Martes santo Lecciones sacadas de la higuera agostada. El tributo de César y la resurrección de los cuerpos.
Están para entrar de nuevo en la ciudad. Vienen por el caminito lejano que tomaron la mañana anterior. Es como si Jesús no quisiera, antes de llegar al Templo -al que se accede pronto entrando en la ciudad por la Puerta del Rebaño, que está cerca de la Probática-, verse rodeado de la gente que aguarda. Pero hoy muchos de los setenta y dos lo esperan ya del otro lado del Cedrón, antes del puente, y en cuanto lo ven aparecer de entre los olivos verde – grises, con su túnica purpúrea, se mueven en dirección a Él. Se reúnen y siguen hacia la ciudad.
Pedro, que mira adelante, cuesta abajo, siempre sospechando ver aparecer a algún malintencionado, observa entre el verde fresco de las últimas pendientes una masa de hojas mustias, colgantes, que pende sobre las aguas del Cedrón. Las hojas, acartonadas y lánguidas, con manchas como de óxido distribuidas en su superficie, asemejan a las de un árbol reseco por el fuego; de vez en cuando, la brisa arranca una hoja para sepultarla en las aguas del torrente.
-¡Pero si es la higuera de ayer! ¡La higuera que maldijiste! – grita Pedro señalando con una mano hacia el árbol seco, vuelta su cabeza para hablar con el Maestro.
Acuden todos presurosos, menos Jesús, que sigue adelante con el paso que llevaba. Los apóstoles refieren a los discípulos los precedentes del hecho que observan, y todos juntos hacen comentarios mirando estupefactos a Jesús. Han visto miles de milagros realizados en hombres y elementos. Pero éste los impresiona más que muchos otros.
Jesús, que ha llegado donde ellos, sonríe al observar esas caras asombradas y temerosas. Dice:
-¿Y bien? ¿Tanto os maravilla el que por mi palabra se haya secado una higuera? ¿No me habéis visto, acaso, resucitar muertos, curar a leprosos, dar la vista a los ciegos,
multiplicar los panes, calmar las tempestades, apagar el fuego? ¿Y os asombra el que una higuera se seque?
-No es por la higuera. Es que ayer estaba lozana cuando la maldijiste, y ahora está seca. ¡Mira! Quebradiza como arcilla seca. Sus ramas ya no tienen médula. Mira. Se pulverizan – y Bartolomé desmenuza entre sus dedos unas ramas que con facilidad ha partido.
-Ya no tienen médula. Tú lo has dicho. Y, cuando ya no hay médula, se produce la muerte, bien sea en un árbol o en una nación o en una religión; queda sólo dura corteza e inútil vegetación: crueldad e hipócrita exterioridad. La médula, blanca, interior, llena de savia, corresponde a la santidad, a la espiritualidad; la corteza dura y la vegetación inútil, a la humanidad carente de vida espiritual y de vida justa. ¡Ay de aquellas religiones que se hacen humanas porque sus sacerdotes y fieles han dejado de tener vital el espíritu! ¡Ay de aquellas naciones cuyos jefes son sólo crueldad y ruidoso clamor carente de ideas fructíferas! ¡Ay de aquellos hombres en que falta la vida del espíritu!
-Pero si esto se lo dijeras a los grandes de Israel, aun siendo verdad lo que dices, no te comportarías inteligentemente. No te hagas ilusiones por el hecho de que hasta ahora te hayan dejado hablar. Tú mismo dices que no es por conversión del corazón, sino por cálculo. Sabe, pues, Tú también calcular el valor y las consecuencias de tus palabras. Porque existe también la sabiduría del mundo, además de la sabiduría del espíritu. Y hay que saber usarla en beneficio nuestro. Porque, en fin, por ahora estamos en el mundo, no todavía en el Reino de Dios – dice Judas Iscariote, sin mordacidad pero en tono doctoral.
-El verdadero sabio es el que sabe ver las cosas sin que las sombras de la propia sensualidad y las reflexiones del cálculo las alteren. Yo diré siempre la verdad de lo que veo.
-Bueno, pero ¿esta higuera ha muerto por haberla maldecido Tú?, o es… una coincidencia… una señal… no sé – pregunta Felipe.
-Es todo eso que dices. Pero lo que he hecho Yo podéis hacerlo también vosotros, si alcanzáis la fe perfecta. Tened esa fe en el Señor Altísimo. Cuando la tengáis, en verdad os digo que podréis esto y más. En verdad os digo que si uno llega a tener la confianza perfecta en la fuerza de la oración y en la bondad del Señor, podrá decir a este monte: «Córrete de aquí y échate al mar», y si, diciéndolo, no duda en su corazón, sino que cree que lo que ordena se puede cumplir, lo que ha dicho se cumplirá.
-Y pareceremos brujos y nos apedrearán, como está escrito para quien ejerce la magia. (Levítico 20, 27) ¡Sería un milagro necio, y con daño para nosotros! – dice Judas Iscariote meneando la cabeza.
-¡El necio eres tú, que no comprendes la parábola! – le rebate el otro Judas.
Jesús no habla a Judas, habla a todos:
-Os digo, y es vieja lección que repito en esta hora: todo lo que pidáis con la oración, tened fe en que lo obtendréis y lo recibiréis. Pero, si antes de orar tenéis algo contra alguien, antes perdonad y haced la paz para que tengáis como amigo a vuestro Padre que está en los Cielos, que, mucho, mucho os perdona y favorece, de la mañana a la noche, del ocaso a la aurora.
Entran en el Templo. Los soldados de la Antonia los observan mientras pasan. Van a adorar al Señor. Luego vuelven al patio en que los rabíes enseñan.
Enseguida, antes de que la gente venga y se arremoline en torne a Él, se acercan a Jesús saforimes, doctores de Israel, herodianos, y con falsa deferencia, tras haberlo saludado, le dicen:
-Maestro, sabemos que eres sabio y veraz, y que enseñas el camino de Dios sin tener en cuenta nada ni a nadie, aparte de la verdad y la justicia; y que poco te preocupas del juicio que los demás tengan de ti, sino que te preocupas sólo de llevar a los hombres al Bien. Dinos, entonces: ¿es lícito pagar el tributo a César, o no? ¿Qué opinas?
Jesús los mira con una de esas miradas suyas de penetrante y solemne perspicacia, y responde:
-¿Por qué me tentáis hipócritamente? ¡Y además alguno de vosotros ya sabe que a mí no se me engaña con hipócritas honores! Pero, mostradme una moneda de las que usáis para el tributo.
Le muestran la moneda. La observa por ambas partes, y sujetándola en la palma de la izquierda, golpea en ella con el índice de la derecha, mientras dice:
-¿De quién es esta imagen y qué dice esta inscripción?
-La imagen es de César, y la inscripción lleva su nombre, el nombre de Cayo Tiberio César, que es ahora emperador de
Roma.
-Pues entonces dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios – y les da la espalda, después de haber entregado el denario a quien se lo había dejado.
Escucha a unos u otros de los muchos peregrinos que le hacen preguntas, consuela, absuelve, cura. Pasan las horas.
Sale del Templo para ir quizás afuera de las puertas, para tomar los alimentos que los servidores de Lázaro, encargados de ello, le traen.
Vuelve de nuevo a entrar a primera tarde. Incansable. Gracia y sabiduría fluyen, de sus manos y labios, puestas sobre los enfermos o abiertos para consejos individuales dados a cada uno de los que se acercan a Él, que son muchos: parece como si quisiera consolar a todos, curar a todos, antes de no poder hacerlo ya.
Se acerca el ocaso. Los apóstoles, cansados, están sentados en el suelo bajo el pórtico, aturdidos por ese continuo movimiento de gente que son los patios del Templo en la inminencia de la Pascua. En esto, se acercan unos ricos (ricos, sin duda, a juzgar por sus vestiduras pomposas).
Mateo, que está adormilado aunque sólo con un ojo, se pone en pie y, con algún meneo, llama a los otros. Dice:
-Van hacia el Maestro unos saduceos. No debemos dejarlo solo, no sea que todavía lo ofendan o traten de hacerle algún mal o de burlarse de Él.
Se alzan todos y van donde el Maestro. Inmediatamente forman una barrera en torno a Él. Creo intuir que ha habido desórdenes al marcharse del Templo o al volver a la hora sexta.
Los saduceos, que tienen para Jesús reverencias incluso exageradas, le dicen: -Maestro, has respondido tan
sabiamente a los herodianos, que nos ha venido el deseo de recibir también nosotros un rayo de tu luz. Escucha: Moisés dijo (Deuteronomio 25, 5-6): «Si uno muere sin hijos, su hermano se casará con la viuda y dará descendencia al hermano». Ahora bien, había entre nosotros siete hermanos. El primero tomó a una virgen por esposa, pero murió sin dejar prole; por tanto, dejó su mujer a su hermano. También el segundo murió sin dejar prole, y lo mismo el tercero, que se casó con la viuda de los dos que le habían precedido. Así sucesivamente, hasta el séptimo. A1 final, después de haberse casado con los siete hermanos, se murió la mujer. Dinos: en la resurrección de los cuerpos -si es verdad que los hombres resucitan y que nuestra alma sobrevive y vuelve a unirse al cuerpo el último día y a dar nueva forma a los vivientes-, ¿cuál de los siete hermanos tendrá a la mujer, dado que en la Tierra la tuvieron los siete?
-Estáis en un error. No sabéis comprender ni las Escrituras ni el poder de Dios. La otra vida será muy distinta de ésta, y en el Reino eterno no existirán las necesidades de la carne como en éste. Porque, en verdad, después del Juicio final, la carne resucitará y se reunirá con el alma inmortal y formará un todo nuevo -vivo como, y mejor, como lo están mi cuerpo y el vuestro
ahora-, pero no sujeto ya a las leyes, y, sobre todo, a los estímulos y abusos ahora vigentes. En la resurrección, los hombres y las mujeres no tomarán ni mujer ni marido, aunque vivan en el amor perfecto, que es el divino y espiritual. Y por lo que respecta a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído cómo habló a Moisés Dios desde la zarza? (Éxodo 3, 1-6) ¿Qué dijo entonces el Altísimo?: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». No dijo: «Yo fui», dando a entender que Abraham, Isaac y Jacob hubieran existido, pero que ya no existían. Dijo «Yo soy». Porque Abraham, Isaac y Jacob existen. Inmortales. Como todos los hombres, en su parte inmortal, mientras duren los siglos; luego, también con la carne resucitada para la eternidad. Existen, como existe Moisés, los profetas, los justos, como, desventuradamente, existe Caín, y existen los del Diluvio y los de Sodoma y todos los que murieron en culpa mortal. Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos.
-¿Tú también vas a morir y luego estar entre los vivos? – lo tientan. Están ya cansados de comportarse con mansedumbre. El aborrecimiento es tal, que no saben contenerse.
-Yo soy el Viviente y mi Carne no conocerá la corrupción. Se nos arrebató el arca, y la actual también se nos quitará, incluso como símbolo. Se nos arrebató el Tabernáculo, y será destruido. Pero el verdadero Templo de Dios no podrá ser ni arrebatado ni destruido. Cuando sus adversarios crean que lo han conseguido, entonces será la hora en que se establecerá en la verdadera Jerusalén en toda su gloria. Adiós.
Y, presuroso, va hacia el Patio de los Israelitas, porque las trompetas de plata llaman al sacrificio del anochecer. Me dice Jesús (a María Valtorta):
-Te digo que señales en la visión de ayer el punto que dice: «el que caiga contra esta piedra quedará destrozado». En las traducciones se usa siempre «sobre». Dije «contra», no «sobre». Y es profecía contra los enemigos de mi Iglesia. Los que la atacan arremetiendo contra Ella, porque Ella es la Piedra angular, quedan destrozados. La historia de la Tierra lleva veinte siglos confirmando lo que dije. Los perseguidores de la Iglesia quedan destrozados al arremeter contra la Piedra angular. Pero también -y esto han de tenerlo presente los que por ser de la Iglesia se creen salvados de los castigos divinos- aquel sobre el que caiga el peso de la condena de la Cabeza y Esposo de esta Esposa mía, de este Cuerpo místico mío, quedará triturado.
Y, previniendo una objeción de los siempre vivos escribas y saduceos, malévolos para con mis siervos, digo: si en estas últimas visiones aparecen frases que no están en los Evangelios, como estas del final de la visión de hoy, y del punto en que hablo de la higuera seca, y otros más, recuerden aquéllos que los evangelistas eran también de ese pueblo, y vivían en tiempos en que cualquier choque demasiado vivo podía tener repercusiones violentas y nocivas para los neófitos.
Lean de nuevo los hechos apostólicos, y verán que la fusión de tantos pensamientos distintos no era sin fricciones, y que si unos a otros se tributaron admiración, reconociéndose recíprocamente los méritos, no faltaron entre ellos desacuerdos, porque diversos son los pensamientos de los hombres, y siempre imperfectos. Y para evitar fracturas más profundas, entre uno u otro pensamiento, iluminados por el Espíritu Santo, los evangelistas omitieron conscientemente en sus escritos algunas frases que habrían hecho mella en la excesiva susceptibilidad de los hebreos y habrían escandalizado a los gentiles, que necesitaban creer perfectos a los hebreos -núcleo del que provino la Iglesia- para no alejarse de ellos diciendo: «Son como nosotros». Conocer las persecuciones de Cristo, sí; pero las enfermedades espirituales del pueblo de Israel, ya corrompido, especialmente en las clases más altas, no. No era conveniente. Y, lo más que pudieron, velaron.
Observen cómo los Evangelios se iban haciendo cada vez más explícitos, hasta llegar al límpido Evangelio de mi Juan, a medida que iban siendo escritos en épocas más lejanas respecto a mi Ascensión al Padre mío. Sólo Juan reseña por entero hasta las más dolorosas manchas del propio núcleo apostólico, llamando, por ejemplo, abiertamente «ladrón» a Judas; y refiere íntegramente las bajezas de los judíos (fingida voluntad de hacerme rey, disputas en el Templo, el abandono de muchos tras el discurso sobre el Pan del Cielo, la incredulidad de Tomás). El que más vivió, ya hasta ver fuerte a la Iglesia, alza los velos que los otros no se habían atrevido a alzar.
Pero ahora el Espíritu de Dios quiere que se conozcan incluso estas palabras. Y bendigan por ello al Señor, porque todas ellas son luz y guía para los justos de corazón.