Por la noche en Getsemaní. Los apóstoles llamados de nuevo a la realidad después de la embriaguez del
triunfo.
Jesús está con los suyos en la paz del Huerto de los Olivos. Se viene la noche, una templada noche de plenilunio. Están sentados en esos asientos naturales que son los desniveles del Huerto, los primeros, que se asoman a la placita natural formada por el calvero que está al principio del Getsemaní. El Cedrón, susurrador entre sus cantos, parece conversar animadamente consigo mismo; algún canto de ruiseñor, algún suspiro de brisa, nada más.
Jesús está hablando.
-Después de la exaltación de esta mañana, muy distinto tenéis el corazón. ¿Qué deberé decir? ¿Que lo sentís aliviado? ¡Sí, según lo humano, aliviado! Habéis entrado en la ciudad temblando a causa de mis palabras. Cada uno en particular parecía temer a los esbirros, tras las murallas, preparados para caer sobre vosotros y prenderos.
En todo hombre hay otro hombre, que se revela en las horas más graves. Existe el héroe, que en las horas de peligro se manifiesta en el hombre que el mundo siempre vio manso, en ese hombre al que el mundo juzgó insignificante; el héroe que dice ante la lucha: “Aquí estoy», que dice al enemigo, al avasallador: «Mídete conmigo». Existe el santo, que, mientras que todos huyen aterrorizados ante los sanguinarios deseosos de víctimas, dice: «Tomadme a mí como rehén y como víctima. Pago yo por todos». Existe el cínico, que ante las desventuras generalizadas saca beneficio propio, y que se ríe ante los cuerpos de las víctimas. Existe el traidor, que posee un coraje suyo particular: el del mal; el traidor, que es una amalgama del cínico y el cobarde (que es también una categoría que se manifiesta en los momentos más graves), porque cínicamente saca provecho de una desdicha y cobardemente se pasa al grupo más fuerte, atreviéndose, con tal de sacar provecho de ello, a hacer frente al desprecio de los enemigos y a las maldiciones de aquellos a quienes ha abandonado. En fin, existe -y es la categoría más difundida- el cobarde, que en el momento grave sólo es capaz de dolerse por haber sido reconocido como partidario de un grupo o de un hombre que ahora sufren condenación, y de huir… La culpa del cobarde no alcanza el grado de la del cínico, ni repugna como el traidor, pero muestra, eso sí, la imperfección de su estructura espiritual. Vosotros… esto sois. No digáis que no. Yo leo en las conciencias.
-Esta mañana, íntimamente, pensabais: «¿Qué nos va a suceder? ¿Iremos a la muerte también nosotros?» y la parte más baja gemía: «¡ No teníamos que haberlo seguido!…». Sí. Pero ¿os he engañado alguna vez? Ya desde mis primeras palabras os hablaba de persecución y muerte. Y cuando uno de vosotros, por exceso de admiración quiso verme y presentarme como un rey (uno de los pobres reyes de la Tierra, pobre aunque fuera rey y restaurador del reino de Israel inmediatamente corregí el error y dije: «Soy Rey del espíritu. Ofrezco privaciones, sacrificio, dolor. No tengo otra cosa. Aquí, en la Tierra no tengo otra cosa. Pero después de mi muerte, y de vuestra muerte en mi fe, os daré un Reino eterno: el de los Cielos». ¿Acaso os hablé de otra manera? No. Vosotros mismos decís que no.
Y vosotros, entonces, decíais: «Sólo esto queremos: estar contigo, ser tratados como Tú y padecer por ti». Sí, ésas eran vuestras palabras. Y erais sinceros. Pero era porque razonabais sólo como niños; como niños distraídos. Os pensabais que seguirme era fácil y estabais tan cargados de la triple concupiscencia, que no podíais admitir que fuera verdad lo que Yo os señalaba. Pensabais: «Es el Hijo de Dios. Lo dice para probar nuestro amor. Pero el hombre no podrá agredirle. ¡Él, que obra milagros, bien sabrá hacer un gran milagro en favor propio!». Y cada uno de vosotros añadía: «No puedo creer que lo traicionen, que lo apresen y le den muerte». Tan fuerte era esta humana fe vuestra en mi poder, que llegabais a no tener fe en mis palabras, la Fe verdadera, espiritual, santa y santificante.
«¡Él, que obra milagros, hará también uno en favor propia!» decíais. No sólo uno. Haré todavía muchos. Y dos serán como ninguna mente de hombre puede pensar; serán como sólo los que crean en el Señor podrán admitir. Todos los demás, durante todos los siglos, dirán: «¡Imposible!». Y después de la muerte seguiré siendo objeto de contradicción para muchos.
Una dulce mañana de primavera, desde lo alto de un monte, anuncié las distintas bienaventuranzas. Hay todavía una: «Bienaventurados los que saben creer sin ver». Ya he dicho yendo por Palestina: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», también: «Bienaventurados los que hacen la voluntad de Dios». Y otras más, otras he dicho, porque en la casa del Padre mío son numerosas las alegrías que esperan a los santos. Pero también existe ésta ¡Oh, bienaventurados los que crean sin haber visto con los ojos corporales! Serán tan santos, que, estando en la Tierra, verán ya a Dios, Dios escondido en el Misterio de amor.
Pero vosotros, después de tres años de estar conmigo, a esta fe no habéis llegado todavía. Y creéis sólo en lo que veis. Por eso, desde esta mañana, después de la exaltación, estáis diciendo: «Es lo que decíamos nosotros. Él triunfa. Y nosotros con él». Y, como aves a las que les nacen las plumas que un hombre cruel haya arrancado, alzáis vuestro vuelo ebrios de alegría, seguros, libres de ese sentido de opresión que mis palabras habían puesto en vuestro corazón. Entonces, ¿estáis más aliviados también en vuestro espíritu? No. En él estáis aún menos aliviados. Porque estáis aún menos preparados para la hora que amenaza. Habéis bebido los gritos de hosanna como un vino fuerte y agradable y estáis ebrios de él. ¿Un hombre embriagado es, acaso, fuerte?: basta una manita de niño para hacerlo tambalearse y caer. Así estáis vosotros. Y será suficiente la presencia de los esbirros para poneros en fuga, cual temerosas gacelas que, en cuanto ven asomarse tras una roca el morro puntiagudo del chacal, se dispersan, rápidas como el viento, por las soledades del desierto.
¡Cuidad de no morir de hórrida sed en esa quemada arena que es el mundo sin Dios! No digáis, no digáis, amigos queridos, lo que dice Isaías (8, 12-16) aludiendo a este estado de espíritu vuestro, falso y peligroso; no digáis: «Éste sólo habla de conjuras, pero no hay motivo de temor, no hay motivos para sentir espanto. No debemos temer lo que nos profetiza. Israel lo ama y nosotros eso lo hemos visto». ¿Cuántas veces el tierno pie desnudo de un niño pisa las hierbezuelas florecidas de un
prado mientras arranca corolas para llevárselas a su madre, y cree que va a encontrar sólo tallitos y flores y, sin embargo, pone el calcañar sobre la cabeza de una culebra y ésta le muerde y el niño muere! Las flores ocultaban la sierpe. ¡Y esta mañana… también ha sido así! Yo soy el Condenado coronado de rosas. ¡Las rosas!… ¿Cuánto duran las rosas? ¿Qué queda de ellas cuando su corola se ha deshojado para formar nieve de perfumados pétalos? Espinas.
-Yo -Isaías lo dijo- seré para vosotros -y, con vosotros, os digo que lo seré para el mundo- santificación; pero también piedra de tropiezo, piedra de escándalo, y lazo y ruina para Israel y para la Tierra. Santificaré a los que tengan buena voluntad, seré causa de caída y de quebranto para los que tengan mala voluntad. Los ángeles no pronuncian palabras engañosas ni palabras que duren poco. Ellos vienen de Dios, que es Verdad y que es Eterno, y lo que dicen es verdad y constituye palabra inmutable. Los ángeles dijeron: «Paz a los hombres de buena voluntad». Entonces nacía, ¡oh, Tierra!, tu Salvador. Ahora va a la muerte tu Redentor. Pero para recibir paz de Dios, o sea, santificación y gloria, es necesario tener «buena voluntad». Inútil mi nacimiento, inútil mi muerte, para aquellos que no tienen esta voluntad buena. Mi vagido y mi estertor, el primer paso y el último, la herida de la circuncisión y la de la consumación, se habrán producido en vano si en vosotros, si en los hombres, no existe la buena voluntad de redimirse y santificarse. Y os digo que muchísimos tropezarán en mí, que he sido puesto como columna de soporte y no como trampa para el hombre; y caerán porque estarán ebrios de soberbia, de lujuria, de avaricia, y se verán dentro de la red de sus pecados, atrapados y entregados a Satanás. Poned estas palabras en vuestros corazones, sigiladlas para los futuros discípulos.
Vamos. La Piedra se alza. Otro paso hacia delante, hacia la cima del monte. Debe resplandecer en la cima porque É1 es Sol, Luz, Oriente. Y el Sol resplandece en las cimas. Debe ser en el monte porque el mundo entero debe ver el Templo verdadero. Y Yo mismo lo edifico con la Piedra viva de mí Carne inmolada. Y uno sus distintas partes con 1a argamasa hecha de sudor y sangre. Estaré en mi trono cubierto con un manto de púrpura viva, coronado con una corona nueva, y los que están lejos vendrán a mí, trabajarán en mi Templo, para mi Templo. Yo soy la base y la cúspide. Pero todo alrededor, cada vez mayor, se irá extendiendo la morada. Yo mismo labraré mis piedras y a mis artesanos. De la misma manera que Yo he sido labrado con cincel por el Padre, por el Amor, por el hombre y por el Odio, así los labraré. Y cuando en un solo día haya sido arrancada de la Tierra la iniquidad, a la piedra del Sacerdote eterno se acercarán los siete ojos para ver a Dios y de ella manarán las siete fuentes para vencer el fuego de Satanás.
Satanás… Judas, vamos; y recuerda que el tiempo es ya poco y que para el anochecer del Jueves debe ser entregado el Cordero. (Jueves es de inmediata comprensión para el lector de hoy, a quien se adapta el lenguaje de la Obra valtortiana. También en otros lugares y en los títulos de los capítulos que siguen, se nombran los días de la semana, los cuales, en realidad, excepciones hechas de sábado y Parasceve, no tenían un nombre para los hebreos de aquel tiempo)