Lunes santo. Consuelo a la madre de Analía y encuentro con el soldado Vital. La higuera estéril y la parábola de los viñadores pérfidos. La autoridad de Jesús y el bautismo de Juan.
Jesús, allí, en el rellano elevado del Monte de los Olivos donde muchos galileos se congregan con ocasión de las solemnidades, sale pronto de una de las tiendas. Todo el campamento duerme bajo el claror de una Luna que se pone lentamente, fajando de candor argénteo tiendas, árboles y laderas, y a la ciudad durmiente abajo… Jesús pasa entre las tiendas seguro y sin hacer ruido. Una vez fuera del campamento, baja rápido hacia el Getsemaní por pronunciados senderos; lo atraviesa, sale de él, cruza el puentecillo del Cedrón -cinta de plata que arpegia a la Luna-, llega a la puerta vigilada por los legionarios. Quizá es una medida de precaución del Procónsul esta vigilancia de las puertas cerradas. Son cuatro soldados, que hablan sentados en voluminosas piedras colocadas contra el fuerte muro como asientos; y se están calentando junto a una pequeña hoguera de zarzas secas que proyecta una luz rojiza en las lorigas brillantes y en los austeros yelmos, bajo los cuales sobresalen unos rostros muy distintos de los de los hebreos, por la fisonomía itálica.
-¿Quién va ahí? – dice el primero que ve aparecer la alta figura de Jesús de detrás del ángulo de una casucha cercana a la puerta, y embraza el asta terminada en puntiaguda lanza que tenía apoyada al lado, contra el muro, poniéndose en la postura reglamentaria. Los otros hacen-lo mismo. Aquél, sin dar tiempo a Jesús para responder, dice:
-No se entra. ¿No sabes que estamos todavía en la segunda vigilia?
-Soy Jesús de Nazaret. Mi Madre está en la ciudad y voy donde Ella.
-¡Oh, el Hombre que ha resucitado al muerto de Betania! ¡ Por Júpiter! ¡Por fin voy a verlo!
Y se acerca mirándolo curioso; se mueve en torno a Él, como para asegurarse de que no es una cosa irreal, extraña, sino que es un hombre exactamente como todos los demás. Y lo dice:
-¡Oh! ¡Numes! ¡Es hermoso como Apolo, pero hecho en todo como nosotros! ¡Y no tiene ni bastón ni gorro, ni ninguna señal de su poder!
Está perplejo. Jesús lo mira pacientemente, sonriéndole con dulzura.
Los otros, que son menos curiosos -quizá han visto ya a Jesús otras veces- dicen: -Habría sido bueno que hubiera
estado aquí a mitad de la primera vigilia, cuando han llevado al sepulcro a la niña bonita que ha muerto por la mañana. Habríamos visto resucitar…
Jesús, dulcemente, repite:
-¿Puedo ir donde mi Madre?
Los cuatro soldados se desperezan. El más viejo habla:
-Verdaderamente la orden sería no dejar pasar. Pero Tú pasarías de todas formas. Quien fuerza las puertas del Hades bien puede forzar las puertas de una ciudad cerrada. Y, además, no eres hombre que suscite amotinamientos. Por tanto, la prohibición cae para ti. Procura que no te vean las patrullas de dentro. Abre, Marco Grato. Y pasa sin hacer ruido. Somos soldados y debemos obedecer…
-No temas. Vuestra bondad no se os transformará en castigo.
Un legionario abre cautelosamente el portillo practicado en puerta colosal, y dice:
-Pasa pronto. Dentro de poco termina la vigilia y seremos cambiados por los siguientes.
-La paz a vosotros.
-Somos hombres de guerra…
-La paz que Yo doy permanece incluso en la guerra, porque es paz del alma.
Y Jesús se sume en la oscuridad del arco abierto en el espesor de las murallas. Pasa silencioso ante el cuerpo de guardia, de donde la puerta abierta, sale la luz temblorosa de una lámpara de aceite, una lámpara corriente, colgada de un gancho del bajo techo, que permite ver algunos cuerpos de soldados durmiendo en esteras puestas en el suelo, bien arrebujados en sus mantos, con las armas al lado.
Jesús ya está en la ciudad… Lo pierdo de vista mientras observo cómo dos de los soldados de antes entran a despertar a los que duermen, para ser sustituidos; pero primero observan si Él se ha alejado.
-Ya no se le ve… ¿Qué habrá querido decir con esas palabras? Me habría gustado saberlo – dice el más joven.
-Habrías debido preguntársela. No nos desprecia. Es el único hebreo que no nos desprecia y que no nos saca el dinero de una u otra forma – le responde el otro (ya en su plena madurez viril).
-No me he atrevido. ¿Yo, campesino beneventano, hablar con uno que dicen que es Dios?
-¿Un dios en un jumento? ¡Ja! ¡Ja! Si estuviera borracho como Baco, quizá; pero no es un borracho. Creo que no bebe siquiera el mulsum. ¿No ves lo pálido y delgado que está?
-Y, sin embargo, los hebreos…
-¡Ellos si que beben, aunque aparenten no hacerlo! Y, borrachos por haber bebido los vinos fuertes de estas tierras, y también su sidra, han visto a un dios en un hombre. Créeme: los dioses son patrañas. El Olimpo está vacío y la Tierra carece de dioses.
-¡Sí te oyeran!…
-¿Eres todavía tan niño, como para no poder vestir la toga cándida y no sabes que el mismo César no cree en los dioses? Ni tampoco creen en ellos los pontífices, los augures, los arúspices, los arvales, las vestales, ni nadie.
-¿Y entonces, por qué…?
-¿Por qué los ritos? Porque gustan al pueblo y son útiles para los sacerdotes, y le sirven a César para hacerse obedecer como si fuera un dios terreno sujetado de la mano por los dioses olímpicos. Pero los primeros que no creen son aquellos a los que veneramos como ministros de los dioses. Yo soy pirroniano. He recorrido el mundo. He vivido muchas experiencias. Ya tengo pelo blanco en las sienes y mi pensamiento ha madurado. Tengo como código personal tres sentencias: Amor a Roma, única diosa y única certidumbre, hasta el sacrificio de mi vida; no creer en nada, porque todo lo que nos rodea es ilusión, excepto la Patria sagrada e inmortal (también de nosotros mismos debemos dudar, porque es inseguro incluso el hecho de que vivamos); el sentido y la razón no son suficientes para dar la certidumbre de llegar a conocer la Verdad, y el vivir y el morir tienen el mismo valor porque no sabemos qué es vivir ni qué es morir – dice, haciendo alarde un escepticismo filosófico de criatura superior…
El otro lo mira titubeante. Luego dice:
-Pues yo, sin embargo, creo. Y me gustaría saber… saber acerca de ese hombre que ha pasado hace poco. Él, sin duda, conoce la Verdad. Una cosa extraña se desprende de Él. ¡Es como una luz que entra dentro!
-¡Esculapio te salve! ¡Estás enfermo! Hace poco has subido del valle a la ciudad, y las fiebres aparecen fácilmente en los que realizan este viaje y no se han aclimatado todavía a esta región. Estás delirando. Ven. Para hacer salir en forma de sudor el veneno de la fiebre jordánica lo único es vino caliente y drogas… – y le impele hacia el cuerpo de guardia.
Pero el otro se libera y dice:
-No estoy enfermo. No quiero vino caliente con drogas. Quiero vigilar allí, fuera de las murallas (señala al lado interno del bastión) y esperar al hombre que ha dicho que se llama Jesús.
-Si esperar no te desagrada… Yo entro a despertar a éstos para el cambio. Adiós…
Y entra ruidosamente en el cuerpo de guardia, despertando a sus compañeros y gritando:
-¡Ha sonado la hora! ¡Arriba, holgazanes perezosos! ¡Que estoy cansado…! Bosteza ruidosamente, y profiere
imprecaciones porque han dejado apagar el fuego y se han bebido todo el vino caliente «tan necesario para secar el aguazo palestino…».
El otro, el joven legionario, apoyado en el muro que la Luna ponentina acaricia, espera a que Jesús vuelva sobre sus pasos. Las estrellas velan su esperanza…
Jesús, entretanto, ha llegado a la casa que Lázaro tiene en el monte Sión. Llama.
Leví le abre.
-¡Tú, Maestro! Las amas duermen. ¿Por qué no has mandado a un sirviente, si necesitabas algo?
-No le habrían dejado pasar.
-¡Ah, es verdad! ¿Y Tú cómo has pasado?
-Soy Jesús de Nazaret. Y los legionarios me han dejado pasar. Pero esto no hay que decirlo, Leví.
-No lo diré… ¡Mejores ellos que muchos de nosotros!
Llévame a donde duerme mi Madre y no despiertes a ningún otro de la casa.
-Como quieras, Señor. La orden de Lázaro a todos sus encargados domésticos es obedecerte en todo sin replicar y sin dilación. Poco después del alba llevó la orden un criado, muchos criados, a todas las casas. Obedecer y callar. Lo haremos. Nos has concedido de nuevo a nuestro señor…
El hombre va con paso ligero por los pasillos, amplios como galerías, del espléndido palacio de Lázaro del monte Sión, y la lámpara que lleva entre sus manos ilumina fantásticamente los objetos y los tapices que adornan estos anchos pasillos. El hombre se detiene ante una puerta cerrada:
-Ahí está tu Madre.
-Puedes marcharte.
-¿Y la lámpara? ¿No la quieres? Yo puedo volver a oscuras. Conozco bien la casa. Nací aquí.
-Déjamela. Y no quites la llave de la puerta. Salgo enseguida.
-Sabes donde encontrarme. Cierro por precaución. Pero estaré preparado para abrirte la puerta cuando vengas.
Jesús se queda solo. Llama con suavidad: un toque tan ligero que sólo una persona que esté bien despierta puede oírlo. Ruido leve dentro de la habitación, como de correr una silla y un ligero rumor de pasos, y una voz suave:
-¿Quién llama?
-Yo, Mamá. Ábreme.
La puerta se abre enseguida. La luz de la Luna es la única que ilumina la serena habitación, y extiende sus rayos sobre el lecho intacto. Hay una silla junto a la ventana abierta de par en par frente al misterio de la noche.
-¿No dormías todavía? ¡Es tarde!
-Oraba… Ven, Hijo mío. Siéntate aquí donde estaba yo – y señala a la silla que está junto a la ventana.
-No puedo detenerme. He venido por ti, para ir a Ofel, a casa de Elisa. Analía ha muerto. ¿No lo sabías todavía? -No. Ninguno… ¿Cuándo, Jesús?
-Después de pasar Yo.
-¡Después de pasar Tú! ¡Has sido, entonces, para ella el Ángel libertador! ¡Tan severas rejas le eran esta Tierra…! ¡Dichosa ella! ¡Quisiera estar yo en su lugar! ¿Ha sido una muerte… natura? Quiero decir… ¿no por un infortunio?…
-Ha muerto de alegría de amor. Lo he sabido cuando estaba ya en la subida del Templo. Ven conmigo, Mamá. Nosotros no tememos profanarnos por consolar a una madre que ha tenido entre sus brazos a su hija muerta de alegría sobrenatural… ¡Nuestra primera virgen! La que fue a Nazaret, a ti, para encontrarme a mí y pedirme esta alegría… Días lejanos y serenos.
-Anteayer cantaba como una curruca enamorada y me besaba diciendo: «¡Soy feliz!», y estaba ávida de oír todo acerca de ti. Cómo te formó Dios, cómo me eligió, y mis primeros latidos de virgen consagrada… Ahora comprendo… Estoy preparada, Hijo.
María, mientras hablaba, se ha fijado el pelo, que le caía por los hombros y tan niña le hacía parecer, y se ha puesto el velo y el manto.
Salen, haciendo el menor ruido posible.
Leví está ya al lado del portón. Explica:
-He preferido… por mi mujer… Las mujeres son curiosas. Me habría hecho cien preguntas. Así no lo sabe… Abre. Hace ademán de cerrar.
Jesús dice:
-Dentro de esta misma vigilia traeré a mi Madre.
-Velaré aquí. Pierde cuidado.
-La paz a ti.
Caminan por las calles silenciosas, vacías, de las que la Luna va retirándose lentamente para permanecer en lo alto de las casas altas de la colina de Sión. Más luminoso se ve el barrio de Ofel, de casitas más humildes y bajas.
Y se ve la casa de Analía. Cerrada, oscura, silenciosa. Algunas flores, mustias, hay todavía en los peldaños de la casa: quizás las que arrojó la virgen antes de morir, o flores caídas de su lecho fúnebre… Jesús llama a la puerta. Llama de nuevo… Ruido de una ventana que se abre arriba. Una voz desmayada:
-¿Quién llama?
-María y Jesús de Nazaret – responde María.
-¡Oh! ¡Voy!…
Breve espera. Luego, ruido de descorrer cerrojos. La puerta se abre y permite ver la cara desencajada de Elisa, que a duras penas se tiene en pie apoyada en la jamba. Y, cuando María, entrando, le abre los brazos, ella se deja caer sobre su pecho, llorando con débiles sollozos, propios de quien ha llorado ya tanto, que carece de voz para llanto. Jesús cierra la puerta y espera paciente a que su Madre calme esa congoja.
Cerca de la puerta hay una habitación. Entran en ella. Jesús lleva la lámpara que Elisa había dejado en el suelo de la entrada antes de abrir la puerta. El llanto de la madre parece no poder tener fin. Habla entre roncos sollozos a María: habla la madre a la Madre. Jesús, en pie junto a una pared, calla…
Elisa no encuentra razón de esa muerte acaecida así… Y, en medio de su dolor, hace recaer la causa de ella sobre Samuel, el prometido perjuro:
-¡Ese maldito le ha roto el corazón! Ella no lo decía, pero está claro que sufría, ¡quién sabe desde hace cuánto tiempo! Y con el júbilo, con el grito, se le ha abierto el corazón. Maldito sea eternamente.
-No, querida mía, no. No maldigas. No es así. Dios la ha amado tanto, que ha querido que estuviera en la paz. Pero, aunque hubiera muerto por causa de Samuel -no es así, pero supongámoslo por un instante- piensa en qué muerte de júbilo ha tenido, y di que la malvada acción le procuró una muerte feliz.
-¡Yo ya no la tengo! ¡Se me ha muerto! ¡Se me ha muerto! ¿Tú no sabes lo que es perder a una hija! Yo he experimentado dos veces este dolor. Porque ya la lloraba como muerta cuando tu Hijo la curó. Pero ahora… Pero ahora… ¡Él no ha vuelto! No se ha compadecido… ¡Yo la he perdido! ¡Perdida! ¡Mi criatura está ya en la tumba! ¿Sabes lo que es ver agonizar a un hijo?, ¿saber que tiene que morirse?, ¿verlo muerto cuando se pensaba que había recuperado la salud y que estaba fuerte? No lo sabes. No puedes hablar… Era bonita como una rosa que se hubiera abierto en ese momento, con los primeros rayos del Sol, esta mañana mientras se arreglaba. Había querido adornarse con el vestido que le había hecho para la boda. Quería también coronarse como esposa. Luego prefirió deshacer la guirnalda, ya preparada, y deshojar las flores para echárselas a tu Hijo, ¡y cantaba!, ¡cantaba! Su voz llenaba la casa. Estaba hermosa como la primavera. La alegría le ponía brillantes como estrellas los ojos; del color de la púrpura, como pulpa de granada, los labios abiertos sobre la blancura de los dientes. Tenía las mejillas rosadas y frescas como rosas nuevas decoradas de rocío. Y se puso blanca como una azucena poco antes abierta. Y se plegó para caer sobre mi pecho como un tallito quebrado… ¡Ya ninguna palabra!, ¡ya ningún suspiro! ¡Ya ausencia de color! ¡Ya sin mirada! Plácida, bonita, como un ángel de Dios, pero sin vida. ¡Tú no sabes, tú que gozas de la exaltación de tu Hijo y que lo tienes sano y fuerte, no sabes cuál es mi dolor! ¿Por qué no ha regresado? ¿En qué le había herido, y yo con ella, para no tener piedad de mi oración?
-¡Elisa! ¡Elisa! No digas eso… El dolor te ciega y te hace ser sorda… Elisa, no conoces mi dolor. Y no sabes cuán profundo va a ser el mar de mi dolor. Tú la has visto tranquila y hermosa entumecerse en paz. En tus brazos. Yo… Yo hace más de seis lustros que contemplo a mi Hijo, y, detrás de su carne lisa y limpia que contemplo y acaricio, veo las llagas del Varón de dolores en que se convertirá. ¿Sabes, tú que dices que no sé lo que es ver a un hijo ir dos veces a la muerte y una entrar y ya quedarse en paz en ella, sabes lo que es para una madre tener durante tantos años esta visión? ¡Mi Hijo! Ahí está. Está ya vestido de rojo, como si saliera de un baño de sangre. Y pronto, dentro de poco, antes de que la cara de tu hija se haya puesto oscura en el sepulcro, lo veré vestido con la púrpura de su Sangre inocente. De esa Sangre que le he dado. Tú has recogido a tu hija en tu corazón, pero yo, ¿sabes cuál será mi dolor al ver morir a mi Hijo como un malhechor en el madero? ¡Míralo, mira al Salvador de todos! Salvador en el espíritu y en la carne, porque la carne de los que Él salve será incorrupta y bienaventurada en su Reino. ¡Y, mírame! ¡Mira a esta Madre que hora a hora acompaña y conduce -no le retendría ni un paso- a su Hijo al Sacrificio! Te puedo comprender, pobre mamá. ¡Pero tú comprende mi corazón! No aborrezcas a mi Hijo. Analía no habría soportado la agonía de su Señor, y su Señor la ha hecho feliz en un momento de júbilo.
Elisa, al oír esta revelación, ha dejado de llorar. Mira fijamente a María, cuyo rostro está pálido, un rostro de mártir lavado por lágrimas silenciosas; mira a Jesús, que a su vez la mira con compasión … y se derrumba a los pies de Él gimiendo:
-¡Pero ella se me ha muerto! ¡Se me ha muerto, Señor! Como una azucena, una azucena rota. ¡De ti dicen los poetas que eres Aquel que se complace en estar entre las azucenas! ¡Oh, verdaderamente, tú, nacido de la azucena-María, bajas a menudo a los jardines florecidos, y haces de las rosas florecidas cándidas azucenas, y arrebatándoselas al mundo las recoges. ¿Por qué? ¿Por qué, Señor? ¿No es justo que una madre goce de la rosa que nació de ella? ¿Por qué apagar el color purpurino en la fría blancura de muerte de la azucena?
-¡Las azucenas! Serán el símbolo de las que me amen como mi Madre amó a Dios. El cándido jardín del Rey divino. -Pero nosotras, las madres, lloraremos; nosotras tenemos derecho a nuestras hijas. ¿Por qué arrebatarles la vida? -No quiero decir eso, mujer. Seguirán viviendo las hijas, pero consagradas al Rey como las vírgenes en los palacios de
Salomón. Recuerda el Cantar (6, 8-9; 8, 4)… Y serán esposas, las predilectas, en la Tierra y en el Cielo.
-¡Pero mi hija ha muerto! ¡Ha muerto!». De nuevo llanto desgarrador.
-Yo soy la Resurrección y la Vida. Quien cree en mí, aunque muera, vive; y en verdad te digo que no muere para siempre. Tu hija vive. Tiene vida eterna porque creyó en la Vida. Mi Muerte será para ella Vida completa. Ha conocido la alegría de vivir en mí antes de conocer el dolor de ver que me arrancan la vida. Tu dolor te ciega y te hace ser sorda. Bien lo ha dicho mi Madre. Pero pronto estará en tus labios lo que he encargado que te transmitieran: «Verdaderamente su muerte fue una gracia de Dios». Créelo, mujer. El horror espera a este lugar. Y vendrá un día en que las madres que hayan sufrido el mismo golpe que tú dirán: «Alabado sea Dios, que libró de estos días a nuestros hijos». Y las otras madres gritarán hacia el Cielo: “¿Por qué, oh Dios, no has quitado la vida a nuestros hijos antes de esta hora?». Créelo, mujer. Cree en mis palabras. No levantes entre ti y Analía el verdadero muro que separa: el de una fe distinta. ¿Ves? Yo hubiera podido no venir. Sabes cuánto me odian. ¡No te engañe la exaltación de una hora!… En cada rincón puede esconderse una asechanza contra mí. Y he venido solo, de noche, para consolarte y decirte estas palabras. Yo me hago solidario del dolor de una madre. Para que tu alma tenga paz, he venido a decirte estas palabras. ¡Ten paz! ¡Paz!
-¡Dámela Tú, Señor! Yo no puedo. No puedo con este sufrimiento conseguir la paz. Pero Tú, que das nueva vida a los muertos y nueva salud a los moribundos, da la paz al corazón de una madre consumida por la aflicción.
-Así sea, mujer. A ti la paz.
Le impone las manos bendiciéndola y orando por ella en silencio. María, por su parte, se ha arrodillado al lado de Elisa y la ciñe con un brazo.
-Adiós, Elisa. Me marcho…
-¿No nos vamos a volver a ver, Señor? No voy a salir de casa durante muchos días y Tú te vas a marchar pasadas las fiestas pascuales. Tú… eres todavía un poco parte de mi hija… porque Analía…, porque Analía vivía en ti y para ti.
Llora. Más serena, pero… ¡cuánto llora!
Jesús la mira… Acaricia su cabeza cana. Le dice:
-Me verás todavía.
-¿Cuándo?
-A partir de esta noche, dentro de ocho.
-¿Y me vas a consolar entonces? ¿Me vas a bendecir para darme fuerza?
-Mi corazón te bendecirá con toda la plenitud del amor mío hacia los que me aman. Ven, Madre mía.
-Hijo mío, si me lo permites, quisiera estar todavía un tiempo con esta madre. El dolor es una impetuosa ola que vuelve cuando se aleja Aquel que infunde paz… Volveré a casa a la primera hora. No tengo miedo de ir sola. Tú lo sabes; como también sabes que pasaría a través de todo un ejército de enemigos con tal de consolar a un hermano mío en Dios.
-Sea como quieres. Yo me marcho. Dios esté con vosotras.
Sale sin hacer ruido, cerrando tras sí la puerta de la habitación y la de la casa.
Vuelve hacia las murallas, hacia la Puerta de Efraím o hacia la Puerta Estercolaria o del Estiércol (porque muchas veces he oído nombrar estas dos puertas cercanas con estos tres nombres, quizás porque una da al camino de Jericó, que está en el fondo, y que lleva a Efraím; y la otra, porque está cerca del Valle de Hinnón, donde se quema la basura de la ciudad; y son tan iguales, que las confundo).
El cielo, a pesar de estar todavía tachonado de estrellas, empieza a clarearse en la parte oriental del horizonte. Las calles están envueltas en una penumbra más densa que la oscuridad nocturna atenuada por la blancura de la luna. Pero el soldado romano tiene buenos ojos. En cuanto ve a Jesús ir hacia la puerta, le sale al paso.
-¡Salve! Te he estado esperando… – se detiene inseguro.
-Habla sin miedo. ¿Qué quieres de mí?
-Saber. Has dicho: «La paz que Yo doy permanece incluso en la guerra porque es paz de alma». Yo quisiera saber qué paz es y qué es alma. ¿Cómo puede un hombre que está en la guerra estar en paz? Cuando se abre el templo de Jano se cierra el de la Paz. No pueden estas dos cosas darse juntas en el mundo.
Habla apoyado en el murete verdoso de un huertecillo, en una callejuela estrecha como un sendero entre campos, flanqueada por pobres casas, húmeda, tétrica, oscura. Aparte de un leve reflejo que señala el yelmo bruñido, no se advierte nada más de los dos que hablan: la sombra confunde las caras y los cuerpos en una única negrura.
La voz de Jesús resuena pausada, y luminosa, por la alegría que siente de sembrar una semilla de luz en el pagano.
-En el mundo, en verdad, no pueden darse juntas paz y guerra. La una excluye a la otra. Pero en el hombre de guerra puede haber paz aún llevando a cabo esa guerra que le ha sido ordenada; puede estar mi paz. Porque mi paz viene del Cielo y no la lesiona el fragor de la guerra ni la brutalidad de las matanzas. Esa paz es cosa divina e invade a la cosa divina que el hombre tiene dentro de sí y que se llama alma.
-¿Divina? ¿En mí? César es divino. Yo soy hijo de agricultores. Ahora soy un legionario sin ninguna graduación. Si soy valiente, quizás llegue a centurión. Pero, divino, no.
-Hay una parte divina en ti. Es el alma. Viene de Dios. Del verdadero Dios. Por eso es divina, gema viva en el hombre, y se alimenta y vive de cosas divinas: la fe, la paz, la verdad. La guerra no la turba, la persecución no la lesiona, la muerte no la mata; sólo el mal, hacer lo feo, la hiere o la mata, y también la priva de la paz que Yo doy. Porque el mal separa de Dios al hombre.
-¿Y qué es el mal?
-Estar en el paganismo y adorar a los ídolos cuando la bondad del verdadero Dios ha dado el conocimiento de que existe el verdadero Dios. No amar al padre, a la madre, a los hermanos y al prójimo. Robar, matar, ser rebeldes, ser lujuriosos, ser falsos. Esto es el mal.
-¡Ah, entonces no puedo tener tu paz! Soy soldado con órdenes de matar. ¡Para nosotros, entonces, no hay salvación!
-Sé justo en la guerra y en la paz. Cumple con tu deber sin crueldad ni avidez. Mientras combates y conquistas, piensa que el enemigo es como tú, y que en todas las ciudades hay madres y jóvenes como tu madre y tus hermanas, y sé valiente sin ser brutal: no saldrás de la justicia ni de la paz y mi paz permanecerá en ti.
-¿Y luego?
-¿Y luego? ¿Qué quieres decir?
-¿Después de la muerte? ¿Qué es del bien que he hecho y de esa alma que dices que no muere si no se hace el mal? -Vive. Vive adornada del bien que ha hecho, en una paz gozosa mayor que la que se goza en la Tierra.
-¡Entonces en Palestina sólo uno había hecho el bien! Comprendo.
-¿Quién?
-Lázaro de Betania. ¡No murió su alma!
-Él, en verdad, es un justo. De todas formas, muchos son como él y mueren sin resucitar; pero sus almas viven en el Dios verdadero. Porque el alma tiene otra morada, en el Reino de Dios. Y quien cree en mí entrará en ese Reino.
-¿También yo que soy romano?
-También tú, si crees en la Verdad.
-¿Qué es la Verdad?
-Yo soy la Verdad, y el Camino para ir a la Verdad; y soy la Vida y doy la Vida, porque quien acoge la Verdad acoge la
Vida.
E1 joven soldado piensa…, calla… Luego levanta la cara. Une cara todavía pura de joven, y con una sonrisa límpida y serena. Dice:
-Trataré de recordar esto y de saber más aún. Me gusta…
-¿Cómo te llamas?
-Vital. De Benevento. De las campiñas de la ciudad.
-Recordaré tu nombre. Haz verdaderamente vital tu espíritu alimentándolo con la Verdad. Adiós. Se abre la puerta. Salgo de la ciudad.
-¡Ave!
Jesús va con paso ligero a la puerta y se apresura por el camino que lleva al Cedrón y al Getsemaní, y desde allí al campo de los Galileos.
Entre los olivos del monte, se encuentra con Judas Iscariote. También él sube ligero hacia el Campo, que ya se despierta. Judas, al encontrarse a Jesús de frente, hace un ademán que expresa casi espanto. Jesús lo mira fijamente, sin decir nada.
-He ido a llevar los alimentos a los leprosos. Pero… he encontrado dos en Hinnón, cinco en Siloán. Los otros: curados. Todavía estaban allí, pero curados; tanto que me han rogado que se lo diga al sacerdote. He bajado con las primeras luces del día para estar libre después. Dará que hablar la cosa. ¡Un número tan grande de leprosos curados juntos, después de tu bendición en presencia de tanta gente!
Jesús no habla. Lo deja hablar… No dice ni «has hecho bien» ni da referente a la acción de Judas, ni referente al milagro. No. Lo que hace es que, de improviso, se para, y, mirando fijamente al apóstol, le pregunta:
-¿Entonces? ¿Qué ha cambiado el que te haya dejado libertad y dinero?
-¿Qué quieres decir?
-Esto: te pregunto si te has santificado desde que te he dado libertad y dinero. Y tú me comprendes… ¡Ah, Judas! ¡Recuerda, recuerda siempre que a ti te he amado más que a todos los demás, habiendo recibido de ti menos amor del que ellos me han dado; recibiendo, al contrario, un odio mayor que el más ensañado odio del más ensañado fariseo, porque era odio de uno al que traté como amigo. Y recuerda también esto: que ni siquiera ahora te aborrezco, sino que, por lo que depende del Hijo del hombre, te perdono. Ve ahora. No tenemos ya nada que decirnos. Todo está hecho…
Judas quisiera decir algo, pero Jesús, con un gesto imperioso, le indica que vaya adelante… Y Judas, cabizbajo como un vencido, va delante…
En el límite del campo de los Galileos, los once apóstoles y los dos servidores de Lázaro están ya preparados. -¿Dónde has estado, Maestro? ¿Y tú, Judas? ¿Estabais juntos?
Jesús interviene antes de la respuesta de Judas:
-Yo tenía que decir algo a unos corazones. Judas ha ido donde los leprosos. Están curados todos menos siete. -¿Por qué has ido? ¡Quería ir yo también! – dice el Zelote.
-Para estar libre y poder venir con nosotros. Vamos. Entraremos en la ciudad por la puerta del Rebaño. Vamos, sin demora – dice Jesús, que es el primero en empezar a andar.
Pasa por entre los olivos que llevan desde el Campo, casi a mitad de camino entre Betania y Jerusalén, hasta el otro puentecito que salva el Cedrón cerca de la puerta del Rebaño.
Algunas casas de campesinos están diseminadas por las laderas, y, casi abajo, rayana a las aguas del torrente, una higuera mece sus desordenadas ramas por encima de éste. Jesús se dirige a ella y busca entre el ramaje amplio y abundante alguna flor de higo maduro. Pero la higuera es toda hojas. Tiene muchas hojas, inútiles; pero, ni un solo fruto en sus ramas.
-Eres como muchos corazones en Israel. Que jamás pueda nacer de ti fruto alguno y que nadie coma de ti en el futuro – dice Jesús. Los apóstoles se miran. La ira de Jesús hacía el árbol estéril – quizás agreste- los asombra. Pero no dicen nada. Sólo más tarde-pasado el Cedrón, Pedro le pregunta:
-¿Dónde has comido?
-En ningún lugar.
-¡Entonces tienes hambre! Allí hay un pastor con alguna cabra que está pastando. Voy a pedir leche para ti. Vuelvo enseguida – y va dando zancadas para volver cauto con una escudilla vieja colmada de leche.
Jesús bebe y da, acompañada de una caricia, la taza al pastorcito, que ha acompañado a Pedro.
Entran en la ciudad y suben al Templo. Adorado el Señor, Jesús vuelve al patio donde los rabíes exponen sus lecciones. La gente se arremolina en torno a Él. Una madre, que viene de Cintium, presenta a su hijo, al que una enfermedad ha
dejado ciego, creo. Tiene los ojos blancos, como quien tuviera una catarata grande en la pupila, o mancha blanca. Jesús lo cura
tocando levemente las órbitas con sus dedos. Inmediatamente después, empieza a hablar:
-Un hombre compró un terreno y lo plantó de vides. Construyó allí la casa para los colonos, y una casa para los guardas; también bodegas y lugares para prensar las uvas. Dejó el cultivo del campo a aquellos colonos en que confiaba. Luego se marchó lejos. Cuando les llegó a las vides -ya crecidas suficientemente como para ser fructíferas – el tiempo de poder dar fruto, el amo de la viña mandó a sus servidores donde los colonos para que retirasen el beneficio de la cosecha. Pero los colonos rodearon a los servidores del amo y a una parte de ellos los apalearon, contra otros lanzaron gruesas piedras, de modo que los hirieron mucho, a otros los mataron del todo. Los que pudieron volver vivos donde el señor contaron lo que les había sucedido. El señor los curó y consoló, y mandó a otros servidores, aún más numerosos. Los colonos trataron a éstos como habían tratado a los primeros. Entonces el amo de la viña dijo: «Les enviaré a mi hijo. Ciertamente respetarán a mi heredero». Pero los colonos, al verlo venir y sabiendo que era el heredero, se convocaron recíprocamente diciendo: «Venid. Vamos a agruparnos para ser muchos. Lo llevamos por la fuerza afuera, a un lugar lejano, y lo matamos. Nos quedaremos con su herencia». Y, recibiéndolo con hipócritas honores, lo rodearon como festejándolo, pero luego, tras haberlo besado, lo ataron, le dieron fuertes golpes y, en medio de mil burlas, lo llevaron al lugar del suplicio y lo mataron. Ahora decidme vosotros. Ese padre y amo, que un día verá que su hijo y heredero de los bienes no vuelve, y que descubrirá que sus siervos-colonos, aquellos a quiénes había dado la tierra feraz para que la cultivaran en su nombre, gozando de ella lo justo y dando de ella a su señor lo justo, han sido asesinos de su hijo, ¿qué hará? – y Jesús asaetea con sus zafíreos iris, encendidos como un sol, a los presentes, y especialmente a los grupos de los más influyentes judíos, fariseos y escribas que están entremezclados con la gente.
Ninguno dice nada.
-¡Hablad, pues! A1 menos vosotros, rabíes de Israel. Pronunciad palabras de justicia que convenzan al pueblo en orden a la justicia. Yo podría decir palabras no buenas, según vuestro pensamiento. Hablad vosotros entonces, para que el pueblo no sea inducido a error.
Los escribas, obligados, responden así:
-Castigará a esos canallas haciéndolos morir de manera atroz, y dará la viña a otros colonos que se la vayan a cultivar con honradez y le den el fruto de la tierra recibida.
-Bien habéis respondido. Así está en la Escritura: «La piedra desechada por los constructores ha venido a ser piedra angular. Es una obra realizada por el Señor y es admirable ante nuestros ojos» (Salmo 118, 22-23)
Pues porque así está escrito y vosotros lo sabéis y juzgáis justo que reciban atroz castigo los colonos asesinos del hijo heredero del amo de la viña, y que ésta sea entregada a otros colonos que honradamente la cultiven, por eso, os digo: «Os será arrebatado el Reino de Dios para ser entregado a otros que lo cultiven con fruto. Y el que caiga contra esta piedra quedará destrozado, y aquel sobre el que ella cayere quedará triturado».
-Los príncipes de los sacerdotes, los fariseos y escribas, con un acto verdaderamente… heroico, no reaccionan. ¡Tanto puede la voluntad de alcanzar un objetivo! Por mucho menos, otras veces, han arremetido contra Él, y hoy, que abiertamente el Señor Jesús les dice que serán privados del poder, no empiezan a echar improperios, no ponen actos violentos, no amenazan: falsos corderos pacientes, que bajo una hipócrita apariencia de mansedumbre ocultan un inmutable corazón de lobo.
Se limitan a acercarse a Él, que ahora pasea yendo y viniendo, escuchando a unos o a otros de los muchos peregrinos que están congregados en el vasto patio (y muchos de ellos piden consejo en orden a casos de alma o de circunstancias familiares o sociales). Se acercan a Él en espera de poderle decir algo después de escuchar el juicio que da a un hombre acerca de una intrincada cuestión de herencia. Una cuestión de herencia que ha producido división y rencor entre los distintos herederos, a causa de un hijo -adoptado luego- que su padre tuvo con una criada de la casa y al que los hijos legítimos, no queriendo tener nada que ver con el bastardo, no lo admiten a su lado, ni quieren que sea coheredero en la repartición de las casas y terrenos; y no saben cómo solucionar la cuestión, porque el padre, antes de morir, hizo jurar que, de la misma manera que él siempre había compartido el pan tanto con el ilegítimo como con los legítimos, y en igual medida ellos debían compartir la herencia con él también en igual medida.
Jesús, al que pregunta en nombre de los otros tres hermanos le dice:
-Sacrificad todos un pedazo de tierra, y vendedlo, de forma que reunáis el valor de dinero equivalente a un quinto del total, y dádselo al ilegítimo diciendo: «Ésta es tu parte. No se te despoja de lo tuyo y no se ha traicionado la voluntad de nuestro padre. Ve y que Dios te acompañe». Y dad con abundancia, incluso más del estricto valor de su parte. Hacedlo ante testigos justos, y nadie podrá, ni en este mundo ni más allá de él, alzar voces de censura ni de escándalo. Así tendréis paz entre vosotros y en vosotros, no teniendo el remordimiento de haber desobedecido a vuestro padre y no estando a vuestro lado aquel que, verdaderamente inocente, os es causa de turbación más que si fuera un bandolero colado entre vosotros.
El hombre dice:
-En verdad, el bastardo ha robado paz a nuestra familia, un lugar no suyo y salud a nuestra madre, que murió de dolor.
-Hombre, no es él el culpable, sino el que lo engendró. Él no solicitó nacer para llevar la marca de bastardo. Fue la pasión de vuestro padre la que lo engendró para entregarlo al dolor y daros dolor. Sed pues, justos con el inocente que paga ya duramente por una culpa no suya. Y no reprobéis el espíritu de vuestro padre. Dios lo ha juzgado No se requieren los rayos de vuestras maldiciones. Honrad a vuestro padre, siempre, aunque sea culpable, no por sí mismo sino porque representó en la Tierra a vuestro Dios, habiéndoos creado por decreto de Dios y siendo el señor de vuestra casa. Los padres vienen inmediatamente después de Dios. Recuerda el Decálogo. Y no peques. Ve en paz.
Entonces los sacerdotes y escribas se le acercan para interrogarle:
-Te hemos oído. Has hablado con ecuanimidad. Un consejo que ni Salomón lo hubiera dado más sabio. Pero ahora dinos, Tú que obras prodigios y das sentencias como sólo el rey sabio podía dar, ¿con qué autoridad haces, estas cosas? ¿De dónde te viene ese poder?».
Jesús los mira fijamente. No se muestra agresivo ni desdeñoso, sino majestuoso; mucho. Dice:
-Yo también tengo una pregunta que haceros. Si me respondéis, os diré con qué autoridad Yo, hombre sin autoridad de cargos y pobre -porque esto es lo que queréis decir-, hago estas cosas. Decid: ¿el bautismo de Juan de dónde venía?, ¿del Cielo o del hombre que lo impartía? Respondedme. ¿Con qué autoridad Juan lo impartía como rito purificador para prepararos a la venida del Mesías, si Juan era todavía más pobre y menos versado que Yo, y carecía de todo cargo, pues que había vivido en el desierto desde su juventud temprana?
Los escribas y sacerdotes se consultan unos a otros. La gente se cierra en torno, bien abiertos sus ojos y oídos, preparada para la protesta si los escribas descalifican a Juan Bautista y ofenden al Maestro, y a la aclamación si aquéllos se ven vencidos por la pregunta del Rabí de Nazaret, divinamente sabio. Impresiona el silencio absoluto de esta multitud que espera la respuesta. Es tan profundo, que se oyen las aspiraciones y los bisbiseos de los sacerdotes o escribas, que hablan entre sí casi sin usar la voz, mientras miran de reojo al pueblo, cuyos sentimientos, ya preparados para estallar, intuyen.
A1 fin se deciden a responder. Se vuelven hacia Cristo, que está apoyado en una columna, con los brazos recogidos sobre el pecho, y que los escudriña sin perderlos un momento de vista. Dicen:
-Maestro, no sabemos por qué autoridad Juan hacía esto ni de dónde venía su bautismo. Ninguno pensó en preguntárselo a Juan el Bautista mientras vivía, y él espontáneamente nunca lo dijo.
-Y Yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas.
Les vuelve las espaldas, convoca a los doce y, abriéndose paso entre la gente que aclama, sale del Templo.
Una vez afuera, pasada la Probática -han salido por esa parte- Bartolomé le dice: -Ahora son muy prudentes tus
adversarios. Quizás están convirtiéndose al Señor, que te ha enviado, y empezando a reconocerte como Mesías santo.
-Es verdad. No han alegado nada ni contra tu pregunta ni contra tu respuesta… dice Mateo.
-Pues que así sea. Es hermoso que Jerusalén se convierta al Señor Dios suyo – dice Bartolomé.
-¡No os hagáis ilusiones! Esa parte de Jerusalén no se convertirá jamás. No han respondido de otra manera porque han tenido miedo de la multitud. Yo leía sus pensamientos, aunque no oía sus palabras; dichas en voz baja.
-¿Y qué decían? – pregunta Pedro.
-Decían esto. Deseo que lo sepáis para que los conozcáis a fondo y podáis dar a los que vengan una exacta descripción de los corazones de los hombres de mi tiempo. No me han respondido por conversión al Señor, sino porque entre sí han dicho: «Si contestamos: “El bautismo de Juan venía del Cielo”, el Rabí nos va a responder: `¿Y entonces por qué no habéis creído en lo que venía del Cielo e indicaba una preparación para el tiempo mesiánico?”; y si decimos: “Del hombre”, será la multitud la que se rebelará diciendo: “¿Y entonces por qué no creéis en lo que Juan, nuestro profeta, dijo de Jesús de Nazaret?’. Así que es mejor decir: “No sabemos”. Esto decían. No por conversión hacia Dios, sino por cálculo ruin y para no tener que confesar con sus bocas que Yo soy el Cristo y hago lo que hago porque soy el Cordero de Dios del que habló el Precursor. Y Yo tampoco he querido decir con qué autoridad hago lo que hago. Ya lo he dicho mucha veces dentro de esas murallas y en toda Palestina, y mis prodigios hablan aún más que mis palabras. Ahora ya no lo voy a decir con mis palabras. Dejaré que hablen los profetas y mi Padre, y las señales del Cielo. Porque ha llegado el tiempo en que todas las señales serán dadas. Las que expresaron los profetas y fueron signadas por los símbolos de nuestra historia, y las que Yo he expresado: la señal de Jonás; ¿os acordáis de aquel día de Quedes? Y la señal que espera Gamaliel. Tú, Esteban, y tú, Bernabé, que has dejado a tus compañeros, hoy, para seguirme, muchas veces, sin duda, habéis oído al rabí hablar de esa señal. Pues bien: pronto será dada esa señal.
Se aleja, cuesta arriba, por los olivos del monte, seguido de los suyos y de muchos discípulos (de aquellos setenta y dos), además de otros, como José Bernabé, que lo sigue para oírlo hablar todavía.