Llegada a Siquem y recibimiento.
Ahí está Siquem, hermosa y adornada; llena de gente de Samaria que se dirige al templo samaritano; llena de peregrinos de todas partes dirigidos hacia el Templo de Jerusalén. El sol la inunda toda, pues está extendida sobre las laderas del este del Garizim, que la supera por el extremo oeste, todo verde; tan verde el monte como blanca la ciudad. A su nordeste el Ebal, de aspecto aún más agreste, parece protegerla de los vientos del norte. La fertilidad del lugar, rico de aguas que descienden desde la divisoria de los montes y se dirigen en dos arroyos risueños, nutridos por cien regatillos, hacia el Jordán, es magnífica, y rezuma por las tapias de los jardines y en los setos de los huertos. Todas las casas se enguirnaldan de verde, de flores, de ramas donde crecen los pequeños frutos; y la mirada, recorriendo los alrededores bien visibles, dada la configuración del terreno, no ve sino verde de olivares, de viñedos, de matas de árboles frutales, y amarillecer de campos que dejan, cada día más, el color glauco del trigo tierno para ir adquiriendo un delicado amarillor de paja, de espigas maduras, que el sol y el viento, plegando y agrediendo, ponen casi de un blanco de oro blanco.
Verdaderamente las mieses «amarillecen», como dice Jesús, ahora realmente blondas, después de haber sido «blanquecinas» cuando nacían, y luego de un color verde de preciosa joya mientras crecían y echaban espiga. Ahora el sol las prepara para la muerte, después de haberlas preparado para la vida. Y uno no sabe si bendecirlo ahora que las conduce al sacrificio, o cuando, paterno, daba calor a los terrones para hacer germinar el trigo y pintaba la palidez del tallo, desde el momento mismo en que asomaba, de un hermoso verde lleno de vigor y promesas.
Jesús, que ha hablado de esto entrando en la ciudad y señalando al lugar del encuentro con la Samaritana, y aludiendo a aquella conversación lejana, dice a sus apóstoles, a todos menos a Juan (ya su puesto de consolador, junto a María, que está muy afligida):
-¿Y no se cumple ahora lo que entonces dije? En aquella ocasión entramos aquí desconocidos y solos. Sembramos. ¡Ahora, mirad! Mucha mies ha nacido de aquella semilla. Y seguirá creciendo y vosotros recogeréis. Y otros, además de vosotros, recogerán…
-¿Y Tú no, Señor? – pregunta Felipe.
-Yo he recogido donde había sembrado mi Precursor. Y luego he sembrado para que vosotros recogierais y sembrarais con la semilla que os había dado. Pero, de la misma forma que Juan no recogió lo sembrado, Yo tampoco recogeré esta mies. Nosotros somos…
-¿Qué, Señor? – pregunta inquieto Judas de Alfeo.
-Las víctimas, hermano mío. Se requiere sudor para hacer fértiles los campos. Y se requiere sacrificio para hacer fértiles los corazones. Nosotros aparecemos, trabajamos, morimos. Otro, después de nosotros, toma nuestro puesto, aparece, trabaja, muere… Y otro recoge lo que nosotros regamos muriendo.
-¡Oh, no! ¡No digas eso, Señor mío! – exclama Santiago de Zebedeo.
-¿Y tú, discípulo de Juan antes que mío, dices eso? ¿No recuerdas las palabras de tu primer maestro?: «Es necesario que Él crezca y yo disminuya». Él comprendía la belleza y la justicia de morir para dar a otros la justicia». Yo no seré inferior a él.
-Pero Tú, Maestro, eres Tú: ¡Dios! Él era un hombre.
-Soy el Salvador. Como Dios, debo ser más perfecto que el hombre. Si Juan, hombre, supo mermar para hacer surgir el verdadero Sol, Yo no debo empañar la luz de mi Sol con nieblas de vileza. Debo dejar un límpido recuerdo mío. Para que vosotros caminéis. Para que el mundo crezca en la Idea cristiana. E1 Cristo se marchará, volverá al lugar de donde ha venido, y allí os amará estando atento a vuestro trabajo, preparándoos el puesto que será vuestro premio. Pero el Cristianismo no se marcha. El Cristianismo crecerá por mi partida… y por la de todos aquellos que, sin apegos al mundo y a la vida terrena, sepan, como Juan y como Jesús, marcharse… morir para dar vida.
-¿Entonces encuentras justo que te den muerte?… – pregunta, casi acongojado, Judas Iscariote.
-No encuentro justo que me den muerte. Encuentro justo morir en aras de lo que mi sacrificio producirá. El homicidio será siempre homicidio para quien lo lleva a cabo, aunque tenga valor y aspecto distinto en relación al que lo sufre.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que, si el homicida mandado o forzado, como un soldado en la batalla o un verdugo que debe obedecer al magistrado, o uno que se defiende de un bandido, no tiene de ninguna manera en su alma el peso de un crimen, o tiene un relativo crimen de haber quitado la vida a un semejante, en cambio, aquel que sin orden y necesidad mata a un inocente, o coopera a su muerte, se presenta ante Dios con el rostro horrendo de Caín.
-¿Pero no podríamos hablar de otra cosa? Al Maestro le hace sufrir, tú pones ojos de torturado, a nosotros nos parece estar en la agonía; si la Madre oyera, lloraría, ¡y ya bien que llora detrás de su velo! ¡Hay muchas otras cosas de que hablar!… ¡Ah, mira, vienen los notables! Así os callaréis. ¡Paz a vosotros! ¡Paz a vosotros!
Pedro, que estaba un poco adelantado y se había vuelto para hablar, hace ahora reverencias a un nutrido grupo de siquemitas pomposos que vienen hacia Jesús.
-La paz a ti, Maestro. Las casas que te han hospedado la otra vez abren sus puertas para recibirte, y muchas otras casas, para las discípulas y para los que vienen contigo. Vendrán los que han sido agraciados por ti recientemente o lo fueron la primera vez. Sólo faltará una, porque se marchó del lugar para llevar una vida de expiación. Eso dijo, y yo lo creo, porque cuando una mujer se despoja de todo aquello que era objeto de su amor y rechaza el pecado y da sus bienes a los pobres, es señal de que verdaderamente quiere llevar una vida nueva. Pero no sabría decirte dónde está. Ninguno la ha vuelto a ver desde que dejó
Siquem. A uno de nosotros le pareció verla, como criada, en un pueblo cercano al Fialé. Otro jura haberla reconocido vestida míseramente en Bersabea. Pero no es seguro el testimonio de estas personas. Se la llamó por su nombre y no respondió, y hay quien oyó en un lugar que a la mujer la llamaban Juana; esto fue en el otro Agar.
-No es necesario saber más, aparte de que ella se ha redimido. Cualquier otro dato acerca de ella es vano, y toda indagación es curiosidad indiscreta. Dejad a vuestra conciudadana en su secreta paz, satisfechos suficientemente con que ya no cause escándalo. Los ángeles del Señor saben dónde está, para darle la única ayuda de que tiene necesidad, la única ayuda que no puede perjudicar a su alma. Ahora sed caritativos con las mujeres, que están cansadas, y llevadlas a las casas. Mañana os hablaré. Hoy voy a escucharos a todos y voy a recibir a los enfermos.
-¿No te vas a quedar mucho tiempo con nosotros? ¿No vas a transcurrir aquí el sábado?
-No. En otro lugar, en oración.
-Esperábamos tenerte mucho con nosotros…
-Tengo el tiempo justo para volver a Judea para las fiestas. Os dejaré a los apóstoles y las mujeres, si quieren quedarse, hasta el atardecer del sábado. No os miréis así. Sabéis que debo tributar, más que nadie, honor al Señor Dios nuestro, porque el ser lo que soy no me exime de ser fiel a la Ley del Altísimo.
Se dirigen hacia las casas. En cada una entran dos discípulas y un apóstol: María de Alfeo y Susana con Santiago de Alfeo; Marta, María con el Zelote; Elisa y Nique con Bartolomé; Salomé y Juana con Santiago de Zebedeo. Luego, en grupo, van juntos a otra casa Tomás, Felipe, Judas de Keriot y Mateo. Pedro y Andrés, a otra. Y Jesús con Judas de Alfeo y Juan, entra con María, su Madre, en la de un hombre que siempre ha hablado en nombre de los habitantes del lugar. Los seguidores y los de Efraím, Silo y Lebona, y otros peregrinos que iban a Jerusalén y, interrumpiendo el viaje, se han unido a los que seguían a Jesús, se esparcen en busca de alojamiento.