Lección nocturna a Simón Pedro sobre el perdón de los pecados y sobre el dolor de los santos y de los inocentes.
Jesús está solo en una pequeña habitación. Sentado en el lecho, piensa u ora. Palpita la llamita amarillenta de una lamparita de aceite colocada encima de un estante. Debe ser de noche porque no hay ningún ruido ni en la casa ni en la calle. Lo único es el torrente, cuyo susurro parece más fuerte afuera, en medio del silencio de la noche.
Jesús levanta la cabeza y mira a la puerta. Escucha. Se levanta y va a abrir. Ve a Pedro al otro lado de la puerta. -¿Tú? Ven. ¿Qué quieres, Simón? ¿Todavía levantado, con tanto camino como debes recorrer?
Lo ha cogido de la mano y lo ha introducido en la habitación, cerrando luego la puerta sin hacer ruido. Le indica que se siente a su lado en la orilla del lecho.
-Quería decirte, Maestro… Sí, quería decirte que… ya has visto también hoy para lo que valgo: soy capaz sólo de hacerse divertir a unos pobres niños, de consolar a una viejecita, de pacificar a dos pastores que discuten por una cordera que ha resultado tener el pecho ciego. Soy un pobre hombre. Tan pobre, que no comprendo siquiera lo que me explicas. Pero, éste es otro asunto. Lo que quería decirte ahora era que, precisamente por esto, me dejaras aquí. No me entusiasma el ir por ahí predicando, cuando Tú no estás con nosotros; y además no sé hacerlo… Concédeme esto, Señor.
Pedro habla con calor, pero teniendo los ojos fijos sobre las toscas baldosas descantilladas del suelo.
-Mírame, Simón – ordena Jesús. Y, dado que Pedro obedece, Jesús lo mira fija y agudamente y pregunta:
-¿Y esto es todo? ¿Todo el motivo de estar en vela? ¿Todo el motivo de pedir que te deje aquí? Sé sincero, Simón. No es murmurar el decir a tu Maestro la otra parte de tu pensamiento. Hay que saber distinguir entre palabra ociosa y palabra útil. Es ociosa – y generalmente en el ocio florece el pecado- cuando se habla de los defectos ajenos con quien nada puede sobre ellos. En ese caso, es simplemente falta de caridad, aunque las cosas dichas fueran verdaderas; como es falta de caridad hacer reproches más o menos acerbos sin unir al reproche el consejo. Y me refiero a reproches justos; los otros, son injustos y son pecado contra el prójimo. Pero cuando uno ve que su prójimo peca, y sufre por ello porque, pecando, ese prójimo suyo ofende a Dios y perjudica su alma; y siente que por sí solo no es capaz de medir la entidad del pecado ajeno, y no se siente lo suficientemente sabio como para decir palabras de conversión, y entonces se dirige a un justo, a un sabio, y le confía su preocupación, entonces no comete pecado, porque sus confidencias están dirigidas a poner fin a un escándalo y a salvar un alma. Es como uno que tuviera un pariente con una enfermedad de carácter vergonzoso. Está claro que tratará de que no lo sepa la gente, pero, en secreto, irá a decir al médico: «Mi pariente, según yo, tiene esto y esto, pero no sé ni aconsejarlo ni curarlo. Ven tú o dime qué tengo que hacer». ¿Falta éste, acaso, contra el amor respecto a su pariente? No. Sí que faltaría si, por un mal entendido sentimiento de prudencia y amor, fingiera no darse cuenta de la enfermedad y dejara que ésta progresara y llevara a la muerte. Un día -y no pasarán años- tú, y contigo tus compañeros, deberéis escuchar las confidencias de los corazones. No en la forma en que ahora las escucháis, como hombres; las escucharéis como sacerdotes, o sea, médicos, maestros y pastores de las almas, como Yo soy Médico, Maestro y Pastor. Deberéis escuchar y decidir y aconsejar. Vuestro juicio tendrá un valor como si Dios mismo lo hubiera pronunciado…
Pedro se suelta de Jesús, que le tenía ceñido a su lado, y, levantándose, dice: -Eso no es posible, Señor. No nos impongas nunca eso. ¿Cómo quieres que juzguemos como Dios, si no sabemos ni siquiera juzgar como hombres?
-Entonces sabréis, porque el Espíritu de Dios estará sobre vosotros e infundirá sus luces. Sabréis juzgar, considerando las siete condiciones de los hechos que os serán planteados para recibir consejo o perdón. Escucha bien y trata de recordar. En su día, el Espíritu de Dios te recordará mis palabras. Pero tú, de todas formas, trata de recordar con tu inteligencia, porque Dios te la ha dado para que la uses sin holgazanería ni presunción espirituales, que conducen o a esperar todo de Dios o a pretender todo de Él. Cuando seas Maestro, Médico y Pastor en mi lugar y haciendo mis veces, y cuando un fiel venga a llorar sus inquietudes a tus pies, sus desazones debidas a acciones propias o ajenas, tú deberás tener siempre presente este grupo de siete preguntas.
Quién: ¿Quién ha pecado? Qué: ¿Cuál es la materia del pecado? Dónde: ¿En qué lugar? Cómo: ¿En qué circunstancias? Con qué o con quién: El instrumento o la persona que ha sido materia para el pecado. Por qué: ¿Cuáles han sido los incentivos que han creado el ambiente favorable para el pecado? Cuándo: ¿En qué condiciones y reacciones, y si esporádicamente o por malsana costumbre?
Porque, mira, Simón, el mismo pecado puede tener infinitos matices y grados, según todas las circunstancias que lo han creado y las personas que lo han llevado a cabo. Por ejemplo… tomemos en consideración los dos pecados más extendidos: el de la concupiscencia carnal y el de la concupiscencia de las riquezas.
Una persona ha cometido pecado de lujuria, o cree haberlo cometido; porque a veces el hombre confunde el pecado con la tentación, o considera iguales el estímulo creado activamente, debido a una malsana tendencia, y los pensamientos que surgen como reflejo del sufrimiento de una enfermedad, o también porque la carne y la sangre, a veces, forman imprevistas voces que resuenan en la mente antes de que ésta tenga tiempo de ponerse en guardia para sofocarlas. Viene a ti y te dice: «He cometido pecado de lujuria». Un sacerdote imperfecto diría: «Recaiga sobre ti la maldición». Pero tú, mi Pedro, no debes decir eso. Porque tú eres Pedro de Jesús, eres el sucesor de la Misericordia. Entonces, antes de condenar, debes considerar y tocar dulce y prudentemente ese corazón que llora ante ti, para conocer todos los lados del pecado, o del supuesto pecado, del escrúpulo.
He dicho: dulce y prudentemente. Recordar que, además de maestro y pastor, eres médico. El médico no exacerba las heridas. Pronto para cortar si hay gangrena, sabe, de todas formas, descubrir y medicar con mano suave, si hay sólo laceraciones
de partes vivas que deban ser unidas y no arrancadas. Y recordar que, además de médico y pastor, eres maestro. Un maestro adapta sus palabras según la edad de sus discípulos. Sería un escándalo un pedagogo que a niñitos revelara leyes animales que ellos, inocentes, ignoraban, produciendo así conocimientos y malicias precoces. Igualmente en el trato de las almas hay que tener prudencia en las preguntas. Respetarse y respetar. Te será fácil, si en toda alma ves un hijo. Un padre es por naturaleza maestro, médico y guía de sus hijos. Por tanto, quienquiera que fuere la persona que tengas delante, desasosegada por el pecado, o por el temor del pecado, ámala con paterno amor, y sabrás juzgar sin herir ni escandalizar. ¿Me estás comprendiendo?
-Sí, Maestro. Comprendo muy bien. Deberé ser cauto y paciente, convencer a destapar las heridas, pero mirar yo por mí, sin atraer miradas ajenas a esas heridas; y, sólo cuando viera que realmente hay herida, decir: «¿Ves? Aquí te has hecho daño por este motivo o por aquel otro». Pero, si veo que la persona sólo tiene miedo de estar herida por haber visto fantasmas, entonces… soplar sobre esa calígine y alejarla, sin proyectar luces, por un celo inútil, que pudieran hacer ver reales raíces de pecado. ¿Digo bien?
-Muy bien. Así pues, si uno te dice: «He cometido pecado de lujuria», tú considera a quién tienes delante. Verdad es que el pecado puede surgir a todas las edades. Pero será más fácil verlo en un adulto que no en un niño, y, por tanto, distintas serán las preguntas que habrá que hacer y las respuestas que habrá que dar si se trata de un hombre o de un niño. Consecuentemente viene, del primer sondeo, el segundo, acerca de la materia del pecado, y luego el tercero, sobre el lugar, el cuarto, sobre las circunstancias, el quinto, sobre el cómplice, el sexto, sobre el porqué, y el séptimo, sobre el tiempo y número del pecado.
Verás que, generalmente, mientras que para un adulto, que además viva en el mundo, a cada pregunta tuya te aparecerá una correspondiente circunstancia de verdadera culpa, para criaturas niñas de edad o de espíritu, a muchas preguntas deberás responderte: “Aquí hay calina, no sustancia de culpa». Es más, algunas veces verás, en vez de fango, que lo que hay es una azucena que teme haber sido salpicada de barro, y que confunde la gota de rocío que ha bajado a su cáliz con la salpicadura del lodo. Almas tan deseosas de Cielo, que temen como mancha incluso la sombra de una nube que las adumbra un instante interponiéndose entre ellas y el Sol, pero que luego pasa sin dejar huella de sí en la cándida corola. Almas tan inocentes y deseosas de seguir siéndolo, que Satanás las asusta con tentaciones mentales o azuzando los incentivos de la carne o la carne misma, aprovechándose de verdaderas enfermedades de la carne. A estas almas hay que consolarlas y sujetarlas, porque no son, ciertamente, almas pecadoras, sino almas mártires. Recuerda esto siempre.
Y recuerda siempre juzgar también con el mismo método a quien cometió pecado de avidez de riquezas o bienes ajenos. Porque, si es culpa maldita la avidez sin necesidad ni piedad, robando al pobre y vejando contra la justicia a ciudadanos y criados o a los pueblos, menos grave, mucho menos grave, es la culpa de quien, habiéndole sido negado un pan por parte de su prójimo, lo roba para matar su hambre y la de sus hijos. Recuerda que si, tanto para el lujurioso como para el ladrón son elementos de valoración, en el acto de juzgar, el número, las circunstancias y la gravedad de la culpa, también lo es el conocimiento que había, por parte del pecador, del pecado que ha cometido y en el momento en que lo cometía. Porque, si uno obra con pleno conocimiento, peca más que quien obra por ignorancia. Y quien obra con libre consentimiento de la voluntad peca más que quien es forzado al pecado. En verdad te digo que a veces habrá hechos que tendrán apariencia de pecado y que serán martirio, y recibirán el premio que se da a un martirio padecido.
Y recuerda, sobre todo, que, en todos los casos, antes de condenar, deberás acordarte de que tú también fuiste hombre y de que tu Maestro, a quien ninguno pudo hallar en pecado, nunca condenó a nadie que se hubiera arrepentido de haber pecado. Perdona setenta veces siete, e incluso setenta veces setenta, los pecados de tus hermanos y de tus hijos. Porque cerrar las puertas de la Salud a un enfermo, sólo porque haya recaído en la enfermedad, es querer su muerte. ¿Has comprendido?
-He comprendido. Esto verdaderamente lo he comprendido…
-Pues entonces dime ahora todo lo que pensabas.
-¡Claro que te lo digo, porque veo que sabes realmente todas las cosas y comprendo que no es murmurar el pedirte que envíes a Judas en vez de a mí, porque él sufre por no ir. Te digo esto, no para decir que es envidioso y escandalizarme de él, sino buscando su tranquilidad y… la tuya. Porque debe ser muy fatigoso para ti tener siempre ese viento de tempestad al lado…
-¿Se ha quejado otra vez Judas?
-¡Así es! Ha dicho que todas tus palabras son una herida para él. Incluso lo que has dicho para los niños. Dice que verdaderamente ha sido por él por quien has dicho que Eva fue al árbol porque le gustaba esa cosa que relucía como una corona de rey. Yo la verdad es que no había encontrado en absoluto en ello ningún parangón. Pero soy un ignorante. Bartolmái y el Zelote, sin embargo, han dicho que Judas verdaderamente ha sido «tocado en lo vivo más vivo», porque a Judas le cautiva todo lo que brilla y encandila la vanagloria. Y tendrán razón porque son sabios. ¡Sé bueno con tus pobres apóstoles, Maestro! Contenta a Judas y, al mismo tiempo, a mí. Total… ya lo ves… sólo sé hacer divertir a los niños… y ser niño entre tus brazos – y abraza a su Jesús, al que ama verdaderamente con todas sus fuerzas.
-No. No te puedo contentar. No insistas. Tú, precisamente por ser como eres, vas a la misión. Él, precisamente porque es como es, se queda aquí. También mi hermano me ha hablado de esto, y, aun queriéndolo tanto, le he respondido «no». Ni aunque me lo rogara mi Madre cedería. No es un castigo, es una medicina. Y Judas debe tomarla. Si no es un beneficio para su espíritu, lo será para el mío, porque no podré echarme en cara el haber omitido cosa alguna para santificarlo.
Jesús dice esto con aspecto severo e imperioso. Pedro, suspirando, deja caer los brazos y baja la cabeza.
-No te aflijas por esto, Simón. Tendremos toda una eternidad para estar juntos y querernos. Pero… tenías otras cosas que decirme…
-Es tarde, Maestro. Debes dormir.
-Tú más que Yo, Simón, que al despuntar el alba tienes que ponerte en camino.
-¡Si es por mí! Estar aquí contigo es más descanso que estar en la cama.
-Habla, entonces. Tú sabes que Yo duermo poco…
-Mira. Yo soy cerrado de mollera, lo sé y no me avergüenzo de decirlo. Y, si fuera por mí, no me preocuparía mucho de saber, porque creo que la sabiduría mayor está en amarte, seguirte y servirte con todo el corazón. Pero Tú me mandas acá y allá. La gente me pregunta y tengo que responder. Pienso que lo que te pregunto a ti otros pueden preguntármelo a mí, porque los hombres tienen los mismos pensamientos. Tú decías ayer que siempre los inocentes y santos sufrirán; es más, que son los que sufren por todos. Esto es duro para mi inteligencia, aunque digas que ellos mismos lo desearán. Y creo que, de la misma forma que es duro para mí, lo puede ser para otros. Si me preguntan, ¿qué tengo que responder? En este primer recorrido, una madre me dijo: «No era justo que mi niña muriera con tanto dolor, porque era buena e inocente». Y yo, no sabiendo qué decir, le dije las palabras de Job: «El Señor dio, el Señor quitó. Bendito sea el Nombre del Señor». Pero no me quedé convencido ni siquiera yo, ni la convencí a ella. Quisiera saber qué decir otra vez…
-Esto es justo. Escucha. Parece una injusticia que los mejores sufran por todos, y, sin embargo, es justicia grande. Vamos a ver, Simón, dime: ¿qué es la Tierra, toda la Tierra?
-¿La Tierra? Un espacio grande, grandísimo, hecha de tierra y agua y rocas, con plantas, animales y criaturas humanas. -¿Y algo más?
-Nada más… a menos que quieras que diga que es el lugar de castigo y exilio del hombre.
-La Tierra es un altar, Simón, un enorme altar. Hubiera debido ser altar de alabanza perpetua a su Creador. Pero la Tierra está llena de pecado. Por eso, debe ser altar de perpetua expiación, de sacrificio, sobre el cual se consumen las víctimas. La Tierra debería -como los otros mundos esparcidos en la Creación- cantar salmos a Dios que la creó. ¡Mira!
Jesús abre las hojas de madera de la ventana, y, por ésta, abierta de par en par, entra el fresco de la noche, el susurro del torrente, el rayo de luna, y se ve el cielo tachonado de estrellas.
-¡Mira esos astros! Cantan con su voz, hecha de luz y movimiento, en los espacios infinitos del firmamento, las alabanzas de Dios. Lleva milenios existiendo este canto suyo que sube, desde los azules campos del cielo, al Cielo de Dios. Podemos pensar en astros, planetas, estrellas, cometas, cuales criaturas siderales que, como siderales sacerdotes, levitas, vírgenes y fieles, deben cantar en un templo inmenso las alabanzas del Creador. Escucha, Simón. Oye el frufrú de las brisas entre las frondas y el susurro de las aguas en la noche. También la Tierra canta, como el cielo, con sus vientos y aguas, con la voz de los pájaros y animales. Pero, si para el firmamento basta la luminosa alabanza de los astros que lo pueblan, para el templo que es la Tierra no basta el canto de los vientos, aguas y animales, porque en ella no sólo hay vientos, aguas y animales, que cantan sin conciencia de ello las alabanzas de Dios, sino que en ella está también el hombre, la criatura que supera en perfección a todo lo que vive en el tiempo y en el mundo, dotada de materia como los animales, minerales y plantas, y de espíritu como los ángeles del Cielo, y, como éstos, destinada, si es fiel en la prueba, a conocer y poseer a Dios, con la gracia primero, con el Paraíso después. El hombre, síntesis que abraza todas las naturalezas (en el hombre está presente la naturaleza mineral, porque su materia está compuesta de sustancias minerales, y la animal, y el estado espiritual) tiene una misión que las otras criaturas no tienen, y que para él debería ser, además de deber, júbilo: amar a Dios; dar, inteligente y voluntariamente, culto de amor a Dios; corresponder al amor con que Dios, dándole la vida y el Cielo después de la vida, lo ha amado; dar culto inteligente.
Piensa, Simón. ¿Qué bien obtiene Dios de la Creación? ¿Qué beneficio? Ninguno. La Creación no aumenta a Dios, no lo santifica, no lo enriquece. Dios es infinito. Infinito hubiera sido aunque no hubiera existido la Creación. Pero Dios-Amor quería tener amor, y creó para tener amor. Sólo amor puede obtener de la Creación Dios; y este amor, que es inteligente y libre únicamente en los ángeles y hombres, es la gloria de Dios, la alegría de los ángeles, la religión para los hombres. El día en que el gran altar que es la Tierra silenciara las alabanzas y súplicas de amor, la Tierra dejaría de existir, porque, apagado el amor, quedaría apagada la expiación, y la ira de Dios anularía ese infierno terrestre en que se habría convertido la Tierra. La Tierra, pues, para existir debe amar. Y también esto: la Tierra debe ser el Templo que ama y ora con la inteligencia de los hombres. Pero, en el Templo, en todo templo, ¿qué víctimas se ofrecen? Las puras, las víctimas sin mancha ni tara. Sólo éstas son gratas al Señor. Ellas y las primicias. Porque al padre de familia han de dársele las cosas mejores, y a Dios, Padre de la humana Familia, ha de dársele la primicia de todas las cosas, y las cosas selectas.
Pero he dicho que la Tierra tiene un doble deber de sacrificio: el de alabanza y el de expiación. Porque la Humanidad que la puebla pecó en los primeros hombres y peca continuamente, añadiendo al pecado de falta de amor a Dios esos otros mil pecados de adherirse a las voces del mundo, de la carne y de Satanás. Culpable, culpable Humanidad que, teniendo la semejanza con Dios, teniendo inteligencia propia y ayudas divinas, es pecadora siempre, y cada vez más. Los astros obedecen, las plantas obedecen, los elementos obedecen, los animales obedecen y, de la forma en que saben hacerlo, alaban al Señor. Los hombres no obedecen ni alaban suficientemente al Señor. He ahí, pues, la necesidad de almas holocausto, que amen y expíen por todos: son los niños que pagan, inocentes y sin percatarse, el amargo castigo del dolor por aquellos que lo único que saben hacer es pecar; son los santos que, solícitos, se sacrifican por todos.
Dentro de poco -un año o un siglo es siempre «poco» respecto a la eternidad- ya no se celebrarán otros holocaustos en el altar del gran Templo de la Tierra, sino los de las víctimas-hombre, consumadas con el perpetuo sacrificio: hostias con la Hostia perfecta. No te estremezcas, Simón. No estoy diciendo, ciertamente, que Yo vaya a introducir un culto semejante al de Moloch, Baal y Astarté. Los propios hombres nos inmolarán. ¿Entiendes? Nos inmolarán. Y nosotros iremos alegres a la muerte para expiar y amar por todos. Y luego vendrán los tiempos en que los hombres ya no inmolarán a los hombres. Pero siempre habrá víctimas puras, que el amor consuma junto con la gran Víctima en el Sacrificio perpetuo. Digo el amor de Dios y el amor por Dios. En verdad, ellas serán las hostias del tiempo y Templo futuros. Lo grato a Dios es el sacrificio del corazón, y no los corderos y cabritos, terneros y palomas. David lo intuyó (Salmo 51, 18-19). Y en el tiempo nuevo, tiempo del espíritu y del amor, sólo este sacrificio será grato.
Considera, Simón, que si un Dios ha debido encarnarse para aplacar la Justicia divina por el gran Pecado, por los muchos pecados de los hombres, en el tiempo de la verdad sólo los sacrificios de los espíritus de los hombres pueden aplacar al Señor. Tú piensas: «¿Pero por qué, entonces, Él, el Altísimo, dio orden de que le fueran inmolados (como en Éxodo 22, 28-29; 34, 19) las
crías de los animales y los frutos de las plantas?». Te respondo: porque antes de mi venida el hombre era un holocausto manchado y porque no se conocía el Amor. Ahora será conocido. Y el hombre, que conocerá el amor, porque Yo restituiré la Gracia por la cual el hombre conoce el Amor, saldrá del letargo, recordará, comprenderá, vivirá, se pondrá él en vez de los cabritillos y corderos, hostia de amor y expiación, imitando al Cordero de Dios, su Maestro y Redentor. El dolor, hasta ahora castigo, se transformará en amor perfecto. Y dichosos aquellos que lo abracen por amor perfecto.
-Pero los niños…
-Quieres decir aquellos que todavía no saben ofrecerse… ¿Y tú sabes cuándo habla Dios en ellos? El lenguaje de Dios es lenguaje espiritual. El alma lo entiende y el alma no tiene edad. Es más, te digo que el alma niña, por no tener malicia, es, en cuanto a capacidad de entender a Dios, más adulta que la de un pecador anciano. Te digo, Simón, que vivirás hasta llegar a ver a muchos niños enseñar a los adultos, e incluso a ti mismo, la sabiduría del amor heroico. Pero en esos pequeños que mueren por razones naturales está Dios obrando directamente, por razones de un tan alto amor que no puedo explicarte, pues que se encuadran en la sabiduría que está escrita en los libros de la Vida, que sólo en el Cielo serán leídos por los bienaventurados. Leídos, he dicho; pero, en verdad, bastará con mirar a Dios para conocer no sólo a Dios, sino también su infinita sabiduría… Ya hemos hecho venir el ocaso de la Luna, Simón… Pronto despuntará el alba, y tú no has dormido…
-No importa, Maestro. He perdido unas pocas horas de sueño y he ganado mucha sabiduría. Y he estado contigo. Pero, si me lo permites, me marcho. No a dormir, sino a meditar tus palabras.
Ya está en la puerta y está para salir, cuando se para pensativo y dice:
-Una cosa más, Maestro. ¿Es correcto que diga a alguien que sufre que el dolor no es un castigo sino una… gracia; algo como… como nuestra llamada, hermosa aunque fatigosa, hermosa aunque a quien ignora puede parecerle una cosa fea y triste?
-Puedes decirlo, Simón. Es la verdad. El dolor no es un castigo, cuando se sabe acoger y usar con justicia. El dolor es como un sacerdocio, Simón. Un sacerdocio abierto a todos. Un sacerdocio que confiere un gran poder sobre el corazón de Dios; y un gran mérito. Nacido con el pecado, sabe aplacar la Justicia. Porque Dios sabe usar para el Bien incluso aquello que el Odio ha creado para causar dolor. Yo no he deseado otro medio para anular la Culpa, porque no hay un medio mayor que éste.