Sesión del Sanedrín y audiencia en el palacio de Pilato.
Si la noticia de la muerte de Lázaro había impresionado y agitado a Jerusalén y a buena parte de Judea, la noticia de su resurrección termina de producir impresión y penetrar en los lugares en que no había producido agitación la noticia de su muerte.
Quizás los pocos fariseos y escribas -o sea, los miembros del Sanedrín- presentes en la resurrección no hayan hablado de ella a la gente. Pero lo que es cierto es que los judíos sí lo han hecho, y la noticia se ha extendido en un abrir y cerrar de ojos; y, de casa a casa, de terraza a terraza, voces de mujeres la transmiten, mientras que, en la calle, el vulgo la difunde con un gran júbilo por el triunfo de Jesús y por Lázaro. La gente puebla de nuevo las calles, presurosa, de un lado para otro, creyendo llegar siempre antes a dar la noticia, pero quedando desilusionada, porque la noticia se sabe en Ofel y en Beceta y en Sión y en el Sixto; se sabe en las sinagogas, en los bazares, en el Templo y en el palacio de Herodes; se sabe en la Antonia, y desde la Antonia se difunde -o viceversa- hacia los puestos de guardia situados en las puertas; llena tanto los palacios como los tugurios: «El Rabí de Nazaret ha resucitado a Lázaro de Betania, que había muerto el día antes del viernes y que había sido sepultado antes del comienzo del sábado, y ha resucitado a la hora sexta de hoy-Las aclamaciones judías al Cristo y al Altísimo se entremezclan con los diferentes «¡Por Júpiter! ¡Por Pólux! ¡Por Líbítina!» etc., etc. de los romanos.
A los únicos que no veo entre la gente que habla por las calles es a los del Sanedrín. No veo ni a uno de ellos, mientras que sí veo a Cusa, a Manahén salir de un espléndido palacio; y oigo que Cusa dice:
-¡Grande! ¡Grande! He enviado inmediatamente la noticia a Juana. ¡Él el realmente Dios! – y Manahén le responde:
-Herodes, que ha venido de Jericó a presentar sus obsequios… a su amo, a Poncio Pilato, parece enloquecido en su palacio; Herodías, por su parte, está rabiosa y le insta para que ordene el arresto del Cristo. Ella tiembla por su poder; él, por los remordimientos. A Herodes le castañean los dientes mientras dice a los más fieles que lo defiendan… de los espectros. Se ha embriagado para infundirse valor, y el vino le da vueltas en la cabeza presentándole fantasmas. Grita, diciendo que el Cristo ha resucitado también a Juan, el cual le grita de cerca las maldiciones de Dios. Yo he huido de esa Gehena. Me ha sido suficiente decirle: «Lázaro ha resucitado por obra de Jesús Nazareno. Ojo con tocarlo, porque es Dios». Mantengo en él ese miedo para que no ceda a los deseos homicidas de ella.
-Yo, sin embargo, tendré que ir allá… Debo ir. Pero he querido antes pasar a ver a Eliel y a Elcaná. Viven su propia vida, ¡pero siguen siendo voces influyentes en Israel! Y Juana está contenta de que los honre. Y yo…
-Una buena protección para ti. Es verdad. Pero nunca como el amor del Maestro. Ese amor es la única protección que tiene valor…
Cusa no replica. Piensa… Yo los pierdo de vista.
De Beceta viene presuroso José de Arimatea. Lo paran. Se trata de un grupo de vecinos de la ciudad que no están seguros todavía de que se deba creer la noticia. Y se lo preguntan a él.
-Verdadera. Verdadera. Lázaro ha resucitado, e incluso está curado. Lo he visto con mis propios ojos. -Pero entonces… ¿realmente es el Mesías!
-Ésas son sus obras. Su vida es perfecta. Los tiempos son éstos. Satanás combate contra Él. Que cada uno concluya en su corazón lo que es el Nazareno – dice, con prudencia y al mismo tiempo con justicia, José. Saluda y se marcha.
Ellos intercambian sus opiniones y terminan por concluir:
-Realmente es el Mesías.
Un grupo de legionarios habla. Dicen:
-Si mañana puedo, voy a Betania. ¡Por Venus y Marte, mis dioses preferidos! Podré dar la vuelta al mundo, desde los desiertos ardientes hasta las heladas tierras germánicas, pero encontrarme donde resucite uno que ha muerto días antes no me sucederá nunca más. Quiero ver cómo es uno que vuelve de la muerte. Estará negro por las aguas de los ríos de ultratumba…
-Si era virtuoso estará lívido, porque habrá bebido de las aguas cerúleas de los Campos Elíseos. Allí no está sólo el
Estigio…
-Nos dirá cómo son los prados de asfódelo del Hades… Voy yo también…
-Si Poncio quiere…
-¡Claro que quiere! Ha mandado inmediatamente un correo a Claudia para llamarla. A Claudia le gustan estas cosas. La he oído más de una vez conversar, con las otras y con sus libertos griegos, de alma y de inmortalidad.
-Claudia cree en el Nazareno. Para ella es mayor que ningún otro hombre.
-Sí. Pero para Valeria es más que hombre. Es Dios. Una especie de Júpiter y de Apolo, por poder y hermosura, dicen, y más sabio que Minerva. ¿Vosotros lo habéis visto? Yo he venido con Poncio por primera vez aquí y no sé…
-Creo que has llegado a tiempo para ver muchas cosas. Hace poco, Poncio gritaba como Estentor, diciendo: “!Aquí hay que cambiar todo! ¡Tienen que comprender que Roma manda y que ellos, todos, son siervos! ¡Y cuanto más grandes sean, más siervos, porque son más peligrosos!». Creo que era por esa tablilla que le había llevado el criado de Anás…
-Sí, claro, no quiere escucharlos… Y nos cambia a todos porque… no quiere amistades entre nosotros y ellos.
-¿Entre nosotros y ellos? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿Con esos narigudos que saben sólo de boquilla? Poncio digiere mal el demasiado
cerdo que come. Todo lo más… la amistad es con alguna mujer que no desprecia el beso de bocas sin barba… – ríe uno
maliciosamente.
-El hecho es que después de la agitación de los Tabernáculos ha pedido y obtenido el cambio de todos los soldados, y que nosotros tenemos que irnos…
-Eso es verdad. Ya estaba anunciada en Cesárea la llegada de la galera que trae a Longinos y a su centuria. Suboficiales nuevos, soldados nuevos… y todo por esos cocodrilos del Templo. Yo estaba bien aquí.
-Mejor estaba yo en Brindis… Pero me acostumbraré – dice el que ha llegado hace poco a Palestina.
Se alejan también ellos.
Pasan miembros de la guardia del Templo, con tablillas enceradas. La gente los ve y dice:
-El Sanedrín se reúne con carácter de urgencia. ¿Qué querrán hacer?
Uno responde:
-Vamos a subir al Templo y lo vemos…
Se encaminan hacia la calle que va al Moria.
El sol desaparece tras las casas de Sión y tras los montes occidentales. Se viene la noche, que pronto desaloja de curiosos las calles. Los que han subido al Templo bajan inquietos, porque habían sido alejados incluso de las puertas, donde se habían detenido para ver pasar a los miembros del Sanedrín.
El interior del Templo, vacío, desierto, envuelto en la luz de la Luna, parece inmenso. Los Ancianos se reúnen
lentamente en la Sala del Sanedrín. Están todos, como para la condena de Jesús, pero no están los que entonces hacían de
escribanos. Sólo están los miembros del Sanedrín, parte en sus respectivos sitios, parte formando grupos junto a las puertas. Entra Caifás con su cara y su cuerpo de sapo obeso y malo, y va a su sitio.
Empiezan inmediatamente a discutir sobre los hechos ocurridos, y tanto les apasiona la cosa, que pronto la sesión se anima mucho: dejan los sitiales y bajan al espacio vacío, y gesticulan y hablan alto.
Hay quien aconseja la calma, y que se ponderen bien las cosas antes de tomar decisiones.
Otros rebaten esa postura:
-¿Pero no habéis oído a los que han venido aquí después de la hora nona? Si perdemos a los judíos más importantes, ¿de qué nos servirá acumular acusaciones? Cuanto más viva, menos seremos creídos si lo acusamos.
-Este hecho no se puede negar. No se les puede decir a los muchos que estaban allí: «Habéis visto mal. Es una ficción. Estabais borrachos». El muerto estaba muerto. Descompuesto. Deshecho. El muerto estaba colocado en el sepulcro cerrado. El sepulcro estaba bien tapiado. El muerto estaba desde días antes vendado y con los ungüentos. El muerto estaba atado. Y, a pesar de todo, ha salido de su sitio, ha venido él solo sin andar hasta la entrada. Y, una vez liberado, en su cuerpo no había muerte. Respiraba. No estaba descompuesto. Mientras que antes, cuando vivía, estaba llagado, y, ya muerto, estaba todo descompuesto.
-¿Habéis oído a los más influyentes judíos, a los que habíamos llevado allí para conquistárnoslos del todo para nosotros? Han venido a decirnos: «Para nosotros, es el Mesías». ¡Casi todos han venido! ¡Y… bueno, el pueblo…!
-¿Y a estos malditos romanos llenos de fantasías no los tenéis en cuenta? Para ellos es Júpiter Máximo. ¡Y si les da por esa idea…! Nos han dado a conocer sus historias y ha sido causa de maldición. ¡Maldición sobre quienes quisieron el helenismo en nosotros y por adulación nos profanaron con costumbres no nuestras! De todas formas, eso también enseña. Y hemos aprendido que enseguida el romano derriba y eleva con conjuras y golpes de estado. Pero, si alguno de estos locos se entusiasma con el Nazareno y lo proclama César, y, por tanto, divino, ¿quién le toca un pelo después?
-¡No, hombre! ¿Quién va a hacer eso, según tú? Ellos se burlan de Él y de nosotros. Por muy grande que sea lo que hace, para ellos sigue y seguirá siendo «un hebreo», por tanto, un miserable. El miedo te hace desvariar, hijo de Anás.
-¿El miedo? ¿Has oído cómo ha respondido Poncio a la invitación de mi padre? Te digo que está alterado. Está alterado por este último hecho, y teme al Nazareno. ¡Pobres de nosotros! ¡Ese hombre ha venido para nuestra ruina!
-¡Si al menos no hubiéramos ido allí y no hubiéramos ordenado casi que fueran los judíos más influyentes! Si Lázaro hubiera resucitado sin testigos…
-¿Y en qué hubiera cambiado la cosa? ¡No hubiéramos podido hacerlo desaparecer, ¿no?, para que la gente creyera que seguía muerto!
-Eso no. Pero hubiéramos podido decir que había sido una falsa muerte; gente pagada para falsos testimonios siempre se encuentra.
-Pero ¿por qué tan nerviosos? ¡No veo el motivo! ¿Acaso ha hecho algo que incite contra el Sanedrín y el Pontificado? No. Se ha limitado a hacer un milagro.
-¿Se ha limitado? Pero ¿desvarías o estás vendido a Él, Eleazar? ¿No ha incitado contra el Sanedrín y el Pontificado? ¿Y qué más querías que hiciera? La gente…
-La gente puede decir lo que quiera, pero las cosas son como dice Eleazar. El Nazareno lo único que ha hecho ha sido un
milagro.
-¡Ahí tenemos al otro que lo defiende! ¡Ya no eres un justo, Nicodemo! ¡Ya no eres un justo! Esto es un acto contra nosotros. Contra nosotros, ¿comprendes? Ya nada convencerá a la masa. ¡Pobres de nosotros! Hoy algunos judíos se burlaban de mí. ¡Burlarse de mí! ¡De mí!
-¡Calla, Doras! Tú eres sólo un hombre. ¡Es la idea la que sufre el daño! Nuestras leyes. ¡Nuestras prerrogativas! -Bien dices, Simón. Y hay que defenderlas.
-¿Sí, pero cómo?
-¡Atacando, destruyendo las suyas!
-Se dice pronto, Sadoq. ¿Cómo las destruyes, si tú no sabes por ti mismo hacer que reviva un mosquito? Aquí lo que se requeriría sería un milagro más grande que el suyo. Pero ninguno de nosotros puede hacerlo, porque… – el que está hablando no sabe el porqué.
-José de Arimatea termina la frase:
-Porque nosotros somos hombres, sólo hombres.
Se le echan encima preguntándole:
-¿Y Él, entonces, quién es?
El de Arimatea responde seguro:
-Él es Dios. Si todavía lo hubiera dudado…
-Pero no lo dudabas. Lo sabemos, José. Lo sabemos. ¡Dilo, hombre, di abiertamente que lo estimas!
-¿Qué hay de malo en que José lo estime? Yo mismo le reconozco como el mayor Rabí de Israel.
-¡Tú! ¿Tú, Gamaliel, dices eso?
-Lo digo. Y me honro que Él… me destrone. Porque hasta ahora yo había conservado la tradición de los grandes rabíes, el último de los cuales fue Hil.lel, pero no sabía quién hubiera podido después de mí recoger la sabiduría de los siglos. Ahora me marcho contento, porque sé que la sabiduría no morirá, sino que, al contrario, se hará mayor, porque estará aumentada por la suya, en la que, sin duda, está presente el Espíritu de Dios.
-¿Pero qué estás diciendo, Gamaliel?
-La verdad. No es tapándonos los ojos como podemos ignorar lo que somos. No somos más sabios porque el principio de la sabiduría es el temor de Dios, y nosotros somos pecadores sin temor de Dios. Si tuviéramos este temor, no oprimiríamos al justo, ni tendríamos la necia avidez de las riquezas de este mundo. Dios da y Dios quita; según los méritos y los deméritos. Y si Dios ahora nos quita lo que nos había dado, para dárselo a otros, bendito sea, porque santo es el Señor y santas son todas sus acciones.
-Pero estábamos hablando de milagros, y queríamos decir que ninguno de nosotros los puede hacer porque Satanás no está con nosotros.
-No. Porque Dios no está con nosotros. Moisés separó las aguas y abrió la roca. Josué detuvo el Sol. Elías resucitó al niño e hizo caer la lluvia. Pero con ellos estaba Dios. Os recuerdo (Proverbios 6, 16-19) que seis son las cosas que Dios odia, y execra la séptima: los ojos soberbios, la lengua mentirosa, las manos que derraman sangre inocente, el corazón que trama planes malvados, los pies que corren rápidos hacia el mal, el falso testimonio que dice mentiras, y a aquel que introduce discordias entre los hermanos. Nosotros hacemos todas estas cosas. Digo «nosotros», pero las hacéis sólo vosotros, porque yo me abstengo de gritar «hosanna» y de gritar «anatema». Yo espero.
-¡La señal! ¡Sí, tú esperas la señal! ¿Pero qué señal esperas de un pobre… desquiciado, si es que queremos ser máximamente indulgentes con Él?
Gamaliel alza las manos y, con los brazos extendidos hacia delante, los ojos cerrados, la cabeza levemente inclinada, más hierático que nunca, dice lentamente y con voz lejana:
-He invocado ansiosamente al Señor para que me indicara la verdad, y Él me ha iluminado las palabras de Jesús, hijo de Sirá. Éstas (Eclesiástico 24, 8.18-26.28-32): «El Creador de todas las cosas me habló y me dio sus órdenes, y Aquel que me creó descansó en mi Tabernáculo y me dijo: “Habita en Jacob, esté tu herencia en Israel, echa tus raíces entre mis elegidos~’… Y también me iluminó éstas, y las reconocí: «Venid a mí, vosotros, todos los que me anheláis, y saciaos con mis frutos, porque mi espíritu es más dulce que la miel y mi herencia lo es más que el panal. El recuerdo de mí perdurara en las generaciones a través de los siglos. Quienes me coman tendrán hambre de mí, quienes me beban tendrán sed de mí, quienes me escuchen no deberán avergonzarse, quienes trabajen para mí no pecarán, quienes me expliquen tendrán la vida eterna». Y la luz de Dios aumentó en mi espíritu mientras mis ojos leían estas palabras: «Todas estas cosas contiene el libro de la Vida, el testamento del Altísimo, la doctrina de la Verdad… Dios prometió a David que haría nacer de él al Rey potentísimo, que ha de estar sentado eternamente en el trono de la gloria. Rebosa de sabiduría como el Pisón y el Tigris en el tiempo de los nuevos frutos; como el Éufrates rebosa de inteligencia y crece como el Jordán en el tiempo de la cosecha. Irradia la sabiduría como la luz… Él ha sido el primero en conocerla perfectamente». ¡Esto es lo que me ha hecho ver Dios! Pero, ¿qué digo? No, la Sabiduría que está entre nosotros es demasiado grande para que nosotros la comprendamos y acojamos un pensamiento mayor que los mares, un consejo más profundo que el gran abismo. Y le oímos gritar: «Yo, como canal de aguas inmensas broté del Paraíso y dije: “Regaré mi jardín”, y mi canal se hizo río; y el río, mar. Cual aurora, irradio a todos mi doctrina, y la daré a conocer a los más lejanos. Entraré en los lugares más bajos, dirigiré mi mirada a los que duermen, iluminaré a los que esperan en el Señor. Y seguiré difundiendo mi doctrina como profecía y la dejaré a aquellos que buscan la sabiduría; no dejaré de anunciarla hasta el siglo santo. No he trabajado para mí sólo, sino para todos aquellos que buscan la verdad». Esto me hizo leer Yeohveh, el Altísimo – y baja los brazos y alza la cabeza.
-¿Pero entonces para ti es el Mesías? ¡Dilo!
-No es el Mesías.
-¿No es? ¿Y entonces qué es para ti? Demonio, no; ángel, no; Mesías, no…
-Es el que es.
-¡Tú deliras! ¿Es Dios? ¿Es Dios para ti ese demente?
-Es el que es. Dios sabe lo que Él es. Nosotros vemos sus obras. Dios ve también sus pensamientos. Pero no es el Mesías, porque para nosotros Mesías quiere decir Rey. Él no es, no será rey. Pero es santo. Y sus obras son obras de santo. No podemos alzar la mano contra el inocente, si no es cometiendo pecado. Yo no doy mi consentimiento al pecado.
-¡Pero con esas palabras casi lo declaras el Esperado!
-Así le consideré; mientras duró la luz del Altísimo, lo vi como tal. Luego… no manteniéndome ya la mano del Señor sobreelevado en su luz, me encontré siendo de nuevo… hombre, hombre de Israel, y las palabras ya no eran más que palabras a las que el hombre de Israel, yo, vosotros, los de antes de nosotros y -que Dios no lo permita- los que vendrán después de nosotros, dan el significado de su, de nuestro, pensamiento, no el significado que tienen en el Pensamiento eterno que las dictara a su siervo.
-Estamos hablando, divagando, perdiendo el tiempo. Mientras tanto, el pueblo se agita – dice Cananías con una voz que es un graznido.
-¡Así es! Lo que hay que hacer es decidir y actuar, para salvarnos y triunfar.
-Decís que Pilato no nos quiso auxiliar cuando le pedimos su ayuda contra el Nazareno. Pero si le informáramos… Habéis dicho antes que, si los soldados se exaltan, pueden proclamarlo César… ¡Je! ¡Je! Buena idea. Vamos a exponer al Procónsul este peligro. Recibiremos honores como los reciben los fieles servidores de Roma, y… si interviene, nos veremos libres del Rabí. ¡Vamos! ¡Vamos! Tú, Eleazar de Anás, que tienes más amistad con él que los demás, sé nuestro guía – dice Elquías, riéndose con aspecto viperino.
Hay un poco de indecisión, pero luego un grupo de los más fanáticos sale para dirigirse hacia la Antonia. Se queda Caifás junto con los otros.
-¡A esta hora! No los recibirá – objeta uno.
-No, no, al contrario; es la mejor. Poncio está siempre de buen humor cuando ha comido y bebido como bebe y come un pagano…
Los dejo allí discutiendo y se me representa la escena de la Antonia.
Pronto y sin dificultad se recorre el breve trayecto. Hay una luna tan límpida, que crea un fuerte contraste con la luz roja de las antorchas encendidas en el vestíbulo del palacio pretorial.
Eleazar logra que anuncien su llegada a Pilato. Los pasan a una sala grande y vacía, completamente vacía; hay sólo una pesada silla, de respaldo bajo, cubierta con un paño purpúreo, que resalta vivamente en la blancura completa de la sala. Están en grupo, un poco amedrentados, con frío, en pie sobre el mármol blanco del suelo. No viene nadie. El silencio es absoluto. Pero, de cuando en cuando, una música lejana rompe este silencio.
-Pilato está sentado a la mesa. Sin duda, con los amigos. Esta música la están tocando en el triclinio. Habrá danzas en honor de los invitados – dice Eleazar de Anás.
-¡Degenerados! Mañana me purificaré. Estas paredes rezuman lujuria – dice Elquías con expresión de repulsa. -¿Por qué has venido, entonces? Tú mismo lo has propuesto – le replica Eleazar.
-Por el honor de Dios y el bien de la Patria sé hacer cualquier sacrificio. ¡Y éste es grande! Me había purificado por haberme acercado a Lázaro… y ahora… ¡Qué día más terrible hoy!…
Pilato no viene. El tiempo pasa. Eleazar, que conoce este lugar, ve si puede abrir alguna puerta, pero están todas cerradas. El miedo se apodera de ellos. Reafloran historias terribles. Se arrepienten de haber ido allí. Se sienten ya perdidos.
Por fin, por el lado opuesto a aquel en que están ellos (están junto a la puerta por la que han entrado), o sea, cerca de la única silla de la sala, se abre una puerta y entra Pilato, vestido con cándidas vestiduras, cándido como la sala cándida. Entra hablando con unos convidados. Ríe. Se vuelve para ordenarle a un esclavo que tiene alzada la cortina que hay al otro lado de la puerta que eche esencias en un brasero y que traiga perfumes y aguas para las manos; y para ordenar que un esclavo lleve espejo y peines. De los hebreos ni se ocupa; es como si no estuvieran. Ellos rabian, pero no se atrever a hacer ningún gesto…
Entretanto, están bajando braseros, y esparcen las resinas encima de los fuegos y echan aguas perfumadas en las manos de los romanos. Un esclavo, con diestros movimientos, peina según la moda de los ricos romanos de la época. Y los hebreos rabian.
Los romanos se ríen y bromean unos con otros, mirando de vez en cuando al grupo que espera en el fondo de la sala. Uno de ellos dice algo a Pilato, que ni una vez se ha vuelto para mirar. Pero Pilato se encoge de hombros en señal de fastidio y da unas palmadas para llamar a un esclavo, al cual le ordena, en voz alta, que lleve dulces y haga pasar a las bailarinas. Los hebreos rabian de ira y de sentimiento de escándalo. ¡Pensar en un Elquías obligado a ver a las bailarinas! Su cara es todo un poema de sufrimiento y odio.
Llegan los esclavos con los dulces en preciosas copas. Detrás de ellos, las bailarinas, coronadas con flores y apenas cubiertas por unas telas tan ligeras que parecen velos. Sus carnes blanquísimas se transparentan tras los ligeros vestidos de color rosa y azul, cuando pasan por delante de los braseros encendidos y de las muchas antorchas puestas en el fondo de la sala. Los romanos admiran la gracia de los cuerpos y movimientos, y Pilato pide que se repita un paso de baile que le ha gustado más. Elquías -y sus compinches hacen lo mismo- se vuelve indignado hacia la pared para no ver a las bailarinas trasvolar como mariposas entre un ondeo descompuesto de vestidos.
Terminada la breve danza, Pilato pone en la mano de cada una de ellas una copa colmada de dulces y en cada copa echa con expresión de desinterés una pulsera, y les da el permiso de marcharse. Por fin, se digna volverse para mirar a los hebreos, y dice a los amigos con voz cansina:
-Y ahora… tengo que pasar del sueño a la realidad… de la poesía a la… hipocresía… de la gracia a las repelentes cosas de la vida. ¡Miserias de ser Procónsul!… ¡Adiós, amigos, y tened compasión de mí!
Ya está solo. Se acerca lentamente a los hebreos. Se sienta. Se observa las bien cuidadas manos, y descubre alguna deficiencia bajo una uña. Se ocupa y se preocupa de ello sacando de entre sus vestiduras una fina y áurea barrita y poniendo remedio al gran daño de una uña imperfecta…
Luego -bondad suya- vuelve lentamente la cabeza. Sonríe burlón al ver a los hebreos todavía servilmente inclinados, y
dice:
-¡Eh, vosotros! ¡Aquí! Y sed breves. No tengo tiempo que perder en cosas sin valor.
Los hebreos, conservando su gesto servil, se acercan, hasta que un:
-¡Basta! No demasiado cerca – los clava en el suelo.
-¡Hablad! Y enderezaos, que estar inclinados hacia el suelo es sólo propio de animales – y se ríe.
Los hebreos, al recibir la burla, se enderezan engallados.
-¿Entonces? ¡Hablad! Os habéis empeñado en venir… bueno, pues hablad ahora que estáis aquí.
-Queremos decirte… Nos consta… Nosotros somos siervos fieles de Roma…
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Siervos fieles de Roma! Me encargaré de que lo sepa el divino César. Se pondrá contento. Sí, se pondrá contento. ¡Hablad payasos! ¡Y rápidamente!
Los miembros del Sanedrín están que rabian, pero no reaccionan. Elquías toma la palabra por todos:
-Debes saber, oh Poncio, que hoy en Betania ha sido resucitado un hombre…
-Ya lo sé. ¿Para decirme esto habéis venido? Lo sé desde hace muchas horas. ¡Dichoso él, que ya sabe lo que es morir y lo que es el otro mundo! ¿Y qué puedo hacer yo, si Lázaro de Teófilo ha resucitado? ¿Me ha traído, acaso, un mensaje del Hades?
Se muestra irónico.
No. Pero su resurrección es un peligro…
-¿Para él? ¡Claro! Peligro de tener que morir otra vez. Operación poco agradable. ¿Y bien? ¿Qué puedo hacer yo? ¿Soy Júpiter, acaso?
-Peligro no para Lázaro, sino para César.
-¿Para?… ¡Dómine! ¡Quizás es que he bebido! ¿Habéis dicho: para César? ¿Y en qué puede perjudicar Lázaro a César? ¿Acaso teméis que el hedor de su sepulcro pueda corromper el aire que respira el Emperador? ¡Tranquilizaos! ¡Demasiada distancia!
-No ea eso. Es que Lázaro con su resurrección puede causar la caída del Emperador.
-¿La caída del Emperador? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Esta estupidez si que es grande, ¡más grande que el mundo! Pero entonces el borracho no soy yo, sino vosotros. Quizás el susto os ha trastornado la mente. Ver resucitar… Creo, creo que puede trastornar. Marchaos, marchaos a dormir. Un buen descanso. Y un baño caliente, muy caliente. Saludable contra los delirios.
-No estamos delirando, Poncio. Te decimos que, si no tomas las medidas oportunas, pasarás horas tristes. El usurpador, ciertamente, arremeterá contra ti, si es que no te mata incluso. Dentro de poco, el Nazareno será proclamado rey, rey del mundo, ¿comprendes? Tus propios legionarios lo harán. Ellos están seducidos por el Nazareno, y el hecho de hoy los ha exaltado. ¿Qué siervo eres de Roma, si no te preocupas de su paz? ¿Es que quieres ver al Imperio agitado, dividido por causa de tu pasivismo? ¿Quieres ver vencida a Roma y abatidas las enseñas, asesinado el Emperador, todo destruido…?
-¡Silencio! Hablo yo. Y os digo: ¡sois unos dementes! Más aún. Sois unos embusteros, unos sinvergüenzas. Mereceríais la muerte. Salid de aquí, ruines siervos de vuestro interés, de vuestro odio, de vuestra bajeza… Los siervos sois vosotros, no yo. Yo soy ciudadano romano, y los ciudadanos romanos no son siervos de nadie. Yo soy el funcionario imperial y trabajo para los bienes patrios. Vosotros…, sois los que estáis subyugados. Vosotros… vosotros sois los dominados. Vosotros… vosotros sois los galeotes amarrados a los bancos y rabiáis inútilmente. El látigo del patrón está sobre vosotros. ¡El Nazareno!… ¿Querríais que matara al Nazareno? ¿Querríais que lo recluyera? ¡Por Júpiter! Si por salvar a Roma y al divino Emperador tuviera que apresar a los sujetos peligrosos, o matarlos aquí donde gobierno, al Nazareno y a sus seguidores debería dejarlos libres y vivos, sólo a ellos. Marchaos. Desalojad y no volváis nunca más a mi presencia. ¡Turbulentos! ¡Instigadores de rebelión! ¡Ladrones y favorecedores de ladrones! No ignoro ninguno de vuestros manejos. Sabedlo. Y sabed también que armas nuevas y nuevos legionarios han servido para descubrir vuestras trampas y vuestros instrumentos. Gritáis por los impuestos romanos. Pero, ¿cuánto os han costado Melquías de Galaad, Jonás de Escitópolis, Felipe de Soko, Juan de Betavén, José de Ramaot, y todos los demás que pronto serán apresados? Y no vayáis hacia las grutas del valle, porque allí hay más legionarios que piedras, y la ley y la galera son iguales para todos. ¡Para todos! ¿Comprendéis? Para todos. Y espero vivir lo suficiente como para veros a todos encadenados, esclavos entre los esclavos bajo el talón de Roma. ¡Salid! Id -tú también, Eleazar de Anás, a quien no deseo volver a ver en mi casa-y referid que el tiempo de la clemencia ha terminado, y que yo soy el Procónsul y vosotros los súbditos. Los súbditos. Y yo mando. En nombre de Roma. ¡Salid! ¡Serpientes nocturnas! ¡Vampiros! ¿Y el Nazareno os quiere redimir? ¡Si Él fuera Dios, debería fulminaros! Y desaparecería del mundo la mancha más asquerosa. ¡Fuera! Y no os atreváis a tramar conjuras, o conoceréis la espada y el flagelo.
Se levanta y se va dando un portazo delante de los palidecidos y amedrentados miembros del Sanedrín, que no tienen tiempo de reaccionar, porque entra un grupo armado que los echa fuera de la sala y del palacio como si fueran perros.
Regresan al aula del Sanedrín. Refieren lo sucedido. La agitación es máxima. La noticia del arresto de muchos bandidos y de las batidas en las grutas para atrapar a los otros turba fuertemente a todos los que están todavía allí (porque muchos, cansados de esperar, se han marchado).
-Pues, a pesar de todo, no podemos dejar que viva – gritan unos sacerdotes.
-No podemos dejar que actúe. Él actúa; nosotros, no. Y día tras día perdemos terreno. Si lo dejamos libre todavía, seguirá haciendo milagros y todos creerán en Él. Y los romanos terminarán por arremeter contra nosotros y destruirnos
completamente. Poncio se expresa de esta forma, pero si la muchedumbre lo aclamara rey, ¡ah!, entonces Poncio tendría el deber de castigarnos a todos. No debemos permitirlo – grita Sadoq.
-De acuerdo. Pero ¿cómo? La vía… legal romana ha fracasado. Poncio no abriga dudas respecto al Nazareno. La vía… legal nuestra es impracticable. No peca… – objeta uno.
-Se inventa la culpa, si no la hay – insinúa Caifás.
-¡Pero es pecado hacer esto! ¡Jurar lo falso! ¡Hacer condenar a un inocente! ¡Es… demasiado!… – dice con horror la
mayoría.
-Es un delito, porque significará la muerte para Él.
-¿Y bien? ¡Eso os asusta? Sois unos necios y no sabéis de nada. Después de lo que ha sucedido, Jesús debe morir. ¿No os dais cuenta todos vosotros que es mejor para nosotros que muera un hombre en vez de que mueran muchos? Muera Él, pues, para salvar a su pueblo, para que no perezca toda nuestra nación. Además… Él mismo dice que es el Salvador. Por tanto, que se sacrifique por salvar a todos – dice Caifás, con un odio frío y astuto que causa repugnancia.
-¡Pero Caifás! ¡Reflexiona! Él…
-He dicho. El Espíritu del Señor está sobre mí, Sumo Sacerdote. ¡Ay de aquel que no respete al Pontífice de Israel! ¡Los rayos de Dios se abatirán sobre él! ¡Basta ya de espera! ¡Basta ya de angustias! Ordeno y decreto que quien sepa -quienquiera que sea- dónde se encuentra el Nazareno, venga y denuncie su paradero, y maldición sobre el que no obedezca a mis palabras.
-Pero Anás… – objetan algunos.
-Anás me ha dicho: «Todo lo que hagas será santo». Levantamos la sesión. El viernes, entre las horas tercera y sexta, todos aquí para deliberar. Todos, he dicho. Comunicádselo a los ausentes. Y que sean convocados todos los jefes de las familias y de las clases, todo lo mejor de Israel. El Sanedrín ha hablado. Marchaos.
Y él es el primero en retirarse por donde ha venido, mientras que los otros se marchan por otras partes y, hablando en tono moderado, salen del Templo en dirección a sus casas.