Parábola de la tela desgarrada. Milagro a la mujer parturienta. Judas Iscariote, sorprendido robando, es censurado por Jesús.
Jesús está con las discípulas y los dos apóstoles en una de las primeras ondulaciones del monte situado a espaldas de Efraím. Juana no tiene consigo ni a los niños ni a Ester. Supongo que ya han sido enviados a Jerusalén acompañados de Jonatán. Están, pues, además de la Madre de Jesús, solamente María de Cleofás, María Salomé, Juana, Elisa, Nique y Susana. No están todavía las dos hermanas de Lázaro.
Elisa y Nique doblan unas túnicas que han sido lavadas en un arroyo que brilla abajo -o, quizás, las han traído del torrente- y luego han sido tendidas en este rellano soleado. Nique observa una, se la lleva a María de Cleofás y dice:
-También a ésta tu hijo le ha descosido el jaretón.
María de Alfeo toma la túnica y la pone con las otras que tiene al lado en la hierba.
Todas las discípulas están cosiendo, reparando los desperfectos producidos durante los varios meses en que los apóstoles han estado solos.
Elisa, que se acerca trayendo otras túnicas secas, dice:
-¡Se ve que desde hace tres meses no habéis tenido una mujer ducha con vosotros! No hay una túnica en condiciones, excepto la del Maestro, que, además, tiene sólo dos, la que lleva y la lavada hoy.
-Las ha dado todas. Parecía ansioso de quedarse sin nada. Va vestido de lino desde hace muchos días – dice Judas. -Menos mal que tu Madre se ha ocupado de traerte otras nuevas. La teñida de púrpura es verdaderamente bonita. Lo
necesitabas, Jesús, a pesar de que estés así muy bien, vestido de lino. ¡Pareces verdaderamente una azucena! – dice María de
Alfeo.
-¡Una azucena muy alta, María! – dice Judas en tono satírico.
-Pero con una pureza que ciertamente tú no tienes, como tampoco tienes la de Juan. Tú también estás vestido de lino. ¡Pero créeme que no tienes aspecto de azucena! – rebate con franqueza María de Alfeo.
-Yo soy moreno de pelo y tez. Por eso soy distinto.
-No, no depende de eso. Es que tú el candor lo llevas puesto, y Él lo tiene dentro y transpira por su mirada, por su sonrisa, por sus palabras. ¡Ésa es la cosa! ¡Ah, qué bien se está aquí con mi Jesús!
Y buena María pone en la rodilla de Jesús una de sus manos deterioradas de mujer anciana y que ha trabajado. Y Jesús acaricia esta mano honesta.
María Salomé, que está examinando una túnica, exclama:
-¡Esto es peor que un desgarrón! ¡Hijo mío! ¿Pero quién te ha cerrado el agujero de esta manera? – y muestra escandalizada a sus compañeras una especie de… ombligo muy crespo que forma un anillo en relieve en la tela unido con unos puntajos que ciertamente a una mujer le causan horror. La extraña reparación es epicentro de unos fruncidos que, formando radios, se extienden por la espalda de la túnica.
Todos se ríen. El primero, Juan, que es el autor del recosido que explica:
-¡No podía estar con ese desgarrón, así que… lo cerré
-¡Ya lo veo! ¡Pobre de mí! ¡Ya lo veo! ¿Pero no podías pedir a María de Jacob que te lo arreglara?
-¡Pobre mujer, si está casi ciega! Y, además… lo malo era que no estaba desgarrado, sino que era un verdadero agujero. La túnica quedó pillada en el haz de leña que llevaba en el hombro, y, al descargarlo, el haz se llevó el trozo de túnica. ¡Y lo reparé así!
-Lo estropeaste así, hijo mío. Necesitaría…
Examina la túnica pero menea la cabeza, y dice:
-Pensaba quitar el jaretón, pero ya tiene…
-Se lo quité yo en Nob porque estaba roto en el pliegue. Pero lo que quité se lo di a tu hijo… – explica Elisa. -Sí, pero lo usé para hacer los cordones para mi bolsa…
-¡Pobres hijos! ¿Qué necesario es que nos tengáis cerca a nosotras! – dice María Stma., a la par que cose una túnica no sé de quién.
-Pues sería necesario un trozo de tela. Mirad. Los puntos han terminado de romper toda la tela de alrededor, de modo que de un daño ya de por sí grande se ha creado uno irreparable; a menos que se pueda encontrar algo que sustituya al trozo que falta. En ese caso, aunque se vea… quedará pasable.
-Me has sugerido una parábola… – dice Jesús, y al mismo tiempo dice Judas: -Creo que en el fondo de la bolsa tengo un trozo de tela de ese color, que sobró de una túnica que estaba demasiado descolorida para poderla llevar y se la di a un hombre pequeño, mucho más bajo que yo; tanto, que tuvimos que cortar casi dos palmas. Si esperas, voy a buscártelo. Pero antes quisiera oír la parábola.
-Que Dios te bendiga. Pues escucha la parábola si quieres, mientras, pongo los cordones a esta de Santiago, que están completamente gastados.
-Habla, Maestro, y luego doy esta satisfacción a María Salomé.
-Hablo. Comparo con un trozo de tela el alma. Cuando es infundida es nueva, no tiene laceraciones; sólo la mancha original, y no presenta en su textura ninguna herida, ninguna otra mancha ni deterioro. Luego, con el tiempo y por acoger en sí una serie de vicios, se desmedra, llegando a veces a desgarrarse; por las imprudencias se mancha; por los desórdenes se lacera. Una vez lacerada, no se debe hacer un torpe remiendo, que sería origen de otros, más numerosos desgarrones, sino que hay que hacer un paciente y lento remiendo, perfecto, para anular lo más posible el daño creado. Y, si la tela está demasiado lacerada, es más: si está tan lacerada que ha perdido un trozo, no debe uno, con soberbia, pretender anular el daño por sí sólo, sino que debe ir a Aquel que se sabe que puede restituir nueva integridad al alma, porque nada le está vedado y todo lo puede. Estoy hablando de Dios, mi Padre, y de mí, que soy el Salvador. Pero el orgullo del hombre es tal, que cuanto mayor es el desperfecto de su alma más trata de arreglarlo de cualquier manera con remedios incompletos que lo que hacen es causar un daño cada vez mayor.
Me podréis objetar que un desgarrón siempre se verá. Esto lo ha dicho también Salomé. Sí, se verán siempre las heridas que un alma ha sufrido. Pero el alma acomete su batalla y, consecuentemente, recibe heridas. Muchos son, en efecto, los enemigos que tiene alrededor. Pero nadie, viendo a un hombre cubierto de cicatrices, señales de gloriosas heridas recibidas en la batalla por conseguir la victoria, puede decir: «Este hombre es inmundo». Dirán, más bien: «Éste es un héroe. Ahí están las señales purpúreas de su valor». Y nunca se verá que un soldado evite las curas avergonzándose de una gloriosa herida; antes al contrario, irá al médico y le dirá con santo orgullo: “Mira, he luchado y he vencido. No he mirado por mí. Ya lo ves. Ahora cierra mis heridas para estar preparado para otras batallas y victorias». Sin embargo, el que está llagado por enfermedades inmundas, causadas en él por vicios indignos, se avergüenza de sus llagas ante sus familiares y amigos, e incluso ante los médicos, y, a veces, es tan completamente necio, que las mantiene ocultas hasta que el hedor no las pone de manifiesto. Pero entonces es demasiado tarde para poner remedio.
Los humildes son siempre sinceros, y también son personas valientes, que no tienen motivo para avergonzarse de las heridas recibidas en la lucha. Los soberbios son siempre embusteros y cobardes; por su orgullo, por no querer ir a Aquel que puede curarlos y decirle: “Padre, he pecado. Pero, si Tú quieres, me puedes curar~, llegan a la muerte. Muchas son las almas que por el orgullo de no tener que confesar una culpa inicial llegan a la muerte. Y entonces también para éstas es demasiado tarde. No reflexionan en que la misericordia divina es más fuerte y vasta que cualquier gangrena, por fuerte y vasta que ésta sea, y que todo lo puede curar. Pero ellas, las almas de los orgullosos, cuando se dan cuenta de que han despreciado todo género de salvación, caen en la desesperación, porque están sin Dios, y, diciendo: «Es demasiado tarde», se proporcionan la última muerte, la de la condenación.
-Puedes ir por tu tela, Judas…
-Voy por ella, pero esta parábola no me ha gustado. No la he entendido.
-¡Con lo clara que es! ¡La he entendido yo, que soy una pobre mujer!… – dice María Salomé.
-Pues yo no. Antes decías parábolas más bonitas. Ahora… las abejas… la tela… las ciudades que cambian de nombre… las almas barcas… Cosas tan pobres y tan confusas, que ya ni me gustan ni las entiendo… Pero voy por el trozo de tela porque, desde el punto de vista práctico, opino que es necesario, aunque también digo que seguirá siendo una túnica echada a perder – y Judas se levanta y se marcha.
María, a medida que iba hablando Judas, ha ido inclinando cada vez más su cabeza hacia su trabajo. Juana, por el contrario, la ha 1evantado y ha clavado en el imprudente sus ojos imperiosos y cargados de indignación. También Elisa ha alzado la cabeza, pero luego ha hecho lo mismo que María; y Nique también. Susana, estupefacta, ha abierto desmesuradamente sus grandes ojos y luego ha mirado en vez de al apóstol, a Jesús, como preguntándose por qué no reacciona. Ninguna ha hablado ni ha hecho gestos. Pero María Salomé y María de Alfeo, más llanas en sus modales, se han mirado, han meneado la cabeza y, en cuanto ha salido Judas, Salomé ha dicho:
-¡Es él el que tiene echada a perder la cabeza!
-Sí. Por eso no comprende nada. Y no sé si ni siquiera Tú vas a poder arreglársela. Si fuera así mi hijo, acabaría de rompérsela del todo. Sí, de la misma forma que se la habría formado para que fuera cabeza de justo, se la rompería. ¡Mejor tener desfigurada la cara que no el corazón! – dice María de Alfeo.
-Sé indulgente, María. No puedes comparar a tus hijos, que se han desarrollado en una familia honesta, en una ciudad como Nazaret, con este hombre – dice Jesús.
-Su madre es buena. Su padre he oído decir que no era un hombre malo – replica María de A1feo.
-Sí. Pero el orgullo no le faltaba en el corazón. Por eso alejó de la madre demasiado pronto al hijo, y contribuyó a desarrollar la herencia moral que él mismo había dado a su hijo mandándolo a Jerusalén. Es doloroso decirlo, pero el Templo no es un lugar donde el orgullo hereditario pueda disminuir… – dice Jesús.
-Ningún lugar de honor de Jerusalén es adecuado para hacer disminuir el orgullo o cualquier otro defecto – suspira
Juana.
Y añade:
-Ni tampoco cualquier lugar de honor, bien sea en Jericó, bien en Cesárea de Filipo, o en Tiberíades o en la otra Cesárea… – y cose deprisa, inclinando más de lo necesario su cabeza hacia su trabajo.
-María de Lázaro es imperiosa, pero no tiene orgullo – observa Nique.
-Ahora. Pero antes era muy soberbia. Lo contrario de sus padres, que nunca lo fueron – responde Juana. -¿Cuándo van a venir? – pregunta Salomé.
-Pronto, si dentro de tres días tenemos que partir.
-Vamos a trabajar deprisa, entonces. Casi no tenemos tiempo para terminar todo – exhorta María de Alfeo.
-Hemos tardado en venir por causa de Lázaro. Pero ha sido una cosa buena, porque así a María se le ha evitado mucha fatiga – dice Susana.
-¿Pero te sientes con fuerzas de recorrer tanto camino? ¡Es que estás tan pálida y cansada, María! – pregunta María de Alfeo poniendo la mano en el regazo de María y mirándola con preocupación.
-No estoy enferma, María. Puedo andar, por supuesto.
-Enferma, no; pero apenada, mucho, Madre. Yo daría todos los años que fueran, de mi vida, y abrazaría todos los dolores, con tal de verte de nuevo como te vi la primera vez – dice Juan, que la mira con compasión.
-Tu amor ya es medicina, Juan. Siento que se calma mi corazón al ver cómo amáis a mi Hijo. Porque no es otra la causa de mi sufrimiento; no es otra, sino el ver que no lo aman. Aquí, a su lado y en medio de vosotros, que sois tan fieles, renazco. Pero, claro… estos meses… sola en Nazaret… habiéndolo visto partir ya tan agobiado y perseguido.., y oyendo todas esas voces… ¡Oh, cuánto, cuánto dolor! Estando a su lado, veo, y digo: «A1 menos mi Jesús tiene a su Madre que lo consuele, que le diga palabras que cubran otras palabras», y veo también que no todo el amor ha muerto en Israel. Y siento paz, un poco de paz. No mucha… porque… – María ya no dice nada más. Agacha la cabeza -la había levantado para hablar con Juan- y ahora sólo se le ve la parte de arriba de la frente, que se enrojece por una emoción silenciosa. Luego dos lágrimas brillan en la túnica oscura que está cosiendo.
Jesús suspira. Se levanta de su sitio y va a sentarse a sus pies, delante. Ahí pone la cabeza sobre las rodillas de María, le besa la mano que tiene la tela y se queda luego así, como un niño que estuviera reposando. María quita la aguja de la tela para no herir a su Hijo y luego pone la mano derecha en la cabeza reclinada sobre sus rodillas. Alza la cara y mira al cielo, ciertamente orando, aunque no mueva los labios; todo su aspecto dice que está orando. Luego se inclina para besar a su Hijo en el pelo, junto a la sien que queda descubierta.
Las otras mujeres no hablan, hasta que Salomé dice:
-¿Pero cuánto tiempo tarda Judas? ¡Así va a ponerse el sol y no voy a ver bien! -Quizás alguien lo ha
entretenido – responde Juan, y pregunta a su madre: -¿Quieres que vaya a meterle un poco deprima?
-Harías bien en hacerlo. Porque, si no ha encontrado el trozo de tela igual, te acorto las mangas… total, está acercándose el verano., para el otoño ya te prepararé otra túnica porque esta ya no está bien, y con el trozo que sobre te arreglaré esto. Para ir a pescar valdrá todavía. Porque está claro que después de Pentecostés volvéis a Galilea…
-Voy entonces – dice Juan, y, amable como siempre, pregunta a las otras mujeres:
-¿Tenéis túnicas ya arregladas que pueda llevar a nuestras casas? Si las tenéis, dádmelas. Así volveréis menos cargadas. Las mujeres recogen todo lo que han arreglado ya y se lo dan a Juan, que se vuelve para marcharse, pero… se para inmediatamente al ver que viene deprisa hacia ellos María de Jacob.
La buena viejecita corre, renqueando, todo 1o deprisa que sus muchos años consienten, y grita a Juan: -¿Está allí el Maestro?
-Sí, madre. ¿Qué quieres?
La mujer, mientras sigue corriendo, responde:
-Ada está mal, mal… y su marido quisiera llamar a Jesús para consolarla… Pero después de que esos samaritanos se han portado… tan mal, no se atreve… Yo he dicho: «No lo conoces todavía. Yo voy y no… me dirá que no» – La viejecita jadea por la carrera y la subida.
-Párate de correr. Voy contigo. Es más, me adelanto. Tú síguenos a paso tranquilo. Eres anciana, madre, para estas carreras – le dice Jesús. Y luego, a su Madre y a las discípulas:
-Me quedo en el pueblo. La paz a vosotras.
Toma a Juan de un brazo y baja con él rápidamente. La viejecita, cobrado nuevo aliento, le seguiría, después de haber respondido a las preguntas de las mujeres:
-¡ Mmm! Sólo el Rabí la puede salvar. Si no, morirá como Raquel. Se está enfriando y está perdiendo las fuerzas y ya se retuerce de los espasmos del dolor.
Pero las mujeres la retienen diciéndole:
-¿Pero no habéis probado con ladrillos calientes debajo de los riñones?
-¡No! Mejor envolverla en paños de lana empapados de vino con aromas, lo más caliente que se pueda. -A mí, para Santiago, me sentaron bien las fricciones de aceite y luego los ladrillos calientes.
-Hacedle beber mucho.
-Si pudiera estar en pie y dar unos pasos y, mientras tanto, una le friccionara mucho la parte de los riñones.
Las mujeres-madres, o sea, todas menos Nique y Susana, y María que no sufrió los dolores de todas las mujeres cuando dio a luz a su Hijo, aconsejan quién una cosa, quién otra.
-Todo. Han probado todo. Pero tiene demasiado fatigados los riñones. ¡Es el hijo número once! Bueno, ahora me marcho, que ya he cobrado el aliento. ¡Rezad por esa madre! Que el Altísimo la mantenga viva hasta que llegue donde ella el Rabí.
Y la pobre anciana sola y buena reanuda su trotecillo.
Jesús, entretanto, baja ligero hacia la ciudad, llena de calor de sol. Entra en ella por la parte opuesta a donde está situada su casa, o sea, entra por el noroeste de Efraím, mientras que la casa de María de Jacob está en el sureste. Anda ligero, sin detenerse a hablar con los que quisieran pararlo: los saluda y sigue.
Un hombre observa:
.Está inquieto con nosotros. Los de los otros lugares hicieron mal. Tiene razón.
-No. Va a casa de Yanoé. Se le está muriendo su mujer en el undécimo parto.
-¡Pobres hijos! ¿Y el Rabí va allí? Tres veces bueno. Ofendido, se muestra benéfico.
-¡Yanoé no lo ha ofendido! ¡Ninguno de nosotros lo ofendió!
-Pero en todo caso eran hombres de Samaria.
-El Rabí es justo y sabe distinguir. Vamos a ver el milagro.
-No podremos entrar, Es una mujer, y en el momento del parto.
-Pero oiremos llorar a la nueva criatura y será voz de milagro.
Corren para dar alcance a Jesús. Otros también se agregan para ver.
Jesús llega a la casa, desolada por la inminente desventura. Los diez hijos -1a mayor es una jovencita que llora rodeada
por sus hermanitos más pequeños, que también lloran- están en un ángulo del pasillo, junto a la puerta abierta de par en par.
Amigas del vecindario que van y vienen, susurros de voces, pisaduras de pies descalzos que corren sobre el enlosado. Una mujer ve a Jesús y grita:
-¡Yanoé! ¡Espera! ¡Ha venido! – y corre con una ánfora humeante.
Viene inmediatamente un hombre. Se postra. Se limita a señalar a sus hijos y a decir estas palabras:
-Creo. Piedad. Por ellos.
-Levántate y ten ánimo. El Altísimo ayuda a quien tiene fe y compasión de sus hijos afligidos.
-¡Ven, Maestro! ¡Ven! Ya está negra, ahogada por las convulsiones. Casi no respira. ¡Ven!
El hombre, que ha perdido la cabeza y acaba de perderla del todo al oír el grito de una de las vecinas:
-¡Yanoé, corre! ¡Ada se muere! – empuja a Jesús, tira de Él, para que vaya enseguida, enseguida, a la habitación de la moribunda, sordo a las palabras de Jesús, que dice:
-¡Ve y ten fe!
Fe tiene el pobre hombre. Lo que le falta es la capacidad de comprender el sentido de esas palabras, el sentido celado, que es ya seguridad del milagro. Y Jesús, empujado y remolcado, sube la escalera para entrar en la habitación de arriba, donde está la mujer. Pero Jesús se detiene en el descansillo de la escalera, a unos tres metros de la puerta, abierta, que permite ver una cara exangüe, o, más bien, cárdena, ya estirada por la máscara de la agonía. Las vecinas ya no intentan nada. Han tapado a la mujer hasta el mentón y miran. Están petrificadas a la espera de la defunción.
Jesús extiende los brazos y grita:
-¡Quiero! – y se vuelve para marcharse.
El marido, las vecinas, los curiosos que se han congregado, se quedan desilusionados porque quizás esperaban que Jesús hiciera cosas más espectaculares, que el niño naciera instantáneamente. Pe-ro Jesús, abriéndose paso y mirándolos fijamente mientras pasa por delante de ellos, dice:
-No dudéis. Un poco de fe todavía. Un momento. La mujer debe pagar el amargo tributo del parto. Pero está salvada. Y, dejándolos desconcertados, baja la escalera.
Pero, cuando está para salir a la calle, diciendo al pasar a los diez hijos amedrentados:
-¡No temáis! Vuestra mamá está fuera de peligro – (y al decirlo hace una caricia en las caritas asustadas), un fuerte grito retumba en la casa y se esparce hasta la calle, de donde llega en ese momento María de Jacob, la cual, creyendo que ese grito es presagio de muerte, grita a su vez:
-¡Misericordia!
-¡No temas, María! ¡Ve deprisa! Verás nacer al pequeño. Le han vuelto las fuerzas y los dolores. Pero dentro de poco habrá alegría.
Se marcha con Juan. Ninguno lo sigue porque todos quieren ver si se cumple el milagro. Es más, otros se dirigen presurosos hacia la casa, porque se ha esparcido la noticia de que el Rabí ha ido a salvar a Ada. Y así Jesús, metiéndose por una callecita secundaria, puede ir sin obstáculos hacia una casa, en la cual entra llamando:
-¡Judas ¡Judas!
Nadie responde.
-Ya ha subido, Maestro. Podemos ir también nosotros a casa. Pongo aquí las túnicas de Judas, Simón y tu hermano Santiago; luego dejaré las de Simón Pedro, Andrés, Tomás y Felipe, en casa de Ana.
Así hacen efectivamente, y comprendo que, para dejar sitio libre a las discípulas, los apóstoles se han distribuido por otras casas; si no todos, al menos una parte de ellos.
Liberados ya de esos indumentos, van hablando hacia la casa de María de Jacob, y entran por la puertecita del huerto, que está simplemente entornada. La casa está silenciosa y vacía. Juan ve puesta en el suelo un ánfora llena de agua, y quizás piensa que la ha puesto ahí la viejecita antes de que la llamaran para asistir a la mujer; la agarra y se dirige hacia una habitación cerrada. Jesús se retrasa en el pasillo para quitarse el manto y doblarlo con el consabido cuidado antes de ponerlo en el arquibanco del pasillo.
Juan abre la puerta. Emite un « ¡ah!» casi de terror. Deja caer el ánfora y se tapa los ojos con las manos, plegándose como para hacerse pequeño, para anularse, para no ver. De la habitación proviene un ruido de monedas que se esparcen por el suelo tintineando.
Jesús está ya en la puerta. He tenido más tiempo yo para describir que Él para llegar. Aparta con ímpetu a Juan, que gime: « ¡Fuera! ¡Márchate!». Abre de par en par la puerta, que estaba entornada. Entra.
Es la habitación donde comen, ahora que están las mujeres. En ella hay dos viejas arcas herradas. Delante de una de ellas, concretamente la que está enfrente de la puerta, está Judas, lívido, con los ojos llenos de ira y de temor al mismo tiempo, con una bolsa en las manos… El arca está abierta… En el suelo hay monedas. Otras se están cayendo todavía, saliendo de la bolsa que está en el borde del arca, abierta su boca y medio echada. Todo testifica, de manera indubitada, lo que estaba sucediendo. Judas ha entrado en casa, ha abierto el arca y ha robado, estaba robando.
Ninguno dice nada. Ninguno se mueve. Pero es peor que si todos gritaran o arremetieran el uno contra el otro. Tres estatuas: Judas, demonio; Jesús, el Juez; Juan, el hombre aterrorizado por la revelación de la bajeza de su compañero.
La mano de Judas, que sujeta la bolsa, tiembla, de forma que las monedas que contiene tintinean amortiguada mente.
Juan tiembla. Tiembla todo él. Y, aunque se haya quedado apretando la boca con las manos, sus dientes castañean. Sus ojos asustados miran a Jesús más que a Judas.
Jesús no tiembla en absoluto. Está bien derecho, glacial incluso, glacial, de tan rígido como está. Y da un paso, hace un gesto, dice una palabra: un paso hacia Judas; un gesto, indicando a Juan que se retire; una palabra: «
-¡Márchate!
Pero Juan siente miedo y gime:
-¡No! ¡No! ¡No me digas que me marche! Déjame estar aquí. No diré nada… pero déjame estar aquí contigo. -¡Márchate! ¡No temas! Cierra todas las puertas… y, si viene alguien… quienquiera que sea… aunque fuera mi Madre… no dejes que vengan aquí. Ve. ¡Obedece!
-¡Señor!…
Juan se muestra tan suplicante y está tan abatido que parece como si fuera el culpable.
-Vete, te digo. No sucederá nada. Vete – y Jesús mitiga la orden poniendo la mano en la cabeza del Predilecto con un gesto de caricia. Y veo que esa mano ahora tiembla. Y Juan la siente temblar y la toma y la besa con un sollozo que dice mucho. Sale.
Jesús cierra la puerta con cerrojo. Se vuelve de nuevo para mirar a Judas, que debe sentirse muy apabullado si, siendo tan osado como es, no se atreve a decir una palabra ni a hacer un gesto. Jesús rodeando la mesa que está en el centro de la habitación, va directamente a ponerse enfrente de él. No sé decir si va rápido o lento. Estoy demasiado asustada de su cara como para poder medir el tiempo. Veo sus ojos y, como Juan, tengo miedo. El mismo Judas tiene miedo, retrocede y se mete entre el arca y una ventana que está completamente abierta y cuya luz, roja por el ocaso, incide toda sobre Jesús.
¡Qué ojos tiene Jesús! No dice ni una palabra. Pero cuando ve que del cinturón de la túnica de Judas sobresale una especie de ganzúa reacciona terriblemente. Alza el brazo con el puño cerrado como para golpear al ladrón, y su boca empieza la palabra: « ¡Maldito!» o « ¡Maldición!». Pero se sobrepone. Detiene el brazo que ya estaba descendiendo y corta la palabra en las tres primeras letras. Se limita, con un esfuerzo de dominio que le hace temblar por entero, a abrir el puño cerrado, a bajar, hasta la altura de la bolsa que Judas tiene en la mano, el brazo alzado y a arrebatar la bolsa y arrojarla al suelo. Y, mientras pisotea la bolsa y las monedas y las disemina con un furor contenido pero terrible, dice:
-¡Fuera! ¡Inmundicia de Satanás! ¡Oro maldito! ¡Esputo del Infierno! ¡Veneno de la serpiente! ¡Fuera!
Judas, que ha emitido un grito estrangulado cuando ha visto a Jesús ya casi maldiciéndolo, ahora ya no reacciona. Pero al otro lado de la puerta cerrada otro grito resuena cuando Jesús tira contra el suelo la bolsa, y este grito de Juan exaspera al ladrón. Lo pone furioso. Casi se arroja contra Jesús. Grita:
-¡Me has puesto un espía para desacreditarme! ¡Un espía que es un muchacho ignorante que no sabe ni siquiera guardar silencio, que me desacreditará ante todos! Es lo que Tú querías. De todas maneras… ¡Sí! Yo también lo quiero. ¡Esto quiero! Ponerte en la tesitura de echarme, de maldecirme. ¡Moverte a maldecirme! ¡A maldecirme! Todo lo he intentado para que me echaras.
Está ronco de ira y feo como un demonio. Jadea como si tuviera algo que lo estrangulara.
Jesús le repite, terrible aunque con voz contenida:
-¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón – y termina: «Hoy ladrón. Mañana asesino. Como Barrabás. Peor que él.
Le musita esa palabra en la cara, porque ahora están cercanísimos, a cada frase del otro.
Judas, recobrado el aliento, responde:
-Sí. Ladrón. Y por culpa tuya. Todo el mal que hago es por culpa tuya, y Tú no te cansas nunca de destruirme. Salvas a todos. Das amor y honores a todos. Acoges a los pecadores, no te dan asco las prostitutas, tratas amistosamente a los ladrones y a los usureros y alcahuetes de Zaqueo, acoges como si fuera el Mesías al espía del Templo. ¡Qué necio eres! Y haces jefe nuestro a un ignorante, tesorero a un cobrador de tributos, confidente tuyo a un necio. Y a mí me mides la mota, no me dejas una moneda, me tienes a tu lado como los galeotes están amarrados al banco del remo, no quieres ni siquiera que nosotros… digo nosotros, pero soy yo, yo sólo, el que no debe aceptar dádivas de los peregrinos. Es para que no toque el dinero, por lo que has ordenado que no aceptáramos dinero de nadie. Porque me odias. Pues bien, ¡también yo te odio! Hace un momento, no has sabido golpearme ni maldecirme. Tu maldición me habría reducido a cenizas. ¿Por qué no la has proferido? Hubiera preferido tu maldición antes que verte tan inepto, tan enervado… un hombre acabado, derrotado…
-¡Calla!
-¡No! ¿Tienes miedo de que Juan oiga? ¿Tienes miedo de que él por fin comprenda quién eres y te deje? ¡Ah, tienes este miedo, Tú que te haces el héroe! ¡Claro que lo tienes! ¡Y tienes miedo de mí! ¡Tienes miedo! Por eso no me has sabido maldecir. Por eso finges que me estimas, cuando en realidad me odias. ¡Para halagarme! Para tenerme calmo. ¡Tú sabes que soy una fuerza! Sabes que soy la fuerza, la fuerza que te odia y te vencerá. Te he prometido que te seguiré hasta la muerte ofreciéndote todo, y todo te lo he ofrecido, y estaré junto a ti hasta tu hora y la mía. ¡Magnífico rey que no sabe maldecir ni arrojar a uno de su presencia! ¡Rey-nube! ¡Rey ídolo! ¡Rey necio! ¡Embustero! Traidor de tu propio destino. Siempre me has despreciado, desde nuestro primer encuentro. No has correspondido conmigo. Te creías sabio. Eres un obtuso. Yo te enseñaba el camino adecuado. Pero Tú… ¡Oh, Tú eres el puro! Eres la criatura que es hombre pero que es Dios, y desprecias los consejos del Inteligente. Te equivocaste desde el primer momento y sigues equivocándote. Tú… Tú eres… ¡Aj!
El río de palabras cesa de repente, y a tanto clamor le sigue un silencio lúgubre; a tantos gestos, una lúgubre inmovilidad. Porque mientras escribía sin poder decir lo que sucedía, Judas, encorvado, semejante, sí, verdaderamente semejante aun perro furioso que acechara a su presa y se aproximara a ella preparado para saltar, se ha ido acercando cada vez más a Jesús, con una cara que no se podía mirar, con las manos torcidas, los codos apretados contra el cuerpo, verdaderamente como si estuviera para saltar sobre Jesús, el cual no ha dado muestras del más mínimo miedo, y se ha movido, volviéndole incluso las espaldas -Judas hubiera podido saltar sobre Él y agarrarlo por el cuello, pero que no lo ha hecho- para abrir la puerta
y mirar en el pasillo si Juan se había ido realmente. El pasillo estaba vacío y semioscuro, pues Juan había salido por la puerta que da al huerto y la había cerrado. Jesús, entonces, ha vuelto a cerrar con cerrojo y se ha puesto contra la puerta, esperando, sin un gesto ni una palabra, a que la furia cesara.
Yo no soy competente en la materia, pero creo que no me equivoco si digo que por la boca de Judas ha hablado Satanás en persona; si digo que éste es un momento de evidente posesión de Satanás en el apóstol pervertido, ya en el umbral del Delito, ya condenado por propia voluntad. La misma manera de cesar el río de palabras, dejando como aturdido al apóstol, me recuerda otras escenas de posesión vistas en los tres años de vida pública de Jesús.
Jesús, apoyado en la puerta, todo blanco contra la madera oscura, no hace el más mínimo gesto. Solamente mira al apóstol con sus potentes ojos de dolor y fervor. Si se pudiera decir que los ojos oran, yo diría que los ojos de Jesús oran mientras mira a este desdichado. Porque no es sólo dominio lo que emana de esos ojos tan afligidos, sino que es también fervor de oración. Luego, hacia el final de las palabras de Judas, Jesús abre los brazos que tenía pegados a los costados, pero no los abre ni para tocar a Judas ni para hacer un gesto hacia él o levantarlos hacia el cielo. Los abre horizontalmente, tomando la postura del Crucificado, ahí, contra la madera oscura y la pared rojiza. Es en ese momento cuando en la boca de Judas se hacen más lentas las últimas palabras y se oye ese « ¡Aj!» que las trunca.
Jesús se queda como está, con los brazos abiertos. Sigue mirando al apóstol con esos ojos de dolor y oración. Y Judas, como uno que saliera de un estado de delirio, se pasa la mano por la frente, por la cara sudada… piensa, recuerda y, rememorando todo, cae al suelo, no sé si llorando o no. Lo cierto es que se derrumba como si le faltaran las fuerzas.
Jesús baja la mirada y los brazos, y con voz baja pero clara dice:
-¿Y entonces? ¿Te odio? Podría golpearte con mi pie, aplastarte llamándote «gusano»; podría maldecirte, de la misma manera que te he librado de la fuerza que te hace delirar. Has pensado que es debilidad mi imposibilidad de maldecirte. ¡No es debilidad! Es que Yo soy el Salvador, y el Salvador no puede maldecir; puede salvar, quiere salvar… Tú has dicho: «Yo soy la fuerza, la fuerza que te odia y te vencerá». Yo también soy la Fuerza; es más, soy la única Fuerza. Pero mi fuerza no es odio, es amor. Y el amor no odia ni maldice, nunca. La Fuerza podría incluso vencer las batallas en particular, como ésta entre Yo y tú, entre Yo y Satanás, que está en ti, y arrebatarte de las manos de tu amo, para siempre, como he hecho ahora adquiriendo la semblanza del signo que salva, de la Tau (Tau, letra del alfabeto griego en forma de cruz, es el signo de los salvados indicado en Ezequiel 9, 4-6) que Lucifer no puede ver. Podría vencer incluso estas batallas en particular, como vencerá la próxima batalla contra Israel incrédulo y asesino, contra e1 mundo y Satanás, derrotado por la Redención. Podría vencer incluso estas batallas en particular, como vencerá la última, lejana para quien cuenta por siglos, cercana para quien mide el tiempo con la medida de la eternidad.
¿Pero qué beneficio, de violar las reglas perfectas del Padre mío? ¿Será justicia? ¿Habría mérito? No. No sería justicia ni habría mérito. No sería justicia, respecto a los otros hombres culpables, a los cuales no se les quita la libertad de serlo, y los cuales podrían, en el último día, preguntarme el porqué de la condena y echarme en cara la parcialidad usada sólo contigo. Serán diez, cien mil, setenta veces diez, cien mil los que cometan tus mismos pecados y vendrán a ser poseídos por el demonio por voluntad propia, y serán ofensores de Dios, torturadores de su padre y madre, asesinos, ladrones, embusteros, adúlteros, lujuriosos, sacrílegos y, finalmente, deicidas, matando a Cristo: materialmente, en un día cercano; espiritualmente, en sus corazones, en los tiempos futuros. Y todos podrían decirme, cuando venga a separar a los corderos de los cabros, a bendecir a los primeros y a maldecir, entonces sí, a maldecir a los segundos -a maldecir porque entonces ya no habrá redención, sino gloria o condena, a maldecirlos después de haberlos maldecido ya en particular en muerte primera y en el juicio individual; porque el hombre, tú lo sabes porque me lo has oído decir muchísimas veces, porque el hombre
puede salvarse mientras dura la vida, en el momento incluso de los últimos estertores; basta un instante, una milésima de minuto para que todo quede dicho entre el alma y Dios, para pedir perdón y obtener la absolución…-; todos, decía, todos estos condenados podrían decirme: «¿Por qué a nosotros no nos ligaste al Bien como hiciste con Judas?». Y tendrían razón.
Porque todo hombre nace con las mismas cosas naturales y sobrenaturales: un cuerpo, un alma. Y mientras el cuerpo, siendo generado por hombres, puede ser más o menos fuerte y sano desde el nacimiento, el alma, creada por Dios, es para todos igual y está dotada de las mismas propiedades, de los mismos dones recibidos de Dios. Entre el alma de Juan -me refiero al Bautista- y la tuya no había diferencia cuando fueron infundidas en la carne. Y, no obstante, te digo que, aun cuando la Gracia no lo hubiera presantificado para que el Heraldo de Cristo no tuviera mancha alguna (como sería propio de todos los que me predican, al menos en lo que se refiere a los pecados actuales), su alma habría venido a ser muy distinta de la tuya. O mejor: la tuya habría venido a ser distinta de la suya. Porque él habría conservado a su alma en la frescura propia de los no culpables, es más, la habría ido adornando cada vez más de justicia, secundando la voluntad de Dios, que desea que seáis justos, desarrollando con una perfección cada vez más heroica, los dones gratuitos recibidos. Tú, sin embargo… has devastado tu alma y has desbaratado los dones que Dios le había dado. ¿Qué has hecho de tu libertad de arbitrio? ¿Qué has hecho de tu intelecto? ¿Has conservado en tu espíritu la libertad que tenía? ¿Has usado la inteligencia de tu mente con inteligencia? No. Tú, tú que no quieres obedecerme a mí — no digo sólo a mí como Hombre, sino tampoco a mí como Dios-, has obedecido a Satanás. Has usado la inteligencia de tu mente y la libertad de tu espíritu para comprender las Tinieblas. Voluntariamente. Han sido puestos ante ti el Bien y el Mal. Has elegido el Mal. Es más, ha sido puesto ante ti sólo el Bien: Yo. Tu Eterno Creador, que ha seguido la evolución de tu alma -es más: que conocía esta evolución porque nada de cuanto palpita desde que el Tiempo existe ignora el Eterno Pensamiento-, te ha puesto delante el Bien, sólo Bien, porque sabe que eres más débil que una alga de reguera.
Tú me has gritado que te odio. Ahora bien, siendo Yo Uno con Padre y el Amor, Uno tanto aquí como en el Cielo – porque, si en Mí se hallan las dos Naturalezas, y Cristo, por su naturaleza humana y mientras la victoria no lo libere de las limitaciones humanas, está en Efraím y no puede estar en otro lugar en este instante; como Dios, Verbo de Dios, estoy tanto en el Cielo como en la Tierra, siendo siempre omnipresente y omnipotente mi Divinidad-, siendo Yo Uno con el Padre y el Espíritu Santo, la acusación que has hecho contra mí la has hecho contra Dios Uno y Trino. Contra Dios Padre, que por amor te ha creado;
contra Dios Hijo, que por amor se ha encarnado para salvarte; contra Dios Espíritu, que por amor te ha hablado tantas veces para darte buenos deseos. Contra este Dios Uno y Trino, que tanto te ha amado, que te ha traído a mi camino, haciéndote ciego para el mundo para darte tiempo de verme a mí; sordo para el mundo para darte la manera de oírme a mí. ¡Y tú!… ¡Y tú!… Después de haberme visto y oído, después de haber venido libremente al Bien, sintiendo con tu intelecto que ése era el único camino de la verdadera gloria, has rechazado el Bien y te has entregado libremente al Mal. ¿Podrás, entonces, tú que con tu libre arbitrio has querido esto, tú que has rechazado cada vez más bruscamente mi mano, que se te ofrecía para sacarte del remolino, tú que te has alejado cada vez más del puerto para sumirte en el enfurecido mar de las pasiones, del Mal, podrás decirme a mí y a Aquel de quien procedo y a Aquel que me ha formado como Hombre para intentar tu salvación, podrás decirnos que te hemos odiado?
Me has acusado de que quiero tu mal… También el niño enfermo acusa al médico y a su madre por las amargas medicinas que le hace beber y por las cosas que él desea y que, por su bien, le niegan. ¿Tan ciego y demente te ha vuelto Satanás, que no comprendes ya la verdadera naturaleza de las medidas que he tomado contigo; tan ciego y demente, que has llegado a tachar de malevolencia, de deseos de hundirte, lo que en realidad es cuidado próvido de tu Maestro, de tu Salvador, de tu Amigo para curarte? Te he tenido a mi lado… Te he quitado de las manos el dinero. Te he impedido que toques ese maldito metal que te enloquece… ¿Pero es que no sabes, es que no sientes que ese metal es como esos brebajes mágicos que despiertan una sed inapagable, que introducen en la sangre un ardor, un frenesí que conducen a la muerte? Tú -leo tu pensamiento- me censuras así: «¿Y entonces por qué durante tanto tiempo me has dejado ser el que administraba el dinero?». ¿Por qué? Porque si te hubiera impedido antes tocarlo, te habrías vendido antes y habrías robado antes. De todas formas, te has vendido, porque poco podías robar… Pero Yo debía tratar de impedirlo sin violentar tu libertad. El oro es tu ruina. Por el oro te has hecho lujurioso y traidor…
-¡Ah, entonces has creído a Samuel! Yo no soy…
Jesús, que había ido adquiriendo un tono más vivo, pero sin asumir en ningún momento matices de violencia o castigo, de improviso emite un grito imperioso, yo diría colérico. Asaetea con sus miradas rostro de Judas, que lo había alzado para decir esas palabras, e impone un « ¡Calla!» que parece el estallido de un rayo. Judas se apoya de nuevo en los calcañares y ya no abre la boca.
Es un momento de silencio en que Jesús, con visible esfuerzo, recompone su humanidad con una compostura, con un dominio tan poderoso, que por sí solo testifica lo divino que hay en Él. Continúa hablando con su voz habitual, cálida, dulce incluso cuando es severa, persuasiva, conquistadora… Sólo los demonios pueden oponer resistencia a esa voz.
-No necesito que hable Samuel, o quien sea, para conocer tus acciones. ¡Oh, desdichado! ¿Pero sabes ante quién estás? ¡ Es verdad! Dices que ya no comprendes mis parábolas. No comprendes ya mis palabras. ¡Pobre infeliz! Ya no te comprendes ni a ti mismo. Ya no comprendes ni siquiera el bien y el mal. Satanás, al cual te has entregado de muchas maneras, Satanás, al que has secundado en todas las tentaciones que te presentaba, te ha hecho estúpido. ¡Pero antes me comprendías! ¡Creías que era quien soy! Y este recuerdo no está apagado en ti. ¿Y puedes creer que el Hijo de Dios necesite, que Dios necesite las palabras de un hombre para conocer el pensamiento y las acciones de otro hombre? No estás todavía tan pervertido, que no creas que soy Dios, y en esto está tu mayor culpa. Porque el miedo que sientes de mi ira demuestra que crees que soy Dios. Sientes que no luchas contra un hombre, sino contra Dios mismo, y tienes miedo. Tienes miedo porque -Caín- no puedes ver a Dios ni pensar en Él sino como Vengador de sí mismo y de los inocentes. Tienes miedo de que te suceda lo que a Coré, Datán y Abirón y a sus seguidores. (Coré, Datán y Abirón, cuya rebelión y sus consecuencias están narradas en Números 16 y evocadas en: Levítico 10, 1-3, Salmo 106, 16-18 y Eclesiástico 45, 18-20) Y, a pesar de todo, sabiendo quién soy Yo, luchas contra mí. Debería decirte: «¡Maldito!». Pero no sería ya el Salvador…
Querrías que te expulsara. Haces de todo, dices de todo, para conseguirlo. Esta razón no justifica tus acciones. Porque no hay necesidad de pecar para separarse de mí. Lo puedes hacer, te lo digo. Te lo tengo dicho desde Nob, cuando me volviste, una mañana pura, sucio de mentiras y lascivia, como si hubieras salido del infierno para caer en el cieno de los puercos o en la cama de monos libidinosos, y Yo tuve que hacer un esfuerzo sobre mí mismo para no alejarte con la punta de mi sandalia como se hace con un trapajo asqueroso, para frenar la náusea que me revolvía no sólo el espíritu sino también las vísceras. Siempre te lo he dicho. Incluso antes de aceptarte. Y antes de venir aquí. En ese momento, precisamente para ti, para ti solo hablé. Pero tú siempre has querido quedarte. Para perdición tuya ¡Tú! ¡Mi mayor dolor!
Pero, claro, tú piensas y dices, primer hereje de muchos que vendrán, que estoy por encima del dolor. No. Sólo estoy por encima del pecado, sólo por encima de la ignorancia: de aquél, porque soy Dios; de ésta, porque no puede haber ignorancia en el alma que no está lesionada por la Culpa original. Pero Yo te hablo como Hombre, como el Hombre, como el Adán Redentor que ha venido a expiar la Culpa del Adán pecador y a mostrar lo que habría sido el hombre si hubiera permanecido como fue creado: inocente. ¡Entre los dones de Dios a Adán no se contaban -dado que la unión con Dios infundía las luces del Padre omnipotente en el hijo bendito- una inteligencia sin taras y una ciencia grandísima? Yo, nuevo Adán, estoy por encima del pecado por voluntad mía propia…
Un día de un tiempo ya lejano, te asombraste de que Yo hubiera sido tentado, y me preguntaste si no había cedido nunca. ¿Lo recuerdas? Y Yo te respondí. Sí. Como podía responderte… porque ya entonces eras un hombre tan menoscabado, que era inútil abrir ante tus ojos las perlas preciosísimas de las virtudes del Cristo. No habrías comprendido su valor y… las habrías tomado por… piedras, debido a sus medidas excepcionales. También en el desierto te respondí, repitiendo las palabras, el sentido de las palabras que te había dicho en aquel anochecer yendo hacia el Getsemaní.
Si hubiera sido Juan, o Simón el Zelote, quienes me hubieran hecho esa pregunta, habría respondido de otra manera, porque Juan es hombre puro y no la habría hecho con la malicia con que tú, estando lleno de malicia, la hiciste…, y porque Simón es un anciano sabio y aun no ignorando la vida como la ignora Juan, ha alcanzado esa sabiduría que sabe contemplar todos los episodios sin sufrir turbación en el yo. Pero ellos no me preguntaron si había cedido alguna vez a las tentaciones, a la
tentación más común, a esa tentación. Porque en la pureza inmaculada del primero no hay recuerdos de lujuria y en la mente meditativa del segundo hay mucha luz para ver resplandecer en mí la pureza.
Tú preguntaste… Y Yo te respondí. Como podía hacerlo. Con esa prudencia que no debe nunca separarse de la sinceridad, santas la una y la otra ante los ojos de Dios. Esa prudencia que es como el ternario velo extendido entre el Santo y el pueblo, corrido para celar el secreto del Rey. Esa prudencia que regula las palabras según la persona que las escucha, según la capacidad intelectiva para comprender, según la pureza espiritual y justicia de esta persona. Porque hay verdades que en los oídos de los impuros se hacen objeto de risa, no de veneración…
No sé si recuerdas todas aquellas palabras. Yo sí las recuerdo. Y te las repito aquí, en esta hora en que Yo y tú, ambos, estamos en la orilla del Abismo. Porque… no, esto no hace falta decirlo. Yo, como respuesta al «por qué» que mi primera explicación no te había satisfecho, dije en el desierto: «El Maestro nunca se ha sentido superior al hombre por ser “el Mesías”; antes bien, sabiéndose Hombre, ha querido serlo en todo menos en el pecado. Para ser maestro hay que haber sido escolar. Mi inteligencia divina podía hacerme comprender por poder intelectivo e intelectualmente las luchas del hombre. Pero un día algún pobre amigo mío hubiera podido decir: “No sabes lo que quiere decir ser hombre y tener sentidos y pasiones”. Habría sido un reproche justo. He venido aquí para prepararme no sólo para la misión, sino también para la tentación. Tentación satánica. Porque el hombre no habría podido tener poder sobre mí. Satanás ha venido cuando ha cesado mi unión solitaria con Dios y he sentido que era el Hombre con una verdadera carne sujeta a las debilidades de la carne: hambre, cansancio, sed, frío. He sentido la materia con sus exigencias, lo moral con sus pasiones. Y si, por mi voluntad, he doblegado en su origen todas las pasiones no buenas, he dejado, en cambio que crecieran las santas pasiones».
¿Recuerdas estas palabras? Y también dije -esto a ti sólo-la primera vez: «La vida es un don santo, por lo que hay que amarla santamente. La vida es medio que sirve para el fin, que es la eternidad». Dije: «Démosle, entonces, a la vida aquello que necesita para mantenerse y servir al espíritu en su conquista: continencia de la carne en sus apetitos, continencia de la mente en sus deseos, continencia del corazón en todas las pasiones que tienen sabor humano, impulso ilimitado en orden a las pasiones que son del Cielo: amor a Dios y al prójimo, voluntad de servir a Dios y al prójimo, obediencia a la voz de Dios, heroísmo en el bien y en la virtud».
Y en aquella ocasión me dijiste que Yo podía hacer eso porque era santo, pero que tú no podías porque eras un hombre joven, lleno de vitalidad. ¡Como si ser joven y sentirse vigoroso fuera un atenuante para el vicio! ¡Como si sólo los viejos o los enfermos, por edad o debilidad impotentes para lo que tú -abrasado como estás de lujuria- pensabas, estuvieran libres de las tentaciones de la carne! Hubiera podido rebatirte muchas cosas en aquel momento, pero no estabas en condiciones de comprenderlas. Tampoco ahora lo estás, pero al menos ahora no puedes sonreír con tu sonrisa incrédula si te digo que el hombre sano, si por sí mismo no acoge las seducciones demonio y de la carne, puede ser casto.
Castidad es afecto espiritual, es movimiento que se refleja en la carne penetrándola toda, elevándola, perfumándola, preservándola. En quien está saturado de castidad no hay sitio para otros movimientos menos buenos. En él no entra la corrupción. No hay sitio para ella. ¡Y, además, la corrupción no entra de afuera! No es un movimiento de penetración desde fuera hacia dentro. Es un movimiento desde dentro, desde el corazón, desde la mente, sale hacia la cobertura externa, hacia la carne, y la penetra y la empapa. Por eso Yo he dicho que lo que corrompe sale del corazón. Todo adulterio, toda lujuria, todo pecado sensual vienen de una maquinación de la mente que, corrompida, viste de estimulante aspecto todo lo que ve. Esos pecados no se originan en lo externo. Todos los hombres tienen ojos para ver. ¿Por qué sucede, entonces, que una mujer que deja indiferentes a diez, que la miran como a una criatura semejante a ellos, que incluso la ven como una hermosa obra de la Creación, sin sentir por ello que surjan estímulos y fantasmas obscenos, esa mujer turba, en cambio, al undécimo hombre y lo lleva a indignas concupiscencias? Pues sucede porque ese undécimo tiene el corazón y la mente corrompidos, y donde diez ven a una hermana él ve a una hembra.
Aun no diciéndote esto entonces, te dije que Yo había venido precisamente para los hombres, no para los ángeles. He venido para devolver a los hombres su realeza de hijos de Dios, enseñándoles a vivir como dioses. En Dios no hay lujuria, Judas. Pero Yo os he querido mostrar que también el hombre puede estar exento de lujuria; y os he querido mostrar que se puede vivir como Yo enseño. Para mostraros esto he debido tomar una carne verdadera, para poder padecer las tentaciones del hombre y decirle al hombre, después de haberlo instruido: «Haced como Yo».
Y tú me preguntaste si, tentado, pequé. ¿Lo recuerdas? Y Yo, viendo que no podías comprender que hubiera sido tentado y no hubiera caído (pues que te parecía inadecuada la tentación para el Verbo e imposible el no pecar para el Hombre), pues te respondí que todos pueden ser tentados, pero que pecadores son sólo aquellos que quieren serlo. Tu estupor fue grande, un estupor incrédulo. (María Valtorta explica con la siguiente nota en una copia mecanografiada: “Como Adán, inocente y lleno de Gracia, fue tentado, también Jesús, segundo Adán, Inocente y, como Hombre, lleno de Gracia, fue igualmente tentado, y por el propio Tentador. Pero el segundo Adán no cedió a la tentación. Y no se diga que así fue por «ser Dios». ¡Aun siendo Dios, por tanto eterno e impasible, murió en una cruz! Y murió en ella porque era verdadero Hombre. Como verdadero Hombre fue, pues, también tentado, pero, no queriendo pecar, no pecó) Tanto fue así, que insististe: «¿Has pecado alguna vez?». Entonces podías ser incrédulo. Nos conocíamos desde hacía poco. Palestina está llena de rabíes en los que la doctrina que enseñan es la antítesis de la vida que llevan. Pero ahora tú sabes que Yo no he pecado, que no peco. Sabes que la tentación, aun la más violenta, dirigida contra el hombre sano, viril, que vive en medio de los hombres, rodeado de los hombres y de Satanás, no me turba hasta el pecado. Antes al contrario, toda tentación, a pesar de que el hecho de rechazarla aumentase su virulencia, porque el demonio la hacía cada vez más violenta para vencerme, era una victoria mayor. Y no sólo respecto a la lujuria, torbellino que ha estado dando vueltas en torno a mí sin poder mover ni mellar mi voluntad.
No hay pecado donde no hay consentimiento a la tentación, Judas. Hay, sí, pecado donde, aun sin consumar el acto, se da cabida a la tentación y se la contempla. Será pecado venial, pero es ya un camino que conduce al pecado mortal que aquél prepara en vosotros. Porque acoger la tentación y detener en ella el pensamiento, seguir mentalmente las fases de un pecado
significa que uno se debilita a sí mismo. Satanás sabe esto, y por eso lanza insistentemente llamaradas, siempre esperando que una de ellas penetre y trabaje dentro… Después sería fácil hacer que el tentado se transformara en culpable.
Tú, entonces, no comprendiste. No podías comprender. Ahora puedes. Ahora mereces menos entender que en aquella ocasión, y no obstante, te repito las palabras que te dije a ti, que dije para ti, porque es en ti, no en mí, donde la tentación rechazada no se acalla… Y no se acalla porque no la rechazas totalmente. No cumples el acto, pero acaricias el pensamiento del acto. Hoy así, y mañana… mañana caes en el verdadero pecado. Por eso en aquella ocasión te enseñé a pedir al Padre que no te dejara caer en la tentación. Yo, el Hijo Dios, Yo, habiendo vencido ya a Satanás, he pedido ayuda al Padre porque soy humilde. Tú, no. Tú no has pedido a Dios salvación, preservación. Tú eres soberbio. Y por eso te hundes…
¿Recuerdas todo esto? ¿Y puedes comprender ahora lo que significa para mí, verdadero Hombre, con todas las reacciones del hombre, y verdadero Dios, con todas las reacciones de Dios, el verte así: lujurioso, embustero, ladrón, traidor, homicida? ¿Sabes qué esfuerzo me impones teniendo que soportar tu compañía? ¿Sabes qué fatigoso resulta dominarme, como ahora, para cumplir hasta el extremo mi misión en ti? Cualquier otro hombre que hubiera visto que eras un ladrón, que te hubiera sorprendido descerrajando para coger monedas, y que te viera traidor, y más que traidor… te habría echado manos al cuello… Yo te he hablado. Todavía con piedad. Mira. No estamos en verano. Por la ventana entra la brisa fresca del atardecer, y obstante, sudo como si hubiera bregado en el más rudo de los trabajos. ¿Pero no te das cuenta de lo que me cuestas?, ¿de lo que eres? ¿Quieres que te aleje de mí? No. Nunca. Cuando uno se está ahogando es asesino el otro que lo deja abandonado. Tú te encuentras entre dos fuerzas que te atraen: Yo y Satanás. Pero, si te dejo, al único que tendrás será a él. ¿Cómo te salvarás entonces? Y, a pesar de todo, tú me dejarás… Ya me has dejado con tu espíritu… Bien, pues Yo, de todas formas, retengo junto a mí la crisálida de Judas. Tu cuerpo desprovisto de la voluntad de amarme, tu cuerpo inerte en orden al Bien. Lo retengo mientras tú no exijas incluso esta nada que son tus despojos para reunirla con el espíritu y pecar con todo tu ser…
¡Judas!… ¿No me hablas, Judas? ¿No tienes una palabra para tu Maestro? ¿No tienes nada que suplicarme? No exijo que me digas: “!Perdón!”. Demasiadas veces te he perdonado, sin resultado. Sé que esa palabra es un sonido en tus labios; sé que no es un movimiento del espíritu contrito. Yo quisiera un movimiento de tu corazón. ¿Estás tan muerto que ya no tienes ni deseo? ¡Habla! ¿Tienes miedo de Mí? ¡Oh, si tuvieras miedo!, ¡al menos miedo! Pero no me temes. Si tuvieras temor de mí, te diría las palabras de aquel lejano día en que hablamos de tentaciones y pecados: «Yo te digo que incluso después del Delito de los delitos, si el culpable corriera a echarse a los pies de Dios con verdadero arrepentimiento y, llorando, le suplicara que lo perdonase ofreciéndose con confianza a expiar, sin desesperarse, Dios lo perdonaría, y, a través de la expiación, el culpable salvaría todavía su espíritu». De todas formas, Judas, aunque tú no me temas Yo te sigo amando. ¿No tienes nada que pedir en esta hora a mi amor infinito?
-No. O, como mucho, una cosa; que le impongas a Juan que no hable. ¿Cómo crees que podré expiar, si soy un oprobio en medio de vosotros? – Lo dice con arrogancia.
Y Jesús le contesta:
-¿Y lo dices así? Juan no hablará. Pero tú al menos -y esto soy Yo el que te lo pide- actúa de forma que esta desventura tuya no se manifieste en nada. Recoge esas monedas y mételas otra vez en la bolsa de Juana… Voy a tratar de cerrar el arca… con el hierro que has usado tú para abrirla…
Y mientras Judas, de mala gana, recoge las monedas que han rodado por todas partes, Jesús se apoya en el arca abierta, como cansado. La luz merma en la habitación, pero no tanto como para no permitir ver que Jesús llora quedo mientras mira al apóstol, que está agachado recogiendo las monedas esparcidas.
Judas termina. Va al arca. Toma la amplia, pesada bolsa de Juana y mete las monedas; la cierra y dice: -¡Pues ya está! – y se aparta.
Jesús alarga la mano para coger la rudimentaria ganzúa fabricada por Judas, y con mano temblorosa hace saltar el resorte y cierra el arca. Luego pone el hierro contra la rodilla y lo dobla en forma de uve y con el pie termina de apretarlo, de forma que lo deja inservible; luego lo recoge y se lo esconde en el pecho (al hacer esto, unas lágrimas caen en el lino de la túnica).
Judas, por fin, hace un gesto de autorreconocimiento: se tapa la cara con las manos y rompe a llorar, diciendo: -¡Soy un maldito! ¡Soy el oprobio de la Tierra!
-¡Eres el desventurado eterno! ¡Y pensar que, si quisieras, podrías ser todavía dichoso!
-¡Júrame! Júrame que ninguno sabrá nada… y yo te juro que me redimiré – grita Judas.
-No digas: «y yo me redimiré». Tú no puedes. Sólo Yo puedo redimirte. El que antes hablaba por tus labios sólo puede ser vencido por mí. Dime las palabras de la humildad: «¡Señor, sálvame!», y Yo te liberaré del que te domina. ¿No comprendes que espero más estas palabras que el beso de mi Madre?
Judas llora, llora, pero no dice estas palabras.
-Ve. Sal de aquí. Sube a la terraza. Ve donde quieras, pero no montes escenas espectaculares. Márchate. Márchate. Ninguno te va descubrir porque Yo estaré atento. Desde mañana tendrás el dinero. Ya todo es inútil.
Judas sale sin replicar. Jesús, solo ahora, se deja caer sobre un asiento que está junto a la mesa y cruzados los brazos y apoyados en la mesa, apoyada la cabeza encima de los brazos, llora angustiosamente.
Pasados unos minutos, entra despacio Juan. Se queda un momento en el umbral de la puerta. Luego corre hasta Jesús y lo abraza suplicando:
-¡No llores, Maestro! ¡No llores! Yo te quiero… Incluso por ese desdichado…
Lo levanta, lo besa, bebe el llanto de Dios y, a su vez, llora.
Jesús lo abraza. Las dos cabezas rubias, la una junto a la otra se intercambian lágrimas y besos. Pero Jesús pronto se sobrepone y dice:
-Juan, por amor a mí, olvida todo esto. Lo quiero.
-Sí, mi Señor. Trataré de hacerlo. Pero Tú deja de sufrir… ¡Ah, qué dolor! Y me ha hecho pecar, mi Señor. He mentido. He tenido que mentir porque han vuelto las discípulas. No. Antes los de la mujer: te buscaban para bendecirte: ha nacido felizmente un niño varón. He dicho que habías vuelto al monte… Luego han venido las mujeres y he vuelto a mentir diciendo que estabas fuera y que quizás estabas en la casa donde había nacido el niño… No he encontrado otra cosa que decir. ¡Estaba tan desconcertado! Tu Madre ha visto que había llorado, y me ha preguntado: «¿Qué te sucede, Juan?». Estaba inquieta… Parecía como si supiera lo que sucedía. He mentido por tercera vez, diciendo: «Me he emocionado por esa mujer…». ¡A tanto puede llevar la cercanía con el pecador! A la mentira… Absuélveme, Jesús mío.
-Queda en paz. Cancela todo recuerdo de esta hora. Nada. Nada ha ocurrido… Un sueño…
-¡Pero se trata de tu dolor! ¡Oh, qué cambiado se te ve, Maestro! Dime esto, sólo esto: ¿Judas se ha arrepentido, al
menos?
-¿Y quién puede entender a Judas, hijo mío?
-Ninguno de nosotros. Pero Tú sí.
Jesús no responde sino con nuevas lágrimas silenciosas en su cansado rostro.
-¡Ah, no se ha arrepentido!… – Juan está estremecido.
-¿Dónde está ahora? ¿Lo has visto?
-Sí. Se ha asomado a la terraza, ha mirado para ver si había alguien y, viendo que estaba yo solo sentado y afligido bajo la higuera, ha bajado corriendo y ha salido por la portezuela del huerto. Entonces he venido…
-Has hecho bien. Vamos a poner en su sitio aquí los asientos descolocados. Y recoge el ánfora. Que no haya señales… -¿Ha entablado pelea contigo?
-No, Juan. No.
-Maestro, estás demasiado afectado por lo sucedido como para quedarte aquí; tu Madre comprendería… y sufriría. -Es verdad. Vamos a salir… Dale la llave a la vecina. Yo me voy adelantar, por la orilla del torrente, hacia el monte… Jesús sale y Juan se queda para poner todo en orden. Luego sale también. Da la llave a una mujer que tiene la casa
cerca y, corriendo se adentra entre los matorrales de la orilla para no ser visto.
A unos cien metros de la casa está Jesús, sentado en una voluminosa piedra. A1 oír los pasos del apóstol, se vuelve. El blancor de su cara resalta en la luz del anochecer. Juan se sienta en la tierra, a su lado, y pone la cabeza en el regazo de Jesús, y alza la cara para mirarlo. Ve que en las mejillas de Jesús hay llanto todavía.
-¡No sufras más! ¡No sufras más, Maestro! ¡ No puedo verte sufrir!
-¿Puedo, acaso, no sufrir por esto? ¡Es mi mayor dolor! ¡Recuerda. Juan, que éste será para siempre mi mayor dolor! Tú no puedes todavía comprender todo… Mi mayor dolor… – Jesús está abatido. Juan lo tiene abrazado por la cintura, angustiado de no poderlo consolar.
Jesús alza la cabeza, abre los ojos -los tenía cerrados para contener el llanto- y dice:
-Recuerda que tres lo sabemos: el culpable, Yo y tú. Y que nadie más debe saberlo.
-Nadie lo sabrá de mis labios. Pero ¿cómo ha sido capaz de eso? Mientras cogía dinero de la bolsa común… ¡Pero llegar a esto! Cuando he visto eso, he pensado que yo había perdido el juicio… ¡Qué horror!
-Te he dicho que olvides…
-Me estoy esforzando, Maestro. Pero es demasiado horrible.
-Es horrible. Sí. ¡Juan! ¡Juan!
Y Jesús, abrazando al Predilecto, apoya en su hombro la cabeza, y llora todo su dolor.
Las sombras, que descienden rápidas a esa espesura, esfuman entre sus tinieblas a los dos abrazados.