Llegan de Siquem los parientes de los tres niños arrebatados a los bandoleros.
Jesús se encuentra solo en la islita que está en medio del torrente. En la orilla, pasado el torrente, juegan los tres niños y bisbisean en voz baja como para no turbar la meditación de Jesús. De vez en cuando, el más pequeño da un gritito de alegría al descubrir una piedrecita de bonito color o una tierna flor; los otros le hacen callar diciendo:
-¡Calla! Jesús está rezando… – y prosigue el bisbiseo mientras las manitas moruchas construyen con la arena pequeños cubos y conos que, en la imaginación infantil, serían casas y montañas.
Arriba el Sol resplandece, hinchando cada vez más las yemas en los árboles y abriendo capullos en los prados. El chopo tiembla con sus hojas verdegrises, y los pájaros, engarbados, regatean, con quiebros de amor o de rivalidad que terminan unas veces en canto, otras en chillido de dolor.
Jesús ora. Sentado en la hierba, amparado por una mata de juncos que hay entre Él y el sendero de la orilla, está absorto en su oración mental. En algunas ocasiones alza los ojos para observar a los pequeños que juegan en la hierba, luego los baja de nuevo y se recoge otra vez en sus pensamientos.
Veloces pasos entre las plantas de la orilla y la irrupción de Juan en la islita ponen en fuga a los pájaros, que alzan velocísimos el vuelo desde la cima del chopo, poniendo fin así a su carrusel con un chirrido producido por el miedo.
Juan no ve inmediatamente a Jesús, tapado por los juncos; un poco desorientado, grita:
-¿Dónde estás, Maestro?
Jesús se pone en pie mientras los tres niños gritan desde la orilla opuesta:
-¡Allí está! ¡Detrás de las hierbas altas!
Pero Juan ha visto ya a Jesús y va donde Él. Dice:
-Maestro, han venido los parientes, los parientes de los niños. Y con muchos de Siquem. Han ido donde Malaquías, y Malaquías los ha llevado a la casa. Yo he venido a buscarte.
-¿Judas dónde está?
-No lo sé, Maestro. Ha salido nada más llegar Tú aquí, y no ha vuelto. Estará por la ciudad. ¿Quieres que lo busque? -No, no hace falta. Quédate aquí con los niños. Quiero hablar antes con los parientes.
-Como quieras, Maestro.
Jesús se marcha. Juan va donde los niños y se pone a ayudarlos en la gran empresa de hacer un puente sobre un imaginario río hecho con largas hojas de caña puestas en el suelo simulando el agua…
Jesús entra en la casa de María de Jacob, que está en la puerta esperándolo y que le dice:
-Han subido a la terraza. Los he llevado allí para ofrecerles descanso. Pero, ahí viene Judas deprisa, viene del pueblo. Voy a esperarlo y luego preparo un refrigerio a los peregrinos, que están muy cansados.
También Jesús espera a Judas en la entrada, un poco oscura respecto a la luz exterior. Judas no ve inmediatamente a Jesús y, al entrar, dice altaneramente a la mujer: -¿Dónde están los de Siquem? ¿Es que ya se han marchado? ¿Y el Maestro? ¿Nadie lo llama? Juan…
Ve a Jesús y cambia de tono diciendo:
-¡Maestro! Cuando lo he sabido de pura casualidad, he venido corriendo… ¿Estabas ya en casa?
-Estaba Juan, y me ha buscado.
-Yo… yo también habría estado, pero en la fuente me invitaron algunos a explicarles algunas cosas…
Jesús no responde nada. No abre la boca, si no es para saludar a los que lo están esperando, sentados parte en los
muretes de la terraza y parte en la habitación que da a ella, los cuales, en cuanto lo han visto, se han levantado respetuosos. Jesús, después del saludo colectivo, saluda a algunos por el nombre, con el estupor contento de éstos, que dicen: -¿Te acuerdas todavía de nuestros nombres?
Deben de ser los habitantes de Siquem.
Y Jesús responde:
-De vuestros nombres, de vuestras caras y de vuestras almas. ¿Habéis acompañado a los parientes de los niños? -¿Son ésos?
-Son ésos. Han venido a recogerlos y nos hemos unido a ellos para agradecerte tu piedad para con esos hijitos de mujer samaritana.
-¡Sólo Tú sabes hacer estas cosas!… Tú eres siempre el Santo que hace solamente obras santas. Nosotros también te hemos recordado siempre. Y ahora, sabiendo que estabas aquí, hemos venido. Para verte y decirte que te agradecemos el que nos hayas elegido como refugio tuyo y el que nos hayas amado en los hijos de nuestra sangre.
Pero escucha a los parientes.
Jesús, seguido por Judas, se dirige a ellos y los saluda nuevamente, invitándolos a hablar.
-Nosotros -no sé si lo sabes- somos los hermanos de la madre de los niños. Y estábamos muy enojados con ella porque, estúpidamente y contra nuestro consejo, quiso esa boda infeliz. Nuestro padre fue débil respecto a la única hija de entre su numerosa prole; tanto que también nos enojamos con él, y, durante años, entre nosotros hubo silencio y separación. Luego, sabiendo que la mano de Dios pesaba sobre la mujer y que en su casa había miseria -porque una unión impura no tiene la defensa de la bendición divina- tomamos con nosotros de nuevo, en nuestra casa, a nuestro anciano padre, para que no tuviera otro dolor aparte de la miseria en que se consumía la mujer. Luego ella murió. Lo supimos. Tú habías pasado hacía poco tiempo y se hablaba de ti entre nosotros… Y nosotros, venciendo el enojo, ofrecimos al hombre, a través de éste y éste (dos de Siquem), tomar con nosotros a los niños. Eran mitad sangre nuestra. Dijo que prefería muertos a todos de mala muerte, antes que vivieran por nuestro pan. ¡No tuvimos ni a los niños ni, ni siquiera, el cuerpo de nuestra hermana, para que recibiera sepultura según nuestros ritos! Y entonces le juramos odio, a él y a su sangre. Y el odio cayó sobre él como una maldición, tanto que de libre lo hizo siervo, y de siervo… un muerto que acabó sus días como un chacal en un maloliente cuchitril. Nunca lo habríamos sabido, porque hacía mucho que todo había muerto entre nosotros. Y cuando hace ocho noches vimos aparecer en nuestro patio a esos bandoleros, mucho temimos; sólo eso. Y luego, al saber por qué habían aparecido, el enojo -no el dolor- nos mordió como un veneno, y nos apresuramos a despedir a los bandidos ofreciéndoles una buena recompensa para tenerlos como amigos, y nos quedamos asombrados al oírles que ya se habían cobrado y que no querían más.
Judas rompe al improviso el silencio atento de todos con una irónica carcajada, y grita:
-¡Su conversión! ¡Verdaderamente total!
Jesús lo mira con severidad; los demás, con asombro. El que estaba hablando prosigue:
-¡Y qué más podías pretender de ellos? ¿No es ya mucho haber ido guiando al zagal y desafiando peligros, sin pretender la merced? Desgraciada vida requiere desgraciada costumbre. Seguro que no fue abundante el botín que sacaron de ese necio muerto como un vagabundo. No fue abundante. Y apenas suficiente para quienes deben suspender sus rapiñas durante diez días al menos. Tanto nos asombró su honestidad, tanto, que les preguntamos que qué voz les había hablado inculcando esta piedad.
Y así supimos que un rabí les había hablado… ¡Un rabí! Sólo Tú. Porque ningún otro rabí de Israel podría hacer lo que Tú has hecho. Una vez que se marcharon, preguntamos mejor al amedrentado zagal y supimos con más exactitud las cosas. En un principio sabíamos sólo que el marido de nuestra hermana se había muerto y que los niños estaban en Efraím con un justo; y luego, que este justo, que era rabí, había hablado con ellos. Inmediatamente pensamos que eras Tú. Llegados a Siquem al rayar el alba, nos asesoramos con éstos, porque todavía no estábamos decididos respecto a hacernos cargo de los niños o no. Pero éstos nos dijeron: «¡Cómo! ¿Y vais a hacer que el amor del Rabí de Nazaret por esos niños haya sido inútil? Porque seguro que es Él, no lo dudéis. Es más, vamos todos donde Él porque su benignidad para con los hijos de Samaria es grande». Y, dejando arregladas nuestras cosas, hemos venido. ¿Dónde están los niños? -Junto al torrente. Judas, ve a decirles que vengan.
Judas va.
-Maestro, es un duro encuentro para nosotros. Esos niños nos recuerdan todas nuestras angustias. Todavía dudamos si hacernos cargo de ellos. Son hijos del más fiero enemigo que jamás tuvimos en el mundo…
-Son hijos de Dios. Son inocentes. La muerte anula el pasado y la expiación obtiene perdón, por parte de Dios también. ¿Queréis ser más severos que Dios?, ¿más crueles que los bandidos?, ¿más obstinados que ellos? Los bandidos querían matar al zagal y quedarse con los niños: matar al zagal, por precavida defensa; quedarse con los niños, por compasión humana hacia los indefensos. El Rabí habló y ellos no mataron, y condescendieron incluso en guiar hasta vosotros al zagal. ¿Voy a tener que conocer la derrota con corazones rectos, habiendo derrotado al delito?…
-Es que… somos cuatro hermanos y ya hay treinta y siete niños en nuestra casa…
-¿Y donde encuentran alimento treinta y siete gorrioncillos, porque el Padre de los Cielos les procura el grano, no van a encontrarlo cuarenta? ¿0 es que el poder del Padre no va a procurar el alimento a otros tres, es más: a cuatro, hijos suyos? ¿Tiene un límite esta divina Providencia? ¿Va a zozobrar el Infinito por hacer más fecundos vuestras semillas, árboles y ovejas, para que sean siempre suficientes el pan, el aceite, el vino, la lana y la carne para vuestros hijos y otros cuatro pobres niños que se han quedado solos?
-¡Son tres, Maestro!
Son cuatro. También es huérfano el zagal. ¿Podríais, si se os apareciera Dios aquí, sostener que vuestro pan está tan justo, que no se podría dar de comer a un huérfano? La piedad hacia el huérfano está prescrita en el Pentateuco…
-No podríamos sostenerlo, Señor. Es verdad. No vamos a ser inferiores a los bandidos. Daremos pan, ropa y alojamiento también al zagal. Por amor a ti.
-Por amor. Por todo el amor. A Dios, a su Mesías, a vuestra hermana, a vuestro prójimo. ¡Estos son el obsequio y perdón que habéis de dar a vuestra sangre! No un frío sepulcro para sus cenizas. Perdón y paz. Paz para el espíritu del hombre que pecó. Pero no seria sino un falso perdón, sólo externo; y no significaría en absoluto paz para el espíritu de la difunta que es hermana vuestra y madre de los niños, si a la justa expiación de Dios se uniera, dando penoso tormento, el conocimiento de que sus hijos siendo inocentes, expían su pecado. La misericordia de Dios es infinita. Pero unida a ella la vuestra para dar paz a la difunta.
-¡Lo haremos! ¡Lo haremos! Ante nadie se habría doblegado nuestro corazón, pero ante ti sí, Rabí, que has pasado un día entre nosotros sembrando una semilla que no ha muerto ni morirá.
-¡Amén! ¡Ahí están los niños …» Jesús los señala -se dirigen hacia la casa- indicando el ribazo del torrente. Los llama. Y ellos sueltan las manos de los apóstoles y van corriendo y gritando:
-¡Jesús! ¡Jesús!
Entran, suben la escalera, están ya en la terraza… se detienen, atemorizados, ante tantos extraños que los miran.
-Ven, Rubén, y tú, Eliseo, y tú, Isaac. Éstos son los hermanos de vuestra mamá, y han venido por vosotros para uniros a sus hijos. ¿Veis qué bueno es el Señor? Igual que la paloma aquella de María de Jacob que vimos que anteayer daba de comer a una cría no suya sino de su hermano muerto. Él os recoge y os da a éstos para que os cuiden y ya no seáis huérfanos. ¡Ánimo, saludad a vuestros parientes!
-El Señor esté con vosotros, señores – dice tímidamente el mayor, mirando al suelo. Y los dos más pequeños hacen coro. -Éste es muy parecido a su madre, y también éste; éste, sin embargo (el mayor), es igual que su padre – observa uno de los parientes.
-Amigo mío, no creo que seas tan injusto, que hagas diferencias de amor por una semejanza de cara – dice Jesús. -¿No! Eso no. Observaba… y pensaba… No quisiera que tuviera del padre también el corazón.
-Es un niño tierno todavía. En sus palabras sencillas se transparenta un amor por su madre bastante más vivo que cualquier otro amor.
-Pero los mantenía mejor de lo que creíamos. Están vestidos y calzados con decoro. Quizás había hecho fortuna…
-Yo y mis hermanos tenemos la ropa nueva porque Jesús nos ha vestido. No teníamos ni sandalias ni manto. En todo estábamos como el pastor – dice el segundo, que es menos tímido que el primero.
-Te compensaremos todo, Maestro-responde uno de los parientes, y añade: -Joaquín de Siquem tenía las dádivas de la ciudad. Pero añadiremos más dinero todavía…
-No. No quiero dinero. Quiero una promesa. Vuestra promesa de amor a estos que he arrebatado a los bandoleros. Las ofrendas… Malaquías, tómalas para los pobres que tú conoces, y cuenta entre ellos a María de Jacob, porque bien pobre es su casa.
-Como quieras. Si son buenos, los querremos.
-Lo seremos, señor. Sabemos que hay que serlo para volvernos a encontrar con nuestra mamá y remontar el río hasta el seno de Abraham, y no soltar el hilo de nuestra barca de las manos de Dios para que no nos arrastre la corriente del demonio – dice Rubén todo de corrido.
-Pero, ¿qué dice el niño?
-Una parábola que me han oído a mí. La dije para consolar su corazón y darles a sus espíritus una guía. Y los niños la han guardado en su memoria y la aplican en todas sus acciones. Familiarizaos con ellos mientras hablo a estos de Siquem…
-Maestro, una cosa todavía. Lo que nos asombró en los bandidos fue el ruego de que dijéramos al Rabí que tenía consigo a los niños que los perdonara si se habían tomado mucho tiempo para ir; que se considerara que a ellos no les estaban abiertos todos los caminos y que la presencia de un niño en su grupo había impedido largas marchas por las angosturas escabrosas».
-¿Has oído, Judas? – dice Jesús a Judas Iscariote, que no replica.
Luego Jesús se aísla con los de Siquem, que le arrebatan la promesa de una visita, aunque sea breve, antes del ardor del verano. Y, entretanto, le cuentan a Jesús cosas de la ciudad, y cómo se acuerdan de Él los que fueron curados en el alma o en el cuerpo.
Mientras, Judas y Juan se dedican a estrechar los vínculos entre los niños y sus familiares…