La muerte de Lázaro.
Han abierto todas las puertas y ventanas en la habitación de Lázaro, para hacerle menos difícil la respiración. Alrededor de él, que está ausente, en estado de coma -un coma profundo, semejante ya a la muerte, de la que difiere sólo por el movimiento de la respiración-, están las dos hermanas, Maximino, Marcela y Noemí, pendientes de cualquier mínimo gesto del moribundo.
Cada vez que una contracción espasmódica altera la boca, pareciendo que se preparara para hablar, o que los ojos, entreabriéndose los párpados, aparecen, las dos hermanas se inclinan para aferrar una palabra, una mirada… Pero es inútil. Son sólo acciones sin coordinación, independientes de la voluntad y la inteligencia, las cuales ya están inertes, perdidas; son acciones que provienen del sufrimiento de la carne, como de ésta viene el sudor que da brillo al rostro del moribundo, y el temblor que a intervalos agita los esqueletados dedos y les transmite una contracción de garra. Y lo llaman las dos hermanas, con todo el amor en su voz. Pero el nombre y el amor chocan contra las barreras de la insensibilidad intelectiva, y la respuesta a su llamada es el silencio de las tumbas
Noemí, llorando, sigue poniendo en los pies -sin duda, helados-ladrillos envueltos en fajas de lana. Marcela tiene en sus manos una copa de la que saca un pañito fino que Marta usa para mojar los labios secos de su hermano. María, con otro paño, seca el abundante sudor que desciende en regueros por el rostro esqueletado y que moja las manos del moribundo. Maximino, apoyado en una arquimesa alta y oscura, junto a la cama del moribundo, observa, en pie, a espaldas de María, que se inclina hacia su hermano. Nadie más. El máximo silencio, como si estuvieran en una casa vacía, en un lugar desierto. Las criadas que traen los ladrillos calientes están descalzas y no hacen ruido en el suelo marmóreo. Semejan apariciones.
María rompe el silencio diciendo:
-Me parece que está volviendo calor a las manos. Mira, Marta, los labios están menos pálidos.
-Sí. También respira más libremente. Lo estoy mirando desde hace un rato – observa Maximino.
Marta se inclina y llama despacio, pero con acento intenso:
-¡Lázaro! ¡Lázaro! ¡Oh, mira, María! Ha expresado como una sonrisa y un parpadeo. ¡Está mejorando, María! ¡Está mejorando! ¿Qué hora tenemos?
-Hemos pasado ya en una vigilia el crepúsculo.
-¡Ah! – y Marta se yergue apretando las manos contra el pecho y alzando los ojos hacia arriba en un visible gesto de muda pero confiada oración. Una sonrisa ilumina su cara.
Los otros la miran asombrados y María le dice:
-No veo por qué el haber superado el crepúsculo te deba poner contenta… – y la escruta, sospechosa, ansiosa.
Marta no contesta, pero toma de nuevo la postura de antes. Entra una criada con ladrillos. Se los pasa a Noemí. María le ordena:
-Trae dos lámparas. La luz mengua y quiero verlo.
-La criada sale sin hacer ruido y vuelve al cabo de poco con dos lamparillas encendidas. Las coloca: una encima del bargueño en que está apoyado Maximino; la otra, encima de una mesa llena de vendas y pequeñas ánforas, puesta en el otro lado de la cama.
-¡Oh, María! ¡María! ¡Mira! Está realmente menos pálido.
Y tiene aspecto menos agotado. ¡Se está reanimando! – dice Marcela.
-Dadle algunas gotas más de ese vino con los aromas que ha preparado Sara. Le ha hecho bien – sugiere Maximino. María toma de la tabla de la arquimesa una anforita de cuello finísimo en forma de pico de ave y, con precaución, introduce algunas gotas de vino en los labios entreabiertos.
-Ve despacio, María. ¡No vaya a ser que se ahogue! – aconseja Noemí.
-¡Oh, traga! ¡Lo busca! ¡Mira, Marta! ¡Mira! Saca la lengua queriendo…
Todos se inclinan para mirar. Noemí lo llama:
-¡Tesoro! ¡Mira a tu nodriza, alma santa! – y se aproxima para besarlo.
-¡Mira! ¡Mira, Noemí, bebe tu lágrima! Le ha caído junto a los labios y la ha sentido; la ha buscado y la ha absorbido. -¡Oh, tesoro mío! ¡Si tuviera todavía la leche de antaño, la exprimiría gota a gota en tu boca, corderito mío, aunque tuviera que exprimir mi corazón y morir después!
Intuyo que Noemí, nodriza de María, lo haya sido también de Lázaro.
-Señoras, ha vuelto Nicomedes – dice un criado que se presenta a la puerta.
-¡Que venga! ¡Que venga! Nos ayudará a hacerlo mejorar. ¡Fijaos! ¡Fijaos! Abre los ojos, mueve los labios – dice Maximino.
-¡Y a mí me aprieta los dedos con sus dedos! – grita María. Y se inclina diciendo:
-¡Lázaro! ¡Me oyes? ¿Quién soy?
Lázaro abre del todo los ojos y mira. Es una mirada insegura, empañada, pero, en todo caso, es una mirada. Mueve con dificultad los labios y dice:
-¡Mamá!
-¡Soy María! María! ¡Tu hermana!
-¡Mamá!
-No te reconoce y llama a su madre. Los moribundos. Siempre así – dice Noemí con el rostro lavado en llanto.
-Pero habla. Después de tanto tiempo, habla. Ya es mucho… Luego estará mejor. ¡Oh, mi Señor, premia a tu sierva! – dice Marta mientras permanece todavía en ese gesto de ferviente y confiada oración.
-¿Pero qué te ha sucedido? ¿Es que has visto al Maestro? ¿Se te ha aparecido? ¡Dímelo, Marta! ¡Quítame la angustia! – dice María.
La entrada de Nicomedes impide la respuesta. Todos se vuelven hacia él. Cuentan cómo después de su partida Lázaro se había agravado hasta el punto de tocar la muerte, y ya lo habían dado por muerto; pero que luego, con unos auxilios, habían logrado hacerlo recuperarse, pero sólo en lo referente a la respiración. Y cómo, desde hacía poco, después de que una de sus mujeres hubiera preparado vino con aromas, le había vuelto el calor y había tragado, tratando de beber, y también había abierto los ojos y había hablado… Hablan todos juntos, encendidas de nuevo sus esperanzas, que ellos lanzan contra la serenidad no poco escéptica del médico, que les deja hablar sin decir una palabra
Por fin han terminado y él dice:
-De acuerdo. Permitidme que vea.
Y los aparta. Se aproxima a la cama y ordena que acerquen las lámparas y cierren la ventana porque quiere descubrir al enfermo. Se inclina sobre él, lo llama, le hace preguntas, hace que pasen la lámpara por delante de la cara de Lázaro, que ahora tiene los ojos abiertos y parece como asombrado de todo; luego lo descubre, estudia su respiración, los latidos del corazón, el
calor y la rigidez de los miembros… Todos están ansiosos en espera de su palabra. Nicomedes cubre de nuevo al enfermo, le sigue mirando, piensa. Luego se vuelve hacia los presentes y dice:
-Es innegable que ha recuperado vigor. Actualmente está mejorado respecto a la última vez que lo he visto. Pero no os hagáis ilusiones. Esto es sólo la ficticia mejoría de la muerte. Estoy tan seguro de ello -como estaba seguro de que es-a a las puertas de la muerte-, que, como podéis ver, he vuelto, después de haberme liberado de todos los compromisos, para hacerle menos penosa la muerte, en la medida en que puedo hacerlo… o para ver el milagro si… ¿Ya habéis hecho aquello?
-Sí, sí, Nicomedes – le interrumpe Marta. Y, para impedirle otras palabras, dice:
-Pero no habías dicho que… en el plazo de tres días…
Llora.
-He dicho eso. Soy un médico. Vivo entre agonías y llantos. Pero el estar acostumbrado a escenas de dolor no me ha dado todavía un corazón de piedra. Y hoy… os he preparado… con un plazo bastante largo… e impreciso… Pero mi ciencia me decía que el desenlace era más rápido, y mi corazón mentía por engaño piadoso… ¡Ánimo! ¡Sed fuertes!… Salid afuera… Nunca se sabe hasta qué punto los moribundos entienden…
Las impele a salir. Ellas salen llorando. Y repite:
-¡Sed fuertes! ¡Sed fuertes!
Junto al moribundo se queda Maximino… También el médico se aleja para preparar unos medicamentos que sirven para hacer menos angustiosa la agonía, que, dice, «preveo muy dolorosa».
¡Hazlo vivir! Hazlo vivir hasta mañana. Es casi de noche, ya lo ves, Nicomedes. ¿Qué es para tu ciencia mantener en pie una vida durante menos de un día? ¡Hazle vivir!
-Dómina, yo hago lo que puedo. ¿Pero cuando el estambre se acaba, nada hay que pueda mantener la llama!- responde el médico, y se marcha.
Las dos hermanas se abrazan, llorando desoladas (y la que llora más, ahora, es María; la otra tiene su esperanza en el corazón)…
La voz de Lázaro viene de la habitación. Una voz fuerte e imperiosa. Y hace que ellas se sobresalten, porque es una voz inesperada en medio de tanto abatimiento. Las llama:
-¡Marta! ¡María! ¿Dónde estáis? Quiero levantarme. ¡Vestirme! ¡Decir al Maestro que estoy curado! Tengo que ir donde el Maestro. ¡Un carro! ¡Inmediatamente! Y un caballo rápido. Sin duda es Él el que me ha curado…
Habla rápido, articulando bien las palabras, sentado en la cama encendido de fiebre, tratando de abandonar la cama, e impedido en ello por Maximino, el cual a las mujeres, que entran corriendo, les dice:
-¡Está delirando!
-¡No! Déjalo levantarse. ¡El milagro! ¡El milagro! ¡Oh, me siento feliz de haberlo suscitado! ¡En cuanto Jesús ha tenido noticia! Dios de los padres, bendito seas y alabado por tu poder y por tu Mesías…
Marta, que ha caído de rodillas, está ebria de alegría
Mientras tanto, Lázaro continúa, cada vez más dominado por la fiebre (Marta no comprende que es la causa de todo): -Ha venido muchas veces a mi casa, enfermo. Justo es que yo vaya donde Él para decirle: «Estoy curado». ¡Estoy curado!
¡Ya no tengo dolores! Estoy fuerte. Quiero levantarme. Ir. Dios ha querido probar mi resignación. Seré llamado el nuevo Job… Pasa a un tono hierático haciendo amplios gestos:
-«El Señor se conmovió de la penitencia de Job (Job 42, 10-1);… y le aumentó en el doble cuanto había tenido. Y el Señor bendijo los últimos años de Job más aún que los primeros… y él vivió hasta…». ¡Oh, no, yo no soy Job! Me envolvían las llamas y me sacó de ellas, estaba en el vientre del monstruo y vuelvo a la luz; entonces soy Jonás, (29) y soy los tres muchachos de Daniel (3.3)…
-Llega el médico, avisado por alguno. Le observa:
-Es el delirio. Me lo esperaba. La corrupción de la sangre enciende el cerebro.
Se esfuerza en colocarlo en la cama y recomienda mantenerlo así, y vuelve afuera, a sus tisanas.
Lázaro un poco se inquieta por estar sujeto y un poco llora como un niño: alternativamente.
-Está realmente en estado de delirio – gime María.
-No. Ninguno entiende nada. No sabéis creer. ¡Eso es! No sabéis… A esta hora el Maestro sabe que Lázaro está agonizando. Sí. ¡Lo he hecho, María! Lo he hecho sin decirte nada…
-¡Ah, infame! ¡Has destruido el milagro! – grita María.
-¡Que no! Lázaro, tú lo has visto, ha empezado a mejorar en el momento en que Jonás ha llegado donde el Maestro. Está delirando… sí… Está débil y tiene todavía el cerebro obnubilado por la muerte, que ya lo aprisionaba. Pero no delira como cree el médico. ..¡Escúchalo! ¿Son palabras de delirio éstas?
En efecto, Lázaro está diciendo: «He inclinado la cabeza ante el decreto de muerte y he probado cuán amargo es morir, y Dios se ha considerado satisfecho de mi resignación y me devuelve a la vida y 1o mantiene con mis hermanas. Podré seguir sirviendo al Señor y santificarme junto con Marta y María… ¡Con María! ¿Qué es María? María es el don de Jesús para el pobre Lázaro. Me lo había dicho… ¡Cuánto tiempo desde entonces! «Vuestro perdón hará más que ninguna otra cosa. Me ayudará». Me lo había prometido: «Ella será tu alegría». Y aquel día en que estaba inquieto porque ella había traído su vergüenza aquí, junto al Santo, ¡qué palabras para invitarla al regreso! La Sabiduría y la Caridad se habían unido para tocarle el corazón… ¿Y el otro, que me encontró ofreciéndome por ella, por su redención?… ¡¡Quiero vivir para gozar de ella redimida! ¡Quiero alabar con ella al Señor! Ríos de lágrimas, afrentas, vergüenza, amargura… todo me penetró y me quitó la vida por causa de ella… ¡Este es el fuego, el fuego el horno! Vuelve, con el recuerdo… María de Teófilo y de Euqueria, mi hermana, la prostituta. Podía ser reina y se ha hecho fango que hasta el puerco pisotea. Y mi madre muere. Y, no poder ya ir con la gente sin tener que soportar sus burlas. ¡Por ella! ¿Dónde estás, desventurada? ¿Te faltaba el pan, acaso, para venderte como te has vendido? ¿Qué has
succionado del pezón de la nodriza? ¿Tu madre qué te ha enseñado? ¿Lujuria una? ¿Pecado la otra? ¡Fuera! ¡Deshonor de nuestra casa!-
La voz es un grito. Parece loco.
Marcela y Noemí se apresuran a cerrar herméticamente las puertas y a correr de nuevo las cortinas gruesas para amortiguar las resonancias, mientras el médico, que ha vuelto a la habitación, se esfuerza inútilmente en calmar el delirio, que cada vez se va haciendo más furioso. María, arrojada al suelo como un trapajo, solloza bajo la implacable acusación del moribundo, que prosigue:
-Uno, dos, diez amantes. El oprobio de Israel pasaba de unos brazos a otros… Su madre moría, ella se consumía en sus amores indecentes. ¡Bestia feroz! ¡Vampiro! Has succionado la vida a tu madre. Has destruido nuestra alegría. Marta sacrificada por ti: nadie se casa con la hermana de una meretriz. Yo… ¡Ah! ¡Yo! Lázaro, caballero hijo de Teófilo… ¡Me escupían los gamberros de Ofel! «He ahí: cómplice de una adúltera e impura» decían escribas y fariseos, y sacudían sus vestiduras para significar que rechazaban el pecado con que yo estaba manchado por el contacto con ella. «¡Ahí está el pecador! El que no sabe castigar al culpable es culpable como él» gritaban los rabíes cuando subía al Templo. Y sudaba bajo el fuego de las pupilas sacerdotales… El fuego. ¡Tú! Tú vomitabas el fuego que llevabas dentro. Porque eres un demonio, María. Eres inmunda. Eres la maldición. Tu fuego prendía en todos, porque tu fuego estaba hecho de muchos fuegos, y había, ¡vaya que si había!, para los lujuriosos, que parecían peces apresados en el trasmallo cuando pasabas… ¿Por qué no te maté? Arderé en la Gehenna por haberte dejado vivir destruyendo tantas familias, dando escándalo a mil… ¿Quién dice: «¡Ay de aquel por el que se produce el escándalo!»? ¿Quién lo dice? ¡Ah, el Maestro! ¡Quiero ver al Maestro! ¡Quiero verlo! Para que me perdone. Quiero decirle que no podía matarla porque la amaba… María era el sol de nuestra casa… ¡Quiero ver al Maestro! ¿Por qué no está aquí? ¡No quiero vivir! Pero sí quiero el perdón por el escándalo que he dado dejando vivir al escándalo. Ya estoy en las llamas. Es el fuego de María. Me ha apresado. A todos apresaba. Para lujuria suya, para odio a nosotros, y para quemarme las carnes a mí. ¡Fuera estas mantas, fuera todo! Estoy en el fuego. Me ha apresado la carne y el espíritu. Estoy perdido a causa de ella. ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Tu perdón! No viene. No puede venir a la casa de Lázaro. Es un estercolero por causa de ella. Entonces… quiero olvidar. Todo. Ya no soy Lázaro. Dadme vino. Lo dice Salomón (Proverbios 31, 6-7: «Dad vino a los que tienen el corazón acongojado. Que beban y olviden su miseria, y no recuerden ya de su dolor». No quiero recordar. Dicen todos: «Lázaro es rico, es el hombre más rico de Judea». ¡No es verdad! Todo es paja No es oro. ¿Y las casas? Nubes. ¿Las viñas, los oasis, los jardines, los olivares? Nada. Engaños. Yo soy Job (1-2. No tengo ya nada. Tenía una perla. ¡Hermosa! De infinito valor. Era mi orgullo. Se llamaba María. Ya no la tengo. Soy pobre. El más pobre de todos. El más engañado de todos… También Jesús me ha engañado, porque me había dicho que me la traería de nuevo, y, sin embargo, ella… ¿Dónde está ella? Ahí está. ¡Parece una hetaira pagana la mujer de Israel, hija de una santa! Semidesnuda, borracha, enloquecida… Y alrededor… con los ojos fijos en el cuerpo desnudo de mi hermana, la jauría de sus amantes… Y ella ríe de ser admirada y deseada así. Quiero expiar mi delito. Quiero ir por Israel diciendo: «No vayáis a casa de mi hermana. Su casa es el camino del infierno y desciende a los abismos de la muerte». Y luego quiero ir donde ella y pisotearla, porque está escrito (Eclesiástico 9, 10): «Toda mujer lasciva será pisoteada como estiércol en el camino». ¡Oh!, ¿te atreves a presentarte a mí, que muero deshonrado, destruido por ti?, ¿a mí, que he ofrecido mi vida como rescate de tu alma, y en vano? ¿Cómo quería que fueras, dices? ¿Cómo quería que fueras para no morir así? Pues te quería como Susana, la casta. ¿Dices que te han tentado? ¿Y no tenías un hermano para que te defendiera? Susana, ella sola, respondió (Daniel 13, 23);: «Mejor es para mí caer en vuestras manos que pecar en la presencia del Señor», y Dios hizo relucir su candor. Yo habría dicho las palabras contra tus tentadores y te habría defendido. ¡Pero tú… te marchaste! Judit era viuda y vivía en una habitación apartada, ceñido el cilicio y ayunando, y gozaba de grandísima estima de todos porque temía al Señor, y de ella se canta: «Eres gloria de Jerusalén, alegría de Israel, honor de nuestro pueblo, porque has obrado virilmente y tu corazón ha sido fuerte, porque has amado la castidad y después de tu matrimonio no has conocido a otro hombre. Por eso la mano del Señor te ha hecho fuerte y serás bendecida eternamente (Judith 15, 10 – 11)”. Si María hubiera sido como Judit, el Señor me habría curado. Pero no ha podido hacerlo por causa de ella. Por eso no he pedido la curación. No puede haber milagro donde está ella. Pero morir, sufrir, no es nada; una y mil veces más, una y mil muertes, con tal de que ella se salve. ¡Oh! ¡Señor Altísimo! ¡Todas las muertes! ¡Todo el dolor! ¡Pero que María se salve! ¡Gozar de ella una hora, sólo una hora! ¡Gozar de ella santa otra vez, pura como en la infancia! ¡Una hora de esta alegría! Gloriarme en ella, la flor de oro de mi casa, la gacela primorosa de dulces ojos, el ruiseñor a la caída de la tarde, la amorosa paloma… Quiero ver al Maestro para decirle que lo que quiero es a María, a María. ¡Ven! ¡María! ¡Cuánto dolor tiene tu hermano, María! Pero, si vienes, si te redimes, mi dolor se hace dulce. ¡Buscad a María! ¡Estoy a las puertas de la muerte! ¡María! ¡Alumbrad! Aire Yo… Me ahogo… ¡Oh, qué cosa siento!…
El médico hace un gesto y dice:
-Es el final. Después del delirio el sopor y luego la muerte. Pero puede volver a la lucidez. Acercaos. Tú especialmente. Le será motivo de alegría – y colocado de nuevo Lázaro, agotado después de tanta agitación, se acerca a María, que ha estado todo este tiempo llorando en el suelo y diciendo entre gemidos: «¡No dejéis que siga!». La alza y la conduce al pie de la cama
Lázaro ha cerrado los ojos. Pero debe sufrir atrozmente. Todo él es estremecimiento y contracción. El médico trata de socorrerlo con jarabes… Pasan así un tiempo.
Lázaro abre los ojos. Parece desmemoriado de lo que ha sucedido antes, pero está en sí. Sonríe a sus hermanas y trata de cogerles las manos y responder a sus besos. Palidece mortalmente. Gime:
-Tengo frío…
Le castañean los dientes. Trata de cubrirse hasta la boca Gime:
-Nicomedes, ya no resisto estos dolores. Los lobos me arrancan la carne de las piernas y me devoran el corazón. ¡Cuánto dolor! Y, si así es la agonía, ¿qué será la muerte? ¿Qué voy a hacer? ¡Si tuviera aquí al Maestro! ¿Por qué no me lo habéis traído? Habría muerto feliz en su pecho…
Llora.
Marta mira a María severamente. María comprende esa mirada y, todavía abatida por el delirio de su hermano, cae en el remordimiento y, inclinándose, arrodillada como está contra la cama besando la mano de su hermano, gime:
-Soy yo la culpable. Marta quería hacerlo desde hace ya dos días. Yo no he querido. Porque Él nos había dicho que le avisáramos sólo después de tu muerte. ¡Perdóname’ Yo te he dado todo el dolor de la vida… Y, no obstante, te he amado y te amo, hermano. Después del Maestro, tú eres la persona a quien más amo; y Dios ve que no miento. Dime que me absuelves del pasado, dame paz…
-¡ Dómina! – interviene el médico – El enfermo no tiene necesidad de emociones.
-Es verdad… Dime que me perdonas el haberte negado a Jesús…
-¡María! Por ti Jesús ha venido aquí… y viene por ti… porque tú has sabido amar… más que ningún otro… Me has amado más que ningún otro… Una vida… de delicias no me habría… no me habría dado la… alegría que he gozado por ti… Te bendigo… Te digo… que has hecho bien… en obedecer a Jesús… Yo no sabía eso… Sé… Digo… está bien… ¡Ayudadme a morir!… Noemí… tú, en el pasado, eras capaz de… hacerme dormir… Marta… bendita… paz mía,… Maximino… con Jesús. También… por mí… Mi parte… para los pobres,… a Jesús… para los pobres… Y perdonad… a todos… ¡Ah, qué espasmos!… ¡Aire!… Luz… Todo tiembla… Tenéis como una luz en torno a vosotros y me ciega si… os miro… Hablad… fuerte…
Ha puesto la mano izquierda en la cabeza de María y ha dejado desmayada la izquierda entre las manos de Marta.
Jadea…
Lo alzan con precaución añadiendo almohadas. Nicomedes le hace sorber todavía otras gotas de jarabes. La pobre cabeza, mortalmente relajada, se hunde y pende. Toda la vida está en la respiración. No obstante, abre los ojos y mira a María, que le sujeta la cabeza, y le sonríe diciendo:
-¡Mamá! Ha vuelto… ¡Mamá! ¡Habla! Tu Voz… Tú sabes… el secreto… de Dios… ¿He servido… al Señor?… María, con voz blanca por la pena, susurra:
-El Señor te dice: Ven conmigo, siervo bueno y fiel, porque has escuchado todas mis palabras y has amado al Verbo que he enviado».
-¡ No oigo! ¡ Más fuerte!
María repite más fuerte…
-¡Es verdaderamente mamá!… – dice satisfecho Lázaro, y abandona la cabeza en el hombro de su hermana…
Ya no habla. Sólo gemidos y temblores convulsos, sólo sudor y estertores. Ya insensible respecto a la Tierra, a los sentimientos, se hunde en la oscuridad cada vez más absoluta de la muerte. Los párpados descienden sobre los ojos vidriosos en que brilla la última lágrima.
-¡Nicomedes! ¡Se entumece! ¡Se pone frío!… – dice María.
-Dómina, para él la muerte es un alivio.
-Mantenlo en vida! Mañana, sin duda, estará aquí Jesús. Se habrá puesto en camino enseguida. Quizás ha tomado el caballo del criado, u otra cabalgadura – dice Marta. Y, vuelta hacia su hermana:
-¡Oh, si me hubieras dejado enviar aviso antes!
Luego, al médico:
-¡Haz que viva! – impone convulsa.
El médico abre los brazos. Prueba con unos cordiales. Pero Lázaro ya no deglute. El estertor aumenta… aumenta. Es acongojante…
-¡ No se puede soportar ya oírlo! – gime Noemí.
-Sí. Tiene una larga agonía… – asiente el médico.
Pero, casi no ha terminado de decir esto y, con una convulsión de todo el cuerpo, que se arquea y luego se abate, Lázaro exhala el último suspiro.
Las hermanas gritan… al ver esa convulsión; gritan al ver ese abatimiento. María llama a su hermano, besándolo; Marta se agarra al médico, que se inclina sobre el muerto y dice:
-Ha expirado. Ya es demasiado tarde para esperar a que suceda el milagro. Ya no hay espera. ¡Demasiado tarde!… Yo me marcho, señoras. Ya no hay motivo para que siga aquí. Apresuraos en los funerales, porque ya está descompuesto.
Baja los párpados del muerto y, observándolo, dice todavía esto:
-¡Qué pena! Era un hombre virtuoso e inteligente. ¡No debía haber muerto!
Se vuelve hacia las hermanas, se inclina, se despide:
-¡Dómine, salve! – y se marcha.
Los llantos llenan la habitación. María, ya sin fuerzas, se deja caer sobre el cuerpo de su hermano gritando sus remordimientos, invocando su perdón. Marta llora en los brazos de Noemí.
Luego María grita:
-¡No has tenido fe! ¡Ni obediencia! ¡Yo lo maté antes, tú ahora; yo pecando, tú desobedeciendo!
Está como fuera de sí. Marta la levanta, la abraza, se excusa.
Maximino, Noemí, Marcela tratan de inducir a las dos a entrar en razón y a resignarse. Y lo logran recordando a Jesús… El dolor se hace más ordenado, y, mientras la habitación se llena de domésticos que lloran, mientras entran los encargados de la preparación del cadáver, las dos hermanas son conducidas a otro lugar a llorar su dolor.
Maximino, que las guía, dice:
-Ha expirado al concluir la segunda vigilia de la noche.
Y Noemí:
-Mañana habrá que darle sepultura, y pronto, antes de la puesta del sol, porque viene el sábado. Dijisteis que el Maestro quería grandes honores…
-Sí, Maximino. Ocúpate tú de todo eso. Yo estoy aturdida – dice Marta.
-Me retiro para enviar a criados a la gente cercana o lejana, y para dar todas las demás indicaciones – dice Maximino, y se
retira.
Las dos hermanas, abrazadas, lloran. Ya no se echan culpas la una a la otra. Lloran. Tratan de consolarse…
Pasan las horas. El muerto está preparado en su habitación. Una larga forma envuelta en vendas bajo el sudario. -¿Por qué ya cubierto así? – exclama Marta con tono de reproche.
-Señora… Hedía mucho por la nariz, y al moverlo ha arrojado sangre corrompida – se excusa un doméstico anciano. Las hermanas lloran intensamente. Lázaro está ya más lejos bajo esas vendas… Otro paso en la lejanía de la muerte. Lo velan con lágrimas hasta el alba, hasta que regresa del otro lado del Jordán el criado; este criado que se queda
anonadado, pero que, no obstante, informa de la veloz carrera que ha realizado para llevar la respuesta de que Jesús va. -¿Ha dicho que viene? ¡No ha hecho ningún reproche? – pregunta Marta.
-No, señora. Ha dicho: «Iré. Diles que iré y que tengan fe». Y antes había dicho: «Diles que estén tranquilas. No es una enfermedad de muerte, sino que es para gloria de Dios, para que su poder sea glorificado en su Hijo».
-¿Ha dicho exactamente eso? ¿Estás seguro de ello? – pregunta María.
-¡Señora, durante todo el camino he venido repitiendo las palabras!
-Márchate, márchate. Estás cansado. Has hecho todo bien. ¡Pero ya es demasiado tarde!… – suspira Marta, y rompe a llorar ruidosamente en cuanto se queda con su hermana.
-¡Marta!, ¿Por qué?…
-¡Oh, además de la muerte la desilusión! ¡María! ¡María! ¿No piensas en que el Maestro esta vez se ha equivocado? Mira a Lázaro. ¡Está bien muerto! Hemos esperado más allá de lo creíble y no ha servido. Cuando le he mandado el aviso -me habré equivocado, no digo que no- Lázaro estaba ya más muerto que vivo. Y nuestra fe no ha recibido fruto ni premio. ¡Y el Maestro envía el mensaje de que no es enfermedad de muerte! ¿Es que el Maestro ya no es la Verdad? Ya no es… ¡Oh! ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo está terminado!
María se retuerce las manos. No sabe qué decir. La realidad es realidad… Pero no habla. No dice una palabra contra su Jesús. Llora, verdaderamente agotada.
Marta tiene un pensamiento obsesivo en su corazón, el de haber tardado demasiado:
-Es por culpa tuya – dice en tono de reproche – Jesús quería probar nuestra fe así. Obedecer, sí. Pero también desobedecer por fe y demostrarle que creíamos que sólo Él podía y debía hacer el milagro. ¡Pobre hermano mío! ¡Y cuánto ha deseado su presencia! A1 menos esto: ¡verlo! ¡Pobre hermano nuestro! ¡Pobrecillo! ¡Pobrecillo! Y el llanto se transforma en grito, al que hacen coro tras la puerta los gritos de las criadas y de los criados, según la costumbre oriental…