Miércoles santo. El mayor de los mandamientos y el óbolo de la viuda. Los discursos sobre los escribas y fariseos, sobre el Templo nuevo, sobre los últimos tiempos.
Jesús -todo blanco hoy con su túnica de lino- entra en el Templo, que tiene aún más gente que en los días precedentes. Hace bochorno.
Va al Atrio de los Israelitas, a adorar, y luego a los pórticos, seguido por mucha gente. Otros ya han cogido los mejores lugares, bajo los pórticos, y son, por lo general, gentiles, los cuales, no pudiendo superar el primer patio, no pudiendo ir más allá del Pórtico de los Paganos, han aprovechado el hecho de que los hebreos han seguido a Cristo para tomar posiciones favorables.
Pero un grupo muy numeroso de fariseos los descompagina – siempre se muestran igualmente arrogantes- abriéndose paso con desconsideración para acercarse a Jesús, que está inclinado hacia un enfermo. Esperan a que lo cure, luego le mandan a un escriba para que le haga unas preguntas.
Verdaderamente había habido antes entre ellos una breve disputa, porque quería haber ido uno, Joel llamado Alamot, a preguntarle al Maestro. Pero un fariseo se había opuesto, sostenido por los otros que decían:
-No. Sabemos que estás de la parte del Rabí, aunque sea secretamente; deja que vaya Urías…
-Urías no – había dicho otro escriba, joven, al que no he visto nunca – Urías habla demasiado bruscamente. Haría que la gente se agitara. Voy yo.
Y sin prestar oídos ya a las protestas de los otros, se había acercado al Maestro, justo en el momento en que Jesús estaba despidiendo al enfermo con estas palabras: -Ten fe. Estás curado. Esta fiebre y este dolor no volverán nunca.
-Maestro, ¿cuál es el mayor de los mandamientos de la Ley?
Jesús, que lo tenía a sus espaldas, se vuelve y lo mira. Una 1uz tenue de sonrisa ilumina su rostro. Luego levanta la cara -tenía la cabeza algo agachada, pues el escriba es de baja estatura y además está inclinado en actitud reverente- y recorre con su mirada la multitud; se fija en el grupo de los fariseos y doctores y descubre la cara pálida de Joel, semiescondido tras un grueso fariseo envuelto en su pomposo manto. Su sonrisa se acentúa. Es como una luz que vaya a acariciar al escriba honesto.
Luego baja de nuevo la cabeza y mira a su interlocutor. Responde:
-El primero de todos los mandamientos es: «Escucha, Israel: el Señor Dios nuestro es el único Señor. Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas»(Deuteronomio 6, 4-5). Éste es el primero y supremo mandamiento. El segundo es semejante a éste es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19, 18). No hay mandamientos mayores que éstos, que encierran toda la Ley y los Profetas.
-Maestro, has respondido con sabiduría y verdad. Así es. Dios es Único y no hay otro dios aparte de Él. Amarlo con todo el propio corazón, con toda la propia inteligencia, con toda el alma y todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale mucho más que cualquier holocausto y sacrificio. Pienso mucho en esto cuando medito las palabras davídicas: «No te agradan los holocaustos; el sacrificio a Dios consiste en un espíritu contrito» (Salmo 51, 18-19).
-No estás lejos del Reino de Dios porque has comprendido cuál es el holocausto que agrada a Dios.
-¿Pero cuál es el holocausto más perfecto? – pregunta rápidamente y en voz baja el escriba, como si estuviera diciendo un secreto. Jesús resplandece de amor dejando caer esta perla en el corazón de este que se abre a su doctrina, a la doctrina del Reino de Dios, y, inclinado hacia él, dice:
-El holocausto perfecto es amar como a nosotros mismos a aquellos que nos persiguen, y no tener rencores. El que hace esto poseerá la paz. Está escrito: los mansos poseerán la Tierra y gozarán de la abundancia de la paz. En verdad te digo que el que sabe amar a sus enemigos alcanza la perfección y posee a Dios.
E1 escriba lo saluda con deferencia y regresa a su grupo, que, en voz baja, le censura por haber alabado al Maestro, y con ira le dicen:
-¿Qué le has preguntado en secreto? ¿No será que también te ha seducido a ti?
-He sentido al Espíritu de Dios hablar por su boca.
-Eres un necio. ¿Es que crees que es el Cristo?
-Creo que lo es.
-¡En verdad, dentro de poco veremos vacías de nuestros escribas nuestras escuelas, y los veremos ir errabundos detrás de ese Hombre! ¡Pero dónde ves en Él al Cristo!
-¿Dónde?, no lo sé. Sé que siento que es Él.
-¡Loco!
Le vuelven, inquietos, las espaldas.
Jesús ha observado el diálogo, y, cuando los fariseos pasan por delante de Él en grupo compacto para marcharse inquietos, los llama y dice:
-Escuchadme. Quiero preguntaros una cosa. Según vosotros, ¿qué os parece?, ¿de quién es hijo el Cristo?
-Será hijo de David – le responden, remarcando el «será», porque quieren hacerle comprender que para ellos Él no es el
Cristo.
-¿Y cómo, entonces, David, inspirado por Dios, le llama Señor diciendo: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel para tus pies»‘? Si, pues, David lama al Cristo «Señor», ¿cómo el Cristo puede ser su hijo?».
No sabiendo qué responderle, se alejan rumiando su veneno. Jesús se cambia de sitio. Estaba en un lugar ahora completamente invadido por el sol; ha ido más allá, donde las bocas del Tesoro, junto a la sala del gazofilacio. Este lado, todavía en la sombra, está ocupado por rabíes que arengan con grandes gestos dirigidos a sus oyentes hebreos, los cuales van aumentando con el paso de las horas, como también va aumentando continuamente la gente que afluye al Templo.
Los rabíes se esfuerzan en demoler con sus discursos las enseñanzas que Cristo ha dado en los días precedentes o esa misma mañana. Y, a medida que ven que aumenta la muchedumbre de los fieles, más alzan la voz. En efecto, este lugar, aunque sea muy grande, pulula de gente que va y viene en todas las direcciones…
Hoy y con insistencia, no antes, veo aparecer la siguiente visión A1 principio veo sólo patios y pórticos, que reconozco que son del Templo. Veo también a Jesús, tan solemne con su túnica de color rojo vivo y manto también rojo, más oscuro, que parece un emperador. Está apoyado en una enorme columna cuadrada que sostiene un arco del pórtico. Me mira fijamente. Me pierdo mirándolo, gozándome en Él, al que hacía dos días que ni veía ni oía.
La visión dura así un tiempo largo. Mientras está siendo así, no la transcribo, porque es gozo mío. Pero ahora que veo animarse la escena comprendo que hay otras cosas y escribo.
El lugar se va llenando de gente que va y viene en todas las direcciones. Hay sacerdotes y fieles, hombres, mujeres y niños. Unos pasean, otros están parados escuchando a los doctores, otros se dirigen a otros lugares -quizá de sacrificio- tirando de corderitos o llevando palomas.
Jesús está apoyado en su columna. Mira. No habla. Incluso en dos ocasiones en que los apóstoles le han hecho unas preguntas ha hecho gesto de negación, pero no ha hablado. Observa atentísimo. Por la expresión, parece juzgar a los que mira. Su mirada y toda su cara me recuerdan el aspecto que le vi en la visión del Paraíso cuando juzgaba a las almas en el juicio particular. Ahora, naturalmente es Jesús, Hombre; allí era Jesús glorioso, así que más solemne aún. Pero la mutabilidad del rostro, que observa fijamente, es igual. Está serio, escrutador. Pero si algunas veces refleja una severidad que haría temblar al más descarado, otras se le ve tan dulce -dulzura que es tristeza sonriente-, que parece acariciar con la mirada.
Parece no oír nada. Pero debe escuchar todo, porque cuando, de entre un grupo que está separado por bastantes metros y recogido alrededor de un doctor, se alza una voz nasal que proclama:
-Más que cualquier otro precepto, vale éste: todo lo que es para el Templo debe ir al Templo. El Templo está por encima del padre y la madre, y si alguno quiere dar a la gloria del Señor todo aquello que le sobre puede hacerlo, y será bendecido por ello, porque no hay ni sangre ni afecto que sean superiores al Templo.
Entonces Él vuelve lentamente la cabeza en aquella dirección y mira con una cierta expresión… que no querría que fuera para a mí.
Parece mirar en general. Pero cuando un viejecito tembloroso va a empezar a subir los cinco escalones de una especie de terraza próxima que parece conducir a otro patio más interior, y apoya el bastoncito y casi se cae al trabarse en la propia túnica, Jesús le tiende su largo brazo y lo sujeta, y no lo deja hasta que lo ve en seguro. El viejecito levanta la rugosa cabeza y mira a su alto salvador susurrando una palabra de bendición. Jesús le sonríe y le hace una caricia en la cabeza semicalva. Luego vuelve a su columna, a apoyarse en ella, de la cual se separa otra vez para levantar a un niño que se ha soltado de la mano de su madre y ha caído de bruces contra el primer escalón, justo a sus pies, y que llora. Lo levanta, lo acaricia, lo consuela. La madre, azarada, da las gracias. Jesús le sonríe también a ella y le da el niño.
Pero no sonríe cuando pasa un pomposo fariseo; tampoco cuando pasan en grupo escribas y otros que no sé quiénes son. Este grupo saluda con exagerados gestos con los brazos y exageradas reverencias. Jesús los mira tan fijamente, que parece perforarlos; saluda, pero sin abierta expresividad; su expresión es severa. También a un sacerdote que viene -y debe ser un pez gordo porque la gente se hace a un lado y saluda, y él pasa pomposo como un pavo- Jesús lo mira largamente: es una mirada de tales características, que el sacerdote, aun estando lleno de soberbia, agacha la cabeza; no saluda, pero no resiste su mirada.
Jesús deja de mirarlo para observar a una pobre mujercita vestida de marrón oscuro, que sube tímida los escalones y se dirige hacia una pared en que hay como unas cabezas de león con la boca abierta, u otros animales parecidos. Muchos van en esa dirección, y Jesús parecía no haberles hecho caso. Ahora sigue el camino de la mujer. Sus ojos la miran compasivos y se llenan de dulzura cuando ve que alarga una mano y echa algo en la boca de piedra de uno de esos leones. Y cuando la mujercita, retirándose, le pasa cerca, dice:
-La paz a ti, mujer.
Ella, sorprendida, alza la cabeza y muestra azoramiento.
-La paz a ti – repite Jesús – Ve. El Altísimo te bendice.
La pobrecita se queda extática. Luego susurra un saludo y se marcha.
-Es feliz en medio de su infelicidad – dice Jesús saliendo de su silencio – Ahora es feliz porque la bendición de Dios la acompaña.
-Oíd, amigos, y vosotros que estáis aquí cerca de mí. ¿Veis a esa mujer? Ha dado sólo dos monedas, una cantidad que no es suficiente para comprar la comida de un pájaro enjaulado, y, a pesar de ello, ha dado más que todos los que han echado su donativo en el Tesoro desde la apertura del Templo, al rayar el alba. Oíd. He visto a muchos ricos meter en esas bocas dinero suficiente como para darle de comer a ella durante un año y para revestir su pobreza, que es decente solamente por su limpieza. He visto a ricos meter con visible satisfacción, allí dentro, sumas que hubieran podido saciar el hambre de los pobres de la Ciudad Santa durante uno a varios días y hacerles bendecir al Señor. Pero os digo en verdad que ninguno ha dado más que ésta.
Su óbolo es caridad; lo otro, no. Lo suyo es generosidad; lo otro no. Lo suyo es sacrificio; lo otro, no. Hoy esa mujer no comerá, porque ya no le queda nada. Antes tendrá que trabajar para ganar algo y así poder dar un pan a su hambre. No tiene a sus espaldas ni riquezas ni familiares que ganen por ella. Está sola. Dios se le ha llevado padres, marido e hijos; y también el poco bien que ellos le habían dejado (esto, más que Dios, se lo han arrebatado los hombres, esos hombres que ahora con gestos ampulosos, ¿veis?, siguen echando allí lo superfluo, de lo cual mucho ha sido sonsacado con usura de las pobres manos de los débiles y hambrientos).
Dicen que no hay ni sangre ni afectos que sean superiores al Templo y así enseñan a no amar al prójimo. Yo os digo que por encima del Templo está el amor. La ley de Dios es amor y quien no tiene piedad para el prójimo no ama. El dinero superfluo, el dinero manchado con el fango de la usura, del desprecio, de la dureza de corazón, de la hipocresía, no canta la alabanza a Dios ni atrae hacia el donador la bendición celeste. Dios lo repudia. Enriquece esta caja, pero no es oro para el incienso: es fango que os sumerge, oh ministros, que no servís a Dios sino a vuestros intereses; es lazo que os estrangula, doctores que enseñáis una doctrina vuestra; es veneno que os corroe, fariseos, ese resto de alma que todavía tenéis. Dios no quiere las cosas que sobran. No seáis Caínes. Dios no quiere el fruto de la dureza del corazón. Dios no quiere lo que alzando voz de llanto dice: «Debía saciar a un hambriento, pero lo he negado a él para crear pompa aquí dentro; debía ayudar a un padre anciano, a una madre caduca, y lo he negado porque esa ayuda no habría sido conocida por la gente.; debo emitir mi sonido para que el mundo vea al donador».
No, rabí que enseñas que ha de darse a Dios todo lo que sobra, y que es lícito denegar al padre y a la madre para dar a Dios. El primer precepto es: «Ama a Dios con todo tu corazón, tu alma, tu inteligencia, tu fuerza». Por tanto, no es lo superfluo, sino lo que es sangre nuestra, lo que hay que darle, amando sufrir por Él. Sufrir, no hacer sufrir. Y, si dar mucho cuesta -porque despojarse de las riquezas no gusta y el tesoro es el corazón del hombre, vicioso por naturaleza-, precisamente porque cuesta hay que dar. Por justicia, porque todo lo que uno tiene lo tiene por bondad de Dios; por amor, porque es prueba de amor amar el sacrificio para dar alegría al amado. Sufrir por ofrecer. Pero, repito, sufrir; no, hacer sufrir. Porque el segundo precepto dice: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Y la ley especifica que después de Dios los padres son el prójimo a quienes estamos obligados a honrar y ayudar.
Por lo cual, os digo, en verdad, que aquella pobre mujer ha comprendido la Ley mejor que los sabios y está más justificada que todos los demás; y bendecida, porque en su pobreza ha dado a Dios todo, mientras que vosotros dais lo que os es superfluo, y lo dais para crecer en la estima de los hombres. Sé que me odiáis porque hablo así. Pero mientras esta boca pueda hablar hablará de esta manera. Unís a vuestro odio hacia mí el desprecio hacia la pobrecita a la que Yo alabo. Pero no penséis que haréis de estas dos piedras un doble pedestal para vuestra soberbia: serán la muela que os triturará.
Vámonos. Dejemos que las víboras se muerdan, aumentando así su veneno. Los que tengan corazón puro, bueno, humilde, contrito, y quieran conocer el verdadero rostro de Dios, que me sigan.
Apóstoles, discípulos y numerosa gente lo siguen, en grupo compacto, mientras Él regresa al lugar del primer cerco, que está casi resguardado por la muralla del Templo, al lugar que conserva un poco de frescor (y es que este día se siente un fuerte bochorno). Allí, estando la tierra revuelta por las pezuñas de los animales, y sembrada de piedras que han servido a los mercaderes y cambistas para sujetar sus recintos y sus toldos, allí no están los rabies de Israel, los cuales permitían que en el Templo se montara un mercado, pero sentían repulsa de llevar las suelas de sus sandalias a los lugares donde malamente estaban canceladas las huellas de los cuadrúpedos que apenas unos días antes habían sido desalojados de allí…
Jesús no siente esta repulsa, y allí se refugia, dentro de un círculo denso de oyentes. Pero, antes de hablar, llama a sus apóstoles y les dice:
-Venid y escuchad bien. Ayer queríais saber muchas de las cosas que voy a decir ahora. A ellas aludí vagamente mientras descansábamos en el huerto de José. Así que estad bien atentos porque son grandes lecciones para todos, sobre todo, para vosotros, ministros y continuadores míos.
Oíd. En la cátedra de Moisés, en el momento justo, se sentaron escribas y fariseos. Tiempos tristes, ésos, para la Patria. (Esdras 1-10; Nehemías 1-13; 1 Macabeos 1-2) Terminado el destierro de Babilonia, reconstruida la nación por magnanimidad de Ciro, los dirigentes del pueblo sintieron la necesidad de reconstruir también el culto y el conocimiento de la Ley. Porque ¡ay de aquel pueblo que no los tenga como defensa, guía y apoyo, contra los más poderosos enemigos de una nación, que son la inmoralidad de los ciudadanos, la rebelión contra los jefes, la desunión entre las distintas clases y grupos, los pecados contra Dios y contra el prójimo, la irreligiosidad, elementos todos que son disgregadores por sí mismos y por los castigos celestes que provocan!
Surgieron, pues, los escribas, o doctores de la Ley, para poder adoctrinar al pueblo que, hablando el lenguaje caldeo, herencia del duro destierro, no comprendía ya las escrituras redactadas en hebreo puro. Surgieron como ayuda de los sacerdotes, que eran insuficientes en número para acometer la tarea de adoctrinar a las multitudes. Un laicado culto y dedicado a honrar al Señor llevando el conocimiento de Él a los hombres y los hombres a Él; tuvo su razón de ser e incluso hizo un bien. Porque, recordad esto todos, incluso las cosas que, por debilidad humana luego degeneran, como fue esta que se corrompió en el transcurso de los siglos, tienen siempre algo bueno y una razón -al menos inicial- de ser, y es por ello que el Altísimo permite que surjan y se mantengan hasta que, colmada la medida de su degradación, Él las desbarata.
Vino luego, de la transformación de la secta de los asideos, la otra secta, la de los fariseos, surgida para sostener con la más rígida moral la más intransigente obediencia a la Ley de Moisés y el espíritu de independencia de nuestro pueblo, cuando el partido helenista – que se había formado por las presiones y seducciones que comenzaron en tiempos de Antíoco Epifanes, y que pronto se transformaron en persecuciones contra los que no cedían a las presiones de este hombre astuto que más que con sus armas contaba con la disgregación de la fe en los corazones-, buscando reinar en nuestra Patria, trataba de esclavizarnos.
Recordad también esto: temed más las fáciles alianzas y halagos de un extranjero que a sus legiones. Porque, si sois fieles a las leyes de Dios y de la Patria, venceréis aunque estéis rodeados de ejércitos poderosos; pero si el sutil veneno dado como miel embriagadora por el extranjero que ha hecho planes sobre vosotros os corrompe, entonces Dios os abandonará por
vuestros pecados, y quedaréis vencidos y -sujetos, incluso sin que el falso aliado presente cruenta batalla contra vuestro suelo. ¡Ay de aquel que no esté alerta como vigilante escolta y no rechace la insidia sutil de uno, astuto y falso, que esté a su lado, o sea aliado, o dominador que empieza su dominación sobre los individuos enervando el corazón de ellos y corrompiéndolo con usos y costumbres que no son nuestros, que no son santos, y que, por tanto, los hacen no gratos al Señor! ¡Ay de él! Traed todos a la memoria las consecuencias que le ha acarreado a la Patria el que alguno de sus hijos haya adoptado usos y costumbres del extranjero para atraerse -sus simpatías y gozar. Buena cosa es la caridad con todos, incluso con los pueblos que no tienen nuestra fe, que no tienen nuestros usos, que a lo largo de los siglos nos han perjudicado. Pero el amor a estos pueblos, que siguen siendo nuestro prójimo, nunca debe haceros repudiar la Ley de Dios y de la Patria por el cálculo de algún beneficio arrebatado así a los pueblos vecinos. No. Los extranjeros desprecian a aquellos que se manifiestan serviles hasta el punto de repudiar las cosas más santas de la Patria. El respeto y la libertad no se obtienen renegando del Padre y de la Madre: Dios y la Patria.
Fue, pues, una cosa buena, el que, en su debido momento, surgieran también los fariseos para poner un dique contra el desbordamiento fangoso de usos y costumbres extranjeros. Lo repito: toda cosa que surge y dura tiene su razón de ser. Y hay que respetarla, si no por lo que hace, por lo que hizo. Y si ahora es culpable no es función de los hombres el vituperarla, y, menos aún, arremeter contra ella, hay quien sabe hacerlo: Dios y Aquel al que Dios ha enviado y tiene el derecho y deber de abrir su boca y vuestros ojos para que vosotros y ellos conozcáis el pensamiento del Altísimo y obréis con justicia. Yo y ningún otro. Yo porque hablo por mandato divino. Yo porque puedo hablar, no teniendo en mí ninguno de los pecados que os escandalizan cuando los veis cometidos por escribas y fariseos, pero que, si podéis, también vosotros los cometéis.
Jesús, que había empezado en tono bajo su discurso, ha ido alzando la voz y en estas últimas palabras ésta es potente como un toque de trompeta.
Hebreos y gentiles, respectivamente, están centrados en lo que dice o simplemente atentos. Y si los primeros aplauden cuando Jesús recuerda a la Patria y llama abiertamente por sus nombres a los que, extranjeros, los han sometido y les han hecho sufrir, los otros admiran la forma oratoria del discurso y se felicitan por estar presentes en este discurso digno -según comentan entre ellos- de un gran orador.
Jesús baja de nuevo la voz al reanudar su discurso:
-Os he dicho esto para recordaros la razón de ser de escribas y fariseos, y cómo y por qué se han sentado en la cátedra de Moisés, y cómo y por qué hablan y no son vanas sus palabras. Haced, pues, lo que dicen, mas no los imitéis en sus acciones. Porque dicen que se debe actuar en un cierto modo, pero luego no hacen lo que dicen que debe ser hecho. Efectivamente, enseñan las leyes de humanidad del Pentateuco, pero luego cargan con pesos grandes, insoportables, inhumanos, a los demás, mientras que respecto a sí mismos no extienden un solo dedo, no sólo para llevar esos pesos, sino tampoco para tocarlos.
Su regla de vida es ser vistos y notados y aplaudidos por sus obras (las hacen de manera que puedan ser vistas para ser alabados por ellas). E infringen la ley del amor, porque les gusta definirse separados y desprecian a los que no pertenecen a su secta y exigen el título de maestros y un culto por parte de sus discípulos, cosas que ellos no dan a Dios. Dioses se creen por sabiduría y poder, superiores al padre y a la madre quieren ser en el corazón de sus discípulos, y pretenden que su doctrina supere a la de Dios, y exigen que sea practicada al pie de la letra, aun siendo una manipulación de la verdadera Ley, inferior a ella más aún que este monte respecto a la altura del Gran Hermón, que supera a toda Palestina. Son herejes creyendo algunos, como los paganos, en la metempsicosis y la fatalidad; negando los otros lo que los primeros admiten y -si no de resultado, sí de hecho- lo que Dios mismo ha dado como fe, es decir que Él es el único Dios, al que debe darse culto, y que el padre y la madre van después sólo de Dios, y que, como tales, tienen el derecho de ser obedecidos más que un maestro no divino.
Porque, si Yo ahora os digo: «El que ama al padre y la madre más que a mí no es apto para el Reino de Dios», ciertamente no es para inculcaros el desamor hacia los padres, a quienes debéis respeto y ayuda, y a quienes no es lícito privar de una ayuda diciendo: «Es dinero del Templo», u hospitalidad diciendo: “Mi cargo me lo prohíbe” o la vida diciendo: “Te mato porque amas al Maestro”. Os lo digo para que tengáis el amor justo a los padres, o sea, un amor paciente y fuerte dentro de su mansedumbre, un amor que -sin caer en el aborrecimiento del padre o la madre que pecan y causan dolor, no siguiéndoos por el camino de la Vida: la mía- sabe elegir entre la ley mía y el egoísmo y abuso familiares. Amad a los padres, obedecedlos en todo lo santo. Pero estad dispuestos a morir -no a dar muerte, sino a morir, digo- si quieren induciros a traicionar la vocación que Dios ha puesto en vosotros de ser ciudadanos del Reino de Dios que Yo he venido a formar.
No imitéis a escribas y fariseos, divididos entre sí aunque finjan estar unidos. Vosotros, discípulos de Cristo, estad verdaderamente unidos, los unos para los otros. Los jefes sean dulces con los subordinados; los subordinados, con los jefes. Una cosa sola en el amor y en el fin de vuestra unión: conquistar mi Reino y estar a mi derecha en el eterno Juicio. Recordad que un reino dividido deja de ser un reino y no puede subsistir. Estad, pues, unidos entre vosotros en el amor a Mí y a mi doctrina. Que el distintivo del cristiano -ese será el nombre de mis discípulos- sea el amor y la unión, la igualdad entre vosotros en lo tocante al vestir, la comunidad de bienes, la fraternidad de los corazones. Todos para uno, uno para todos. Quien dé, que lo haga con humildad; quien no tiene, que acepte con humildad y humildemente exponga sus necesidades a sus hermanos, sabiendo que son eso: hermanos. Y que los hermanos escuchen amorosamente lo tocante a las necesidades de sus hermanos, sintiéndose verdaderamente hermanos de éstos.
Recordad que vuestro Maestro a menudo pasó hambre, frío y otras mil necesidades e incomodidades y, humildemente, Él, siendo Verbo de Dios, las expuso a los hombres. Recordad que hay un premio reservado para quien es misericordioso hasta sólo en ofrecer un sorbo de agua. Recordad que dar es mejor que recibir. Que recordando estas tres cosas el pobre halle la fuerza de pedir sin sentirse humillado, pensando que Yo lo hice antes que él; de perdonar si lo rechazan, pensando que muchas veces al Hijo del hombre le fueron negados el sitio y el alimento que se dan a los perros que cuidan el rebaño. Y que el rico halle la generosidad de dar sus riquezas, pensando que la vil moneda, el odioso dinero sugerido por Satanás, causa de los nueve décimos de las desgracias del mundo, si es dado por amor se transforma en gema inmortal y paradisíaca.
Vestíos con vuestras virtudes. Han de ser éstas ricas, pero sólo conocidas por Dios. No hagáis como los fariseos, que llevan las filacterias más anchas y las franjas más largas, y buscan los primeros puestos en las sinagogas y las reverencias en las plazas y quieren que el pueblo los llame «rabí». Sólo uno es el Maestro: el Cristo. Vosotros, que en el futuro seréis los nuevos doctores -os hablo a vosotros, apóstoles míos y discípulos-, recordad que sólo Yo soy vuestro Maestro. Y lo seguiré siendo cuando ya no esté aquí entre vosotros. Porque sólo adoctrina la Sabiduría. Así pues, no dejéis que os llamen maestros, porque vosotros mismos sois discípulos. Y ni exijáis ni deis el nombre de padre a nadie en la Tierra, porque sólo uno es el Padre de todos: el Padre vuestro que está en los Cielos. Que esta verdad – haga sabios en el hecho de sentiros verdaderamente todos hermanos entre vosotros, bien sea los que dirigen, bien sea los dirigidos, y amaos, pues, como buenos hermanos. Y tampoco quiera ser llamado guía ninguno de los que dirijan, porque sólo uno es vuestro guía común: Cristo.
El mayor de entre vosotros sea vuestro servidor. No es humillarse el ser siervo de los siervos de Dios, sino que es imitarme a mí, que fui manso y humilde, y estuve siempre dispuesto a tener amor hacia mis hermanos en la carne de Adán y a ayudarlos con el poder que como Dios, tengo en mí. Y no he humillado lo divino sirviendo a los hombres. Porque el verdadero rey es aquel que sabe dominar no tanto sobre los hombres cuanto sobre las pasiones del hombre, de las cuales la primera es la necia soberbia. Recordad esto: quien se humilla será ensalzado y quien se ensalza será humillado.
La Mujer de que habló el Señor en el segundo del Génesis, la Virgen de quien se habla en Isaías (7, 14), la Madre-Virgen del Emmanuel, profetizó (21, 5) esta verdad del tiempo nuevo cantando: «El Señor ha derribado a los poderosos de su trono y ha ensalzado a los humildes». La Sabiduría de Dios hablaba en los labios de Aquella que era Madre de la Gracia y Trono de la Sabiduría. Y Yo repito las inspiradas palabras que me alabaron unido al Padre y al Espíritu Santo, por nuestras obras admirables, cuando, sin detrimento para la Virgen, Yo, el Hombre, me formaba en su seno sin dejar de ser Dios. Que sean norma para aquellos que quieran dar a luz a Cristo en sus corazones y entrar en el Reino de Dios. No tendrán a Jesús, el Salvador, ni a Cristo, el Señor, ni tendrán Reino de los Cielos, los soberbios, los fornicadores, los idólatras que se adoran a sí mismos y adoran su propia voluntad.
Por tanto, ¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que creéis que podéis cerrar con vuestras impracticables sentencias -realmente serían, si estuvieran avaladas por Dios, cierre inquebrantable para la mayoría de los hombres-, que creéis que podéis dejar plantados ante la puerta del Reino de los Cielos a los hombres que a él levantan su espíritu para hallar fuerza en su penosa jornada terrena! ¡Ay de vosotros, que no entráis, no queréis entrar porque no acogéis la Ley del celeste Reino, y no dejáis entrar a los otros que están ante esa puerta, a la que vosotros, intransigentes, reforzáis con cerrojos no puestos por Dios!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones! ¡Por esto sufriréis un juicio severo!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que vais por mar y tierra, consumiendo haberes no vuestros, para conseguir un solo prosélito, y, una vez conseguido, le hacéis el doble que vosotros hijo del nfierno!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: «Si uno jura por el Templo, nada es su juramento, pero si jura por el oro del Templo queda obligado». ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más?, ¿el oro o el Templo, que santifica al oro? Y que decís: «Si uno jura por el altar, su juramento no tiene valor, pero, si jura por la ofrenda que está sobre el altar, entonces es válido su juramento y a él queda obligado». ¡Ciegos! ¿Qué es mayor, la ofrenda o el altar, que santifica a la ofrenda? Así pues, el que jura por el altar jura por el altar y por todo lo que el altar tiene encima, y el que jura por el Templo jura por el Templo y por Aquél que en él mora, y el que jura por el Cielo jura por el Trono de Dios y por Aquel que en él está sentado.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis los diezmos de la menta y de la ruda, del anís y del comino, y luego descuidáis los preceptos más graves de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! ¡Éstas son las virtudes que hay que tener, sin descuidar las otras cosas menores!
Guías ciegos, que filtráis las bebidas por miedo a contaminaros bebiendo una mosquita ahogada, y luego os tragáis un camello sin sentiros impuros por ello. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que laváis por fuera la copa y el plato, pero por dentro estáis henchidos de ambición e inmundicia! Fariseo ciego, lava primero lo de dentro de tu copa y de tu plato, de forma que también lo de fuera quede limpio.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que voláis como murciélagos en las tinieblas por vuestras obras de pecado y pactáis por la noche con paganos, bandidos y traidores, y luego, por la mañana, canceladas las huellas de vuestros ocultos pactos, subís al Templo elegantemente vestidos!
¡Ay de vosotros, que enseñáis las leyes de la caridad y de la justicia contenidas en el Levítico, y luego sois ambiciosos, ladrones, falaces, calumniadores, opresores, injustos, vengativos, aborrecedores, y que llegáis a derribar a quien os causa fastidio, aunque sea de vuestra propia sangre, y a repudiar a la virgen que se casó con vosotros y a los hijos de ella tenidos porque padecen alguna desventura, y a acusar de adulterio a vuestra mujer, que ya no os gusta, o a acusarla de enfermedad impura, para quedar libres de ella, vosotros, que sois impuros en vuestro corazón libidinoso, aunque no lo parezcáis ante los ojos de la gente que no conoce vuestros actos! Sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos mientras que por dentro están llenos de huesos de muertos y podredumbre. Lo mismo sucede en vosotros. ¡Sí, lo mismo! Por fuera parecéis justos pero por dentro estáis henchidos de hipocresía e iniquidad.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que erigís suntuosos sepulcros a los profetas y embellecéis las tumbas de los justos: decís: «Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos sido cómplices y partícipes de los que derramaron la sangre de los profetas»! Y así testificáis, contra vosotros mismos, que sois descendientes de aquellos que mataron a vuestros profetas. Y vosotros además, colmáis la medida de vuestros padres… ¡Oh, serpientes, raza de víboras, ¿cómo os libraréis de la condenación de la Gehena?!
Por esto, Yo, Palabra de Dios, os digo: Yo, Dios, os enviaré nuevos profetas y sabios y escribas. Y, de éstos, a una parte los mataréis, a una parte los crucificaréis, a una parte los flagelaréis en vuestros tribunales, en vuestras sinagogas, fuera de vuestras murallas, a otra parte los perseguiréis de ciudad en ciudad, hasta que recaiga sobre todos vosotros la sangre justa,
derramada sobre la Tierra, desde la sangre del justo Abel (Génesis 4, 8) hasta la de Zacarías hijo de Barquías, (2 Crónicas 24, 20- 22) al que disteis muerte entre el atrio y el altar, porque, por amor a vosotros, os había recordado vuestro pecado para que os arrepintierais de él y volvierais al Señor. Así es. Odiáis a los que quieren vuestro bien y amorosamente os llaman a los senderos de Dios.
En verdad os digo que todo esto está para cumplirse, tanto el delito como sus consecuencias. En verdad os digo que todo esto se cumplirá con esta generación.
¡Oh, Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Jerusalén que apedreas a los que te son enviados y matas a tus profetas! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, y tú no has querido! ¡Pues oye esto, Jerusalén! ¡Escuchad todos vosotros los que me odiáis y odiáis todo lo que de Dios viene! ¡Escuchad los que me amáis y os veréis envueltos en el castigo reservado para los perseguidores de los Enviados de Dios! Y oíd también vosotros que no sois de este pueblo, pero que igualmente me estáis escuchando; escuchad para saber quién es el que os habla y que predice sin necesidad de estudiar el vuelo, el canto de los pájaros, ni los fenómenos celestes y las vísceras de los animales sacrificados, ni la llama y el humo de los holocaustos, porque todo el futuro es presente para Aquel que os habla. Escuchad: «Os dejarán desierta esta Casa vuestra. Yo os digo, dice el Señor, que no volveréis a verme hasta que -también vosotros- no digáis: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”.
Jesús está visiblemente cansado y sudoroso, por el esfuerzo del largo e impetuoso discurso y por el bochorno de este día sin viento. Oprimido contra el muro por una multitud, objeto de los dardos de numerosísimas pupilas, sintiendo todo el odio que lo escucha desde los pórticos del Patio de los Paganos, y todo el amor -o, al menos, admiración- que lo rodea y que no se preocupa del sol que incide sobre las espaldas y en las caras enrojecidas y sudadas, se le ve verdaderamente sin fuerzas y necesitado de descanso. Y lo busca diciendo a sus apóstoles y a los setenta y dos que como cuñas se han ido abriendo lentamente paso entre el gentío y ahora están en primera línea (barrera de amor fiel en torno a Él):
-Vamos a salir del Templo. Vamos a un lugar despejado, entre los árboles. Necesito sombra, silencio y frescor. En verdad, este lugar parece arder ya con el fuego de la ira celeste.
Le dejan paso no sin dificultad. Así pueden salir por la puerta más cercana, donde Jesús se esfuerza en despedir a muchos, pero sin conseguirlo: quieren seguirlo a toda costa.
Entretanto, los discípulos observan el cubo del Templo, centelleante bajo el Sol casi cenital, y Juan de Éfeso llama la atención del Maestro acerca de la robustez de la construcción:
-¡Mira qué piedras qué construcción!
-Pues de ello no quedará piedra sobre piedra – responde Jesús.
-¿No? ¿Cuándo? ¿Cómo? – preguntan muchos.
Pero Jesús no habla. Baja el Moria y sale a buen paso de la ciudad, cruzando Ofel y la Puerta de Efraím o del Estiércol, para refugiarse en la espesura de los Jardines del Rey lo antes que puede, o sea, cuando los que se han obstinado en seguirle -los que no son ni apóstoles ni discípulos- se marchan lentamente cuando Manahén, que ha mandado abrir las pesadas cancillas, pasa adelante, solemne, para decir a todos:
-Marchaos. Aquí entran sólo los que yo quiero.
Sombras, silencio, perfume de flores, aromas de alcanfor y claveles, canela, espliego y mil otras hierbas olorosas, y frufrú de arroyos, alimentados, sin duda, de las fuentes y cisternas cercanas, bajo galerías de frondas, trinar de pájaros… hacen de este lugar un sitio de descanso paradisíaco. La ciudad, con sus calles estrechas, oscuras donde hay bóvedas, o cegadoras de sol, con sus olores y hedores: alcantarillas no siempre limpias y de calles recorridas por demasiados cuadrúpedos como para estar limpias (especialmente las de segundo orden), parece estar a muchas millas de distancia.
El guardián de los Jardines debe conocer muy bien a Jesús, porque lo saluda con respeto y confidencia al mismo tiempo, y Jesús pregunta acerca de sus hijos y su esposa.
El hombre quisiera recibir en su casa a Jesús, pero el Maestro prefiere la paz fresca, reposante, del vasto Jardín del Rey, un verdadero parque de delicias. Y antes de que los dos incansables y fidelísimos servidores de Lázaro se marchen por la cesta de la comida, Jesús les encarga:
-Decid a vuestras amas que vengan. Estaremos aquí algunas horas con mí Madre y las discípulas fieles. Será muy dulce… -¡Estás muy cansado, Maestro! Tu cara lo dice – observa Manahén.
-Sí. Tanto, que no he tenido fuerzas de proseguir.
-Yo te había ofrecido estos jardines varias veces en estos días: ¡Bien sabes lo contento que estoy de poder ofrecerte paz y descanso!
-Lo sé, Manahén.
-¡Y ayer quisiste ir a ese triste lugar, de aledaños tan áridos, tan extrañamente escaso de vegetación este año, tan cercano a esa triste puerta!
-Quise dar esa satisfacción a mis apóstoles. Son niños, en el fondo; niños grandes. ¡Míralos allí cómo descansan felices!… En poquísimo tiempo olvidados de todo lo que fermenta contra mí tras esa murallas…
-Y olvidados de que estás muy afligido… Pero no creo que haya mucho de qué alarmarse. Me parecía más peligroso el lugar otras veces.
Jesús lo mira y calla. ¡Cuántas veces veo a Jesús mirar y callar así en estos últimos días!
Luego se pone a mirar a los apóstoles y discípulos. Ellos se han quitado las prendas que cubrían sus cabezas, se han despojado de mantos y sandalias y ahora se refrescan las caras y las extremidades en los frescos regatos. Muchos de los setenta y dos -ahora creo que en realidad son muchos más- los imitan. Y, todos unidos por la fraternidad de ideales, se echan a descansar acá o allá, un poco distantes para dejar a Jesús que descanse tranquilo.
También Manahén lo deja en la paz y se retira. Todos respetan el descanso del Maestro, cansadísimo, que ha buscado refugio bajo una tupidísima pérgola de jazmines en flor, hecha en forma de cabaña, aislada por un anillo de aguas que fluyen susurrantes por un canalillo en que se bañan hierbas y flores: un verdadero refugio de paz al que se accede por un puentecito de dos palmos de ancho y cuatro de largo, cuya barandilla es toda una guirnalda de corolas de jazmines.
Regresan los servidores, aumentados en número porque Marta ha querido asistir a todos los siervos del Señor, y refieren que las mujeres estarán allí poco después.
Jesús manda llamar a Pedro y le dice:
-Junto con mi hermano Santiago, bendice, ofrece y distribuye como Yo hago.
-Distribuir sí, pero bendecir no, Señor. Te corresponde a ti ofrecer y bendecir, no a mí.
-Cuando, lejos de mí, estabas a la cabeza de tus compañeros, ¿no lo hacías?
-Sí. Pero entonces… lo hacía por fuerza. Ahora, como Tú estás con nosotros, bendices Tú. Todo me parece mejor cuando ofreces para nosotros y distribuyes… – y el fiel Simón abraza a su Jesús, que -está cansadamente sentado en esa sombra, y baja su cabeza para apoyársela en el hombro, feliz de poderlo abrazar y besar así.
Jesús se levanta y lo complace. Va hacia los discípulos. Ofrece, bendice, reparte el alimento. Los mira mientras comen contentos, les dice:
-Después dormid, descansad mientras hay tiempo, y para que podáis velar y orar cuando necesitéis hacerlo, sin que la fatiga y el cansancio carguen de sueño vuestros ojos y vuestro espíritu cuando sea necesario que estéis preparados y bien despiertos.
-¿No te quedas aquí con nosotros? ¿No comes?
-Dejadme descansar. Sólo esto necesito. ¡Comed, comed!
Acaricia al pasar a los que encuentra en su camino, y vuelve a su lugar…
Dulce, suave es la llegada de la Madre al lado de su Hijo. María camina segura, porque Manahén, que ha estado vigilando en la cancilla, menos cansado que los otros, le señala el lugar donde está Jesús. Las otras -todas las discípulas hebreas, y Valeria como única representante de las romanas-, están paradas un rato, en silencio para no despertar a los discípulos que duermen bajo la fresca sombra de los frondosos árboles, y que parecen ovejas recostadas en la hierba en la hora sexta.
María entra bajo la pérgola de jazmines sin hacer crujir el pequeño puente de madera, ni los guijarros del suelo, y, con más cautela aún, se acerca a su Hijo, que, vencido por el cansancio, se ha dormido (apoyada la cabeza en la mesa de piedra y con el brazo izquierdo como almohada debajo del rostro cubierto por el pelo). María se sienta, paciente, a1 lado de su Criatura cansada. Y lo contempla… mucho… Una sonrisa doliente y amorosa se dibuja en sus labios mientras, quedamente, le caen en el regazo gotas de llanto. Pero, si sus labios están cerrados y mudos, su corazón ora, con toda la fuerza que posee, y la potencia de esa oración y de su sufrimiento se percibe en la posición de sus manos, unidas sobre el regazo, apretadas, entrelazadas para que no tiemblen (aunque, a pesar de ello, las recorre un leve temblor). Manos que se desunen sólo para alejar a una mosca insistente que quiere posarse en el Durmiente y podría despertarlo.
Es la Madre que vela al Hijo. Es el último sueño que podrá velar de su Hijo. Y, si bien la cara de la Madre en este miércoles pascual es distinta de la de la Madre en la Natividad del Señor, porque el dolor la quiebra y surca, la dulce pureza amorosa de la mirada, el trémulo esmero, son iguales que los que tenía cuando, inclinada sobre el pesebre de Belén, protegía con su amor el primer, incómodo sueño de su Criatura.
Jesús se mueve y María se enjuga rápidamente los ojos para no mostrar lágrimas a su Hijo. Pero Jesús no se ha despertado. Sólo ha cambiado la postura de la cabeza, volviéndola para la otra parte, así que María vuelve a su inmovilidad y vela.
Pero algo traspasa el corazón de María, y es que oye a su Jesús llorar en el sueño y susurrar con un bisbiseo confuso – habla con la boca apretada contra el brazo y la túnica- el nombre de Judas…
María se levanta, se acerca, se inclina hacia su Hijo, sigue ese confuso bisbiseo, con las manos apretadas contra el corazón, porque lo que dice Jesús, aunque fragmentario, no lo es tanto como para no poder seguirlo, y permite comprender que sueña una y otra vez el presente y el pasado, y luego también el futuro… hasta que con un brusco movimiento, como para huir de alguna cosa horrenda, se despierta. Mas encuentra el pecho de su Madre, los brazos de su Madre, la sonrisa de su Madre, la dulce voz de su Madre, su beso, su caricia, el leve roce de su velo sobre su rostro para enjugar lágrimas y sudor, mientras le dice:
-Estabas incómodo y soñabas… Estás sudoroso y cansado, Hijo mío.
Y le pone en orden el pelo alborotado, le seca la cara y lo besa, ciñéndolo con su brazo, apoyándolo sobre su corazón, porque no puede ya recogerlo en su regazo como cuando era pequeñito.
Jesús le sonríe diciendo:
-Siempre eres la Madre, la que consuela, la que compensa todo, ¡la Madre mía!
La sienta a su lado y deja una mano desmayada en su regazo. María toma esa mano larga, tan señoril y al mismo tiempo tan fuerte, de artesano, entre sus manos pequeñas, y acaricia sus dedos y el dorso, y alisa las venas que se habían hinchado pendiendo durante el sueño. Y trata de distraer su atención a otras cosas…
-Hemos venido. Estamos aquí todas. Incluso Valeria. Las otras están en la Antonia. Las ha llamado Claudia, que, según la liberta, “está muy triste”; dice que -no sé por qué cosa- siente presagios de mucho llanto. ¡Supersticiones!… Sólo Dios conoce las cosas…
-¿Dónde están las discípulas?
-Allá, a la entrada de los Jardines. Marta quería prepararte alimentos y refrescos y bebidas reconfortantes pensando en lo mucho que te cansas. Así lo ha hecho. Pero yo, mira: esto siempre te gusta, y te lo he traído. Es mi parte. Es mejor, porque es de Mamá. Le muestra miel y una pequeña torta de pan. Extiende la miel en la torta y se la da a su Hijo diciendo:
-Como en Nazaret, cuando descansabas durante la hora más tórrida y luego te despertabas sudoroso y yo venía de la gruta fresca con esta miel reconfortante…
Se corta porque le tiembla la voz.
Su Hijo la mira y dice:
-Y cuando estaba José, traías para dos comida, y agua fresca de la tinaja porosa que habías tenido en la corriente para que estuviera más fresca, y todavía la hacían más fresca los tallitos de menta silvestre que echabas dentro. ¡Cuánta menta, allá, bajo los olivos! ¡Y cuántas abejas en las flores de la menta! Nuestra miel tenía siempre un poco el sabor de ese perfume…
Piensa… recuerda…
-Hemos visto a Alfeo, ¿sabes? José se ha retrasado porque tenía a uno de los hijos un poco enfermo. Pero mañana seguro que estará aquí con Simón. Salomé de Simón guarda nuestra casa y la de María.
-Mamá, cuando te quedes sola ¿con quién vas a estar?
-Con quien Tú digas, Hijo mío. Te obedecía antes de tenerte, Hijo. Seguiré haciéndolo después de que me dejes. Le tiembla la voz, pero la sonrisa es heroica en los labios.
-Tú sabes obedecer. ¡Cuánto descanso estar contigo! Porque, ¿ves, Mamá?, el mundo no puede comprender, pero Yo encuentro un completo descanso con los obedientes… Sí, Dios descansa con los obedientes. Dios no se habría visto sufriendo, ni importunándose, si la desobediencia no hubiera venido al mundo. Todo sucede porque no se obedeció. Por esto el dolor del mundo… Por esto nuestro dolor.
-Pero también nuestra paz, Jesús. Porque sabemos que nuestra obediencia consuela al Eterno. ¡Oh, para mí en particular, qué cosa es este pensamiento! ¡Yo, criatura, puedo consolar a mi Creador!
-¡Oh, Alegría de Dios! ¡No sabes, oh Alegría nuestra, qué son para Nosotros estas palabras tuyas! Superan a las armonías de los celestes coros… ¡Bendita! ¡Bendita que me enseñas la última obediencia, y, con este pensamiento, me la haces tan grata de cumplir!
-Tú no necesitas que yo te enseñe, Jesús mío. Yo todo lo he aprendido de ti.
-Todo ha aprendido de ti Jesús de María de Nazaret, el Hombre.
-Era tu luz la que de mí salía, la Luz que eres Tú y que iba a la Luz Eterna anonadada bajo figura de hombre… Me han referido los hermanos de Juana las palabras que has pronunciado. Estaban arrobados de admiración. Te has mostrado contundente con los fariseos…
-Es la hora de las supremas verdades, Mamá. Para ellos no pasan de verdades muertas, pero para los otros serán verdades vivas. Y con el amor y el rigor tengo que intentar la última batalla para arrancarlos de las manos del Mal.
-Es verdad. Me han dicho que Gamaliel, que estaba con otros en una de las salas de los pórticos, ha dicho, al final, estando muchos inquietos: «Cuando uno no quiere ser censurado obra como un justo» y que después de esta observación se ha marchado.
-Me alegra que el rabí me haya oído. ¿Quién te lo ha dicho?
Lázaro. Y a él se lo ha dicho Eleazar, que estaba en la sala con los otros. Lázaro ha venido a la hora sexta, ha saludado y se ha vuelto a marchar sin prestar oídos a sus hermanas, que querían que estuviera en casa hasta la puesta del sol. Ha pedido que mandaras a Juan, o a otros, a recoger la fruta y las flores, que están ya en su punto. -Mandaré mañana a Juan.
-Lázaro viene todos los días. Pero María se intranquiliza, porque dice que parece una aparición; sube al Templo, vuelve, da una serie de indicaciones y se marcha otra vez.
-También Lázaro sabe obedecer. Le he dicho Yo que lo haga así, porque también lo están acechando a él. Pero no se lo digas a sus hermanas. No le sucederá nada. Ahora vamos donde las discípulas.
-No te muevas. Voy a llamarlas yo. Todos los discípulos duermen…
-Los dejaremos que duerman. Por la noche duermen poco, porque los instruyo en la paz del Getsemaní.
María sale, y regresa con las mujeres, que, por lo leves que son sus pasos, se diría que han dejado los pesos. Lo saludan con profunda expresión de respeto, familiar sólo en María Cleofás.
Marta, de una bolsa grande, extrae una tinajilla rezumante, mientras María saca de un recipiente, también poroso, piezas de fruta fresca venida de Betania, y las pone encima de la mesa, al lado de lo que ha preparado su hermana, o sea, de una paloma asada a la llama, crujiente, apetitosa, y ruega a Jesús que coma, diciendo:
-Come. Esta carne da fuerzas. Yo misma la he preparado.
Juana lo que ha traído es vinagre rosado, y explica:
-Refresca mucho en estos primeros calores. Lo bebe también mi marido cuando se cansa durante las largas cabalgadas. -Nosotras no tenemos nada – presentan sus excusas María Salomé, María Cleofás, Susana y Elisa. Y, a su vez, Nique y
Valeria:
-Tampoco nosotras. No sabíamos que debíamos venir.
-Me habéis dado todo vuestro corazón. Me es suficiente. Y todavía me daréis más…
Jesús come. Pero, sobre todo, bebe el agua fresca melada que Marta le vierte de la tinaja porosa, y la fruta fresca, que son alivio para el Fatigado.
Las discípulas no hablan mucho. Lo miran mientras come. En sus ojos hay amor y congoja. Y, de improviso, Elisa se echa a llorar, y se justifica diciendo:
-No sé. Tengo el corazón cargado de tristeza…
-Todas lo tenemos. Incluso Claudia en su palacio… – dice Valeria.
-Yo quisiera que fuera ya Pentecostés – susurra Salomé.
-Yo, sin embargo, quisiera detener en esta hora el tiempo – dice María de Magdala.
-Serías egoísta, María – le responde Jesús.
-¿Por qué, Rabbuní?
-Porque querrías para ti sola la alegría de tu redención. Son millares y millones de seres los que esperan esta hora; o los que por esta hora serán redimidos.
-Es verdad. No pensaba en eso… – agacha la cabeza mordiéndose los labios para que no se vean las lágrimas de sus ojos y el temblor de sus labios. Pero sigue siendo la fuerte luchadora, y dice:
-Si vienes mañana, podrás ponerte la túnica que me has encargado. Es una túnica fresca y limpia, digna de la cena
pascual.
-Vendré… ¿No tenéis nada que decirme? Estáis mudas y afligidas. ¿Ya no soy Jesús?… – sonríe con gesto invitante a las
mujeres.
-¡Claro que eres Tú! ¡Pero tan grande en estos días, que ya no sé verte como el infante que llevé en mis brazos! – exclama María de Alfeo.
-Y yo como al rabí sencillo que entraba en mi cocina buscando a Juan y Santiago – dice Salomé.
-Yo siempre te he conocido así: ¡Rey del alma mía! – proclama María de Magdala.
Y Juana, mansa y dulce:
-Yo también: divino, desde aquel sueño en que, cuando agonizaba, te me apareciste para llamarme a la Vida. -Todo nos has dado, Señor. ¡Todo! – suspira Elisa, que se ha calmado ya.
-Y todo me habéis dado.
-¡Demasiado poco! – dicen todas.
-No termina el dar, después de este momento. Terminará solamente cuando estéis conmigo en mi Reino. Mis discípulas fieles. No os sentaréis a mi lado en los doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel, pero cantaréis el hosanna junto con los ángeles, haciendo coro de honor a mi Madre, y entonces, como ahora, el corazón de Cristo hallará su gozo contemplándoos.
-¡Yo soy joven! Queda largo tiempo hasta que suba a tu Reino ¡Dichosa Analía! – dice Susana.
-Yo soy vieja, y estoy contenta de serlo. Espero que pronto llegue la muerte – dice Elisa.
-Yo tengo hijos… ¡Quisiera servir a estos siervos de Dios! – suspira María Cleofás.
-¡No te olvides de nosotras! – dice la Magdalena, con ansia contenida, yo diría: con un grito de alma (y es que su voz, mantenida baja para no despertar a los que duermen, vibra de fuerza más que un grito).
-No me olvidaré de vosotras. Vendré. Tú, Juana, sabes que puedo venir aunque esté muy lejano… Las otras lo deben creer. Y os dejaré una cosa… un misterio que me tendrá a mí en vosotras y a vosotras en mí, hasta que estemos reunidos, Yo y vosotras, en el Reino de Dios. Ahora marchaos. Diréis que os he dicho poco, que casi era inútil el haceros venir para tan poco. Pero deseaba tener conmigo corazones que me han amado sin sopesar nada. Por mí, por mí: Jesús; no por el futuro, soñado Rey de Israel. Idos. Una vez más, benditas seáis. También las otras, que no están aquí pero que piensan en mí con amor: Ana, Mirta, Anastática, Noemí, y Síntica lejana, y Fotinai, y Áglae y Sara, Marcela, las hijas de Felipe, Miriam de Jairo, las vírgenes, las redimidas, las esposas, las madres que a mí han venido, que han sido hermanas para mí, y madres; mejores, ¡oh, mucho mejores que los hombres!, ¡incluso que los mejores hombres!… ¡Todas, todas! Yo os bendigo a todas. La gracia empieza ya a descender, la gracia y el perdón, sobre la mujer, por esta bendición mía. Marchaos…
Se despide de ellas, pero retiene un momento a su Madre:
-Antes de que anochezca estaré en el Palacio de Lázaro. Necesito verte todavía. Y vendrá Juan conmigo. Pero deseo que estéis sólo tú, Madre, y las otras Marías, Marta y Susana. Estoy muy cansado…
-Estaremos sólo nosotras. Adiós, Hijo…
Se besan. Se separan… María se marcha lentamente. Se vuelve antes de salir, se vuelve antes de dejar el puentecito, se vuelve más veces, mientras puede ver a Jesús… Parece no poder alejarse de é1…
Y Jesús está de nuevo solo. Se levanta, sale. Va a llamar a Juan, que duerme boca abajo entre las flores, como un niño, y le da la tinajilla del vinagre rosado que le ha traído Juana. Le dice:
-A1 atardecer vamos donde mi Madre. Pero nosotros dos solos.
-Comprendo. ¿Han venido?
-Sí. He preferido no despertaros.
-Has hecho bien, porque así tu alegría habrá sido mayor. Ellas saben amarte mejor que nosotros… – dice Juan desconsolado.
-Ven conmigo.
Juan lo sigue.
-¿Qué te pasa? – le pregunta Jesús cuando de nuevo están en la penumbra verde de la pérgola donde todavía hay restos de comida.
-Maestro, somos muy malos. Todos. No hay obediencia en nosotros… y no hay deseo de estar contigo. Incluso Pedro y Simón se han marchado, no sé a dónde. Y Judas ha encontrado en esto la ocasión vara discutir.
-¿Se ha marchado también Judas?
-No, Señor, no se ha marchado. Dice que no lo necesita, que él no tiene cómplices en los manejos que hacemos para tratar de obtener protección para ti. ¡Pero, si yo he ido a casa de Anás y si otros han ido a ver a los galileos que residen aquí, no ha sido con mal fin!… Y no creo que Simón de Jonás y Simón Zelote sean hombres capaces de manejos rateros…
-No pienses en ello. Efectivamente, Judas no necesita ausentarse mientras vosotros descansáis. Él sabe cuándo y a dónde ir para cumplir todo lo que debe hacer.
-¿Entonces por qué habla así? ¡ No es una cosa agradable, delante de los discípulos!
-No lo es, pero es así. Tranquilízate, cordero mío.
-¿Yo, cordero tuyo? ¡Sólo Tú eres Cordero!
-Sí, tú. Yo, Cordero de Dios; tú, cordero del Cordero de Dios.
-¡¡¡Oh, otra vez!!! Era en los primeros días de estar contigo. Tú me dijiste estas mismas palabras. Estábamos los dos solos, como ahora, entre el verdor de las plantas, como ahora, y en primavera – Juan está todo contento por este recuerdo que vuelve. Y susurra:
-Sigo siendo, todavía lo soy, el cordero del Cordero de Dios…
Jesús lo acaricia, y le ofrece parte de la paloma asada que ha quedado encima de la mesa en un folio de pergamino en que estaba envuelta. Luego le abre unos higos jugosos y se los ofrece, alegre de verlo comer.
Jesús se ha sentado oblicuamente en un lado de la mesa y mira a Juan con una intensidad que éste le pregunta: -¿Por qué me miras así? ¿Porque como como un glotón?
-No. Porque eres como un niño… ¡Oh, mi predilecto! ¡Cómo te quiero por tu corazón! – y Jesús se inclina a besar al apóstol en el rubio pelo y le dice:
-Permanece así, siempre así, con ese corazón tuyo que no tiene ni orgullo ni rencores. Así, incluso durante los momentos de la saña desatada. No imites a los que pecan, niño.
Juan se ha recuperado de su sinsabor. Ahora dice:
-Pero no puedo creer que Simón y Pedro…
-Verdaderamente te equivocarías, si los creyeras pecadores. Bebe. Está buena y fresca esta bebida. La ha preparado Marta… Ahora estás repuesto. Estoy seguro de que no habías terminado tu comida…
-Es verdad. Me había venido el llanto. Porque, mientras sea el mundo el que se odie, se comprende, pero que uno de nosotros insinúe…
-No pienses más en eso. Yo y tú sabemos que Simón y el Zelote son dos hombres honestos. Y es suficiente. Y, por desgracia, tú sabes que Judas es pecador. Pero guarda silencio. Cuando pasen muchos, muchos lustros, y sea oportuno referir toda la grandeza de mi dolor, entonces dirás también lo que sufrí por las acciones de ese hombre, y por las acciones de ese apóstol. Vamos. Es hora de dejar este lugar para ir hacia el campo de los Galileos y….
-¿Vamos a pasar también esta noche allí? ¿Y vamos a ir antes al Getsemaní? Judas quería saberlo. Dice que está cansado de estar al relente y con poco e incómodo descanso.
-Pronto terminará. Pero no manifestaré a Judas mis intenciones…
-No estás obligado. Eres Tú el que debe guiarnos a nosotros y no nosotros a ti. La traición queda tan lejos de
Juan, que ni siquiera comprende la razón de prudencia por la que Jesús desde hace unos días no dice nunca lo que planea hacer. 3 Y ahí están, entre los que duermen. Los llaman. Se despiertan. También Manahén, el cual, terminada su tarea, se excusa ante el Maestro por no poder quedarse, y por no poder tampoco al día siguiente estar con Él en el Templo porque tiene que quedarse en el palacio. Y, diciendo esto, mira fijamente a Pedro y Simón, que, mientras, han regresado, y Pedro hace un gesto rápido con la cabeza como para decir: «Comprendido».
Salen de los Jardines. Todavía hace calor. Todavía hace sol. Pero ya la brisa del atardecer templa el calor e impulsa alguna nubecilla en el cielo terso.
Se encaminan hacia arriba por Siloán, evitando los lugares de los leprosos a los que va Simón Zelote para llevarles -a los pocos que quedan, que no han sabido creer en Jesús- lo que ha sobrado de su comida.
Matías, el ex pastor, se acerca a Jesús y pregunta:
-Señor y Maestro mío, he pensado mucho, junto con los compañeros, en tus palabras, hasta que nos ha vencido el cansancio, y nos hemos dormido antes de poder resolver la pregunta que nos habíamos hecho. Ahora somos más ignorantes que antes. Si hemos comprendido bien los discursos de estos días, has predicho que muchas cosas cambiarán, aunque la Ley permanezca inalterada, y que se deberá edificar un nuevo Templo, con nuevos profetas, sabios y escribas, contra el que se presentará batalla, y que no sucumbirá, mientras que éste -si no he entendido mal- parece destinado a sucumbir.
-Está destinado a sucumbir. Recuerda la profecía de Daniel (Daniel 9, 20-27)… -Pero nosotros, que somos pobres y pocos, ¿cómo podremos edificarlo de nuevo, si no sin esfuerzo los reyes lograron edificar éste? ¿Dónde vamos a construirlo? Aquí no, porque dices que este lugar va a quedarse desierto hasta que no te bendigan como a un enviado de Dios.
-Así es.
-En tu Reino, no. Estamos convencidos de que tu Reino es espiritual. Y, entonces, ¿cómo, dónde lo estableceremos? Ayer dijiste que el verdadero Templo -¿y no es ése el verdadero Templo?-, que el verdadero Templo, cuando crean haberlo destruido, subirá triunfante a la verdadera Jerusalén. ¿Y dónde está la verdadera Jerusalén? Hay mucha confusión en nosotros.
-Así es. Destruyan si quieren los enemigos el verdadero Templo, que Yo en tres días lo alzaré de nuevo, y, subiendo a donde el hombre no puede dañarlo, ya no conocerá insidias.
Respecto al Reino de Dios, está en vosotros y dondequiera que haya hombres que crean en mí. Diseminado por ahora, sucediéndose sobre la Tierra durante los siglos; eterno luego, unido, perfecto, en el Cielo. En el Reino de Dios será edificado el nuevo Templo, o sea, donde hay espíritus que aceptan mi doctrina, la doctrina del Reino de Dios, y practican sus preceptos.
¿Cómo será edificado, si sois pobres y pocos? En verdad, no hace falta ni dinero ni poder para construir el edificio de la nueva morada de Dios, individual o colectiva. El Reino de Dios está en vosotros. Y la unión de todos aquellos que tengan en sí el Reino de Dios, de todos los que tengan a Dios en ellos -Dios, la Gracia; Dios, la Vida: Dios, la Luz; Dios, la Caridad- constituirá el gran Reino de Dios en la Tierra, la nueva Jerusalén que llegará a expandirse por todos los confines del mundo, y que, completa y perfecta, sin imperfecciones ni sombras, vivirá eterna en el Cielo.
¿Cómo edificaréis el Templo y la ciudad? No seréis vosotros, sino Dios, el que edificará estos lugares nuevos. Lo que tendréis que hacer será solamente darle vuestra buena voluntad. Buena voluntad y permanecer en mí. Vivir mi doctrina es buena voluntad. Estar unidos es la buena voluntad. Unidos a mí hasta formar un solo cuerpo, nutrido por una única savia en cada una de sus partes individuales, más pequeñas o más grandes. Un único edificio sostenido por una única base y mantenido
en su unión por una mística cohesión. Pero, dado que sin la ayuda del Padre -al cual os he enseñado a orar y al cual yo oraré por vosotros antes de morir-, no podríais estar en la Caridad, en la Verdad, en la Vida, o sea, en mí y conmigo en Dios Padre y en Dios Amor (porque somos una única Divinidad), por esto os digo que tengáis a Dios en vosotros para poder ser el Templo que no conocerá fin. Por vosotros mismos no podríais hacerlo. Si Dios no edifica -y no puede edificar donde no puede hacer morada- inútilmente los hombres dan en edificar y reedificar.
E1 Templo nuevo, mi Iglesia, surgirá solamente cuando vuestro corazón aloje a Dios y Él, con vosotros, piedras vivas, edifique su Iglesia.
-¿Pero no dijiste que Simón de Jonás es la Cabeza, la Piedra, sobre la cual se habrá de edificar tu Iglesia? ¿Y no has dado a entender, también, que Tú eres su piedra angular? ¿Entonces quién es la cabeza? ¿Existe o no existe esta Iglesia? – interrumpe Judas Iscariote.
-Yo soy la Cabeza mística. Pedro es la cabeza visible. Porque Yo regreso al Padre dejándoos la Vida, la Luz, la Gracia, por mi Palabra, mis padecimientos, por el Paráclito, que será amigo de los que me fueron fieles. Yo soy una única cosa con mi Iglesia, mi Cuerpo espiritual del que soy la Cabeza.
La cabeza contiene el cerebro o mente. La mente es sede del saber, el cerebro es el que dirige los movimientos de los miembros con sus órdenes inmateriales, que son más válidos para poner en movimiento a los miembros que cualquier otro estímulo. Observad un muerto, en el cual está muerto el cerebro. ¿Tiene acaso ya movimiento en sus miembros? Observad a uno completamente subnormal. ¿No está, acaso, inerte, hasta el punto de no saber tener esos rudimentarios movimientos instintivos que el animal más inferior, el gusano que al pasar aplastamos, tiene? Observad a uno en que la parálisis haya quebrado el contacto de los miembros -uno o más- con el cerebro. ¿Acaso tiene movimiento en aquella parte que ya no tiene vínculo vital con la cabeza?
Pero, si la mente dirige con sus inmateriales órdenes, son los otros órganos: ojos, oídos, lengua, nariz, piel, los que comunican las sensaciones a la mente, y son las otras partes del cuerpo las que ejecutan y hacen ejecutar aquello que la mente, advertida por los órganos -materiales y visibles ellos, invisible el intelecto- ordena. ¿Podría Yo, sin deciros «sentaos», obtener que os sentarais en esta ladera? Aunque pensara que quiero que os sentéis, no lo sabríais hasta que no tradujera mi pensamiento en palabras; y éstas las digo usando lengua y labios. ¿Podría Yo mismo sentarme, si lo pensara por el simple hecho de que siento el cansancio de las piernas, si éstas se negaran a doblarse y, así, sentarme Yo? La mente tiene necesidad de órganos y miembros para cumplir y hacer cumplir las operaciones que el pensamiento piensa.
De la misma manera, en el cuerpo espiritual que es mi Iglesia, Yo seré el Intelecto, o sea, la cabeza, sede del intelecto. Pedro y sus colaboradores serán los que observen las reacciones y perciban las sensaciones y las transmitan a la mente para que ella ilumine y ordene lo que debe hacerse para el bien de todo el cuerpo, y luego, iluminados y dirigidos por mi orden, hablen y guíen a las otras partes del cuerpo. La mano que rechaza el objeto que puede herir el cuerpo, o aleja aquello que, corrompido, puede corromper, el pie que salva el obstáculo sin chocarse y caer y herirse, han recibido orden de hacerlo de la parte que dirige. El niño, y también el hombre, que se han salvado de un peligro o que, por un consejo recibido, por una palabra dicha, obtienen un beneficio de cualquier especie (instrucción, negocios buenos, matrimonio, buena alianza), es por ese consejo y esa palabra por lo que o no sufren un daño o ganan un bien. Pues lo mismo sucederá en mi Iglesia. La cabeza y los que son cabeza, guiados por el divino Pensamiento e iluminados por la divina Luz e instruidos por la eterna Palabra, darán las órdenes y los consejos, y los miembros lo harán, recibiendo espiritual salud y espiritual beneficio.
Mi Iglesia ya existe, porque ya posee su Cabeza sobrenatural y su Cabeza divina, y tiene sus miembros: los discípulos. Pequeña todavía: semilla que se está formando; perfecta sólo en la Cabeza que la dirige, imperfecta en el resto, que necesita el toque de Dios para ser perfecta, y tiempo para crecer. Pero, en verdad os digo que ya existe, y que es santa por Aquel que constituye su Cabeza y por la buena voluntad de los justos que la componen. Santa e invencible. Contra ella arremeterá, una y mil veces, y con mil formas de batalla, el infierno compuesto de demonios y hombres-demonios. Pero éstos no prevalecerán. El edificio será indestructible.
Pero el edificio no está hecho de una sola piedra. Observad el Templo allí, grande, hermoso, bajo el sol que declina. ¿Acaso está hecho de una sola piedra? Es un complejo de piedras que forman un único, armónico todo. Se dice: el Templo, esto es, una unidad. Pero esta unidad está hecha de las muchas piedras que la han constituido y formado. Inútil habría sido echar los cimientos, si éstos no hubieran debido luego sujetar paredes y techo, si sobre ellos no hubiera que haber debido levantar las paredes. E imposible habría sido levantar las paredes y sostener el techo si antes no se hubieran hecho los cimientos fuertes, proporcionados a una mole tan grande. Así con esta dependencia de las distintas partes, una de la otra, surgirá el Templo nuevo. Durante el transcurso de los siglos, lo edificaréis sobre la base de los cimientos que Yo le he dado, perfectos, para su gran mole. Lo edificaréis con la dirección de Dios, con la bondad de las cosas usadas para construirlo: espíritus en que Dios inhabita.
Dios en vuestro corazón, para hacer de él piedra pulida y sin fisuras para el Templo nuevo. Su Reino establecido con sus leyes en vuestro espíritu. Si no, seríais ladrillos mal cocidos, madera carcomida, piedras toscas y quebradizas, no resistentes y que el constructor si es juicioso, rechaza; o que fallan, ceden, provocando la caída de una parte, si el constructor, los constructores puestos por el Padre para dirigir la construcción del Templo, son constructores ídolos que se pavonean en la propia gloria sin velar y trabajar por la construcción que se lleva a cabo y los materiales usados para hacerla. Constructores ídolos, tutores ídolos, guardianes ídolos. ¡Ladrones! Ladrones de la confianza de Dios, de la estima de los hombres. Ladrones, orgullosos, que se complacen en el modo de obtener ganancia y de tener un voluminoso montón de materiales, y no observan si éstos son buenos o de mala calidad, causa de destrucción.
Vosotros, nuevos sacerdotes y escribas del nuevo Templo, escuchad. ¡Ay de vosotros, y de quienes después de vosotros, se hagan ídolo y no velen y vigilen en orden a sí mismo y a los demás, los fieles, para observar, probar la calidad de las piedras y de la madera, sin fiarse de las apariencias, y causen destrucción dejando que los materiales de mala calidad, o incluso negativos, se dejen usar para el Templo, escandalizando y provocando destrucción! ¡Ay de vosotros, si dejáis que se creen
hendiduras, y que se construyan paredes inseguras, torcidas, que puedan fácilmente derrumbarse al no estar equilibradas sobre bases sólidas y perfectas! El desastre no vendría de Dios, Fundador de la Iglesia, sino de vosotros, y seríais responsables ante el Señor y ante los hombres.
¡Diligencia, observación, discernimiento, prudencia! La piedra o el ladrillo o la viga débiles, que en una pared maestra comportarían derrumbamientos, pueden servir para partes de menor importancia, y servir bien. Así debéis saber elegir. Con caridad, para no provocar el desagrado de las partes débiles; con firmeza, para no provocar el desagrado de Dios ni la ruina de su Edificio. Y si os dais cuenta de que una piedra, ya puesta para soporte de un ángulo maestro, no es buena o no está equilibrada, sed valientes, audaces, y sabed quitarla de ese lugar. Mortificadla escuadrándola con el cincel de un santo celo. Si grita de dolor, no importa; os bendecirá por siempre, porque la habréis salvado. Cambiadla de lugar, ponedla a desarrollar otra tarea. No tengáis miedo ni siquiera de prescindir totalmente de ella, si veis que es causa de escándalo y destrucción, rebelde a vuestro trabajo. Es mejor pocas piedras que mucho lastre.
No tengáis prisa. Dios no tiene nunca prisa, sino que lo que crea es eterno porque está bien sopesado antes de llevarlo a cabo. Si no es eterno, dura tanto cuanto los siglos todos. Observad el Universo. Desde hace siglos, desde hace millares de siglos, es como Dios lo hizo con sucesivos actos. Imitad al Señor. Sed perfectos como el Padre vuestro. Tened su Ley en vosotros, su Reino en vosotros. Y no fracasaréis.
Pero si no fuerais así, se derrumbaría el edificio; vano habría sido vuestro esfuerzo para levantarlo. Se vendría abajo, de forma que quedaría solamente de él la piedra angular, los cimientos… ¡Lo mismo que le sucederá a ese edificio! En verdad os digo que le sucederá eso. Y lo mismo le sucederá al vuestro, si metéis en él lo que hay en éste: las partes enfermas de orgullo, de ambición, de pecado, de lujuria. De la misma forma que por un soplo del viento se ha deshecho ese dosel de nubes que parecía posado, tan sugestivamente bello, en la cima de aquel monte, se vendrán abajo, con un soplo de viento de castigo sobrenatural y humano, los edificios que de santo no tengan más que el nombre…
Jesús calla pensativo. Cuando toma de nuevo la palabra es para ordenar: -Sentémonos
aquí a descansar un poco.
Se sientan en una ladera del monte de los Olivos, teniendo enfrente el Templo, al que besa el sol poniente. Jesús mira fijamente a ese lugar, con tristeza; los otros, con orgullo por su belleza, pero es un orgullo velado por la pena que han originado las palabras del Maestro. ¿Y si realmente esa belleza hubiera de desaparecer?…
Pedro y Juan hablan entre sí y luego susurran algo a Santiago de Alfeo, que está a su lado, y éstos asienten con la cabeza. Entonces Pedro se dirige al Maestro y le dice: -Ven aparte y explícanos cuándo se cumplirá tu profecía sobre la destrucción del Templo. Daniel habla de ello. Lo que pasa es que si fuera como él dice y como Tú dices, pocas horas tendría ya de vida el Templo. Pero no vemos ni ejércitos ni preparativos de guerra. ¿Cómo sucederá, entonces, esto? ¿Cuál será la señal? Tú has venido. Dices que estás para marcharte. Y, sin embargo, se sabe que eso se cumplirá estando Tú entre los hombres. ¿Es que vas a volver? ¿Cuándo, este regreso tuyo? Explícanoslo para que podamos saberlo…
-No hace falta ir aparte. ¿Ves? Aquí están los discípulos más fieles, los que a los doce os servirán de gran ayuda. Pueden oír las palabras que os digo a vosotros. ¡Acercaos todos! – grita al final, para reunirlos a todos.
Los discípulos, que estaban diseminados por la ladera, se acercan, forman un grupo compacto, ceñido en torno al grupo principal formado por Jesús y los apóstoles, y escuchan.
-Estad atentos a que nadie os seduzca en el futuro. Yo soy el Cristo y no habrá otros Cristos. Por tanto, cuando muchos vengan a deciros: «Yo soy el Cristo» y seduzcan a muchos, no creáis en esas palabras, aunque vinieran acompañadas de prodigios. Satanás, padre de la mentira y protector de los embusteros, ayuda a sus siervos y secuaces con falsos prodigios, que, de todas formas, pueden ser identificados como no buenos porque siempre están acompañados de miedo, turbación y mentira. Vosotros conocéis los prodigios de Dios: dan santa paz, alegría, salud, fe; conducen a deseos y obras santas. Los otros, no. Por tanto, reflexionad sobre la forma y las consecuencias de los prodigios que podréis ver en el futuro obrados por falsos Cristos y por todos aquellos que se vistan con el manto de salvadores de los pueblos, cuando en realidad serán las fieras que causarán la destrucción de éstos.
Oiréis y veréis, también, hablar de guerras y rumores de guerras y os dirán: «Son las señales del final». No os turbéis. No será el final. Todo esto debe suceder antes del final, pero todavía no será el fin. Se levantará pueblo contra pueblo, reino contra reino, nación contra nación, continente contra continente, y después habrá pestilencias, carestías, terremotos en muchos lugares. Pero esto será sólo el principio de los dolores. Entonces os arrojarán a la tribulación y os matarán, acusándoos de ser los culpables de su sufrimiento y con la esperanza de que persiguiendo y destruyendo a mis siervos se acabará su sufrimiento.
Los hombres siempre acusan a los inocentes de ser causa del mal que ellos, pecadores, se crean. Acusan al mismo Dios, perfecta Inocencia y Bondad suprema, de ser causa de su sufrimiento; y lo mismo harán con vosotros, y seréis odiados por causa de mi Nombre. Es Satanás quien los azuza. Y muchos se escandalizarán y se traicionarán y odiarán recíprocamente. Es también Satanás quien los azuza. Y surgirán falsos profetas que inducirán a muchos al error. Y también será Satanás el autor de tanto mal. Por el progreso de la iniquidad, en muchos se enfriará la caridad. Pero el que persevere hasta el final se salvará. Y antes es necesario que este Evangelio del Reino de Dios sea predicado en todo el mundo, testimonio para todas las naciones. Entonces vendrá el final. Regreso de Israel, que acogerá a Cristo; predicación de mi Doctrina en todo el mundo.
Y luego otra señal. Una señal para el final del Templo y el fin del Mundo. Cuando veáis la abominación de la desolación predicha por Daniel -el que me escucha entienda bien, y quien lea al Profeta sepa leer entre las palabras-, entonces el que esté en Judea huya a los montes, el que esté en la terraza no baje a tomar lo que tiene en casa, Y el que esté en su campo no regrese a casa a tomar el manto; antes bien, huya, sin volverse para atrás, no vaya a sucederle que ya no pueda huir; y que ni siquiera se vuelva a mirar mientras huye, para no conservar en el corazón el horrendo espectáculo y no vaya a enloquecer por causa de ello. ¡Ay de las que estén encintas y de las que amamanten en aquellos días! ¡Ay si la fuga se debiera hacer en sábado! No sería suficiente la fuga para salvarse sin pecar. Rogad, pues, para que esto no suceda ni en invierno ni en sábado, porque la tribulación
de esos momentos será tan grande como nunca la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá nunca como ella porque será el final. Si no fueran abreviados esos días en consideración de los elegidos, ninguno se salvaría, porque los hombres-satanás se aliarán con el infierno para atormentar a los hombres.
Y también entonces, para corromper y apartar del camino recto a aquellos que permanezcan fieles al Señor, surgirán quienes digan: «El Cristo está ahí, el Cristo está aquí. Está en aquel lugar. Ahí lo tenéis». No lo creáis. Que ninguno crea porque surgirán falsos Cristos y falsos profetas que harán prodigios y portentos capaces de inducir a1 error, si ello fuera posible, hasta a los propios elegidos, y expresarán doctrinas aparentemente tan consoladoras y buenas que podrían seducir incluso a los mejores, si con ellos no estuviera el Espíritu de Dios, que los iluminará acerca de la verdad y el origen satánico de tales prodigios y doctrinas. Yo os lo digo. Yo os predico esto para que podáis obrar en consecuencia. Pero no temáis caer. Si estáis en el Señor, no seréis arrastrados a la tentación y a la destrucción. Recordad lo que os dije: «Os he dado el poder de andar sobre serpientes y escorpiones, y de todo el poder del Enemigo nada os causará daño, porque todo estará sujeto a vosotros». Pero también os recuerdo que para obtener esto debéis tener a Dios en vosotros, y debéis alegraros no porque dominéis las potencias del Mal y los venenos, sino porque vuestro nombre está escrito en el Cielo.
Permaneced en el Señor y en su verdad. Yo soy la Verdad y enseño la verdad. Por tanto, os repito una vez más: os digan lo que os digan acerca de mí, no lo creáis. Yo he dicho sólo la verdad. Yo os digo sólo que Cristo vendrá, pero cuando llegue el fin. Por tanto, si os dicen: «Está en el desierto», no vayáis. Si os dicen: «Está en aquella casa», no hagáis caso. Porque el Hijo del hombre en su segunda venida será semejante al relámpago que sale de levante y zigzaguea hasta poniente en menos tiempo que se parpadea. Y cruzará el gran Cuerpo (la Tierra, el mundo, como anota MV en una copia mecanografiada), súbitamente transformado en Cadáver, seguido de sus refulgentes ángeles, y juzgará. Donde esté el cuerpo se reunirán las águilas Inmediatamente después, pasada la tribulación de esos días últimos de que os he hablado -hablo del final de los tiempos y del mundo, y de la resurrección de los huesos, que son cosas de que hablan los profetas (Ezequiel 37, 1-14)-, se oscurecerá el Sol, la Luna dejará de dar luz, las estrellas del cielo caerán como granos de un racimo demasiado maduro sacudido por un viento tempestuoso, y las potencias de los Cielos temblarán.
Entonces en el firmamento oscurecido aparecerá refulgente el signo del Hijo del hombre. Entonces llorarán todas las naciones de la Tierra, y los hombres verán al Hijo del hombre venir en las nubes del cielo con gran poder y gloria. Él dará órdenes a sus ángeles para que cosechen y vendimien, y para que separen la cizaña y el trigo, y que echen las uvas en el lagar, porque habrá llegado el tiempo de la gran recolección de la semilla de Adán, y ya no habrá necesidad de guardar ni racimo ni semilla porque para nunca más habrá perpetuación de la especie humana en la Tierra muerta. Y mandará a sus ángeles que con gran sonido de trompetas reúnan a los elegidos, desde los cuatro vientos, desde una extremidad a la otra de los cielos, para que se pongan al lado del Juez divino y juzgar con Él a los últimos vivos y a los resucitados.
Aprended de la higuera la parábola: cuando veis que sus ramas se ponen tiernas y echa las hojas, sabéis que el verano está cercano; de la misma manera, cuando veáis todas estas cosas, sabed que Cristo está para llegar. En verdad os digo: no pasará esta generación que no me ha querido sin que todo esto suceda.
Mi palabra no cae. Lo que digo se cumplirá. El corazón y el pensamiento de los hombres pueden cambiar, pero no cambia mi palabra. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Y por lo que respecta al día y a la hora precisa, nadie los conoce, ni siquiera los ángeles del Señor; solamente el Padre.
En la venida del Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al Diluvio, los hombres comían, bebían, se casaban, y establecían sus moradas, sin preocuparse de la señal (Génesis 6, 13-22), hasta el día en que Noé entró en el arca y se abrieron las cataratas de los cielos y el Diluvio sumergió a todos los seres vivos y todas las cosas. Lo mismo sucederá en la venida del Hijo del hombre. Dos hombres estarán juntos en el campo, uno será tomado y el otro dejado, dos mujeres estarán ocupadas en mover la rueda de molino, una será tomada y la otra dejada: por los enemigos de la Patria, y más aún por los ángeles, que separarán de la cizaña la buena semilla; y no tendrán tiempo de prepararse para el juicio de Cristo.
Velad, pues, porque no sabéis a qué hora vendrá vuestro Señor. Pensad en esto: si el jefe de la familia supiera a qué hora viene el ladrón, vigilaría y no dejaría depredar su casa. Así pues, velad y orad, estando siempre preparados a la venida, sin que vuestros corazones caigan en un torpor por toda suerte de abusos e intemperancias, y vuestros espíritus se distraigan y se hagan insensibles para las cosas del Cielo por las excesivas atenciones a las cosas de la Tierra, y no os sorprenda de improviso el lazo de la muerte estando impreparados. Porque, recordadlo, todos debéis morir. Todos los hombres que han nacido deben morir. Y esta muerte y el subsiguiente juicio son una venida individual de Cristo, que se verá repetida universalmente cuando venga solemnemente el Hijo del hombre.
¿Cuál será la ventura de aquel siervo fiel y prudente, encargado por su señor de distribuir el alimento a los domésticos en su ausencia? Dichosa ventura tendrá, si su señor, al volver de improviso, lo encuentra haciendo con diligencia, justicia y amor lo que debe. En verdad os digo que le dirá: «Ven, siervo bueno y fiel. Has merecido mi premio. Ten: administra todos mis bienes». Mas si parecía bueno y fiel, pero no lo era y en su interior era malo como hacia afuera hipócrita, y una vez que hubo partido su señor dijo en su corazón: «¡Mi señor tardará en volver! Dediquémonos a la buena vida», y empezó a golpear y maltratar a sus compañeros de servicio y a sacar ganancia en perjuicio de la comida de éstos y de todas las otras cosas para tener más dinero que consumir con los crapulosos y borrachos, ¿qué sucederá? Sucederá que el señor volverá de improviso, cuando el siervo no crea que esté cerca, y será descubierto su obrar injusto, le serán arrebatados puesto y dinero y será arrojado a donde la justicia exige, y allí se quedará.
Y lo mismo respecto al pecador impenitente que no piensa en que la muerte puede estar cercana, y cercano su juicio, y goza y abusa diciendo: «Más adelante me arrepentiré». En verdad os digo que no tendrá tiempo de hacerlo y será condenado a estar eternamente en el lugar del tremendo horror donde sólo hay blasfemia y llanto y tortura, y saldrá de él sólo para el Juicio final, cuando se revestirá de la carne resucitada para presentarse completo al Juicio último, como completo pecó en el tiempo de la vida terrena, y con cuerpo y alma se presentará ante el Juez Jesús, a quien no quiso por Salvador.
Todos allí, reunidos ante el Hijo del hombre. Una multitud infinita de cuerpos restituidos por la tierra y por el mar y recompuestos tras haber sido ceniza durante mucho tiempo. Y los espíritus en los cuerpos. A cada carne, ya de nuevo en los esqueletos, le corresponderá su propio espíritu, el que en su tiempo la animó. Y estarán en pie ante el Hijo del hombre, espléndido en su Majestad divina, sentado en el trono de su gloria sostenido por sus ángeles.
Y Él separará a unos hombres de otros poniendo en una parte a los buenos y en la otra a los malos, como un pastor separa ovejas y cabritos, y pondrá a sus ovejas a la derecha y a los cabros a la izquierda. Y dirá, con dulce voz y benigno aspecto, a aquellos que, pacíficos y hermosos, con la belleza gloriosa de su cuerpo santo esplendoroso, lo mirarán con todo el amor de su corazón: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde el origen del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, anduve peregrino y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, prisionero y vinisteis a consolarme».
Y los justos le preguntarán: «¿Pero cuándo, Señor, te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te recibimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo y prisionero y fuimos a visitarte?».
Y el Rey de los reyes les dirá: «En verdad os digo que cuando hicisteis una de estas cosas con uno de éstos, los más pequeños de mis hermanos, lo hicisteis conmigo».
Y luego se volverá hacia los que estén a su izquierda y les dirá, con rostro severo -sus miradas serán como saetas fulminadoras para los réprobos y en su voz resonará como un trueno la ira de Dios-: «¡Fuera de aquí! ¡Lejos de mí, malditos! ¡A1 fuego eterno preparado por el furor de Dios para el demonio y los ángeles tenebrosos, y para los que de ellos han escuchado las voces de libídine triple y obscena. Yo tuve hambre y no me disteis de comer; sed, y no me disteis de beber; estuve desnudo y no me vestisteis, fui peregrino y me rechazasteis, estuve enfermo y encarcelado y no me visitasteis. Porque teníais una sola ley: el placer de vuestro yo».
Y ellos le dirán: «¿Cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo, peregrino, enfermo, prisionero? En verdad, no te conocimos; no vivíamos cuando estabas en la Tierra».
Y Él les responderá: «Es verdad. No me conocisteis. Porque no vivíais cuando Yo estaba en la Tierra. Pero conocisteis mi palabra y tuvisteis a pobres entre vosotros, a hambrientos, a sedientos, a desnudos, enfermos, prisioneros. ¿Por qué no les hicisteis a ellos lo que quizás me hubierais hecho a mí? Porque, ciertamente, no se puede decir que los que me tuvieron fueran misericordiosos con el Hijo del hombre. ¿No sabéis que en mis hermanos estoy Yo, y que donde haya uno de ellos que sufra allí estoy Yo, y que lo que no hicisteis con uno de estos hermanos menores míos me lo negasteis a mí, Primogénito de los hombres? Id y arded en vuestro egoísmo. Id y os envuelvan las tinieblas, y el hielo porque tinieblas, y hielo fuisteis, a pesar de saber dónde estaban la Luz y el Fuego de Amor».
Y éstos irán al eterno suplicio, mientras que los justos entrarán en la vida eterna.
Éstas son las cosas futuras…
Ahora podéis marcharos. Y no os separéis. Yo voy con Juan y estaré con vosotros a la mitad de la primera vigilia, para la cena y para ir luego a nuestros momentos de instrucción.
-¿También esta noche? ¿Todas las noches vamos a hacer eso? Yo estoy todo dolorido de la humedad. ¿No sería mejor entrar ya en alguna casa que nos dé alojamiento? ¡Siempre en las tiendas! Siempre de vela por las noches, frescas y húmedas… – se queja Judas.
-Es la última noche. Mañana… será distinto.
-¡Ah! Creía que querías ir al Getsemaní todas las noches. Pero si es la última…
-No he dicho eso, Judas. He dicho que será la última noche que tendremos que pasar en el campo de los Galileos todos juntos. Mañana prepararemos la Pascua y comeremos el cordero, y luego iré Yo solo a orar al Getsemaní. Y vosotros podréis hacer lo que queráis.
-¡Nosotros vamos contigo, Señor! ¿Pero cuándo tenemos deseos de dejarte? – dice Pedro.
-Tú calla, que no eres inocente. Tú y el Zelote no hacéis más que revolotear de un lado para otro en cuanto el Maestro no os ve. No os pierdo de vista. En el Templo… durante el día… en las tiendas, arriba… – dice Judas Iscariote, contento de denunciar.
-¡Basta! Si lo hacen, hacen bien. De todas formas, no me dejéis solo… Os lo ruego…
-Señor, créenos que no hacemos nada malo. Dios conoce nuestras acciones y su mirada no se aparta, disgustada, de ellas – dice el Zelote.
-Lo sé. Pero es inútil. Y lo que es inútil puede siempre ser dañino. Estad lo más posible unidos.
Luego se vuelve a Mateo:
-Tú, mi buen cronista, les referirás a estos la parábola de las diez vírgenes sensatas y de las diez necias, y la del amo que da talentos a sus tres servidores para que los hagan producir y dos ganan el doble y el holgazán lo entierra. ¿Recuerdas?
-¡Sí, Señor mío, con exactitud.
-Entonces nárraselas a éstos. No todos las conocen. Y también los que las saben las escucharán de nuevo con gusto. Ocupad así, diciendo sabias palabras, el tiempo hasta mi regreso. ¡Velad! ¡Velad! Tened despierto vuestro espíritu. Esas parábolas son también apropiadas para lo que acabo de decir. Adiós. La paz esté con vosotros.
Toma de la mano a Juan y se aleja con él hacia la ciudad… Los demás se encaminan hacia el Campo galileo.