Partida para Enón después de un tira y afloja entre Judas Iscariote y Elisa, que se quedan en Siquem.
Jesús, solo, medita sentado debajo de una encina gigantesca nacida en las faldas del monte que domina a Siquem. La ciudad, rosic1er con el primer sol, está abajo, extendida sobre las pendientes más bajas del monte. Parece, vista desde arriba, un puñado de grandes cubos blancos desbaratados por un niño gigante en un verde prado en declive. Los dos cursos de agua junto a los que está edificada dibujan un semicírculo azulplata oscuro en torno a la ciudad; luego, uno de los dos entra en ella e introduce su canto y su cabrilleo entre las casas blancas, para salir luego y correr entre el verde, apareciendo y desapareciendo por entre matas exuberantes de olivos y árboles frutales, hacia el Jordán. El otro, más modesto, permanece fuera de los muros de la ciudad; los lame casi; y riega los fértiles huertos, para correr luego a calmar la sed de rebaños de ovejas blancas que pastan en prados salpicados de la sangre de las cabecitas rojas de las flores del trébol.
El horizonte se abre anchuroso frente a Jesús. Detrás de ondulaciones de colinas cada vez más bajas, se ve, a través de una franja de horizonte, el valle verde del Jordán, y allende éste los montes de Transjordania, que terminan al nordeste en las originales cimas de la Auranítida. El sol, que ha salido de tras ellos, incide ahora en tres caprichosas nubes semejantes a tres cintas de sutil gasa puestas horizontalmente sobre el velo turquesa del firmamento; y la leve gasa de las tres nubes largas y estrechas se ha puesto toda de un rosa anaranjado semejante al de ciertos corales de gran valor. El cielo parece vallado por este enrejado aéreo, bellísimo, que Jesús mira fijamente. Bueno, mira en esa dirección, absorto. ¡Quién sabe… a lo mejor, ni siquiera lo ve! Apoyado el codo en la rodilla, sujetando con la mano el mentón hincado en el cuenco de la palma, mira, piensa, medita. Por encima de Él, los pájaros, chilladores, alborotan describiendo un alegre carrusel de vuelos.
Jesús baja los ojos hacia Siquem, que va despertándose con el sol matutino. Ahora, a los pastores y rebaños -los únicos que antes animaban el panorama- se unen los grupos de peregrinos, y al tintineo de las esquilas de las greyes se une el de los cascabeles de los borricos, y voces, y rumores de pasos y palabras. El viento, con sus ondas, trae hasta Jesús el ruido de la ciudad que se despierta, de la gente que deja el descanso nocturno.
Jesús se pone en pie. Con un suspiro deja este lugar sereno y baja a buen paso, por un atajo, hacia la ciudad, donde entra entre caravanas de hortelanos y peregrinos que se apresuran, los primeros, a descargar su género, los segundos, a comprar los productos de los primeros antes de ponerse en camino.
En un ángulo de la plaza del mercado están ya, en grupo, esperando, los apóstoles y las discípulas; en torno a ellos, los de Efraím, Silo y Lebona y muchos de Siquem.
Jesús va donde ellos. Los saluda. Luego dice a los de Samaria:
-Y ahora vamos a dejarnos. Volved a vuestras casas. Recordad mis palabras. Creced en la justicia.
Se vuelve hacia Judas de Keriot:
-¿Has dado, como dije, para los pobres de todos los lugares?
-Sí, lo he dado. Excepto a los de Efraím porque ya han recibido.
-Entonces marchaos. Ocupaos de que todos los pobres reciban un alivio.
-Nosotros te bendecimos por ellos.
-Bendecid a las discípulas. Son ellas las que me han dado el dinero. Marchaos. La paz sea con vosotros. Y éstos se marchan; remolones, con pena… pero obedecen.
Jesús se queda con los apóstoles y las discípulas. Les dice:
-Voy a Enón. Quiero saludar el lugar del Bautista. Luego bajaré al camino del valle. Es más cómodo para las mujeres. -¿Y… no sería mejor ir por el camino de Samaria? – pregunta Judas Iscariote.
-Nosotros no tenemos por qué temer a los bandidos, aun yendo por un camino cercano a sus grutas. El que quiera venir conmigo que venga, el que no se sienta muy dispuesto a ir hasta Enón que se quede aquí hasta el día siguiente del sábado. Ese día iré a Tersa. El que se quede que se reúna después conmigo allí.
-Yo, la verdad… preferiría quedarme. No me encuentro muy bien… estoy cansado… – dice Judas Iscariote.
-Se ve. Tienes aspecto de enfermo. Turbio de humor, de mirada y de piel. Hace un tiempo que te observo… – dice
Pedro.
-Pero ninguno me pregunta si sufro…
-¿Te hubiera gustado? Yo no sé nunca lo que te gusta. Pero, si te satisface, te lo pregunto ahora. Y estoy dispuesto a quedarme contigo para cuidarte… – le responde pacientemente Pedro.
-¡No, no! Es sólo cansancio. Ve, ve. Yo me quedo aquí donde estoy.
-También me quedo yo. Soy anciana. Descansaré haciéndote de madre – dice al improviso Elisa.
-¿Tú te quedas? Habías dicho… – interrumpe Salomé.
-Si todos fuéramos, yo también iría, para no quedarme aquí sola. Pero dado que Judas se queda…
-Pues entonces voy. No quiero sacrificarte, mujer. Estoy seguro de que irías con agrado a ver el refugio del Bautista…
-Soy de Betsur y no he sentido nunca la necesidad de ir a Belén a ver la gruta donde nació el Maestro -estas cosas las haré cuando ya no tenga al Maestro-, así que fíjate tú si voy a estar ansiosa de ver el lugar donde estuvo Juan… Prefiero ejercer la caridad, porque estoy segura de que la caridad tiene más valor que un peregrinaje.
-¿No te das cuenta de que estás reprobando la actitud del Maestro?
-Hablo por mí. Él va allí y hace bien. Él es el Maestro. Yo soy una vieja a la que los dolores le han quitado toda curiosidad, y el amor por Cristo le ha quitado todo deseo de cualquier otra cosa que no sea servirle.
-Para ti es servicio espiarme, entonces.
-¿Haces cosas reprochables? Se vigila a quien hace cosas dañinas. Pero, hombre, nunca he espiado a nadie. No pertenezco a la familia de las serpientes. Y no traiciono.
-Yo tampoco.
-Dios lo quiera, por tu bien. Pero no logro entender por qué te resulte tan odioso el que me quede aquí descansando…
Jesús, hasta este momento mudo, escuchando, en medio de los otros, que están asombrados de este tira y afloja, alza la cabeza -la tenía un poco inclinada- y dice: -Basta. El mismo deseo que tienes tú lo puede tener, con mayor razón, una mujer, que además es anciana. Os quedaréis aquí hasta el alba del día siguiente del sábado. Luego os reuniréis conmigo. De momento compra todo lo que podamos necesitar para estos días. Ve, y no te demores.
Judas, a regañadientes, va a comprar las provisiones.
Andrés querría acompañarle, pero Jesús lo agarra por el brazo Y dice:
-Quédate aquí. Puede él solo.
Jesús tiene aspecto muy severo. Elisa lo mira y luego se acerca a Él. Dice: -Perdona, Maestro, si te he causado un
dolor.
-Nada tengo que perdonarte, mujer. Más bien, perdona tú a ese hombre, como si fuera un hijo tuyo. -Con este sentimiento me quedo con él… aunque él crea una cosa muy distinta… Tú me comprendes…
-Sí, y te bendigo. Y te digo que es correcto lo que has dicho que los peregrinajes a mis lugares serán una necesidad que
vendrá cuando ya no esté con vosotros… una necesidad de confortar vuestro espíritu. Ahora se trata de servir a los deseos de
vuestro Jesús. Y tú has comprendido un deseo mío, porque te sacrificas por tutelar un espíritu imprudente…
Los apóstoles se intercambian miradas… Las discípulas también. Sólo María, enteramente velada, no alza la cabeza para
intercambiar miradas con nadie. Y María de Magdala, erguida como una reina juzgadora, no ha quitado la mirada un momento
de Judas, que se mueve entre los vendedores, y en sus ojos hay amargura, no sin un cierto desprecio en su boca cerrada: habla
con su expresión más que si dijera palabras…
Judas vuelve. Da a los compañeros lo que ha comprado. Se pone en orden el manto -lo había usado para transportar lo que había comprado- y hace ademán de dar la bolsa a Jesús.
Jesús la rechaza con la mano:
-No hace falta. Para las limosnas está todavía María. Tú preocúpate de ejercitar la beneficencia aquí. Muchos son los mendigos que, de todas partes, bajan para ir hacia Jerusalén en estos días. Da sin prejuicios y con caridad, recordando que todos somos mendigos ante Dios, de su misericordia y de su pan… Adiós. Adiós, Elisa. La paz sea con vosotros.
Y se vuelve rápidamente. Se echa a andar a buen paso por el camino que tenía cerca sin dar tiempo a Judas para despedirse de Él…
Todos lo siguen en silencio. Salen de la ciudad en dirección hacia nordeste por estos bellísimos campos…