Los judíos en casa de Lázaro.
Aunque esté deshecha de dolor y cansancio, Marta sigue siendo la señora que sabe recibir y ofrecer la casa, y honrar a las personas con ese porte señorial perfecto propio de la verdadera señora. Así, ahora, habiendo antes conducido al grupo a una de las salas, da las indicaciones para que se traigan los refrescos habituales y para que los huéspedes tengan todo aquello que pueda serles reconfortante.
Los criados van de acá para allá sirviendo bebidas calientes o vinos de calidad, ofreciendo fruta espléndida, dátiles dorados como topacios, uva seca, parecida a nuestra uva moscatel, de racimos de una perfección fantástica, y miel virgen; todo en ánforas, copas, bandejas, platos preciosos. Y Marta vigila atentamente, para que ninguno quede desatendido; es más, según la edad, y quizás también según las personas (cuyos caracteres le resultan bien conocidos), da la pauta para el servicio a los criados. Así, para a un criado que se dirige a Elquías con un ánfora llena de vino y con una copa y le dice:
-Tobías, no vino, sino agua de miel y jugo de dátiles.
Y a otro:
-Sin duda, Juan prefiere el vino. Ofrécele el blanco de uva pasa.
Y, personalmente, al viejo escriba Cananías le ofrece leche caliente, abundantemente dulcificado por ella con la dorada miel mientras dice:
-Te vendrá bien para tu tos. Te has sacrificado para venir, estando enfermo y en un día crudo. Me conmueve el veros tan solícitos.
-Es nuestro deber, Marta. Euqueria era de nuestra estirpe. Una verdadera judía que nos honró a todos. -El honor a la venerada memoria de mi madre toca mi corazón. Transmitiré a Lázaro estas palabras.
-Pero nosotros queremos saludarlo. ¡Un hombre tan amigo! – dice, falso como siempre, Elquías, que se ha acercado. -¿Saludarlo? No es posible. Está demasiado agotado.
-¡No le vamos a molestar! ¿No es verdad, vosotros? Nos contentamos con un adiós desde la puerta de su habitación – dice Félix.
-No puedo, no puedo de ninguna manera. Nicomedes se opone a cualquier tipo de fatiga o de emoción.
-Una mirada al amigo moribundo no puede matarlo, Marta — dice Calasebona. ¡Demasiado nos dolería el no haberle saludado!
Marta está nerviosa, vacilante. Mira hacia la puerta, quizás para ver si María viene en su ayuda. Pero María está
ausente.
Los judíos observan este nerviosismo suyo, y Sadoq, el escriba, se lo dice a Marta:
-Se diría que viniendo te hemos puesto nerviosa, mujer.
-No. Nada de eso. Comprended mi dolor. Hace meses que vivo al lado de uno que agoniza y… ya no sé… ya no sé moverme como antes en las fiestas…
-¡Esto no es una fiesta! ¡No queríamos tampoco que nos dieras estos honores! Pero… quizás… quizás nos escondes algo y por eso no nos dejas ver a Lázaro ni permites que pasemos a su habitación. ¡Je! ¡Je! ¡Esto se sabe! Pero, no temas, que la habitación de un enfermo es lugar sagrado de asilo para cualquiera. Créelo… – dice Elquías.
-No hay nada que esconder en la habitación de nuestro hermano. Nada hay escondido en ella. Esa habitación únicamente acoge a un moribundo para el que sería un acto de piedad evitarle todo recuerdo penoso. Y tú, Elquías, y todos vosotros, sois recuerdos penosos para Lázaro – dice María con su espléndida voz de órgano, apareciendo en la puerta y manteniendo apartada la cortina purpúrea con la mano.
-¡María! – gime Marta, suplicante para frenarla.
-Nada, hermana. Déjame hablar…
Se dirige a los otros:
-Y para quitaros todas las dudas, que uno de vosotros -sólo un recuerdo del pasado volverá a causar dolor- venga conmigo, si ver a un moribundo no le molesta y el hedor de la carne que muere no le produce náuseas.
-¿Y tú no eres un recuerdo que causa dolor? – dice, irónico, el herodiano, que ya he visto aunque no sé dónde, saliendo del rincón en que se hallaba y poniéndose frente a María.
Marta gime. María mira con mirada de águila inquieta, sus ojos centellean; se yergue altiva, olvidándose del cansancio y el dolor, que verdaderamente encorvan su cuerpo, y, con una expresión de reina ofendida, dice:
-Sí, yo también soy un recuerdo, pero no de dolor como tú dices; soy el recuerdo de la Misericordia de Dios. Y, viéndome a mí, Lázaro muere en paz, porque sabe que encomienda su espíritu en las manos de la infinita Misericordia.
-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No eran éstas las palabras de otros tiempos! ¡Tu virtud! A quien no te conoce podrías mostrársela…
-Pero a ti no, ¿no es así? Pues precisamente a ti te la pongo delante de los ojos, para decirte que uno se hace como aquellos con quienes va. Yo, en aquellos tiempos, por desgracia, estaba contigo, y era como tú; ahora estoy con el Santo, y me hago honesta.
-Una cosa destruida no se reconstruye, María.
-Efectivamente, tú, todos, vosotros, no podéis reconstruir el pasado; no podéis reconstruir lo que habéis destruido: no puedes tú que me causas horror; ni vosotros, que ofendisteis en el tiempo del dolor a mi hermano y que ahora, por torcida finalidad, queréis aparecer como amigos suyos.
-¡Oh, eres audaz, mujer! El Rabí habrá expulsado de ti muchos demonios, pero mansa no te ha hecho – dice uno de aproximadamente cuarenta años.
-No, Jonatán ben Anás, no me ha hecho débil; al contrario, me ha hecho más fuerte, con esa audacia que es propia de la persona honesta, de la persona que ha querido volver a ser honesta y ha roto todo vínculo con el pasado para hacerse una vida nueva. «¡Vamos! ¿Quién viene donde Lázaro?!
Se muestra imperiosa como una reina. Los domina a todos con su franqueza, despiadada incluso contra sí misma.
Marta, por el contrario, está angustiada, con lágrimas en esos ojos suyos que miran fijamente a María suplicándole que calle. -¡Voy yo! – dice, acompañando sus palabras de un suspiro de víctima, Elquías, falso como una serpiente. Salen juntos. Los otros se vuelven hacia Marta:
-¡Tu hermana!… Siempre ese carácter. No debería. Tiene que ganarse mucho perdón – dice Uriel, el rabí visto en Yiscala, el que allí lanzó piedras a Jesús y lo hirió. Marta, azuzada por estas palabras, encuentra de nuevo su fuerza y dice:
-La ha perdonado Dios. Cualquier otro perdón no tiene valor después de ése. Y su vida actual es ejemplar para el
mundo.
Pero la audacia de Marta pronto decae y se muda en llanto. Gime, entre lágrimas:
-¡Sois crueles! Con ella… conmigo… No tenéis compasión ni del dolor pasado ni del dolor actual. ¿A qué habéis venido? ¿A ofender y dar dolor?
-No, mujer, no. Sólo para saludar a este judío grande que agoniza. ¡Para ninguna otra cosa! ¡Para ninguna otra cosa! No debes tomar a mal nuestras rectas intenciones. Hemos sabido por José y Nicodemo que había habido un agravamiento, y hemos venido… de la misma forma que ellos, los dos grandes amigos del Rabí y de Lázaro. Por qué esa actitud de tratarnos de manera distinta a nosotros que amamos al Rabí y a Lázaro como ellos? No sois justas. ¿Puedes, acaso, decir que ellos -con Juan, Eleazar, Felipe, Josué y Joaquín- no hayan venido a informarse de cómo estaba Lázaro?, ¿y que Manahén no ha venido?…
-Yo no digo nada. Lo que me asombra es que sepáis todo también. No sabía que hasta por dentro las casas fueran vigiladas por vosotros. No sabía que existiera un nuevo precepto, además de los seiscientos trece que ya existen: el de indagar, espiar dentro de las familias… ¡Perdón! ¡Os estoy ofendiendo! El dolor me hace perder los cabales, y vosotros lo agudizáis.
-¡Te comprendemos, mujer! Hemos venido a daros un consejo bueno porque pensamos que estáis fuera de vuestros cabales. Avisad al Maestro. Ayer incluso, siete leprosos vinieron a dar gloria al Señor porque el Rabí los había curado. Llamadlo también para Lázaro.
-¡Mi hermano no está leproso! – grita Marta muy agitada – ¿Éste es el motivo por el que queríais verlo? ¿Para esto habéis venido? ¡No! ¡No está leproso! Mirad mis manos. Lo curo desde hace años y yo no tengo lepra. Tengo la piel enrojecida por los ungüentos aromáticos, pero no tengo lepra. No tengo…
-¡Calma! Calma, mujer. ¿Quién ha dicho que Lázaro esté leproso? ¿Quién sospecha en vosotras un pecado tan horrendo como el de ocultar a un leproso? ¿Tú crees que, a pesar de vuestro poder, no habríamos descargado nuestra mano sobre vosotras si hubierais pecado? Nosotros somos capaces de pasar por encima incluso del cuerpo de nuestro padre y de nuestra madre, de nuestra esposa y de nuestros hijos, con tal de hacer obedecer los preceptos. Esto te lo digo yo, yo, Jonatán de Uziel.
-¡Cierto! ¡Es así! Y ahora te decimos, por el amor que te profesamos, por el amor que profesábamos a tu madre, por el que profesamos a Lázaro: llamad al Maestro. ¿Meneas la cabeza? ¿Quieres decir que ya es tarde? ¿Cómo es eso? ¿No tienes fe en Él, tú, Marta, discípula fiel? ¡Eso es grave! ¿Tú también empiezas a dudar? – dice Arquelao.
-Blasfemas, escriba. Creo en el Maestro como en el Dios verdadero.
-¿Y entonces por qué no quieres intentarlo? Él ha resucitado a muertos… A1 menos, eso se dice… ¿Es que no sabes dónde está? Si quieres, te lo buscamos nosotros, te ayudamos nosotros – insinúa Félix.
-¡No, hombre, no! En casa de Lázaro ciertamente se sabe dónde está el Rabí. Dilo con franqueza, mujer, y nos pondremos en marcha para buscártelo y te lo traeremos aquí, y estaremos presentes en el milagro para exultar contigo, con todos vosotros – dice, tentador, Sadoc
Marta vacila, casi tentada a ceder. Los otros instan, mientras ella dice:
-No sé dónde está… No tengo la menor idea… Se marchó hace unos días y nos saludó como quien se marcha para largo tiempo… Para mí sería consolador saber dónde está… Al menos, saberlo… Pero no lo sé, de verdad…
-¡Pobre mujer! Nosotros te ayudaremos… Te lo traeremos aquí-dice Cornelio.
-¡No! No hace falta. El Maestro… ¿Os referís a Él, no es verdad? El Maestro dijo que debíamos esperar más de lo esperable, y esperar únicamente en Dios. Y nosotras así lo haremos – dice María con voz de trueno mientras regresa con Elquías, quien inmediatamente la deja y habla, encorvado, con tres fariseos.
-¡Pero se está muriendo, por lo que oigo! – dice uno de ellos, que es Doras.
-¿Y entonces? ¡Pues muera¡ No pondré obstáculos al decreto de Dios, ni desobedeceré al Rabí.
-¿Y qué pretendes esperar después de la muerte, insensata? – dice, burlón, el herodiano.
-¿Qué? ¡Pues la Vida¡
La voz es un grito de fe absoluta.
-¿La Vida? ¡Ja¡ ¡Ja¡ Sé sincera. Tú sabes que ante una verdadera muerte nulo es su poder, y en tu insensato amor por Él no quieres que eso se ponga de manifiesto.
-¡Salid todos¡ Le correspondería a Marta hacerlo, pero Marta os teme; yo sólo temo ofender a Dios, que me ha perdonado. Por eso, lo hago en vez de Marta. Salid todos. No hay lugar en esta casa para los que odian a Jesucristo. ¡Fuera¡ ¡A vuestras guaridas tenebrosas¡ ¡Fuera todos¡ ¡O haré que os expulsen los criados como a un hatajo de harapientos inmundos¡
Se muestra majestuosa en su ira. Los judíos ahuecan el ala, extremadamente cobardes, ante esta mujer (verdad es que parece un arcángel airado)…
La sala se desaloja. Las miradas de María, según van cruzando de uno en uno la puerta pasando por delante de ella, crean una inmaterial horca caudina bajo la cual debe humillarse la soberbia de los derrotados judíos. Por fin, la sala queda vacía. Marta, rompiendo a llorar, se derrumba sobre la alfombra.
-¿Por qué lloras, hermana? No veo la razón de ello…
-¡Oh¡, los has ofendido… y ellos te han, nos han ofendido… y ahora se vengarán… y…
-¡Cállate, mujer desatinada¡ ¿En quién piensas que se van a vengar? ¿En Lázaro? Antes tienen que deliberar, y antes de que decidan… ¡Oh, en un gulal uno no se venga¡ ¿En nosotras? ¿Es que, acaso, necesitamos su pan para vivir? Los haberes no nos los tocarán. Se proyecta sobre ellos la sombra de Roma. ¿En qué, entonces? Y aunque pudieran hacerlo, ¿no somos, acaso, fuertes y jóvenes las dos? ¿No vamos a poder trabajar? ¿No es pobre Jesús? ¿No ha sido, acaso, nuestro Jesús obrero? ¿No seríamos más semejantes a É1, siendo pobres y trabajadoras? ¡Gloríate si lo eres¡ ¡Espera serlo¡ ¡Pídeselo a Dios¡
-Pero lo que te han dicho…
-¡Ja¡ ¡Ja¡ ¿Lo que me han dicho? Es la verdad. Me la digo también yo a mí misma: he sido una inmunda. ¡Ahora soy la cordera del pastor¡ Y el pasado ha muerto. Ánimo, ven donde Lázaro.