Jueves Santo. Preparativos de la Cena pascual. La manifestación del Padre y el homenaje de los Gentiles.
Una nueva mañana. ¡Tan serena! ¡Tan festiva! Ni las escasas nubes que ayer erraban lentamente por el cobalto del cielo se ven hoy. Tampoco se siente ese bochorno pesado que ayer era tan gravoso. Una leve brisa sopla en las caras, una brisa que huele a flores, a heno, a aire limpio, y que mece lentamente las hojas de los olivos: parece desear que se admire el color argénteo de las hojitas lanceoladas, y sembrar flores, pequeñas, cándidas, olorosas para los pasos de Cristo y sobre su rubia cabeza, y besarlo, darle frescor -porque cada uno de los pequeños cálices tiene una gotita de rocío-, besarlo, darle frescor y morir luego, antes de ver el horror que amenazador pende. Y se inclinan las plantas de las laderas meneando las campanillas, las corolas, las paletas de mil flores. Estrellas de corazón de oro, las grandes margaritas silvestres se yerguen altas en su tallo como para besarle la mano que será traspasada, y las mayas y las matricarias le besan los pies generosos que detendrán su paso por el bien de los hombres sólo cuando sean clavados para dar un bien aún mayor, y los escaramujos perfuman y el espino albar ya sin flores agita las hojas denticuladas. Parece decir «no, no» a quienes lo usarán para dar tormento al Redentor. Y «no» dicen las cañas del Cedrón; tampoco quieren ellas herir, su voluntad de pequeñas cosas no quiere dañar al Señor. Y quizás también las piedras de las laderas se felicitan por estar fuera de la ciudad, en el olivar, porque así no herirán, no, al Mártir. Y lloran las gráciles correhuelas rosadas que Jesús quería tanto y los corimbos de las acacias cándidas como racimos de mariposas apiñadas en torno a un tallito, quizás pensando: «No volveremos a verlo». Y las miosotas tan gráciles y puras, dejan caer su corola al toque de la túnica purpúrea que Jesús viste de nuevo. Debe ser hermoso morir cuando es por el impacto de algo de Jesús. Todas las flores -incluso un aislado muguete, quizás caído allí fortuitamente y que ha arraigado entre las raíces salientes de un olivo- están contentas de ser cortadas y cogidas por Tomás y ofrecidas al Señor… Como también se sienten felices de saludarlo con cantos de alegría los mil pájaros que hay entre las ramas. ¡No, no blasfeman contra Él los pájaros que ha amado siempre! Hasta incluso un grupito de ovejas parece querer saludarlo – aunque ahora lloren por haberles sido arrebatados los hijos, vendidos para el
sacrificio pascual. Y, balando -un lamento de madres, al aire, llamando a sus hijos que jamás volverán-, vienen a rozar a Jesús con su cuerpo, y lo miran con su mansa mirada.
A1 ver a las ovejas, los apóstoles se acuerdan del rito, y preguntan a Jesús, ya casi en el Getsemaní:
-¿A dónde iremos a celebrar la cena pascual? ¿Qué lugar eliges? Dilo, e iremos a prepararlo todo – dicen. Y Judas de Keriot:
-Dame indicaciones e iré.
-Pedro, Juan, oídme.
Los dos, que estaban un poco adelantados, se acercan a Jesús, que los ha llamado.
-Precedednos y entrad en la ciudad por la Puerta del Estiércol. A1 entrar, encontraréis a un hombre que vuelve de En Rogel con una tinaja de aquella agua buena. Seguidlo hasta que entre en una casa. Diréis al que está en ella: «El Maestro dice: “¿Dónde está la habitación donde pueda celebrar la cena pascual con mis discípulos?». Él os mostrará un cenáculo grande ya dispuesto. Preparadlo todo allí. Id ligeros y luego venid al Templo. Ya estaremos nosotros en él.
Los dos se marchan a toda prisa.
Jesús, sin embargo, camina lentamente. En realidad está todavía fresca la mañana, y por los caminos que introducen en la ciudad empiezan ahora a aparecer los primeros peregrinos. Cruzan el Cedrón por el puentecillo que hay antes del Getsemaní. Entran en la ciudad. Las puertas, quizás por una contraorden de Pilatos, tranquilizado por la ausencia de disputas con centro en Jesús, no están ya vigiladas por los legionarios. Efectivamente, reina en todas partes la máxima calma.
¡Desde luego, no se puede decir que no hayan sabido contenerse los judíos! Ninguno ha molestado al Maestro ni a los discípulos. Gestos de obsequio bien educados, si no incluso afectuosos, lo han saludado siempre (aunque los que los otorgaban eran los más aviesos del Sanedrín). Un aguante inasequible ha acompañado también a la reconvención de ayer.
Y precisamente ahora -la casa de campo de Caifás está muy cerca de aquella puerta-, justamente ahora, pasa, viniendo de la casa, un nutrido grupo de fariseos y escribas, entre los cuales el hijo de Anás, y Elquías con Doras y Sadoq, quienes, en medio de un ondear de túnicas y franjas y amplísimos gorros, plegando sus espaldas vestidas de amplios mantos, saludan reverentes. Jesús saluda y pasa, regio con su túnica de lana roja y su manto de color más oscuro, llevando aquel gorro de Síntica en la mano, y haciendo el sol de sus cabellos rojo-cobre una corona de oro y un velo refulgente hasta los húmeros. Las espaldas se alzan después de su paso y aparecen las caras: de hienas hidrófobas.
Judas de Keriot, que iba mirando siempre en torno a sí con su cara de traidor, con la disculpa de abrocharse una sandalia, se pone en el margen del camino y -lo veo bien- les hace una seña de que lo esperen… Deja que el grupo de Jesús y los discípulos vaya adelante, mientras sigue manipulando la hebilla de su sandalia para fingir, y luego, rápido, pasa cerca de aquéllos y susurra: «En la Hermosa, a eso de la hora sexta. Uno de vosotros», y se echa a correr velozmente y da alcance a sus compañeros. ¡Espontáneo, desvergonzadamente espontáneo!…
Suben al Templo. Pocos hebreos todavía. Pero muchos gentiles. -Jesús va a adorar al Señor. Luego regresa e indica a Simón y Bartolomé que pidan dinero a Judas de Keriot y compren el cordero.
Y Judas dice:
-¿Podría hacerlo yo!
-Vas a estar ocupado en otras cosas. Lo sabes. Está la viuda a la que hay que llevar el donativo de María de Lázaro, y decirle que después de las fiestas vaya a Betania, a casa de Lázaro. ¿Sabes dónde está? ¿Has comprendido bien?
-¡Ya sé, ya sé! Me indicó el lugar Zacarías, que la conoce bien.
Y añade:
-Estoy muy contento de ir, más que de comprar el cordero. ¿Cuándo voy?
-Más tarde. No estaré mucho tiempo aquí. Hoy voy a descansar, porque quiero estar fuerte para esta noche y para mi oración nocturna.
-De acuerdo.
Y yo me pregunto: Jesús, que en los días pasados había mantenido ocultos sus propósitos para no dar detalles a Judas, ¿por qué ahora dice y repite lo que hará por la noche? ¿Es que la Pasión ha empezado ya con la ceguera de previdencia; o es que esta previdencia ha aumentado tanto, que Jesús lee en los libros de los Cielos que ésa es «la noche» y que, por tanto, hay que darlo a conocer a quien espera a saberlo para entregarlo a los enemigos; o es que siempre ha sabido que en esa noche debe comenzar su inmolación? No sé darme la respuesta. Jesús tampoco me responde. Y me quedo en mis porqué mientras observo a Jesús que cura a los últimos enfermos. Los últimos… Mañana, dentro de pocas horas, ya no podrá… la Tierra quedará privada del poderoso Curador de cuerpos. Pero la Víctima, en su patíbulo, empezará la serie, ininterrumpida desde hace veinte siglos, de sus curaciones de espíritus.
Hoy, más que describir, contemplo. Mi Señor hace proyectar mi vista espiritual desde lo que veo que sucede en el último día de libertad de Cristo hasta lo que sucede en los siglos… Hoy contemplo los sentimientos, los pensamientos, del Maestro, más que lo que sucede en torno a Él. Ya estoy en la angustiosa comprensión de su tortura del Getsemaní…
Jesús, como de costumbre, se ve sobrepujado por la muchedumbre, que ya ha aumentado y que ahora está formada en su mayor parte por hebreos que… se olvidan de acudir presurosos al lugar del sacrificio de los corderos, para acercarse a Jesús, Cordero de Dios que está para ser inmolado. Y siguen preguntando, y siguen queriendo explicaciones.
Muchos son hebreos venidos de la Diáspora, los cuales, habiendo tenido noticias de la fama del Cristo, del Profeta galileo, del Rabí de Nazaret, sienten la curiosidad de oírlo hablar y la ansiedad de disolver cualquier posible duda. Y se abren paso, suplicando a los de Palestina:
-¡Vosotros siempre lo tenéis. Sabéis quién es. Tenéis su palabra cuando queréis. Nosotros hemos venido de lejos y regresaremos a nuestras tierras nada más cumplir el precepto. ¡Dejad que nos acerquemos a Él!
La muchedumbre con dificultad se abre, para ceder el sitio a éstos, que se acercan a Jesús y lo observan con curiosidad. Comentan entre sí, grupo por grupo.
Jesús los observa, escuchando simultáneamente a un grupo que ha venido de Perea. Luego despide a estos últimos, que le han ofrecido dinero para sus pobres, como otros muchos hacen, y que Él, como siempre, ha pasado a Judas. Empieza a hablar:
-Muchos de los presentes -que sois una sola cosa en la religión aunque de procedencia distinta- os preguntáis: «¿Quién es éste al que llaman el Nazareno?», y vuestra esperanza y duda chocan. Escuchad.
Está escrito de mí (Es el comienzo de otra serie de citas, textuales o parafraseadas, referidas (en la sucesión bíblica) a: (Salmo 78, 23-25; Isaías 9, 5; 11, 1-4.10-12; 40, 10-11; 42, 1-7; 50, 6; 53, 2-12; 55,1-3; 61, 1-2; 63, 1; Ezequiel 34,11.16; 47,1-12; Daniel 9, 24-27; Oseas 14, 2; Miqueas 5, 3-4; Zacarías 9, 9-10; Isaías 7, 14; Miqueas 5, 1): «Un retoño brotará de la raíz de Jesé, una flor saldrá de esta raíz, y sobre Él descansará el Espíritu del Señor. No juzgará según lo que se presenta ante los ojos, no condenará por lo que se oye con los oídos; antes bien, juzgará con justicia a los pobres, se hará defensor de los humildes. El retoño de la raíz de Jesé, puesto como señal en medio de las naciones, será invocado por los pueblos y su sepulcro será glorioso. Él, alzada una bandera para las naciones, reunirá a los expatriados de Israel, a los dispersos de Judá; los recogerá de los cuatro puntos de la Tierra».
Está escrito de mí: «He aquí que viene el Señor, con señorío; su brazo triunfará. Trae consigo su retribución, ante sus ojos tiene su obra. Como un pastor, apacentará a su rebaño».
Está escrito de mí: «Éste es mi Siervo, Yo estaré con Él. En Él se complace mi alma. En Él he derramado mi espíritu. Llevará la justicia a las naciones. No gritará, no romperá la caña quebrada, no apagará la mecha humeante, hará justicia según la verdad. Sin desfallecer ni avasallar, hará que se establezca la justicia sobre la Tierra, y las islas esperarán su ley».
Está escrito de mí: «Yo, el Señor, en la justicia te he llamado, te he tomado de la mano, te he preservado, te he constituido alianza del pueblo y luz de las naciones para abrir los ojos a los ciegos y sacar de 1a cárcel a los prisioneros, y de la mazmorra subterránea a los que yacen en las tinieblas».
Está escrito de mí: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque el Señor me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los mansos, para curar a los que tienen el corazón quebrantado, para predicar la libertad a los esclavos, la liberación a los prisioneros, para predicar el año de gracia del Señor».
Está escrito de mí: «Él es el Fuerte. Apacentará el rebaño con la fortaleza del Señor, con la majestad del nombre del Señor Dios suyo; A Él se convertirán, porque ya desde ahora será glorificado hasta los últimos confines del mundo».
Está escrito de mí «Yo mismo iré a buscar a mis ovejas. Iré a la búsqueda de las extraviadas, restituiré al redil a las expulsadas de él, fajaré a las que tengan fracturas, reconfortaré a las débiles, vigilaré a las gruesas y robustas, a todas las apacentaré con justicia».
Está escrito: «Él es el Príncipe de paz y será la paz».
Está escrito: «Mira que viene tu Rey, el Justo, el Salvador. Es pobre, cabalga sobre un jumento. Anunciará paz a las naciones. Su dominio será de mar a mar, hasta los extremos de la Tierra».
Está escrito: «Setenta semanas han sido fijadas para tu pueblo, para tu ciudad santa, para que sea eliminada la prevaricación, tenga fin el pecado, quede borrada la iniquidad, venga la eterna justicia, se cumplan visión y profecía y sea Ungido el Santo de los santos. Después de siete más setenta y dos vendrá el Cristo. Después de sesenta y dos será entregado a la muerte. Después de una semana confirmará el testamento, pero a mitad de la semana vendrán a faltar las víctimas y los sacrificios y se dará en el Templo la abominación de la desolación y durará hasta el final de los siglos».
¿Faltarán, pues, las víctimas en estos días? ¿No tendrá víctima el altar? Tendrá la gran Víctima. Y la ve el profeta: «¿Quién es este que viene con sus vestiduras teñidas de rojo? Está hermoso con sus vestiduras, camina envuelto en la grandeza de su fuerza».
¿Y cómo se ha teñido de púrpura las vestiduras Aquel que es pobre? Ved que lo dice el profeta: «He abandonado mi cuerpo a los que me golpean, mis mejillas a quienes me arrancan la barba; no he separado el rostro del que me ultraja. Mi hermosura y esplendor se han perdido y los hombres han dejado de amarme. ¡Me han despreciado los hombres, me han considerado el último! Varón de dolores, será velado mi rostro y vejado y me mirarán como a un leproso, cuando en realidad por todos estaré llagado y moriré».
Ahí está la Víctima. ¡No temas, Israel! ¡No temas! ¡No falta el Cordero pascual! ¡No temas, Tierra! No temas. Ahí está el Salvador. Como oveja será conducido al matadero, porque lo ha querido y no ha abierto su boca para maldecir a los que lo matan. Después de la condena, será levantado y consumido en los padecimientos; sus miembros descoyuntados, los huesos al descubierto, pies y manos traspasados. Pero después de la aflicción con que justificará a muchos, poseerá las multitudes, porque, después de haber entregado su vida a la muerte para salud del mundo, resucitará y gobernará la Tierra, nutrirá a los pueblos con las aguas vistas por Ezequiel, aguas que salen del verdadero Templo, el cual, aun habiendo sido abatido, resurge por virtud propia. Y nutrirá con el vino con que ha teñido de púrpura su cándida túnica de Cordero sin mancha, y con el Pan bajado del Cielo.
¡Sedientos, venid a las aguas! ¡Hambrientos, nutríos! ¡Exhaustos, bebed mi vino; y vosotros, enfermos! ¡Venid, vosotros que no tenéis dinero, vosotros que no tenéis salud, venid! ¡Y vosotros, los que estáis muertos, venid! Yo soy Riqueza y Salud, soy Luz y Vida. ¡Venid, vosotros que buscáis el camino! ¡Venid, vosotros que buscáis la verdad! ¡Yo soy Camino y Verdad! No temáis no poder consumir el Cordero porque falten las víctimas verdaderamente santas en este Templo profanado. Todos tendréis posibilidad de comer del Cordero de Dios venido a quitar los pecados del mundo, como dijo de mí el último de los profetas de mi pueblo. Del pueblo al que pregunto: Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he contristado?, ¿qué más podía darte de lo que te he dado? He instruido tus mentes, he curado a tus enfermos, favorecido a tus pobres, he dado de comer a tus turbas, te he amado en tus hijos, he perdonado, he orado por ti. Te he amado hasta el Sacrificio. ¿Y tú qué preparas a tu Señor? Una hora, la última, se te ofrece, ¡oh pueblo mío, oh ciudad santa y regia! ¡Conviértete, en esta hora, al Señor tu Dios!
-¡Ha dicho las palabras verdaderas!
-¡Así está escrito!
-¡Y Él verdaderamente hace lo que está escrito!
-¡Como un pastor ha cuidado de todos!
-Como siendo nosotros esas ovejas desperdigadas, enfermas, que están entre las brumas, ha venido a llevarnos al camino recto, a curarnos el alma y el cuerpo, a iluminarnos.
-Verdaderamente, todos los pueblos acuden a Él. ¡Observad qué maravillados están esos gentiles!
-Ha predicado paz.
-Ha dado amor.
-No comprendo lo que dice del sacrificio. Habla como uno que tuviera que morir, como si lo fueran a matar. -Así es, si es el Hombre visto por los profetas, el Salvador.
-Y habla como si todo el pueblo fuera a maltratarlo. Eso no sucederá jamás. El pueblo, o sea, nosotros, lo amamos. -Es nuestro amigo. Lo defenderemos.
-Es Galileo. Los galileos daremos la vida por Él.
-Es de David, y nosotros, los de Judea, si alzamos la mano es para defenderlo.
-¿Y nosotros podremos olvidarlo? Siendo de Auranítida, de Perea, de la Decápolis, nos amó como a vosotros. No. Todos, todos lo defenderemos.
Éstas son las manifestaciones que se oyen entre esta multitud ya muy numerosa: ¡labilidad de las intenciones humanas! Juzgo por la posición del sol que serán hacia las nueve de la mañana de nuestra hora. Veinticuatro horas más tarde, esta gente llevará ya muchas horas en torno al Mártir para torturarlo con el odio y los golpes, y gritará pidiendo su muerte. Pocos, muy pocos, demasiado pocos, entre los millares de personas que se agolpan procedentes de todas las partes de Palestina y de fuera, y que han recibido de Cristo luz, salud, sabiduría, perdón, serán los amigos. Y éstos no sólo no tratarán de arrancarlo de las manos de los enemigos, por impedirlo su escasez numérica respecto a la multitud de los ofensores, sino que no sabrán consolarlo tampoco siguiéndole con cara amiga como prueba de amor. Las alabanzas, las manifestaciones de consenso, los comentarios maravillados se esparcen por el vasto patio como olas que desde alta mar vayan lejos a morir en la playa.
Escribas, judíos, fariseos, tratan de neutralizar el entusiasmo del pueblo, y también la agitación de la gente contra los enemigos de Cristo, diciendo:
-Dice incongruencias. Está muy cansado y por ello delira. Ve persecuciones donde hay honores. En sus palabras fluyen los ríos de su habitual sabiduría, pero mezclados con frases de delirio. Nadie quiere causarle ningún mal. Comprendemos. Hemos comprendido quién es…
Pero la gente desconfía de tanta conversión de ánimos, y alguno se rebela diciendo:
-Pues Él me curó a un hijo demente. Conozco la locura. ¡Un demente no habla así!
Y otro:
-¡Déjalos que hablen! Son víboras que temen que el bastón del pueblo les rompa los lomos. Cantan la dulce canción del ruiseñor para engañarnos, pero, si escuchas bien, su voz contiene silbido de serpiente.
Y un tercero:
-¡Escoltas del pueblo de Cristo, alerta! Cuando el enemigo acaricia, tiene el puñal escondido en la manga y alarga su mano para agredir. ¡Ojos abiertos y corazón preparado! Los chacales no pueden transformarse en dóciles corderos.
-Bien dices: el búho halaga y hechiza a los pajaritos ingenuos con la inmovilidad de su cuerpo y la falsa alegría de su saludo. Ríe e invita con su grito, pero está preparado para devorar.
Y otros grupos otras cosas.
Pero también hay gentiles. Esos gentiles que han escuchado en estos días de fiesta al Maestro, con constancia y en número cada vez mayor. Siempre a los márgenes de la multitud -porque el exclusivismo hebreo-palestino es fuerte y los rechaza, queriendo los primeros puestos en torno al Rabí-, ahora desean acercarse a Él y hablar con Él.
Un nutrido grupo de ellos reparan en Felipe, al que la multitud ha empujado a un rincón. Se acercan a él y le dicen: -Señor, deseamos ver de cerca a Jesús, tu Maestro, y hablar con Él al menos una vez.
Felipe se alza sobre la punta de los pies, para ver si ve a algún apóstol que esté más cerca del Señor. Ve a Andrés, lo llama y le grita estas palabras:
-Aquí hay unos gentiles que quisieran saludar al Maestro. Pregúntale si puede atenderlos.
Andrés, separado de Jesús unos metros, comprimido entre la multitud, se abre paso sin miramientos, usando abundantemente los codos y gritando:
-¡Dejad paso!, Digo que dejéis paso. Tengo que ir donde el Maestro.
Llega donde Él y le transmite el deseo de los gentiles.
-Llévalos a aquel ángulo. Voy donde ellos.
Y mientras Jesús trata de pasar entre la gente, Juan, que ha vuelto con Pedro, Pedro mismo, Judas Tadeo, Santiago de Zebedeo y Tomás, que para ayudar a sus compañeros deja el grupo de sus familiares -los había encontrado entre la multitud-, luchan para abrirle camino. Ya está Jesús donde los gentiles, que lo reciben con muestras de obsequio.
-La paz a vosotros. ¿Qué queréis de mí?
-Verte. Hablar contigo. Lo que has dicho nos ha conturbado. Hemos deseado siempre hablar contigo para decirte que tu palabra nos impresiona. Esperábamos el momento propicio para hacerlo. Hoy… hablas de muerte… Tememos no poder hablar contigo, si no aprovechamos este momento. ¿Pero es posible que los hebreos sean capaces de matar a su mejor hijo? Nosotros somos gentiles, y no hemos recibido beneficio de tu mano. Tu palabra nos era desconocida. Habíamos oído hablar de ti
vagamente. Pero nunca te habíamos visto ni nos habíamos acercado a ti. Y, a pesar de todo, ya ves: te tributamos homenaje; todo el mundo con nosotros te honra.
-Sí, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre debe ser glorificado, por los hombres y por los espíritus.
Ahora la gente, de nuevo, está en torno a Jesús. Con la diferencia de que en primera fila están los gentiles y detrás los demás.
-Pero entonces, si es la hora de tu glorificación, no morirás como dices, o como hemos entendido. Porque morir de esa manera no significa ser glorificado. ¿Cómo podrás reunir al mundo bajo tu cetro, si mueres antes de haberlo hecho? Si tu brazo se inmoviliza en la muerte, ¿cómo podrá triunfar y reunir a los pueblos?
-Muriendo doy vida. Muriendo edifico. Muriendo creo el Pueblo nuevo. La victoria se consigue en el sacrificio. En verdad os digo que si el grano de trigo que cae a la tierra no muere, queda sin fruto; mas si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la perderá. El que aborrece su vida en este mundo la salvará para la vida eterna. Y Yo tengo el deber de morir, para dar esta vida eterna a todos los que me siguen para servir a la Verdad. El que me quiera servir que venga: no está limitado el sitio en mi reino a este o aquel pueblo. El que me quiera servir, quienquiera que sea, que venga y me siga, y donde Yo esté también estará mi servidor. Y al que me sirva lo honrará el Padre mío, único, verdadero Dios, Señor del Cielo y de la Tierra, Creador de todo lo que existe, Pensamiento, Palabra, Amor, Vida, Camino, Verdad; Padre, Hijo, Espíritu Santo, Uno siendo Trino. Trino siendo Único, Solo, Verdadero Dios. «Pero ahora mi alma esta turbada. Y ¿qué diré? ¿Acaso: «Padre, líbrame de esta hora»? No. Porque he venido para esto: para llegar a esta hora. Entonces diré «¡Padre, glorifica tu Nombre!».
Jesús abre los brazos en cruz, una cruz purpúrea contra el fondo cándido de los mármoles del pórtico; y levanta su rostro, ofreciéndose, orando, subiendo con el alma al Padre.
Y una voz, más fuerte que el trueno, inmaterial en el sentido de que no asemeja a ninguna voz de hombre, pero perceptibilísima para todos los oídos, llena el cielo sereno de este bellísimo día abrileño, vibrando más poderosa que el acorde de un órgano gigante, con una tonalidad bellísima, y proclama:
-Lo he glorificado y lo seguiré glorificando.
La gente ha sentido miedo. Esa voz, tan potente que ha hecho vibrar el suelo y lo que sobre él se halla, esa voz misteriosa, distinta de todas las otras voces, procedente de una fuente desconocida, esa voz que llena todo, de septentrión a mediodía, de oriente a occidente, aterroriza a los hebreos y asombra a los paganos. Los primeros, si pueden hacerlo, se arrojan al suelo susurrando atemorizados: « ¡Vamos a morir ahora! Hemos oído la voz del Cielo. ¡Un ángel le ha hablado!», y se dan golpes de pecho esperando la muerte. Los segundos gritan: « ¡Un trueno! ¡Un estruendo! ¡Huyamos! ¡La Tierra ha bramado! ¡Ha temblado!». Pero huir es imposible en medio de ese gentío que aumenta por los que estaban fuera de las murallas del Templo y ahora entran presurosos gritando: « ¡Piedad de nosotros! ¡Corramos! Éste es lugar santo. ¡No se abrirá el monte donde se alza el altar de Dios!». Y, por tanto, la gente -quién obstruido por la multitud, quién paralizado por el espanto- permanece donde estaba.
Los sacerdotes, los escribas, los fariseos, que estaban esparcidos por los vericuetos del Templo, suben a las terrazas, y lo mismo levitas y magistrados del Templo. Agitados, desconcertados. De todos ellos, bajan a donde está la gente sólo Gamaliel y su hijo. Jesús lo ve pasar, todo blanco con su túnica de lino, tan blanca que refulge incluso, bajo este fuerte sol que sobre ella incide.
Jesús, mirando a Gamaliel, pero como hablando para todos, alza la voz diciendo:
-No por mí, sino por vosotros, ha venido esta voz del Cielo.
Gamaliel se detiene, se vuelve, perfora con las miradas de sus ojos profundos y negrísimos -involuntariamente duros como los de las aves rapaces, por la costumbre de ser un maestro venerado como un semidiós-, perfora la mirada zafírea, límpida, dulce y al mismo tiempo majestuosa, de Jesús… que prosigue:
-Ahora el mundo es juzgado, ya el Príncipe de las Tinieblas está para ser expulsado, y Yo, cuando sea alzado, atraeré a todos hacia mí, porque así salvará el Hijo del hombre.
-Hemos aprendido en los libros de la Ley que el Cristo vive eternamente. Tú te presentas como el Cristo y dices que debes morir. Dices también que eres el Hijo del hombre y que salvarás siendo elevado. ¿Quién eres, pues?, ¿el Hijo del hombre o el Cristo? ¿Y quién es el Hijo del hombre? – dice la gente, ya más tranquila.
-Soy una única Persona. Abrid los ojos a la Luz. Todavía un poco la Luz está con vosotros. Caminad hacia la Verdad mientras tengáis la Luz entre vosotros, para que no os sorprendan las tinieblas. Los que caminan en la oscuridad no saben en dónde acabarán. Mientras tenéis entre vosotros la Luz, creed en Ella, para ser hijos de la Luz – Jesús se calla.
La muchedumbre está perpleja y dividida. Una parte se marcha meneando la cabeza. Una parte observa la actitud de los principales dignatarios: fariseos, jefes de los sacerdotes, escribas… (especialmente observan la actitud de Gamaliel), y según estas actitudes orientan sus reacciones. Otros hacen un gesto de aprobación con la cabeza, inclinándose ante Jesús con clara señal de querer decirle: «¡Creemos! Te honramos por lo que eres». Pero no se atreven a ponerse abiertamente de su parte. Tienen miedo de los ojos atentos de los enemigos de Cristo, de los poderosos, que los vigilan desde lo alto de las terrazas que dominan las soberbias galerías que ciñen los patios del Templo.
También Gamaliel -se ha quedado pensativo unos minutos, pareciendo interrogar a los mármoles que pavimentan el suelo, para obtener una respuesta a sus íntimas preguntas- continúa su marcha hacia la salida, no sin antes menear la cabeza y encogerse de hombros, como por desazón o desprecio… y pasa derecho por delante de Jesús sin mirarlo.
Jesús, sin embargo, lo mira con compasión… y alza de nuevo la voz, fuertemente -es como un tañido de bronce-, para superar todo ruido y ser oído por el gran escriba que se marcha desilusionado. Parece hablar para todos, pero es evidente que habla sólo para él.
Dice con voz altísima:
-El que cree en mí no cree, en verdad, en mí, sino en Aquel que me ha enviado, y quien me ve a mí ve al que me ha enviado, que justamente es el Dios de Israel, porque no existe ningún otro Dios aparte de Él.
Por esto digo: si no podéis creer en mí en cuanto hijo de José de David, y que es hijo de María, de la estirpe de David, de la Virgen vista por el Profeta, nacido en Belén, como dicen las profecías, precedido por Juan el Bautista, como también está anunciado desde hace siglos, creed al menos en la Voz de vuestro Dios que os ha hablado desde el Cielo. Creed en mí como Hijo de este Dios de Israel. Porque si no creéis en Aquel que os ha hablado desde el Cielo, no me ofendéis a mí, sino a vuestro Dios, de quien soy Hijo.
¡No queráis permanecer en las tinieblas! Yo he venido -Luz para el mundo- para que el que cree en mí no permanezca en las tinieblas. No queráis crearos remordimientos que no podríais aplacar nunca, una vez vuelto Yo al lugar de donde he venido, y que serían un duro castigo por vuestra obstinación. Yo estoy dispuesto a perdonar mientras estoy con vosotros, mientras no se haya cumplido el juicio, y, por mi parte, tengo el deseo de perdonar. Pero distinto es el pensamiento de mi Padre, porque Yo soy la Misericordia y Él es la Justicia.
En verdad os digo que si uno escucha mis palabras y no las observa Yo no lo juzgo. No he venido al mundo para juzgar, sino para salvar al mundo. Pero aunque Yo no juzgue, en verdad os digo que hay quien os juzga por vuestras acciones. El Padre mío, que me ha enviado, juzga a los que rechazan su Palabra. Sí, el que me desprecia y no reconoce la Palabra de Dios y no recibe la palabra del Verbo, tiene a quien lo juzgue: lo juzgará en el último día la propia Palabra que he anunciado.
De Dios nadie se burla, está escrito. Y el Dios objeto de burla será terrible para aquellos que lo juzgaron loco y mentiroso.
Recordad todos que las palabras que me habéis oído pronunciar son de Dios. Porque no he hablado de cosas mías, sino que el Padre que me ha enviado, Él mismo, me ha prescrito lo que debo decir y de qué debo hablar. Y Yo obedezco su orden porque sé que su precepto es justo. Toda orden de Dios es vida eterna. Yo, vuestro Maestro, os doy el ejemplo de obediencia a todo precepto de Dios. Por tanto, estad seguros de que las cosas que os he dicho y os digo las he dicho y las digo como me ha dicho que os las diga el Padre mío. Y el Padre mío es el Dios de Abraham, Isaac, Jacob; el Dios de Moisés, de los patriarcas, de los profetas, el Dios de Israel, el Dios vuestro.
¡Palabras de luz que caen en las tinieblas que ya van espesándose en los corazones!
Gamaliel, que de nuevo se había detenido, cabizbajo, reanuda su marcha… Otros lo siguen, meneando la cabeza o haciendo risitas… También Jesús se marcha… Pero antes dice a Judas de Keriot:
-Ve a donde tienes que ir – y a los otros:
-Todos tenéis libertad para marcharos, a donde cada uno deba o quiera. Que se queden conmigo los discípulos pastores.
-¡Déjame también a mí quedarme, Señor! – dice Esteban.
-Ven…
Se separan. No sé a dónde va Jesús. Pero sí sé a dónde va Judas de Keriot. Va a la puerta Especiosa o Bella. Sube la serie de escalones que desde el Atrio de los Gentiles lleva al de las mujeres. Cruza éste y sube otros escalones. Da una ojeada al Atrio de los Hebreos y, con ira, golpea con el pie en el suelo al no encontrar a los que está buscando. Vuelve sobre sus pasos. Ve a uno de los guardianes del Templo. Lo llama. Ordena, con su consabida arrogancia:
-Ve donde Eleazar ben Anás. Que venga inmediatamente a la Bella. Lo espera Judas de Simón para cosas graves.
Se apoya en una columna y espera. Poco tiempo. Eleazar, hijo de Anás, Elquías, Simón, Doras, Cornelio, Sadoq, Nahúm y otros acuden en medio de un intenso ondear de vestiduras.
Judas habla en voz baja, pero nerviosa:
-Esta noche! Después de la cena. En el Getsemaní. Venid y prendedlo. Dadme el dinero.
-No. Te lo daremos cuando vengas por nosotros esta noche. ¡No nos fiamos de ti! Queremos tenerte con nosotros. ¡Nunca se sabe! – ríe maliciosamente Elquías. Los otros le hacen coro asintiendo. Judas se pone colorado de enojo, por la insinuación. Jura:
-¡Juro por Yeohveh que digo la verdad!
Sadoq le responde:
-De acuerdo. Pero es mejor hacerlo así. A la hora señalada vienes. Tomas contigo a los encargados de la captura y vas con ellos; no vaya a suceder que los estúpidos guardias arresten a Lázaro, al azar, y creen complicaciones. Tú les indicas con una señal quién es el hombre… ¡Entiéndelo! Es de noche…, habrá poca luz… los guardias estarán cansados, tendrán sueño… ¡Pero si tú guías!… Bueno, eso. ¿Qué pensáis vosotros? El pérfido Sadoq se vuelve a sus compañeros y dice:
-Yo propondría como señal un beso. ¡Un beso! ¡ La mejor señal para indicar al amigo traicionado. ¡Ja! ¡Ja! Todos se ríen: un coro de demonios riéndose maliciosamente.
Judas está furioso. Pero no se echa para atrás en su decisión. Ya no se echa para atrás. Sufre por la burla de que le hacen objeto, no por lo que está para llevar a cabo. Tanto es así que dice:
-Pero recordad que quiero las monedas contadas en la bolsa antes de salir de aquí con los guardias.
-¡Las tendrás! ¡Las tendrás! Te daremos incluso la bolsa, para que puedas conservar esas monedas como reliquia de tu amor. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Adiós, sierpe!
Judas está lívido. Ya está lívido. Ya no perderá ese color y esa expresión de espanto desesperado; es más, esto se irá acentuando con el paso de las horas, hasta hacerse insoportable para la vista cuando penda del árbol… Huye…
Jesús se ha refugiado en el jardín de una casa amiga. Un tranquilo jardín de las primeras casas de Sión, rodeado por altos y antiguos muros. Un jardín cubierto por las frondas ondeantes de viejos árboles; por tanto, silencioso y fresco. Una voz de mujer canta poco lejos una dulce nana.
Deben haber pasado algunas horas, porque los servidores de Lázaro, de regreso después de haber ido no sé a dónde,
dicen:
-Tus discípulos están ya en la casa donde se está aparejando para la cena. Juan ha llevado con nosotros los frutos a los hijos de Juana de Cusa y luego se ha marchado a recoger a las mujeres para acompañarlas a casa de José de Alfeo, que no ha venido hasta hoy, cuando ya su madre no esperaba verlo; y luego, desde allí, a la casa de la cena, porque ya cae la tarde.
-Iremos también nosotros. Han llegado las horas de las cenas…
Jesús se levanta y se pone el manto.
-Maestro, afuera hay gente. Son personas de alta condición. Quisieran hablar contigo sin ser vistos por los fariseos – dice un doméstico.
-Diles que pasen. Ester no se opondrá – dice Jesús, y añade, dirigiéndose a una mujer de edad madura que está viniendo a saludarle:
-¿Verdad, mujer?
-No, Maestro. Mi casa es tuya, ya lo sabes. ¡Demasiado poco has hecho uso de ella!
-Lo suficiente como para decir en mi corazón: era una casa amiga. Indica al doméstico:
-Conduce aquí a los que esperan fuera.
Entran unas treinta personas de noble aspecto. Saludan reverentes. Uno habla en nombre de todos:
-Maestro, tus palabras nos han impresionado. Hemos oído en ti la voz de Dios. Pero nos dicen que estamos locos porque creemos en ti. ¿Qué hacer, entonces?
-No en mí cree el que cree en mí, sino que cree en Aquel que me ha enviado, cuya voz santísima hoy habéis oído. No me ve a mí el que me ve, sino que ve al que me ha enviado, porque Yo soy una sola cosa con el Padre mío. Por eso os digo que debéis creer para no ofender a Dios, que es Padre mío y Padre vuestro, y que os ama hasta el punto de ofreceros a su Unigénito como holocausto. Porque si hay dudas en los corazones de que Yo sea el Cristo, no las hay de que Dios esté en el Cielo. Y la voz de Dios, al que he llamado Padre hoy en el Templo pidiéndole que glorificara su Nombre, ha respondido al que le llamaba Padre; y ha respondido sin llamarlo «embustero» o «blasfemo», como muchos dicen. Dios ha confirmado quién soy Yo: su Luz. Soy la Luz venida a este mundo. He venido como Luz al mundo para que quien cree en mí no permanezca en las Tinieblas. Si uno escucha mis palabras y luego no las observa, Yo no lo juzgo. No he venido a juzgar al mundo sino a salvarlo. Quien me desprecia y no acoge mis palabras ya tiene quién lo juzgue. La Palabra anunciada por mí será la que lo juzgará en el último día; porque era sabia, perfecta, dulce, simple: como es Dios. Porque esa Palabra es Dios. No soy Yo el que ha hablado, Jesús de Nazaret, conocido como el hijo de José carpintero de la estirpe de David, e hijo de María, muchacha hebrea, virgen de la estirpe de David casada con José. No. Yo no he hablado de cosas mías, sino que ha hablado mi Padre, Aquel que está en los Cielos y cuyo nombre es Yeohveh, Aquel que me ha enviado y me ha prescrito lo que debo decir y las cosas de que debo hablar. Y sé que en su precepto hay vida eterna. Las cosas que digo las digo, pues, como me las ha dicho el Padre, y en ellas hay Vida. Por eso os digo: escuchadlas. Ponedlas en práctica y tendréis la Vida. Porque mi palabra es Vida, y quien la acoge acoge, al mismo tiempo que a mí, al Padre de los Cielos que me ha enviado para daros la Vida. Y quien tiene en sí a Dios tiene en sí la Vida. Podéis marcharos. La Paz descienda sobre vosotros y en vosotros permanezca.
Los bendice y los despide. Bendice también a los discípulos. Retiene solamente a Isaac y a Esteban. A los otros los besa y los despide. Y, cuando se marchan, Él sale, el último junto a estos dos discípulos, y va con ellos por las callejuelas más solitarias, ya oscuras, hacia la casa del Cenáculo. Llegado allí, con especial amor, abraza y bendice a Isaac y a Esteban; los besa, los bendice de nuevo, los mira mientras se alejan. Luego llama y entra…