Mal recibimiento en Tersa. Extremo intento de redimir a Judas Iscariote.
Tersa está tan rodeada de exuberantes olivares, que se ha de estar muy cerca de ella para percatarse de que la ciudad está ahí. Una franja de ubérrimos huertos recinta, como última mampara, las casas. En ellos, achicorias y otras verduras, legumbres, cucurbitáceas nuevas, árboles frutales, pérgolas funden y combinan sus distintos verdes y sus flores prometedoras de frutos, y sus frutos nacientes prometedores de delicias. La pequeña flor de la vid y la de los olivos más precoces rocían con su nieve blanco-verde el suelo, al paso de un vientecillo más bien enérgico.
De detrás de una mampara de cañas y sauces, que han crecido junto a una charca, sin agua pero húmeda todavía en el fondo, y al oír el rumor de pasos de personas que llegan, aparecen los ocho apóstoles a los que antes se indicó que se adelantaran. Están visiblemente inquietos y afligidos, y, mientras hacen señas a los que llegan que se paren, se acercan a ellos sin demora. Cuando ya están lo suficientemente cerca como para poder ser oídos sin necesidad de gritar, dicen:
-¡Atrás! ¡Atrás! A los campos. No se puede entrar en la ciudad. Por poco nos apedrean. Venid, vamos afuera. A aquella espesura. Allí hablaremos…
Impacientes por alejarse sin ser vistos, apremian, a Jesús, a los tres apóstoles, al muchacho, a las mujeres, para que vuelvan hacia abajo por la charca seca, y dicen:
-Que no nos vean aquí. ¡Vamos! ¡Vamos!
Inútilmente Jesús, Judas y los dos hijos de Zebedeo tratan de saber lo que ha sucedido; inútilmente dicen: -¿Pero Judas de Simón? ¿y Elisa?
Los ocho se muestran inflexibles. Caminando entre la maraña de tallos y plantas acuáticas, sufriendo en los pies cortes de juncáceas, o en la cara el choque de los sauces y las cañas, resbalando en el barrillo del fondo, agarrándose a las plantas, buscando apoyo en las márgenes y llenándose bien de barro, se alejan, apremiados por detrás por los ocho, que caminan casi con la cabeza vuelta hacia atrás, para ver si de Tersa sale alguien siguiéndolos. Pero en el camino sólo está el sol, que empieza ya a ponerse, y un flaco perro errante.
Por fin han llegado a una espesura de zarzas que delimitan una propiedad. Detrás de esta espesura, un campo de lino cimbrea bajo el viento sus altos tallos que ya se coloran de azul con las primeras flores.
-Aquí, aquí dentro. Si estamos sentados, nadie nos verá, y cuando haya anochecido nos marchamos… – dice Pedro secándose el sudor…
-¿A dónde? – pregunta Judas de Alfeo – Tenemos a las mujeres.
-A algún lugar iremos. Incluso… los campos están llenos de heno segado, que también sirve de lecho. Para las mujeres hacemos tiendas con nuestros mantos, y nosotros… vigilantes.
-Sí. Es suficiente con no ser vistos y al amanecer bajar al Jordán. Tenías razón, Maestro, al no querer el camino de Samaria. ¡Mejor los bandidos, para nosotros que somos pobres, que no los samaritanos!… – dice Bartolomé, todavía jadeante. -Pero bueno, ¿qué ha pasado? Ha sido Judas, que ha hecho alguna… – dice Judas Tadeo.
Le interrumpe Tomás:
-Judas está claro que ha recibido. Lo siento por Elisa…
-¿Has visto a Judas?
-Yo no. Pero es fácil ser profeta. Si se ha declarado apóstol tuyo, está claro que le han pegado. Maestro, te rechazan allí. -Sí, todos están enemistados contra ti.
-Son verdaderos samaritanos.
Hablan todos a la vez.
Jesús impone silencio a todos y dice:
-Que hable uno solo. Tú, Simón Zelote, que eres el más sereno.
-Señor, en pocas palabras te lo puedo decir. Entramos en la ciudad y nadie nos molestó hasta que supieron quiénes éramos, mientras pensaron que éramos peregrinos que íbamos de paso. Pero cuando preguntamos -¡debíamos hacerlo!- si un hombre joven, alto, moreno, vestido de rojo y con un taled de rayas rojas y blancas, y una mujer anciana, delgada, de pelo más blanco que negro y una túnica gris muy oscura, habían entrado en la ciudad y habían buscado al Maestro galileo y a sus compañeros, entonces, enseguida, se inquietaron… Quizás no hubiéramos debido hablar de ti. Sin duda, nos hemos equivocado… Pero, en los otros lugares nos recibieron siempre tan bien, que… ¡no se comprende qué es lo que ha sucedido!… ¡Parecen víboras, los mismos que hace no más de tres días se mostraban deferentes contigo!…
Le interrumpe Judas Tadeo:
-Trabajo de judíos…
-No creo. No lo creo por las recriminaciones que nos lanzaban y por las amenazas. Lo que creo es que… Es más, estoy, estamos seguros de que la causa de la ira samaritana es que Jesús ha rechazado su proposición de protegerlo. Gritaban: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vosotros y vuestro Maestro! Quiere ir a adorar al Moria. Pues que vaya y mueran Él y todos los suyos. No hay sitio entre nosotros para los que nos tienen por amigos, sino sólo por siervos. No queremos más problemas, si no hay ganancia a cambio. Piedras, no pan, para el Galileo. Embriscarle los perros, no ofrecerle las casas». Decían esto y más. Y al insistir para, al menos, saber lo que había sido de Judas, cogieron piedras para lanzárnoslas, y verdaderamente nos embriscaron a los perros. Y gritaban unos a otros: «Nos ponemos en todas las entradas. Si viene Él, nos vengaremos». Nosotros hemos huido. Una mujer -siempre hay alguien bueno incluso entre los malvados- nos metió en su huerto, y de allí nos llevó, por una vereda que va entre los huertos, hasta la charca que ahora está sin agua porque han regado antes del sábado. Y nos escondió allí. Y luego nos prometió que nos iba a dar noticias de Judas. Pero ya no volvió. Vamos a esperarla aquí, de todas formas, porque dijo que si no nos encontraba en la charca vendría aquí.
Los comentarios son muchos: hay quien sigue acusando a los judíos; y quien manifiesta un leve reproche a Jesús, un reproche escondido en las palabras: «
-Has hablado demasiado claramente en Siquem y luego te has alejado. En estos tres días, han decidido que es inútil hacerse falsas ilusiones y perjudicarse por alguien que no satisface sus anhelos… y te rechazan…
Jesús responde:
-No me arrepiento de haber dicho la verdad ni de cumplir con mi deber. Ahora no comprenden. Dentro de poco comprenderán mi justicia -una justicia que supera a un amor no justo hacia ellos- y me venerarán más que si no la hubiera tenido.
-¡La mujer viene ya por el camino! Tiene el valor de mostrarse a la vista… – dice Andrés.
-¿No nos irá a traicionar, no? – dice Bartolomé con aíre de sospecha.
-¡Viene sola!
-Podría seguirla gente que estuviera escondida en la charca…
Pero la mujer, que viene con un cesto sobre la cabeza, prosigue Y supera los campos de lino donde esperan Jesús y los apóstoles. Luego toma un senderillo y desaparece de la vista… para aparecer de nuevo de improviso, a espaldas de los que esperan, los cuales, al oír el roce de los tallos de lino, se vuelven, casi asustados.
La mujer habla a los ocho que conoce:
-Perdonad si he hecho esperar mucho… No quería que me siguieran. He dicho que iba donde mí madre… Ya sé… Y aquí traigo comida para vosotros. ¿El Maestro…, quién es? Quisiera venerarlo.
-Ese es el Maestro.
La mujer, que ha dejado su cesto, se postra y dice:
-Perdona el pecado de mis convecinos. Sí no los hubieran incitado… Pero muchos han trabajado aprovechando tu negativa…
-No tengo rencor, mujer. Levántate y habla. ¿Sabes algo de mi apóstol y de la mujer que estaba con él?
-Sí. Los han expulsado como a perros. Así que están fuera de la ciudad, en el otro lado, esperando a la noche. Querían volver atrás, hacia Enón, para buscarte. Querían venir aquí, porque sabían que estaban sus compañeros. He dicho que no, que no lo hicieran, que se estuvieran quietos, que yo os llevaría donde ellos. Y lo haré en cuanto acabe el crepúsculo. Afortunadamente mi marido está ausente y tengo libertad para dejar la casa. Os voy a llevar donde una hermana mía que está casada y vive en la llanura. Dormiréis allí. No os identifiquéis. No por Merod, sino por los hombres que están con ella. No son samaritanos, son de la Decápolis establecidos aquí. Pero, en todo caso, conviene…
-Dios te lo pague. ¿Los dos discípulos han sido heridos?
-Un poco el hombre. La mujer nada. Sin duda, la protegió el Altísimo, porque ella, con arrojo, escudó a su hijo con su cuerpo cuando los de la ciudad echaron mano a las piedras. ¡Qué mujer más fuerte! Gritaba: «¡Así atacáis a uno que no os ha ofendido? ¿Y no me respetáis a mí, que lo defiendo y que soy madre? ¿No tenéis madre todos vosotros, que no respetáis a quien ha engendrado? ¿Habéis nacido de una loba u os habéis hecho de lodo y estiércol?», y miraba a los agresores mientras tenía abierto el manto para defender al hombre, y mientras tanto retrocedía, sacándolo de la ciudad… Y ahora también infunde ánimos, diciendo: «¡Quiera el Altísimo, oh Judas mío, hacer de esta sangre tuya derramada por el Maestro bálsamo para tu corazón!». Pero es una herida pequeña. Quizás el hombre está más asustado que dolorido. Pero… tomad y comed. Aquí hay
leche ordeñada hace poco, para las mujeres. Hay pan con queso y fruta. No he podido traer carne. Habría tardado demasiado. Y aquí hay vino, para los hombres. Comed mientras se pone la tarde. Luego iremos por caminos seguros donde los dos, y luego donde Merod.
-De nuevo: que Dios te lo pague – dice Jesús, y ofrece y distribuye comida, dejando a un lado una parte para los dos ausentes.
-No, no. Ya he pensado en ellos. Les he llevado huevos y pan, escondido en el vestido, y un poco de vino y aceite para las heridas. Esto es para vosotros. Comed, que yo vigilo el camino…
Comen. Pero la indignación devora a los hombres y el abatimiento quita el apetito a las mujeres, a todas menos a María de Magdala, para la cual, lo que en las otras produce miedo o abatimiento, en ella siempre produce el efecto de un licor que estimula los nervios y el coraje; sus ojos centellean contra la ciudad hostil; sólo la presencia de Jesús -que ya ha dicho que no tiene rencor- refrena su ímpetu de pronunciar palabras violentas; y, no pudiendo ni hablar ni actuar, descarga su ira contra el inocente pan, al que hinca los dientes de una forma tan significativa, que el Zelote, sonriendo, no puede contenerse de decirle:
-¡Suerte tienen esos de Tersa de que no puedan caer en tus manos! ¡Pareces una fiera encadenada, María!
-En este momento lo soy. Has visto bien. Y ante los ojos de Dios el contenerme de entrar allí, como se merecen, tiene más valor que todo lo que he hecho hasta ahora por expiar.
-¡Tranquila, María! Dios te ha perdonado culpas más grandes que las de ellos.
-Es verdad. Ellos te han ofendido a ti, mi Dios, una vez, y por influencia de otros. Yo, muchas… y por propia voluntad… y no puedo ser intransigente ni soberbia… Vuelve a bajar los ojos hacia su pan, donde caen dos lágrimas.
Marta le pone la mano en el regazo mientras le dice en tono bajo:
-Dios te ha perdonado. No te abatas más… Recuerda lo que has obtenido: a nuestro Lázaro…
-No es abatimiento. Es agradecimiento. Es emoción… Y es también la constatación de que todavía carezco de esa misma misericordia que yo tan ampliamente he recibido… ¡Perdóname, Rabbuní! – dice alzando sus espléndidos ojos, a los que la humildad devuelve la dulzura.
-Nunca se niega el perdón al que es humilde de corazón, María.
Se pone la tarde, tiñendo e1 aire de una delicada coloración violada. Las cosas que están un poco lejanas se confunden. Los tallos de lino, cuya gracia antes era visible, ahora se unifican para formar una única masa oscura. Callan los pájaros entre las frondas. Se enciende la primera estrella. Canta el primer grillo entre la hierba. Ha llegado la noche.
-Podemos ponernos en marcha. Aquí, entre los campos, no nos verán. Venid seguros. No traiciono. No actúo por una
recompensa. Lo único que pido es 1a piedad del Cielo, porque todos necesitamos piedad – dice la mujer suspirando.
Se levantan. Se encaminan detrás de ella. Pasan a distancia de Tersa, entre campos y huertos semioscuros, pero no
tanto como para no ver a hombres a la entrada de los caminos en torno a hogueras…
-Nos acechan… – dice Mateo.
-¡Malditos! – susurra entre dientes Felipe.
Pedro no habla, pero mueve hacia el cielo los brazos con gesto de muda invocación o protesta.
Pero Santiago y Juan de Zebedeo, que han hablado apretada y presurosamente, un poco adelantados respecto a los demás, vuelven hacia atrás y dicen:
-Maestro, si Tú por tu perfección de amor no quieres recurrir al castigo, ¿quieres que lo hagamos nosotros? ¿Quieres que digamos al fuego del cielo que baje y consuma a estos pecadores? Nos has dicho que todo lo que pedimos con fe lo podemos y…
Jesús, que iba andando un poco cabizbajo, como cansado, se yergue bruscamente y los fulmina con dos miradas que centellean a la luz de la luna. Los dos retroceden, callando asustados ante esa mirada. Jesús, sin quitar de ellos sus ojos, dice:
-No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no ha venido para la ruina de las almas, sino para salvarlas. ¿No recordáis lo que os he dicho? Dije en la parábola del trigo y la cizaña: «Dejad por ahora que el trigo y la cizaña crezcan juntos. Porque si quisierais separarlos ahora, correríais el riesgo de arrancar, con la cizaña, también el trigo. Dejadlos, pues, hasta la hora de la siega. Al tiempo de la siega diré a los segadores: recoged ahora la cizaña y atadla en haces para quemarla, y poned el buen trigo en mi granero».
Jesús ya ha atenuado su desdén hacia los dos que, por ira suscitada por amor a El, pedían castigar a los de Tersa, y que ahora están cabizcaídos ante Él. Los toma, uno a la derecha y otro a la izquierda, por los codos, y reanuda la marcha, guiándolos así, y hablando a todos, que se han apiñado en torno a Él, que se había parado.
-En verdad os digo que el tiempo de la siega está cercano. Mi primera siega. Y para muchos no habrá una segunda. Pero, y alabemos por ello al Altísimo, alguno que no supo en mi tiempo hacerse espiga de buen grano, después de la purificación del Sacrificio pascual renacerá con un alma nueva. Hasta ese día no arremeteré contra ninguno… Después vendrá la justicia…
-¿Después de la Pascua? – pregunta Pedro.
-No. Después del tiempo. No hablo de estos hombres, de estos de ahora. Miro a los siglos futuros. El hombre se va renovando continuamente, como las mieses en los campos. Y las cosechas se van siguiendo. Yo dejaré lo que es necesario para que los hombres que vengan después puedan hacerse trigo bueno. Si no quieren, en el fin del mundo, mis ángeles separarán las cizañas de los trigos buenos. Entonces será sólo el eterno Día de Dios. Por ahora, en el mundo, se da el día de Dios y de Satanás: el Primero siembra el Bien, el segundo echa entre las semillas de Dios sus condenadas cizañas, sus escándalos, sus iniquidades, sus semillas que promueven iniquidad y escándalos. Porque siempre habrá quien azuce contra Dios, como aquí, con estos que, en verdad, son menos culpables que los que los instigan al mal.
-Maestro, todos los años uno se purifica en la Pascua de los Ácimos, pero siempre se sigue siendo lo mismo que se era. ¿Este año… será distinto? – pregunta Mateo.
-Muy distinto».
-¿Por qué? Explícanoslo.
-Mañana… Os lo diré mañana, o cuando ya estemos por el camino y esté con nosotros también Judas de Simón. -¡Sí! Nos lo dices y nosotros nos haremos mejores… Pero ya ahora perdónanos, Jesús – dice Juan.
-Os he llamado con el nombre apropiado. Pero el trueno no daña. El rayo si que puede matar. De todas formas, el trueno, muchas veces, es anuncio del rayo. Lo mismo le sucede a aquel que no elimina de su espíritu todo desorden contra el amor. Hoy pide permiso para castigar. Mañana castiga sin pedir permiso. Pasado mañana castiga incluso sin razón. Descender es fácil… Por eso os digo que os despojéis de toda dureza hacia vuestro prójimo. Actuad como Yo, y estaréis seguros de no equivocaros nunca. ¿Acaso habéis visto alguna vez que Yo me vengue de los que me causan un dolor?
-No, Maestro. Tú…
-¡Maestro! ¡Maestro! Estamos aquí. Yo y Elisa. ¡Oh, Maestro, cuánta angustia por ti! ¡Y cuánto miedo de morir…! – dice Judas de Keriot, saliendo de detrás de las hileras de vid y corriendo hacia Jesús. Tiene la frente vendada. Elisa lo sigue más serena.
-¿Has sufrido? ¿Has temido morir? ¿Tanto apreciabas la vida? – pregunta Jesús liberándose de Judas, que lo tenía abrazado y que llora.
-No la vida. Temía a Dios. Morir sin tu perdón… Yo siempre te ofendo. A todos ofendo. También a ella… Y su respuesta ha sido ser para mí una madre. Me sentía culpable y temía morir…
-¡Saludable temor, si puede hacerte santo! Pero Yo te perdono, siempre, tú lo sabes. Basta con que tengas voluntad de arrepentimiento. ¿Y tú, Elisa, has perdonado?
-Es como un niño grande indisciplinado. Sé disculpar.
-Te has comportado con fortaleza, Elisa. Lo sé.
-¡Si no hubiera estado ella… no sé si te habría vuelto a ver, Maestro!
-Pues ya ves que no por odio, sino por amor, se quedó a tu lado… ¿No te han herido, Elisa?
-No, Maestro. Las piedras caían alrededor de mí sin herirme. Pero mí corazón ha estado muy acongojado pensando en
ti…
-Ya todo ha terminado. Vamos a seguir a esta mujer que nos quiere llevar a una casa segura.
Se ponen de nuevo en marcha, tomando un caminito, blanco de luna, que va hacia oriente.
Jesús ha tomado del brazo al Iscariote y va delante con él. Le habla dulcemente; trata de trabajar en el corazón de Judas, estremecido por el miedo experimentado ante el juicio de Dios:
-Ya ves, Judas, qué fácil es morir. La muerte siempre está al acecho en torno a nosotros. Ya ves que lo que parece una cosa sin importancia cuando estamos llenos de vida se hace grande, espantosamente grande, cuando la muerte nos roza. Pero ¿por qué querer tener estos miedos, creárselos para encontrárselos de frente en el momento de la muerte, si con una vida santa se puede ignorar el miedo al cercano juicio divino? ¿No te parece que merece la pena vivir una vida justa para tener una plácida muerte? ¿No, Judas, amigo mío? La divina, paterna misericordia ha permitido este hecho como toque de atención para tu corazón. Todavía estás a tiempo, Judas… ¿Por qué no quieres dar a tu Maestro, que está para morir, la gran alegría, grandísima, de saber que has vuelto al Bien?
-¿Pero puedes perdonarme todavía, Jesús?
-¿Te hablaría así si no pudiera? ¡Qué poco me conoces todavía! Yo te conozco. Sé que eres como uno que estuviera atrapado por un gigantesco pulpo. Pero, si quisieras, podrías liberarte todavía. Sufrirías, eso sí. Arrancarte esas cadenas que te muerden y envenenan significaría dolor. Pero después, ¡cuánta alegría, Judas! ¿Temes no tener la fuerza de reaccionar contra los que influyen en ti? Yo puedo absolverte anticipadamente del pecado de transgresión del rito pascua1… Eres un enfermo. Para los enfermos la Pascua no es obligatoria. Ninguno está más enfermo que tú. Eres como un leproso. Los leprosos, mientras lo son, no suben a Jerusalén. Créeme, Judas: comparecer ante el Señor con el espíritu sucio, como lo tienes tú, no es honrar al Señor, sino ofenderlo. Antes hay que…
-¿Entonces, por qué no me purificas y me curas? – pregunta, ya duro, rebelde, Judas.
-¿No te curo? Cuando uno está enfermo, busca -la busca él- la curación. A menos que sea un niño pequeño, o un subnormal; porque estos no saben poner el acto de querer…
-Trátame como a esas personas. Trátame como a un subnormal y remédialo Tú sin que yo lo sepa.
-No sería justicia, porque tú puedes querer. Tú sabes lo que para ti es un bien y lo que es un mal. Y el que Yo te curara no serviría de remedio sin tu voluntad de quedar curado.
-Dame también esa voluntad.
-¿Dártela? ¿Imponerte, entonces, una voluntad buena? ¿Y tu libre albedrío, en qué se transformaría entonces? ¿Qué sería tu yo de hombre, criatura libre? ¿Un yo subyugado?
-¡De la misma forma que estoy subyugado por Satanás, podría estarlo por Dios!
-¡Cómo me hieres, Judas! ¡Cómo traspasas mi corazón! Pero te perdono lo que me haces… Subyugado por Satanás, has dicho: Yo no decía esta cosa tan tremenda…
-Pero la pensabas, porque es verdadera y la conoces, si es verdad que lees los corazones de los hombres. Si es así, sabes que yo ya no soy libre… Satanás me ha atrapado y…
« -No. Se te ha acercado, te ha tentado, te ha tanteado… y tú lo has aceptado. No hay posesión si no hay al principio una
adhesión a alguna tentación satánica. La serpiente introduce la cabeza entre las apretadas barras dispuestas como defensa de los corazones, pero no entraría si el hombre no le ensanchara un hueco para admirar el aspecto seductor de la serpiente y escucharla y seguirla… Sólo entonces el hombre queda subyugado, poseído; pero es porque lo quiere. Dios también lanza desde los cielos las luces dulcísimas de su paterno amor, y sus luces penetran en nosotros. Mejor: Dios, a quien todo le es posible, desciende al corazón de los hombres. Está en su derecho. ¿Por qué, entonces, el hombre, que sabe hacerse esclavo, que sabe
someterse al Horrendo, no sabe hacerse siervo de Dios -es más: hijo de Dios- y lo que hace es expulsar de sí a su Padre santísimo? ¿No me contestas? ¿No me dices por qué has preferido a Satanás antes que a Dios? Y, no obstante, ¡todavía estarías a tiempo de salvarte! Sabes que voy a la muerte. Ninguno lo sabe como tú… No rehúso morir… Voy. Voy a la muerte porque mi muerte será la Vida para muchos. ¿Por qué no quieres estar entre éstos? ¿Sólo para ti, amigo mío, mi pobre y enfermo amigo, será inútil mi muerte?
-Será inútil para muchos, no te hagas ilusiones. Lo mejor que podrías hacer sería huir y vivir lejos de aquí, y gozar de la vida; enseñar tu doctrina porque es buena, pero no sacrificarte.
-¡Enseñar mi doctrina! ¿Pero qué enseñaría ya, que fuera verdad, si hiciera lo contrario de lo que enseñara? ¿Qué Maestro sería si predicara la obediencia a la voluntad de Dios y no la hiciera, y el amor a los hombres y luego no los amara, y la renuncia a la carne y al mundo y luego amara mi carne y los honores del mundo, y a no escandalizar y luego escandalizara no sólo a los hombres, sino incluso a los ángeles, y así sucesivamente? Por ti habla Satanás en este momento. Como también habló en Efraím y como muchas otras veces ha hablado y ha actuado, a través de ti, para turbarme a mí. Yo he reconocido todas estas acciones de Satanás, cumplidas por medio de ti. Pero no te he odiado, ni me he cansado de ti. Sólo he sentido pena, una infinita pena. Como una madre atenta al progreso de un mal que llevara a la muerte a su hijo, así he observado el progreso del mal en ti. Como un padre al que nada resulta insoportable con tal de encontrar las medicinas para su hijo enfermo, así Yo todo lo he tolerado con tal de salvarte: he superado repugnancias, desdenes, amarguras, desconsuelos… Como un padre y una madre, desolados, desilusionados respecto a todas las fuerzas terrenas, se dirigen al Cielo para obtener la vida del hijo, así he gemido y gimo, implorando un milagro que te salve, que te salve, que te salve en el borde del abismo que ya cede bajo tus pies. ¡Judas, mírame! Dentro de poco, mi Sangre será derramada por los pecados de los hombres. No me quedará ni una gota. La beberán la tierra, las piedras, las hierbas, las vestiduras de mis perseguidores y las mías… la madera, el hierro, las sogas, las espinas de la oxiacanta… y la beberán los espíritus que esperan la salud… ¿Sólo tú no quieres beberla? Yo, por ti solamente, daría toda esta Sangre mía. Tú eres el amigo mío. ¡Cuán gustosamente se muere por el amigo! ¡Por salvarlo! Se dice: «Yo muero. Pero seguiré viviendo en el amigo al que he dado la vida». Como una madre, como un padre, que siguen viviendo en su prole aún después de haber muerto. ¡Judas, te lo suplico! No pido otra cosa en estas vísperas de mi muerte. Hasta los jueces, hasta los enemigos conceden al condenado una última gracia, acogen favorables el último deseo suyo. Yo pido que no te condenes. No se lo pido tanto al Cielo cuanto a ti, a tu voluntad… Piensa en tu madre, Judas. ¿Qué será tu madre, después? ¿Qué será el nombre de tu familia? Invoco tu orgullo, que está más vivo que nunca, para que te defiendas contra tu deshonor. No te deshonres, Judas. Piensa. Pasarán los años y los siglos, caerán los reinos y los imperios, languidecerán las estrellas, cambiará la configuración de la Tierra, y tú serás siempre Judas, como Caín es siempre Caín, si persistes en tu pecado. Terminarán los siglos. Quedará sólo el Paraíso y el Infierno, y en el Paraíso y en el Infierno, para los hombres resucitados y recibidos con alma y cuerpo, para toda la eternidad, en los lugares donde es justo que estén, tú serás siempre Judas, el maldito, el mayor culpable, si no te enmiendas. Descenderé a liberar a los espíritus del Limbo, los sacaré del Purgatorio por legiones, y tú… a ti no podré llevarte a donde Yo esté… Judas, Yo voy a morir, y voy feliz porque ha llegado la hora que esperaba desde hace milenios, la hora de unir de nuevo a los hombres con su Padre. A muchos no los uniré. Pero el número de los salvados que mientras muera contemplaré me consolará de la congoja de morir inútilmente por tantos. Pero te digo que será tremendo el verte entre éstos, a ti, mi apóstol, amigo mío. ¡No me inflijas el inhumano dolor!… Quiero salvarte, Judas. Salvarte. «Mira. Bajamos al río. Mañana al alba, cuando todavía todos duerman, lo pasaremos, nosotros dos, y tú irás a Bosra, a Arbela, a Aera, a donde quieras. Sabes cuáles son las casas de los discípulos. En Bosra busca a Joaquín y María, la leprosa que curé. Te daré un escrito para ellos. Diré que para tu salud se necesita reposo tranquilo respirando aire distinto. Es la verdad, por desgracia, porque estás enfermo y el aire de Jerusalén sería letal para ti. Pero ellos creerán que estás físicamente enfermo. Estarás allí hasta que no vaya Yo a buscarte. Por lo que respecta a tus compañeros, ya me encargaré Yo… Pero no vayas a Jerusalén. Ya ves que no he querido que estuvieran allí las mujeres, excepto las más fuertes de ellas y las que, por derecho de madres, deben estar al lado de sus hijos.
-¿También la mía?
-No. María no estará en Jerusalén…
-También ella es madre de un apóstol, y te ha honrado siempre.
-Sí. Y, como las otras, tendría derecho a estar a mi lado. Ella me quiere con perfecta justicia. Pero precisamente por esto no estará en Jerusalén. Porque le dije que no estuviera y sabe obedecer.
-¿Por qué no debe estar? ¿Qué hay de distinto en ella, que no tengan la madre de tus hermanos y la de los hijos de Zebedeo?
-Pues tú. Y tú sabes por qué digo esto. Pero si me haces caso y vas a Bosra, mandaré un aviso a tu madre y dispondré que la acompañen a donde estés, para que ella, que tan buena es, te ayude a curarte. Créelo: sólo nosotros te queremos así, sin medida. Tres son los que te aman en el Cielo: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo. Ellos te han contemplado y esperan tu acto de voluntad para hacer de ti la gema de la Redención, la presa mayor arrebatada al Abismo. Y tres en la Tierra: Yo, tu madre y mi Madre. ¡Danos esta alegría, Judas! A los del Cielo y a los de la Tierra. A los que te queremos con verdadero amor.
-Tú lo dices: sólo tres me quieren; los demás… no.
-No como nosotros. Pero te quieren. Elisa te ha defendido. Los otros estaban preocupados por ti. Cuando estás en algún otro lugar todos te llevan en su corazón y tu nombre está en sus labios. No conoces todo el amor que te rodea. Tu opresor te lo oculta. Pero cree en mi palabra.
-Te creo. Y trataré de complacerte. De todas formas, quiero obrar yo solo. Yo solo he cometido el error y yo solo debo saber curarme de este mal.
-Únicamente Dios puede obrar por sí solo. Este pensamiento es de soberbia. En la soberbia sigue estando Satanás. Sé humilde, Judas. Coge esta mano que se te ofrece amiga. Refúgiate en este corazón que se te abre protector. Aquí, conmigo, no podría hacerte ningún mal Satanás.
-He intentado estar contigo… Me he hundido cada vez más… ¡Es inútil!
-¡No digas eso! ¡No digas eso! Rechaza el abatimiento. Dios lo puede todo. Abrázate a Dios. ¡Judas! ¡Judas! -¡Calla! Que no lo oigan los demás…
-¿Y te preocupas de los demás y no de tu espíritu? ¡Mísero Judas! …
Jesús deja de hablar. Pero permanece al lado del apóstol, hasta que la mujer, que iba algunos metros más adelante, entra en una casa que ahora se ve dentro de una espesura de olivos. Entonces dice Jesús a su discípulo:
-No voy a dormir esta noche. Voy a orar por ti y a esperarte… Que Dios hable a tu corazón. Y tú escúchalo… Me quedaré aquí, donde estoy ahora, a orar. Hasta el alba… Recuérdalo…
Judas no le responde. Entretanto han llegado los otros y las mujeres, y se detienen todos, a la espera de que vuelva la samaritana. No tarda mucho en volver. Viene con otra mujer, que se le parece, y que los saluda diciendo:
-No tengo muchas habitaciones porque ya están aquí los que recogen, que por ahora trabajan en los olivos. Pero el granero que tengo es grande y hay mucha paja en él. Para las mujeres tengo sitio. Venid.
-¡Id! Yo me quedo en oración. La paz a todos vosotros – dice Jesús, mientras los otros se marchan, Él retiene a su Madre
y le dice:
-Me quedo a orar por Judas, Madre mía. Ayúdame tú también…
-Te ayudaré, Hijo mío. ¿Es que renace en él la voluntad?
-No, Mamá. Pero nosotros debemos hacer como si… ¡El Cielo lo puede todo, Mamá!
-Sí. Y yo todavía puedo hacerme ilusiones. Tú, no, Hijo mío. Tú sabes las cosas. ¡Santo Hijo mío! Pero te imitaré siempre. ¡Queda tranquilo, amor mío! Incluso cuando Tú no puedas ya dirigirle la palabra porque él te rehúya, trataré de llevarlo a ti. Y conque el Padre Santísimo escuche mi dolor… ¿Me dejas estar contigo, Jesús? Haremos oración juntos… y serán muchas horas en que te tendré sólo para mí…
-Quédate, Mamá. Te espero aquí.
María va ligera, y ligera vuelve. Se sientan encima de sus talegos, al pie de los olivos. En medio del gran silencio reinante, se oye el susurro del río poco lejano, y el canto de los grillos parece fuerte en medio de esta noche profundamente enmudecida. Luego cantan los ruiseñores, ríe una lechuza, llora un mochuelo. Y las estrellas transitan lentas en el firmamento, reinas ahora que la Luna, habiéndose ocultado, ha dejado de ofuscarlas. Y luego un gallo rasga el aire quieto con su agudo reclamo. Mucho más lejos, apenas perceptible, otro gallo responde. Y otra vez el silencio, roto ahora por el arpegio de gotas de relente condensado que caen de las tejas de la casa cercana al enlosado que la rodea. Y luego un frufrú nuevo entre las frondas, como sacudiéndose éstas la humedad nocturna, y el aislado silbar de un pájaro que se despereza, y, al mismo tiempo, un cambio en el cielo, la luz que se despierta: raya el alba… Y Judas no ha venido…
Jesús mira a su Madre, blanca como una azucena contra el olivo oscuro, y le dice:
-Hemos orado, Madre. Dios usará nuestra oración.
-Sí, Hijo mío. Estás pálido como la muerte. ¡Verdaderamente, tu vitalidad se ha derramado toda en esta noche, presionando en las puertas de los Cielos y en los decretos de Dios!
-Tú también estás pálida, Madre. Grande es tu esfuerzo.
-Grande es mi dolor por tu dolor.
La puerta de la casa se abre; con cautela la abren… Jesús se estremece. Pero es sólo la mujer que los ha llevado allí la
que sale sin hacer ruido. Jesús emite un suspiro: -¡He tenido la esperanza de haberme podido equivocar!
La mujer se acerca con su cesto vacío. Ve a Jesús. Lo saluda. Seguiría adelante, pero Él la llama. Le dice: -El Señor te lo pague todo. Yo también quisiera hacerlo, pero no traigo nada conmigo.
-No querría nada, Rabí. Ningún pago. Una cosa sí querría, que no es dinero, una cosa que sí me puedes dar. -¿Qué, mujer?
-Que el corazón de mi marido cambiara. Es algo que Tú puedes hacer, porque verdaderamente eres el Santo de Díos. -Ve en paz. Recibirás esto que deseas. Adiós.
La mujer se marcha ligera en dirección a su casa, que debe ser muy triste.
María comenta:
-Otra desdichada. ¡Por eso es buena!…
Se asoma en el granero la cabeza despeinada de Pedro, y, desde la suya, la luminosa de Juan; luego, el grave perfil de Judas Tadeo y el rostro de morena tez del Zelote, y la cara delgada del jovencito Benjamín… Todos están despiertos. Ahora salen de la casa primera, María de Magdala; luego Nique y después las otras. Cuado están todos reunidos y la mujer que les ha ofrecido hospedaje ha traído una colodra de leche todavía espumosa, aparece el Iscariote. Ya no tiene la venda. Pero el livor del golpe le tiñe la mitad de la frente, y su mirada aparece, bajo el arco violáceo, aún más sombrío.
Jesús lo mira. Judas mira a Jesús, y vuelve la cabeza hacia otra parte. Jesús le dice:
-Cómprale a la mujer lo que pueda darnos y luego alcánzanos.
Y, en efecto, Jesús saluda a la mujer y se pone en marcha. Todos lo siguen.