La resurrección de Lázaro.
Jesús viene de Ensemes hacia Betania. Deben haber hecho una marcha verdaderamente fatigosa por los altos, empinadísimos senderos de los montes Adomín. Los apóstoles, jadeantes, a duras penas logran seguir a Jesús, que va raudo, como si el amor lo llevara en sus alas de fuego, y tiene una sonrisa radiante mientras camina precediendo al grupo, con la cabeza alta bajo los suaves rayos del sol de mediodía.
Antes de que lleguen a las primeras casas de Betania, lo ve un muchachito descalzo que va con un ánfora de cobre vacía hacia la fuente de los aledaños del pueblo. El muchacho grita, deja en el suelo el ánfora y se echa a correr con toda la velocidad de sus piernecitas hacia el interior del pueblo.
-Está claro que va a avisar de tu llegada – observa Judas Tadeo quien, como todos los demás, ha sonreído por la resolución… enérgica del muchachito, que ha dejado incluso su ánfora a la merced del primero que pase.
La pequeña ciudad, vista así, desde la fuente, que está un poco elevada respecto a ella, aparece serena, como desierta. El humo gris que sube de las chimeneas es el único indicio de la presencia de las mujeres -ocupadas en preparar la comida del mediodía- en las casas, mientras que alguna voz gruesa varonil, entre los olivos y 1os grandes y silenciosos huertos de frutales, advierte de que los hombres están en su trabajo. A pesar de todo, Jesús prefiere tomar una callejuela que pasa por detrás del pueblo, para poder llegar a la casa de Lázaro sin llamar la atención de los habitantes.
Están casi a mitad de trayecto cuando perciben detrás de ellos al muchachito de antes, que los adelanta corriendo y luego se planta en medio de la calle y mira, pensativo, a Jesús…
-Paz a ti, pequeño Marcos. ¿Por qué te has marchado corriendo? ¿Es que tenías miedo de mí? – pregunta Jesús acariciándolo.
-Yo no, Señor. Yo no he tenido miedo. Pero como durante muchos días Marta y María han mandado a criados suyos a los caminos que vienen aquí, para ver si venías, pues ahora que te he visto he ido corriendo a decir que venías…
-Has hecho bien. Las hermanas prepararán su corazón para verme.
-No, Señor. Las hermanas no se prepararán nada porque no saben nada. No han querido que lo dijera. Me han agarrado cuando he dicho al entrar en el jardín: «Está el Rabí», y me han echado afuera diciendo: «Eres o un mentiroso o un estúpido. Él ya no viene, porque a estas alturas está seguro de que ya no puede hacer el milagro». Y como yo decía que sí que eras Tú, me he llevado dos tortazos como nunca hasta ahora me había llevado… Mira qué rojos tengo los carrillos. ¡Me queman! Y me han echado a empujones diciendo: «Esto para que te purifiques de haber mirado a un demonio». Y yo te miraba para ver si te habías vuelto un demonio. Pero no lo veo… Sigues siendo mi Jesús, tan guapo como los ángeles de que me habla mi mamá.
Jesús se agacha a besarlo en los carrillos que han recibido las bofetadas y dice:
-Así se te pasará el picor. Me duele que hayas sufrido por mí…
-Yo no, Señor, porque esos tortazos han hecho que me dieras dos besos – y se agarra a las piernas de Jesús esperando otros besos.
-Respóndeme, Marcos. ¿Quién te ha echado? ¿Los de Lázaro? – pregunta Judas Tadeo.
-No. Los judíos. Vienen para el duelo todos los días. ¡Son muchos! Están en casa y en el jardín. Vienen pronto y se marchan tarde. Parecen los amos. Maltratan a todos. ¿Ves como no hay nadie por las calles? Los primeros días la gente observaba… pero luego… Ahora sólo nosotros, los niños, estamos en las calles… ¡Ay, mi ánfora! Mi mamá esperando el agua… ¡Ahora me va a pegar también ella!…
Sonríen todos al ver la desolación del niño ante la perspectiva de otros bofetones. Jesús dice:
-Ve pues, rápido…
-Es que… quería entrar contigo y verte hacer el milagro… – y termina: – y ver sus caras… para vengarme de los tortazos… -Eso no. No debes desear venganza. Debes ser bueno y perdonar… Pero tu mamá está esperando el agua…
-Voy yo, Maestro. Sé dónde vive Marcos. Le explico a la mujer lo que ha sucedido y luego te alcanzo… – dice Santiago de
Zebedeo, y se marcha rápidamente.
Reanudan el camino lentamente. Jesús lleva de la mano al niño, que va todo alborozado…
Ya están delante del vallado del jardín. Lo orillan. Hay muchas cabalgaduras atadas a él, vigiladas por los criados de cada uno de los propietarios. El bisbiseo que se alza capta la atención de algún judío, que se vuelve hacia la cancilla abierta, justo en el momento en que Jesús cruza el umbral del jardín.
-¡El Maestro! – dicen los primeros que lo ven. Y esta palabra corre, como el frufrú del viento, de un grupo a otro, y se propaga y va -llevada por los muchos judíos presentes, o por algún fariseo, rabí o escriba o saduceo esparcidos por el lugar-, va, cual ola lejana que viene a romperse en la orilla, a chocar contra las paredes de la casa, y penetra en ésta.
Jesús se adentra muy lentamente, a la par que todos, aun acudiendo de todas las partes, se apartan del paseo por el que Él va. Y, dado que ninguno lo saluda, Él no saluda a ninguno, como si no conociera a muchos de los que están congregados allí mirándolo con ira y odio en sus ojos (excepto los pocos que, siendo discípulos ocultos suyos, o por lo menos siendo de recto corazón aunque no lo amen como Mesías, lo respetan como a un justo). Y éstos son: José, Nicodemo, Juan, Eleazar, el otro Juan (escriba, ya visto en la multiplicación de los panes), y el otro Juan (el que sació el hambre de los que habían bajado del monte de las bienaventuranzas), Gamaliel y su hijo, Josué, Joaquín, Manahén, el escriba Joel de Abías (encontrado en el Jordán en el episodio de Sabea), José Bernabé, discípulo de Gamaliel, Cusa, que mira a Jesús desde lejos, un poco amedrentado por verlo de nuevo después del error cometido, o quizás cohibido por el respeto humano que le impide acercarse como amigo. Lo cierto es que ni los amigos, u observadores sin odio, ni los enemigos, saludan. Y Jesús no saluda. Se ha limitado a un gesto de inclinación
no personalizado, al poner pie en el paseo; luego ha seguido recto, como ajeno a la mucha gente que tiene ahí. El muchachito sigue a su lado, vestido como un labradorcito, descalzos sus pies como un niño pobre, pero con una cara luminosa, propia de uno que está de fiesta, y con sus ojitos negros, vivos, bien abiertos para verlo todo… y para desafiar a todos…
Marta sale de la casa, rodeada de un grupo de judíos venidos de visita, entre los cuales están Elquías y Sadoq. Pone la mano como visera, para ayudar a los ojos cansados de llanto, dolorosamente sensibles a la luz, para ver dónde está Jesús. Lo ve. Se separa de quienes la acompañan y corre hacia Jesús, que está a pocos pasos del estanque brillante de reflejos por el sol que en él incide. Se arroja a los pies de Jesús después de la primera reverencia, y le besa los pies mientras, en medio de un fuerte estallido de llanto, dice:
-¡La paz a ti, Maestro!
También Jesús le ha dicho, en cuanto la ha visto cerca:
-¡La paz a ti! – y ha levantado su mano para bendecir. Para ello, ha soltado 1a mano del niño, al cual Bartolomé toma y retira un poco hacia atrás.
Marta prosigue:
-Pero ya no hay paz para tu sierva.
Levanta la cara hacia Jesús, siguiendo de rodillas, y, con un grito de dolor que se oye bien en el silencio que se ha creado, exclama:
-¡Lázaro ha muerto! Si hubieras estado aquí, no habría muerto. ¡Por qué no has venido antes, Maestro?
Expresa un involuntario tono de reproche al hacer esta pregunta. Luego vuelve al tono abatido de una persona que ya no tiene fuerzas para reprochar y cuyo único consuelo es el poder recordar los últimos movimientos y deseos de un hermano al que se ha tratado de dar lo que deseaba (de forma que no existe remordimiento en el corazón):
-¡Te ha llamado muchas veces Lázaro, nuestro hermano!… Ahora, ya lo ves. Yo estoy acongojada y María llora y no encuentra resignación. Y él ya no está aquí. ¡Tú sabes cómo lo queríamos! ¡Esperábamos todo de ti!…
Un murmullo de compasión hacia la mujer y de censura hacia Jesús, un asentimiento al pensamiento implícito: «y podías habernos escuchado, porque nosotras lo merecemos por el amor que te profesamos, y, sin embargo, has quebrado nuestra esperanza» va de un grupo a otro de gente, de personas que menean la cabeza y miran burlonamente. Sólo los pocos, ocultos discípulos que están esparcidos entre la numerosa gente congregada tienen miradas de compasión hacia Jesús, que escucha, muy pálido y triste, a esta Marta angustiada que le está hablando. Gamaliel, cruzados sus brazos, vestido con su amplia y rica túnica de lana finísima adornada con caireles azules, un poco aparte, rodeado de un grupo de jóvenes entre los que están su hijo y José Bernabé, mira fijamente a Jesús, sin odio ni amor.
Marta, habiéndose enjugado la cara, sigue diciendo:
-Pero sigo esperando, porque sé que el Padre te concederá cualquier cosa que Tú le pidas.
Una dolorosa, heroica profesión de fe, expresada con voz temblorosa de llanto, con ansia temblorosa en la mirada, con la última esperanza, temblorosa, en el corazón.
-Tu hermano resucitará. Levántate, Marta.
Marta se levanta, aunque permanece inclinada ante Jesús en señal de veneración, y responde:
-Lo sé, Maestro. Resucitará en el último día.
-Yo soy la Resurrección y la Vida. El que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y quien crea y viva en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú todo esto?
Jesús, que antes había hablado con voz más bien baja únicamente a Marta, alza el tono de la voz para decir estas frases con que proclama su potencia de Dios, y el perfecto timbre de aquélla resuena como tañido de oro en el vasto jardín. Un estremecimiento, casi de espanto, sacude a los presentes; pero luego algunos hacen sonrisas maliciosas y menean la cabeza.
Marta -a quien Jesús, teniendo apoyada una mano sobre su hombro, parece querer transfundirle una esperanza cada vez más fuerte- que tenía baja la cabeza, alza la cara. La alza hacia Jesús, y fija sus ojos afligidos en las luminosas pupilas de Cristo. Entonces, apretando las manos contra el pecho con un ansia distinta, responde:
-Sí, Señor, Yo creo esto. Creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que ha venido al mundo. Y que puedes todo lo que quieres. Creo. Voy a avisar a María – y se marcha rápida. Desaparece dentro de la casa.
Jesús permanece donde está. Es decir, da algunos pasos hacia delante y se acerca al cuadro de jardín que rodea al estanque, cuadro todo sembrado de brillantes por ese lado, debido al fino polvillo acuoso del surtidor, inclinado, como si fuera una plumita de plata, hacia ese lado por un leve vientecillo; y parece perderse, Jesús, contemplando los zigzagueos de los peces bajo el velo de agua cristalina. Y sus juegos, que ponen comas de plata y visos de oro en el cristal de esa agua en que el sol incide.
Los judíos lo observan. Involuntariamente, se han separado formando grupos bien distintos. Por una parte, frente a Jesús, todos los enemigos suyos, habitualmente divididos entre sí por espíritu sectario pero que ahora se armonizan en hostigarlo. A su lado, detrás de los apóstoles (a los que se ha unido Santiago de Zebedeo), José, Nicodemo y los otros de espíritu benévolo. Más allá, Gamaliel, que sigue en su sitio y en su postura de antes, y que está solo, porque su hijo y sus discípulos se han separado para distribuirse entre los dos grupos principales para estar más cerca de Jesús.
Con su grito habitual: « ¡Rabbuní!», María sale de la casa y corre hacia Jesús extendiendo hacia delante los brazos. Se arroja a sus pies. Le besa los pies entre fuertes sollozos. Una serie de judíos, que estaban en casa con ella y que la han seguido, unen sus llantos, de dudosa sinceridad, al de ella. También Maximino, Marcela, Sara y Noemí han seguido a María, y lo mismo todos los dependientes de casa. Los lamentos son fuertes y altos. Creo que dentro de la casa no ha quedado nadie. Marta, al ver llorar así a María, llora fuertemente también.
-¡ La paz a ti, María. ¡Álzate! ¡Mírame! ¿Por qué este llanto, como el de uno que no tiene esperanza?
Jesús se inclina, para decir en tono bajo estas palabras, sus ojos en los ojos de María, que, estando de rodillas, relajada sobre sus talones, tiende hacia Él las manos en un gesto de invocación; y que, debido a su fuerte sollozo, no puede hablar.
-¿No te dije que esperaras más allá de lo creíble para ver la gloria de Dios? ¿Acaso ha cambiado tu Maestro, para que hubiera motivo de angustiarse de esa manera?
Pero María no recoge estas palabras que quieren prepararla ya a una alegría demasiado fuerte después de tanta angustia. Grita, por fin dueña de su voz:
-¡Oh, Señor¡ ¿Por qué no has venido antes? ¿Por qué te has alejado tanto de nosotros? ¡Sabías que Lázaro estaba enfermo¡ Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano., ¿Por qué no has venido? Tenía que mostrarle todavía que le amabas. Él debía vivir. Yo debía mostrarle que perseveraba en el bien. ¡Mucho angustié a mi hermano¡ ¿Y ahora? ¡Ahora que podía hacerlo feliz, me ha sido arrebatado¡ Tú podías conservármelo. Podías haber dado a la pobre María la alegría de consolarlo después de haberle causado tanto dolor. ¡Oh¡ ¡Jesús¡ ¡Jesús¡ ¡Maestro mío¡ ¡Salvador mío¡ ¡Esperanza mía¡ – y cae otra vez al suelo, con la frente sobre los pies de Jesús, que reciben otra vez el lavacro del llanto de María. Y gime:
-¿Por qué has hecho esto, Señor? Incluso por los que te odian y gozan de todo esto que está sucediendo… ¿Por qué has hecho esto, Jesús?
Pero no hay reproche en el tono de María, como lo ha habido en el de Marta. María tiene sólo esa angustia de quien, además de su dolor de hermana, siente también el de discípula que percibe menoscabado en el corazón de muchos el concepto de su Maestro.
Jesús, muy agachado para recoger estas palabras susurradas rostro en tierra, se yergue y dice fuerte: -¡María, no llores¡ También tu Maestro sufre por la muerte del amigo fiel… por haber debido dejarlo morir…
¡Oh, qué risitas y miradas de rencoroso júbilo hay en las caras de los enemigos de Cristo¡ Lo sienten vencido, y exultan,
mientras que los amigos se ponen cada vez más tristes.
Jesús dice aún más fuerte:
-Pero Yo te digo: no llores. ¡Álzate¡ ¡Mírame¡ ¿Crees tú que Yo, que te he amado tanto, he hecho esto sin motivo? ¿Eres capaz de pensar que te he dado este dolor inútilmente? Ven. Vamos donde Lázaro. ¿Dónde lo habéis puesto?
Jesús, más que a María y a Marta -las cuales, llorando ahora más violentamente, no hablan-, pregunta a todos los demás, especialmente a los que han salido de la casa con María y parecen los más turbados. Quizás son parientes más mayores, no lo sé.
Y éstos responden a Jesús, que está visiblemente compungido:
-Ven y velo tú – y se encaminan hacia el sitio del sepulcro, que está en el extremo del huerto, en un lugar en que el suelo tiene ondulaciones y vetas de roca calcárea que afloran a la superficie.
Marta, al lado de Jesús, que ha forzado a María a ponerse en pie y la está guiando porque está cegada por el fuerte llanto, indica con la mano a Jesús dónde está Lázaro; y, llegados al lugar, dice:
-Ahí es, Maestro, donde tu amigo está sepultado – y señala hacia la piedra que está puesta oblicuamente contra la boca del sepulcro.
Jesús, para ir a ese sitio, seguido por todos, ha tenido que pasar por delante de Gamaliel. Pero ni Él ha saludado a Gamaliel ni Gamaliel lo ha saludado a Él. Luego, Gamaliel se ha unido a los otros y se ha parado, igual que todos los más inflexibles fariseos, a unos metros del sepulcro. Jesús, por su parte, sigue adelante, hasta muy cerca de la tumba, junto con las hermanas, con Maximino y con esos que quizás son los parientes. Jesús contempla la pesada piedra, que hace de puerta del sepulcro y de pesado obstáculo entre Él y el amigo fenecido, y llora. El llanto de las hermanas aumenta, como también el de los íntimos y familiares.
-¡Quitad esta piedra¡ – grita Jesús al improviso, habiendo enjugado antes su llanto.
En todos se manifiesta un gesto de estupor. Un murmullo recorre la aglomeración de gente, que ha crecido con algunos de Betania que han entrado en el jardín y se han agregado a los convocados. Veo a algunos fariseos que se tocan la frente meneando la cabeza como diciendo: « ¡Está loco¡».
Nadie ejecuta la orden. Hasta los más fieles titubean y sienten repulsa por hacerlo. Jesús repite más fuerte su orden, haciendo estremecerse más todavía a la gente, la cual, experimentando dos sentimientos opuestos, hace ademán como de huir y, inmediatamente después, de acercarse más, para ver, desafiando el inminente hedor del sepulcro que Jesús quiere ver abierto.
-Maestro, no se puede – dice Marta esforzándose en contener el llanto para hablar – Hace ya cuatro días que está ahí abajo. ¡Y Tú sabes de qué enfermedad ha muerto¡ Sólo nuestro amor podía cuidarlo… Ahora, sin duda alguna y a pesar de los ungüentos, olerá fuertemente… ¿Qué quieres ver? ¿Su podredumbre?… No se puede… incluso por la impureza de la corrupción y…
-¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Quitad esta piedra. ¡Lo quiero¡
Es un grito de voluntad divina…
Un « ¡oh¡» quedo brota de todos los pechos. Palidecen las caras Alguno tiembla, como si hubiera pasado por todos un viento gélido de muerte.
Marta hace una señal a Maximino, y éste ordena a los dependientes de la casa que cojan las herramientas que se requieren para quitar la pesada piedra.
Ellos se marchan, a buen paso. Vuelven con picos y fuertes palancas. Y trabajan: introducen las puntas de los relucientes picos entre la roca y la piedra; sustituyen luego los picos por las palancas; en fin, retiran cuidadosamente la piedra haciéndola rodar por un lado para correrla luego cautamente hasta la pared rocosa. Un hedor pestilente sale de la galería oscura y hace retroceder a todos.
Marta pregunta en voz baja:
-Maestro, ¿quieres bajar ahí? Si quieres bajar, se necesitan antorchas…
Pero el pensamiento de tener que hacerlo la pone pálida.
Jesús no le responde. Alza los ojos al cielo, abre los brazos en cruz y ora con voz fortísima, recalcando bien las palabras: -¡Padre! Te doy gracias por haberme escuchado. Sabía que siempre me escuchas. Pero lo he dicho por estos que están aquí, por la gente que tengo a mi alrededor, ¡para que crean en ti, en mí, en que Tú me has enviado!
Permanece así unos momentos. Tan transfigurado está, que parece raptado en éxtasis. Mientras, sin sonido de voz, dice otras, secretas palabras de oración o adoración, no sé. Lo que sí sé es que está tan espiritualizado, que no se le puede mirar sin sentirse temblar el corazón en el pecho. Parece hacerse, de cuerpo, luz; espiritualizarse, crecer en estatura, elevarse del suelo. Aun conservando sus colores de pelo, ojos, piel, indumentos -no como durante la transfiguración del Tabor, durante la cual todo se hizo luz y blancor deslumbrantes-, parece emanar luz y que todo en Él se haga luz. La luz parece ponerle alrededor una aureola, especialmente en torno al rostro, elevado al cielo y arrobado en la contemplación del Padre.
Está así un rato. Luego vuelve a ser Él, el Hombre, aunque con una majestad poderosa. Se acerca hasta el umbral del sepulcro. Mueve los brazos -hasta ese momento los había tenido extendidos en cruz y con las palmas vueltas hacia el cielo-, los mueve hacia delante; vuelve las palmas hacia abajo: las manos, por tanto, están ya dentro de la galería del sepulcro y su blancor resalta en la negrura que la llena. Él hunde en esa negrura muda el fuego azul de sus ojos, cuyo fulgor de milagro es hoy insostenible; y, con voz potente, con un grito que es mayor que cuando en el lago mandó al viento calmarse, con una voz cual en ningún otro milagro lo he oído, grita:
-¡Lázaro! ¡Sal fuera!
La voz, por el eco, se refleja en la cavidad sepulcral, y se expande, para salir luego a todo el jardín; y retumba en los desniveles de las ondulaciones de Betania: yo creo que llega hasta las primeras lomas que se elevan más allá de la campiña, y desde allí vuelve, repetida y queda, cual imperativo que no cesa; lo cierto es que desde infinitas partes se oye: « ¡fuera! ¡fuera! ¡fuera!».
Todos sienten un estremecimiento más intenso, y, si la curiosidad tiene clavados a todos en sus sitios, las caras palidecen y los ojos se dilatan, mientras las bocas se entreabren involuntariamente con el grito de estupor ya en la garganta.
Marta, un poco hacia atrás y al lado, está como hechizada mirando a Jesús. María cae de rodillas; ella, que no se ha separado nunca de su Maestro, cae de rodillas en el umbral del sepulcro, con una mano en el pecho para frenar los latidos del corazón y la otra agarrada, inconsciente y convulsamente, a un extremo del manto de Jesús (y se comprende que tiembla, porque el manto recibe leves vibraciones de la mano que lo aferra).
Algo, de color blanco, parece surgir del fondo profundo de la galería. Primero es una casi imperceptible, pequeña línea convexa; luego se transforma en una forma oval; luego a este óvalo se le añaden líneas más amplias, más largas, cada vez más largas… Y el que estaba muerto, envuelto en su mortaja, va acercándose lentamente, va siendo cada vez más visible, espectral, impresionante.
Jesús retrocede, retrocede, insensiblemente, pero continuamente a medida que el otro avanza; la distancia entre los dos es, por tanto siempre igual.
María debe soltar el borde del manto, pero no se mueve de donde está. La alegría, la emoción, todo, la clavan al sitio en que estaba. Un «¡oh!» cada vez más nítido sale de las gargantas, cerradas antes por un espasmo de espera: de susurro casi imperceptible, pasa a ser voz; de voz, a grito potente.
Lázaro está ya en el umbral. Ahí se para, rígido, mudo, semejante a una estatua de yeso apenas esbozada (por tanto, informe); una forma larga, estrecha en la cabeza, estrecha en las piernas, más ancha en el tronco, macabra como la misma muerte, espectral con el blancor de la mortaja sobre el fondo oscuro del sepulcro. A la luz del sol que incide en él, se ve que la mortaja ya chorrea podredumbre por varios puntos.
Jesús grita fuerte:
-¡Desatadlo y dejadlo libre! ¡Dadle ropa y comida!
-¡Maestro!… – dice Marta, y quizás querría decir más. Pero Jesús la mira fijamente y la subyuga con su fúlgida mirada;
dice:
-¡Aquí’ ¡Enseguida! ¡Traed una túnica! ¡Vestidlo en presencia de todos y dadle de comer!
Da órdenes, pero no se vuelve ni una sola vez a mirar a los que tiene detrás y en torno. Sus ojos miran sólo a Lázaro, a María, que está cerca del resucitado y sin preocuparse del asco que da a todos la mortaja purulenta, y a Marta, que jadea como si se le estallase el corazón y no sabe si gritar su alegría o si llorar…
Los criados se apresuran a ejecutar las órdenes. Noemí es la primera que se pone en movimiento, rápida, y la primera que vuelve, con la ropa colgada en el brazo. Algunos desatan los lazos de las vendas, después de haberse remangado y haberse ceñido las túnicas para que no toquen la podredumbre que fluye. Marcela y Sara vuelven con ánforas de perfumes, seguidas de criados, unos con barreños y ánforas que despiden vapor de agua, otros con bandejas, tazas llenas de leche, y vino, fruta, tortas cubiertas de miel.
Las vendas, estrechas y larguísimas, de lino creo, con bordes en los dos lados, tejidas, claro está, para ese uso, se desenrollan como rollos de cinta de una gran bobina, y se van acumulando en el suelo, cargadas de ungüentos aromáticos y de podredumbre. Los criados las apartan haciendo uso de palos. Han empezado por la cabeza, donde también hay materia purulenta (sin duda, supurada por la nariz, las orejas y la boca). El sudario colocado sobre la cara está todo empapado de estas supuraciones que ensucian el rostro de Lázaro (un rostro palidísimo, esqueletado, con los ojos cerrados por los ungüentos puestos en las órbitas, y con el pelo apelmazado, al igual que la barbita rala del mentón). Va cayendo lentamente la sábana, el sudario colocado en torno al cuerpo, a medida que las vendas van bajando, bajando, bajando, liberando así el tronco que habían tenido oprimido durante días, devolviendo así forma humana a lo que antes habían hecho parecer una gran crisálida. Los osudos hombros, los brazos esqueletados, las costillas apenas cubiertas de piel, el vientre hundido van apareciendo lentamente. Y a
medida que las vendas van cayendo, las hermanas, Maximino, los criados, dan en quitar el primer estrato de suciedad y de bálsamos, e insisten hasta que – cambiando continuamente el agua y añadiendo a ellas productos aromáticos que las hacen detergentes- la piel aparece limpia.
Lázaro, cuando le liberan la cara y puede mirar, dirige su mirada a Jesús, antes incluso que a sus hermanas, y, mirando a su Jesús con una sonrisa de amor en los pálidos labios y un brillo de llanto en las profundas órbitas, se olvida y abstrae de todo lo que sucede. También Jesús le sonríe con un brillo de llanto en el lagrimal de los ojos, y, sin hablar, dirige la mirada de Lázaro al cielo; Lázaro comprende, y mueve los labios en una silenciosa oración.
Marta piensa que quiere decir algo y que todavía no tiene voz, y pregunta:
-¿Qué me dices, Lázaro mío?
-Nada, Marta. Daba gracias al Altísimo.
La pronunciación es segura, fuerte la voz. La gente exhala un nuevo «¡oh!» de estupor. Ya le han liberado hasta las caderas (liberado y limpiado). Ya pueden vestirlo con la túnica corta, una especie de camisón que supera la ingle y cuelga sobre los muslos.
Le sugieren que se siente para desatarlo y lavarle las piernas. En cuanto quedan éstas al descubierto, Marta y María, señalando piernas y vendas, gritan fuerte. Y, a pesar de que en las vendas que ciñen las piernas y en la sábana puesta debajo de aquéllas la supuración es tan abundante que forma pequeños regueros en la tela, las piernas aparecen completamente cicatrizadas. Las cicatrices rojo-cianóticas son el único indicio que señala dónde estaban las gangrenas.
La gente, toda, grita más fuerte, estupefacta. Jesús sonríe, y sonríe a Lázaro, que mira un instante sus piernas curadas, para abstraerse luego de nuevo mirando a Jesús. Parece no poder saciarse de verlo. Los judíos, fariseos, saduceos, escribas, rabíes, se acercan, cautos para no contaminarse la ropa. Miran bien de cerca a Lázaro. Miran bien de cerca a Jesús. Pero ni Lázaro ni Jesús se ocupan de ellos. Se miran, y todo lo demás no cuenta.
Le ponen las sandalias a Lázaro. Él se pone en pie, ágil, seguro. Toma la túnica que Marta le ofrece. Se la pone él solo, se abrocha el cinturón, se coloca los pliegues. Ahí está, delgado y pálido, pero igual que todos. Se lava otra vez las manos y los brazos hasta el codo arremangándose. Y luego, con agua nueva, otra vez se lava cara y cabeza, hasta que se siente completamente limpio. Se seca pelo y cara, devuelve la toalla al criado y va derecho hacia Jesús. Se postra. Le besa los pies.
Jesús se agacha, lo pone en pie, lo estrecha contra su corazón y le dice: -¡Bienvenido de nuevo, amigo mío! La paz sea contigo, y la alegría. Vive para cumplir tu feliz destino. Alza tu cara para darte el beso de saludo.
Y lo besa en las mejillas. Lázaro corresponde en igual manera al beso de Jesús.
Sólo después de haber venerado y besado al Maestro, Lázaro habla con sus hermanas y las besa. Luego besa a Maximino y a Noemí, que lloran de alegría, y a algunos de los que creo que están emparentados con la casa o son amigos muy íntimos. Luego besa a José, a Nicodemo, a Simón Zelote y a algún otro.
Jesús va personalmente hacia uno de los criados, que tiene en sus brazos una bandeja con comida, y toma una torta con miel, una manzana, una copa de vino, y se las da a Lázaro -antes las ofrece y bendice- para que coma y beba. Y Lázaro come con el sano apetito de una persona que goza de salud. Todos exhalan otro « ¡oh!» de estupor.
Jesús parece ver sólo a Lázaro, pero en realidad observa todo y a todos, y, al ver que, con gestos de ira, Sadoq, Elquías, Cananías, Félix, Doras, Cornelio y otros están para marcharse, dice fuerte:
-Espera un momento, Sadoq. Debo decirte una palabra. A ti y a los tuyos.
Ellos se paran, con facha de delincuentes. José de Arimatea se asusta y hace una señal al Zelote para que retenga a
Jesús.
Pero Él ya está yendo hacia el grupo rencoroso, y ya está diciendo con voz fuerte:
-¿Te basta, Sadoq, lo que has visto? Me dijiste un día que para creer necesitabais, tú y los que son como tú, ver que un muerto descompuesto se recompusiera y recuperara la salud. ¿Te ha saciado la podredumbre que has visto? ¿Eres capaz de confesar que Lázaro estaba muerto y que ahora está vivo y tan sano como no lo estaba desde hacía años? Lo sé: vosotros habéis venido aquí a tentar a éstos, a crear en ellos duda y mayor dolor. Habéis venido aquí a buscarme, esperando encontrarme escondido en la habitación del moribundo. Habéis venido aquí no por un sentimiento de amor y por el deseo de honrar al difunto, sino para aseguraros de que Lázaro estaba realmente muerto, y habéis seguido viniendo, cada vez más contentos a medida que el tiempo pasaba. Si las cosas hubieran ido según vuestras esperanzas -como ya creíais que iban- habríais tenido motivo para estar jubilosos. El Amigo que cura a todos pero no cura al amigo; el Maestro que premia todas las fes, pero no las de sus amigos de Betania; el Mesías impotente ante la realidad de una muerte. Esto era lo que os daba motivo para estar jubilosos. Pero Dios os ha respondido. Ningún profeta pudo nunca reunir lo que estaba deshecho, además de muerto. Dios lo ha hecho. Ahí tenéis el testimonio vivo de lo que Yo soy. Hubo un día en que Dios tomó barro e hizo con él una forma y exhaló en él el espíritu vital y el hombre comenzó a ser. Dije Yo: «Hágase al hombre a nuestra imagen y semejanza». Porque Yo soy el Verbo del Padre. Hoy, Yo, Verbo, he dicho a lo que es aún menos que fango, a la materia descompuesta: «Vive», y la materia descompuesta se ha vuelto a componer formando carne, carne íntegra, viva, palpitante. Ahí la tenéis, os está mirando. Y con la carne he reunido el espíritu que yacía desde hacía días en el seno de Abraham. Lo he llamado con mi voluntad, porque todo lo puedo, Yo, el Viviente, Yo, el Rey de reyes al que están sujetas todas las criaturas y las cosas. ¿Ahora qué me respondéis?
Está frente a ellos, alto, radiante de majestad, verdaderamente Juez y Dios. Ellos no responden.
Él insta:
-¿Todavía no os es suficiente para creer, para aceptar lo ineluctable?
-Has mantenido sólo una parte de la promesa. Ésta no es la señal de Jonás… – dice Sadoq en tono áspero.
-Recibiréis también esa señal. Lo he prometido y lo mantengo – dice el Señor – Y otro que está aquí presente, y que espera otra señal, la recibirá. Y la aceptará, porque es un justo. Vosotros no. Vosotros seguiréis siendo lo que sois.
Da media vuelta y ve a Simón, el miembro del Sanedrín hijo de Elí-Ana (al que su propio hijo mandó asesinar…). Lo mira
fijamente, fijamente. Deja plantados a los de antes y, llegando hasta estar cara a cara con éste, le dice en voz baja pero incisiva:
-¡Mejor para ti que Lázaro no recuerde su permanencia entre los muertos! ¿Qué has hecho de tu padre, Caín?
Simón huye lanzando un grito, un grito de miedo que luego se transforma en grito de maldición:
-¡Maldito seas, Nazareno! – al cual Jesús responde:
-¡Tu maldición sube al Cielo y desde el Cielo el Altísimo te la arroja! ¡Llevas en ti la marca, desalmado!
Vuelve hacia los grupos de gente asombrada, casi asustada. Se cruza con Gamaliel, que se dirige hacia la calle. Lo mira, y Gamaliel lo mira a Él. Jesús, sin pararse, le dice:
-Estáte preparado, rabí. Pronto vendrá la señal. No miento nunca.
La gente va desalojando lentamente el jardín. Los judíos están como aturdidos, pero la mayoría de ellos rezuma ira por todos los poros. Si las miradas pudieran reducir a ceniza, Jesús estaría pulverizado ya desde hacía mucho. Hablan, discuten entre sí. Se marchan, tan vencidos ya por esta derrota que les ha sido infligida, que ya no saben ocultar bajo una hipócrita amistad el motivo de su presencia ahí. Se marchan sin saludar ni a Lázaro ni a las hermanas.
Se quedan atrás algunos que el milagro ha conquistado para el Señor. Entre éstos, José Bernabé, que se arroja al suelo, de rodillas ante Jesús y lo adora. Otro es el escriba Joel de Abías, que hace lo mismo antes de marcharse. Y otros más, que no conozco, pero que deben ser influyentes.
Lázaro, entretanto, rodeado de sus más íntimos, se ha retirado a casa. José, Nicodemo y los otros buenos saludan a Jesús y se marchan. Se marchan con profundas reverencias los judíos que estaban con Marta y María. Los criados cierran la cancilla. La casa vuelve a la calma.
Jesús mira a su alrededor. Ve humo y rojo de fuego en el fondo del jardín, en la parte del sepulcro. Jesús, solo, erguido en medio de un sendero, dice:
-La podredumbre que es aniquilada por el fuego… La podredumbre de la muerte… Pero, la de los corazones… la de esos corazones ningún fuego la aniquilará… Ni siquiera el fuego del Infierno. Será eterna… ¡Qué horror!… Más que la muerte… Más que la corrupción… Y… Pero ¿quién te salvará, oh Humanidad, si tanto estimas el estar corrompida? Quieres estar corrompida. Y Yo… Yo he arrebatado al sepulcro a un hombre con una palabra… Y con un mar de palabras… y uno de dolores… no podré arrebatar al pecado al hombre, a los hombres, a millones de hombres.
Se sienta y se tapa la cara con las manos, abatido…
Lo ve un criado que pasa. Va a casa. Poco después, sale de casa María. Va donde Jesús, ligera como si no tocara el suelo. Se acerca a Él. Dice suavemente:
-Rabbuní, estás cansado… Ven, mi Señor. Tus apóstoles, cansados, han ido a la otra casa; todos menos Simón el Zelote… ¿Estás llorando, Maestro? ¿Por qué?…
Se arrodilla a los pies de Jesús… lo observa… Jesús la mira. No responde. Se levanta y va hacia la casa, seguido por
María.
Entran en una sala. Lázaro no está, y tampoco el Zelote. Pero Marta sí, feliz, transfigurada de alegría. Se vuelve hacia Jesús y explica:
-Lázaro ha ido a bañarse. Para purificarse más. ¡Oh, Maestro! ¡Maestro! ¡Qué puedo decirte!
Lo adora con todo su ser. Advierte la tristeza de Jesús y dice:
-¿Estás triste, Señor? ¡No estás contento de que Lázaro…?
Le viene una sospecha:
-¡Ah, estás serio conmigo! He pecado. Es verdad.
-Hemos pecado, hermana – dice María.
-No, tú no. ¡Maestro, María no ha pecado! María ha sabido obedecer. Sólo yo he desobedecido. Yo te envié aviso porque… porque no podía seguir oyendo que ésos insinuaran que no eras el Mesías, el Señor… y no podía seguir viendo ese sufrimiento… Lázaro te anhelaba mucho, te llamaba mucho… Perdóname, Jesús.
-¿Y tú no hablas, María? – pregunta Jesús.
-Maestro… yo… Yo he sufrido en ese momento sólo como mujer. Sufría porque… Marta, jura, jura aquí, delante del Maestro, que nunca, nunca contarás a Lázaro su delirio… Maestro mío… Yo te he conocido del todo, ¡oh Divina Misericordia!, en las últimas horas de Lázaro. ¡Oh, mi Dios! ¡Cuánto me has amado Tú, Tú que me has perdonado, Tú, Dios, Tú, Puro, Tú…, si mi hermano, que también me ama, siendo hombre, sólo hombre, no ha perdonado todo en el fondo de su corazón! No, no es así; debo decir: no ha olvidado mi pasado y, cuando la debilidad de la agonía ha obnubilado en él su bondad que yo creía olvido del pasado, ha expresado su dolor a gritos, su indignación por mí… ¡Oh!…
María llora…
-No llores, María. Dios te ha perdonado y ha olvidado. El alma de Lázaro también ha perdonado y ha olvidado, ha querido olvidar. El hombre no ha podido olvidar todo. Y cuando la carne ha dominado con su extrema convulsión a la voluntad desfallecida, el hombre ha hablado.
-No estoy enojada por ello, Señor. Me ha servido para amarte más y para amar más todavía a Lázaro. Pero desde ese momento también yo he anhelado tu presencia… porque era demasiado angustioso pensar en Lázaro muerto sin paz por causa mía… y después, después, cuando te he visto escarnecido por los judíos… cuando he visto que no venías ni siquiera después de la muerte, ni siquiera después de que te había obedecido esperando más allá de lo creíble, esperando hasta cuando el sepulcro se abrió para recibirlo, entonces también mi espíritu ha sufrido. Señor, si debía expiar, y, sin duda, debía hacerlo, he expiado, Señor…
-¡Pobre María! Conozco tu corazón. Has merecido el milagro. Que ello te afirme en saber esperar y creer.
-Maestro mío, ya esperaré y creeré siempre. No dudaré ya, nunca más, Señor. Viviré de fe. Tú me has dado la capacidad de creer lo increíble.
-¿Y tú, Marta? ¿Tú has aprendido? No. Todavía no. Eres mi Marta. Pero no eres todavía mi perfecta adoradora. ¿Por qué obras y no contemplas? Es más santo. ¿No lo ves? Tu fuerza, estando demasiado dirigida a cosas terrenas, ha cedido ante la constatación de esos hechos terrenos que pueden parecer algunas veces sin remedio. En verdad, las cosas terrenas no tienen remedio, si Dios no interviene. La criatura necesita por eso saber creer y contemplar; necesita amar hasta el extremo de las fuerzas de todo el hombre, con el pensamiento, el alma, la carne, la sangre, con todas las fuerzas del hombre, repito. Te quiero fuerte, Marta. Te quiero perfecta. No has sabido obedecer porque no has sabido creer y esperar completamente, y no has sabido creer y esperar porque no has sabido amar totalmente. Pero Yo te absuelvo de ello. Te perdono, Marta. He resucitado a Lázaro hoy. Ahora te doy un corazón más fuerte. A él le he devuelto la vida, a ti te infundo la fuerza de amar, creer y esperar perfectamente. Ahora estad contentas y en paz. Perdonad a quienes os han ofendido en estos días…
-Señor, en esto yo he pecado. Hace poco, al viejo Cananías, que te había tomado a burla los otros días, le he dicho: «¿Quién ha triunfado? ¿Tú o Dios? ¿Tu burla o mi fe? Cristo es el Viviente y es la Verdad. Yo sabía que su gloria refulgiría con mayor fuerza. Y tú, viejo, reconstrúyete el alma, si no quieres conocer la muerte».
-Está bien lo que has dicho. Pero no disputes con los malvados, María. Y perdona. Perdona si me quieres imitar… Ahí está Lázaro. Oigo su voz.
En efecto, Lázaro está entrando, vestido de nuevo, bien afeitadas las mejillas, los cabellos en orden y perfumados. Con él están Maximino y el Zelote.
-¡Maestro!
Lázaro se arrodilla, adorando todavía.
Jesús le pone una mano en la cabeza y sonríe. Dice:
-La prueba ha sido superada, amigo mío. Para ti y para tus hermanas. Ahora estad alegres y sed fuertes para servir al Señor. ¿Qué recuerdas, amigo, del pasado? Quiero decir: de tus últimas horas.
-Un gran deseo de verte y una gran paz envuelto en el amor de mis hermanas.
-¿Y qué es lo que más te dolía dejar al morir?
-A ti, Señor, y a mis hermanas: A ti, por no poderte servir; a ellas, porque me han dado toda suerte de alegrías… -¡Oh! ¿Yo, hermano?! – suspira María.
-Tú más que Marta. Tú me has dado a Jesús y la medida de lo que es Jesús. Y tú has sido dada por Jesús a mí: tú, María, eres el don de Dios.
-Lo decías también cuando morías… – dice María, y escudriña el rostro de su hermano.
-Porque es mi constante pensamiento.
-Pero te he causado mucho dolor…
-También la enfermedad me causó dolor. Pero con ella espero haber expiado las culpas del viejo Lázaro, y haber resucitado purificado para ser digno de Dios. Tú y yo, los dos resucitados para servir al Señor, y Marta entre nosotros, ella que siempre fue la paz de la casa.
-¿Lo estás oyendo, María? Lázaro dice palabras de sabiduría y verdad. Ahora me retiro y os dejo a que gocéis de vuestra
alegría…
-No, Señor. Quédate con nosotros, aquí; quédate en Betania, en mi casa. Será hermoso…
-Me quedaré. Quiero compensarte todo lo que has padecido. Marta, no estés triste. Marta piensa que me ha causado dolor. Pero mi dolor no es tanto por vosotros, cuanto por los que no quieren redimirse. Ellos odian cada vez más. Tienen el veneno en el corazón… Pues bien… de todas formas, perdonamos…
-Perdonamos, Señor – dice Lázaro con su benévola sonrisa… y en estas palabras todo termina.
Como glosa a la resurrección de Lázaro y en relación a una frase de S. Juan. Dice Jesús:
-En el Evangelio de Juan, como se lee desde hace ya siglos, está escrito: “Jesús no había entrado todavía en Betania» (Jn 11, 30). Para prevenir posibles objeciones, hago la observación de que entre esta frase y la de la Obra -que Yo me encontré con Marta a pocos pasos del estanque, en el jardín de Lázaro- no hay contradicciones de hechos, sino sólo de traducción y descripción. Tres cuartas partes de Betania eran de Lázaro. Como también era suya una buena parte de Jerusalén. Pero vamos a hablar de Betania. Siendo tres cuartas partes de ella de Lázaro, podía decirse: Betania de Lázaro. Por tanto, no contendría error el texto, como algunos quieren decir, ora hubiera visto a Marta en el pueblo, ora la hubiera visto en la fuente. Y, en verdad, Yo no había entrado en el pueblo, evitando así que vinieran los de Betania, todos ellos hostiles contra los del Sanedrín. Había pasado por detrás de Betania para ir a la casa de Lázaro, que estaba en el extremo opuesto respecto a una persona que entrara en Betania viniendo de Ensemes. Por tanto, es exacto lo que dice Juan, de que Jesús no había entrado todavía en el pueblo. Y también habla con exactitud el pequeño Juan (María Valtorta) al decir que me había parado cerca del estanque (fuente para los hebreos), ya en el jardín de Lázaro; pero que estaba todavía muy lejos de la casa. Consideren éstos, además, que mientras se estaba en el tiempo del luto y de la impureza (todavía no era el séptimo día después de la muerte), las hermanas no salían de la casa; por tanto, en el recinto de su propiedad se produjo este encuentro. Nótese que el pequeño Juan habla de la llegada de los de Betania al jardín no antes de que Yo hubiera ordenado retirar la piedra. Antes Betania no sabía que estaba en Betania; solo cuando se esparció la noticia vinieron a casa de Lázaro.
Habría podido intervenir a tiempo para impedir la muerte de Lázaro. Pero no quise hacerlo. Sabía que esta resurrección sería un arma de doble filo, porque convertiría a los judíos de pensamiento recto y haría más rencorosos a los de pensamiento no recto. De éstos, y al son de esta última manifestación de mi poder, provendría mi sentencia de muerte. Pero había venido al mundo para esto, y la hora ya había madurado para que ello se cumpliera. También hubiera podido ir donde Lázaro inmediatamente. Pero necesitaba convencer a los incrédulos más obstinados con la resurrección a partir de un estado de
descomposición ya avanzado; y también a mis apóstoles, que, destinados a llevar mi fe al mundo, tenían necesidad de poseer una fe fortalecida por milagros excelentes.
En los apóstoles había mucha humanidad. Ya lo he dicho. No era éste un obstáculo insuperable; más bien, era una lógica consecuencia de su condición de hombres llamados a ser míos a una edad ya adulta. No se cambia una mentalidad, una forma mentis, de un día para otro. Y Yo, en mi sabiduría, no quise tampoco elegir y educar a niños y formarlos según mi pensamiento para hacer de ellos mis apóstoles. Habría podido hacerlo. No quise hacerlo, para que las almas no me criticaran el haber despreciado a aquellos que no son inocentes y alegaran como disculpa y justificación el que también Yo había significado con mi elección que quienes están ya formados no pueden cambiar. No. Todo se puede cambiar, si se quiere. Y, efectivamente, Yo, de pusilánimes, pendencieros, usureros, sensuales, incrédulos, hice mártires, santos, evangelizadores del mundo. Sólo el que no quiso no cambió.
Yo amé y amo al pequeño y al débil -tú eres un ejemplo de ello (se dirige a María Valtorta) —, con tal de que tengan la voluntad de amarme y de seguirme, y de estas «nadas» hago mis predilectos, mis amigos, mis ministros. Y me sigo sirviendo de ellos, y es un milagro continuo que hago, para llevar a los otros a creer en mí, a no ahogar las posibilidades de milagro. ¡Qué débil es ahora esta posibilidad!: cual lámpara a la que le falta el aceite, esta posibilidad agoniza y muere, ahogada por la escasa o inexistente fe en el Dios del milagro.
Hay dos formas de prepotencia al pedir el milagro. A una, Dios cede con amor; a la otra, le vuelve las espaldas desdeñado. La primera es la que pide, como he enseñado a pedir, sin desconfianza ni cansancio, y no admite que Dios pueda no escucharla, porque Dios es bueno y quien es bueno escucha, porque Dios es poderoso y lo puede todo. Esta forma es amor, y Dios concede a quien ama. La otra es la prepotencia de los rebeldes que quieren que Dios sea su siervo y que se humille ante sus maldades y que les dé a ellos aquello que ellos no le dan a Él: amor y obediencia. Esta forma es una ofensa, que Dios castiga negando sus gracias.
Os quejáis de que Yo ya no efectúo los milagros colectivos. ¿Cómo podría efectuarlos? ¿Dónde están las colectividades que creen en mí? ¿Dónde, los verdaderos creyentes? ¿Cuántos son, en una colectividad, los verdaderos creyentes? Cuales flores supervivientes en un bosque quemado por un incendio, así veo Yo, de vez en cuando, un espíritu creyente; el resto lo ha quemado Satanás con sus doctrinas. Y cada vez lo quemará más.
Os ruego que tengáis presente, para regla vuestra sobrenatural, mi respuesta a Tomás. No se puede ser verdadero discípulo mío si uno no sabe dar a la vida humana el peso que le conviene: como medio para conquistar la Vida verdadera, no como fin. El que quiera salvar su vida en este mundo perderá la Vida eterna. Lo dije y lo repito. ¿Qué son las pruebas? La nube que pasa. El Cielo permanece y os espera más allá de la prueba.
Yo he conquistado el Cielo para vosotros con mi heroísmo. Vosotros debéis imitarme. El heroísmo no está reservado sólo a aquellos que deben conocer el martirio. La vida cristiana es un continuo heroísmo, porque es una continua lucha contra el mundo, el demonio y la carne. Yo no os fuerzo a seguirme. Os dejo libres. Pero hipócritas no os acepto. O conmigo y como Yo, o contra mí. Cierto es que no podéis engañarme. A mí no me podéis engañar. Y Yo no desciendo a pactos con el Enemigo. Si le preferís antes que a mí, no podéis pensar en tenerme a mí por Amigo contemporáneamente. O él o Yo, elegid.
E1 dolor de Marta es distinto del de María, debido a la distinta psicología de las dos hermanas y al distinto modo de comportarse que habían tenido. ¡Dichosos aquellos que se comportan de forma que no tienen luego el remordimiento de haber causado dolor a alguien que ahora está muerto y que ya no puede ser consolado del dolor que se le causó! Pero ¡cuánto más dichoso es aquel que no tiene el remordimiento de haber causado dolor a su Dios, a mí, a Jesús, y no teme su encuentro conmigo; antes al contrario, suspira por este encuentro, como alegría ansiosamente soñada durante toda la vida y por fin alcanzada!
Yo soy vuestro Padre, Hermano, Amigo. ¿Por qué, pues, me herís tantas veces? ¿Sabéis cuánto os queda de vida todavía?, ¿de vida para hacer reparación? No lo sabéis. Pues entonces, hora tras hora, día tras día, obrad bien; siempre bien. Me haréis siempre feliz. Y aunque llegue a vosotros el dolor -porque el dolor es santificación, es la mirra que preserva de la corrupción de la carnalidad- tendréis siempre en vosotros la certidumbre de que os amo, y que os amo incluso en ese dolor, y siempre tendréis la paz que proviene de mi amor. Tú, pequeño Juan, sabes si sé consolar incluso en el dolor.
En mi oración al Padre se repitió cuanto he dicho al principio: era necesario zarandear con un milagro excelente la obtusidad de los judíos y del mundo en general. Y la resurrección de una persona sepultada hacía cuatro días, y que había descendido a la tumba después de una larga, crónica, repugnante, conocida enfermedad, no era algo que debiera dejar indiferente a nadie, y tampoco en duda. Si lo hubiera curado mientras vivía, o si hubiera infundido en él el espíritu inmediatamente después de la muerte, la mordacidad de los enemigos hubiera podido crear dudas acerca de la entidad del milagro. Pero el hedor del cadáver, la podredumbre en las vendas, el largo tiempo pasado en el sepulcro, no permitían dudas. Y – milagro en el milagro- quise que a Lázaro le quitaran las vendas y lo limpiaran en presencia de todos, para que se viera que había vuelto no sólo la vida, sino también la integridad de los miembros donde antes la carne ulcerada había introducido en la sangre gérmenes de muerte. Al conceder una gracia, doy siempre más de lo que pedís.
Lloré delante de la tumba de Lázaro. Y se ha dado muchos nombres a este llanto. Pero, antes de nada, sabed que las gracias se obtienen -ambas cosas unidas- con dolor y fe segura en el Eterno. Lloré no tanto por la pérdida del amigo y por el dolor de las hermanas, cuanto porque, cual fondo submarino que se agita, afloraron en aquella hora, más vivas que nunca, tres ideas que, como tres clavos, habían hincado siempre su punta en mi corazón.
La constatación de la ruina a la que había llevado Satanás al hombre seduciéndolo al Mal. Ruina cuya condena humana era el dolor y la muerte. La muerte física, emblema y metáfora viva de la muerte espiritual, que la culpa procura al alma hundiéndola -a ella que es reina destinada a vivir en el reino de la Luz- en las tinieblas infernales.
La persuasión de que ni siquiera este milagro, puesto casi como corolario sublime de tres años de evangelización, convencería al mundo judío acerca de la Verdad de que Yo era Portador. Y que ningún milagro iba a convertir para Cristo al mundo que habría de venir. ¡Oh, qué dolor el estar próximo a la muerte por tan pocos!
La visión mental de mi próxima muerte. Era Dios. Pero también era Hombre. Y para ser Redentor debía sentir el peso de la expiación; por tanto, también el horror de la muerte, de esa muerte. Yo era uno que vivía, uno que estaba sano y que se decía a sí mismo: «Pronto estaré muerto, estaré en un sepulcro como Lázaro. Pronto tendré por compañera a la más atroz de las agonías. Debo morir». La bondad de Dios os exonera del conocimiento del futuro. Pero Yo no fui exonerado de ello.
Vosotros que os quejáis de vuestra condición. Ninguna fue más triste que la mía, porque tuve la constante presciencia de todo lo que debía sucederme, unida ella a la pobreza, las incomodidades, los comportamientos malévolos que me acompañaron desde el nacimiento hasta la muerte. No os quejéis, pues, y esperad en mí.
Os doy mi paz.