Oh! ¡Maestro! ¿Estás aquí? Todo bien. No nos han molestado nada. Es más, demasiada calma. En el Templo nadie nos ha molestado. Juan ha recibido buenas noticias. A los discípulos los han dejado en paz. La gente que te espera está en actitud festiva. Estoy contento. ¿Y Tú qué has hecho, Maestro?
Se alejan juntos hablando mientras Lázaro va donde Maximino, que lo llama.