Jesús decide ir a Betania.
La luz ya no es luz en el huertecito de la casa de Salomón, y los árboles, los contornos de las casas que hay al otro lado del camino, y especialmente el fondo del propio camino -donde la callecita deja de ser tal calle en la zona arbórea del río-, van perdiendo sus perfiles nítidos, para unificarse en una única línea de sombras más o meno claras, más o menos oscuras, con la sombra del anochecer, que se adensa cada vez más. Más que colores, las cosas esparcidas sobre la tierra son ya sonidos. Voces de niños provenientes de las casas, madres que llaman, hombres que azuzan a las ovejas o al burro, algún que otro chirrido de poleas en los pozos, frufrú de hojas con el viento del anochecer, golpes secos, como de palos entrechocados, de los eléboros esparcidos por el boscaje. Arriba el primer titileo de las estrellas, todavía inseguro porque hay aún un vestigio de luz y porque la primera claridad de la Luna empieza a extenderse en el cielo.
-El resto lo diréis mañana. Ahora ya basta. Es de noche. Que cada uno vaya a su casa. La paz a vosotros. La paz a vosotros. Sí… Sí… Mañana. ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Que tienes un escrúpulo? Déjalo tranquilo hasta mañana. Si mañana no se te ha pasado, vienes. ¡Pues sólo faltaba eso! ¡Ahora también los escrúpulos para cansarlo más! ¡Y los ávidos de ganancia! Y las suegras que quieren hacer cambiar a las nueras, y las nueras que quieren hacer menos ariscas a las suegras, y que unas y otras merecerían que les cortaran la lengua. ¿Y qué otras cosas hay? ¿Tú? ¿Qué dices? ¡Oh, éste sí! ¡Pobrecito! Juan, lleva a este niño donde el Maestro. Su madre está enferma y lo manda para decir a Jesús que ore por ella. ¡Pobrecito! Se ha quedado atrás porque es pequeño. Y viene de lejos. ¿Cómo va a volver a casa? ¡Eh, todos vosotros! En vez de estar aquí para gozar de Él, ¿no podríais poner en práctica lo que el Maestro os ha dicho: ayudarse unos a otros, y los más fuertes prestar ayuda a los más débiles? ¡Venga! ¿Quién acompaña a casa al niño? Pudiera ser -no lo quiera Dios- que se encontrara a su madre muerta… Pues que al menos la vea. Asnos tenéis… ¿Que es de noche? ¿Y qué hay más hermoso que la noche? Yo he trabajado durante lustros a la luz de las estrellas, y estoy sano y robusto. ¿Lo llevas tú a casa? Que Dios te bendiga, Rubén. Aquí tienes al niño. ¿Te ha consolado el Maestro? Sí. Entonces puedes marcharte. Y sé feliz. Pero, habrá que darle comida. Quizás no come desde esta mañana.
-El Maestro le ha dado leche caliente, pan y fruta; lo tiene en la tuniquita – dice Juan.
-Entonces ve con este hombre. Te lleva a casa con el burro.
Por fin toda la gente se ha marchado y Pedro puede descansar, y también Santiago, Judas, el otro Santiago y Tomás, que le han ayudado a mandar a las casas a los más obstinados.
-Vamos a cerrar. No sea que alguno se arrepienta y vuelva, como esos dos. ¡Uf, qué cansado es el día después del sábado! – dice Pedro, y entra en la cocina y cierra la puerta; y añade:
-¡Ahora estaremos en paz!
Mira a Jesús, que está sentado al lado de la mesa, apoyando el codo en ella, sujetando la cabeza sobre la mano, pensativo, absorto.
Se acerca a Él, le pone la mano en el hombro y le dice:
-¡Estás cansado, ¿no?! ¡Mucha gente! Vienen de todas partes, a pesar de la estación en que estamos.
-Parece como si tuvieran miedo a perdernos pronto – observa Andrés, que está quitando las tripas a unos peces. También los otros se dedican a preparar el fuego para asarlos, o a remover unas achicorias que hay en un caldero hirviendo. Sus sombras se proyectan sobre las paredes oscuras que el fuego, más que la luz, esclarece. Pedro busca una taza para dar leche a Jesús, que parece muy cansado. Pero no encuentra la leche y pregunta por ella a los otros.
-El niño se ha bebido la última que teníamos. La otra ha sido para el viejo mendigo y para la mujer que tenía a su marido enfermo – explica Bartolomé.
-¡Y el Maestro se ha quedado sin ella! No habríais debido darla toda.
-Lo ha querido Él así…
-Siempre querría así. Pero no debemos dejarlo. Da la ropa, da su parte de leche, se da a sí mismo, y se agota… – Pedro está disgustado.
-¡Tranquilo, Pedro! Dar es mejor que recibir – dice Jesús saliendo serenamente de su abstracción.
-¡Sí, claro! Y Tú das, das y te agotas. Y cuanto más te muestras dispuesto a todo acto de generosidad más se aprovechan los hombres.
Mientras dice esto, frota la mesa con unas hojas ásperas que dan un olor mitad a almendra mitad a crisantemo y la deja bien limpia, para poner encima pan y agua, y coloca una copa delante de Jesús, quien, sin demora, como teniendo mucha sed, se
echa de beber. Pedro pone otra copa en el otro lado de la mesa, junto a un plato que contiene aceitunas y tallos de hinojo silvestre. Añade la bandeja de la achicoria -ya condimentada por Felipe- y, junto con los compañeros, trae unos taburetes muy rústicos para añadirlos a las cuatro sillas que hay en la cocina y que son insuficientes para trece personas.
Andrés ha estado cuidando el asado del pescado en la brasa Y ahora lo coloca en otro plato y se acerca a la mesa con otros panes. Juan quita la lámpara del lugar donde estaba y la coloca en medio de la mesa.
Jesús se levanta mientras todos se acercan a la mesa para cenar. Ora en voz alta, ofreciendo el pan y bendiciendo luego la mesa. Se sienta. Los demás también. Distribuye el pan y los peces (o sea, coloca los peces encima de las formas de pan, anchas y poco altas; del pan, en parte hecho recientemente y en parte no, que cada uno se ha puesto delante). Luego los apóstoles se sirven la achicoria, usando para ello el tenedor grande de madera que está hundido en ella. Para la verdura también hace de plato el pan. Sólo Jesús tiene delante un plato, de metal, grande y más bien deteriorado, y lo usa para la repartición del pescado, dando, ora a uno ora a otro, una porción de exquisito manjar: parece un padre entre sus hijos; padre siempre, aunque Natanael, Simón Zelote y Felipe puedan parecer padres de Él, y Mateo y Pedro puedan parecer sus hermanos mayores.
Comen y hablan de los hechos del día; Juan se ríe con ganas por el enfado de Pedro respecto al pastor de los montes de Galaad, que pretendía que Jesús subiera hasta donde estaba el rebaño, para que lo bendijera y le hiciera ganar mucho dinero a él para la dote que debía dar a su hija.
-Pues tiene poca gracia. Mientras decía: «Tengo enfermas a las ovejas y, si se mueren, me quedo en la ruina» – he sentido compasión de él. Es como si a nosotros, pescadores, nos entrara la carcoma en una barca. No se podría pescar, ni comer. Y todos tenemos derecho a comer. Pero, cuando ha dicho: «Y quiero tenerlas sanas porque quiero hacerme rico y asombrar al pueblo por la dote que voy a dar a Ester y por la casa que me voy a construir», entonces me he puesto de mal talante. Le he dicho: ¿Y para esto has recorrido tanto camino? ¿Sólo te preocupan la dote, las riquezas y las ovejas? ¿No tienes un alma?». Me ha contestado: «Para el alma tengo tiempo. Ahora me preocupan las ovejas y la boda, porque es un buen partido y Ester ya empieza a hacerse mayor». Entonces, bueno, pues, si no hubiera sido porque me he acordado de que Jesús dice que debemos ser misericordiosos con todos, ¡fresco hubiera ido ese hombre! Le he hablado entre tramontana y siroco.
-Y parecía que no ibas a acabar nunca. No cogías aliento. Se te habían engrosado las venas del cuello, las tenías salientes como dos palos – dice Santiago de Zebedeo.
-Hacía un buen rato que se había marchado el pastor y tú seguías predicando. ¡Y dices que no sabes hablar a la gente! ¡Si llegas a saber! – añade Tomás, y lo abraza diciendo: -¡Pobre Simón! ¡Qué furia te ha venido!
-¿Pero es que no tenía razón? ¿Qué es el Maestro? ¿El hacedor de fortunas de todos los estúpidos de Israel? ¿Un paraninfo para las bodas de los otros?
-No te inquietes, Simón. Te sienta mal el pescado, si te lo comes con ese enojo – le hurga afablemente Mateo.
-Tienes razón. Siento en todo el sabor de los banquetes en casa de los fariseos, cuando como pan con temor y carne con furia.
Todos se ríen. Jesús sonríe y calla.
Están al final de la cena. Saciados, satisfechos de alimento y calor, están, un poco emperezados, alrededor de la mesa. También hablan menos. Algunos dan cabezadas. Tomás se distrae dibujando con el cuchillo una ramita de flores en la madera de la mesa.
Los hace reaccionar la voz de Jesús, quien, abriendo los brazos – los tenía cruzados y apoyados en el borde de la mesa- y extendiendo las manos, como hace el sacerdote cuando pronuncia «Dominus vobiscum», dice:
-¡Pues a pesar de todo tenemos que marcharnos!
-¿A dónde, Maestro? ¿Donde ese de las ovejas? – pregunta Pedro.
-No, Simón. A casa de Lázaro. Volvemos a Judea.
-¡Maestro, recuerda que los judíos te odian! – exclama Pedro.
-Hace no mucho, querían lapidarte – dice Santiago de Alfeo.
-¡Pero, Maestro, es una imprudencia! – exclama Mateo.
-¿Lo que sea de nosotros no te importa? – pregunta Judas Iscariote.
-¡Oh, Maestro y hermano mío, te conjuro en nombre de tu Madre y de la Divinidad que está en ti: no permitas que los diablos te pongan las manos encima para mordaza de tu palabra. Estás solo, demasiado solo, contra todo un mundo que te odia y que, en la Tierra es poderoso-dice Judas Tadeo.
-¡Maestro, tutela tu vida! ¿Qué sería de mí, de todos, si nos faltaras? – Juan, muy turbado, lo mira con ojos dilatados de niño asustado y afligido.
Pedro, después de la primera exclamación, se ha vuelto hacia los más ancianos, y hacia Tomás y Santiago de Zebedeo, y habla nerviosamente con ellos. Todos opinan que Jesús no debe acercarse a Jerusalén, al menos mientras el tiempo pascual no haga más segura la permanencia allí, porque -dicen- la presencia de gran número de seguidores del Maestro -congregados allí de todas las partes de Palestina para las fiestas pascuales- sería una defensa para el Maestro. Ninguno de los que lo odian se atrevería a tocarlo teniendo a todo un pueblo estrechado en torno a Él con amor… Y se lo dicen, angustiadamente, casi queriendo imponerse… El amor los mueve a hablar.
-¡Tranquilidad! ¡Tranquilidad! ¿No tiene, acaso, doce horas la jornada? Si uno anda durante el día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero, si anda de noche, tropieza, porque no ve. Yo sé lo que me hago, porque la Luz está en mí. Vosotros dejaos guiar por quien ve. Y sabed, además, que hasta que no llegue la hora de las tinieblas, nada tenebroso podrá producirse. Pero cuando llegue esa hora, ninguna lejanía ni ninguna fuerza, ni siquiera los cuerpos militares de César, podrán salvarme de los judíos. Porque lo que está escrito debe producirse, y las fuerzas del mal ya actúan ocultamente para cumplir su obra. Por tanto, dejadme moverme, y hacer el bien mientras me encuentre libre para ello. Llegará la hora en que no pueda mover un dedo ni decir una palabra para obrar milagros. El mundo estará vacío de mi fuerza. Hora tremenda de castigo para el
hombre. No para mí. Para el hombre que no haya querido amarme. Y esa hora se repetirá, por voluntad del hombre que haya rechazado a la Divinidad hasta hacer de sí un sin Dios, un seguidor de Satanás y de su hijo maldito. Hora que vendrá cuando esté próximo el fin de este mundo. La no-fe imperante inutilizará mi potencia de milagro. No porque Yo pueda perderla, sino porque el milagro no puede ser concedido donde no hay fe y voluntad de obtenerlo; donde del milagro se haría un objeto de burla y un instrumento de mal, usando el bien recibido para hacer un mayor mal. Ahora puedo hacer todavía milagros, y hacerlos para dar gloría a Dios. Vamos, pues, donde nuestro amigo Lázaro, que duerme. Vamos a despertarlo de este sueño, para que esté lozano y preparado para servir a su Maestro.
Le observan:
-Pero está bien que duerma. Acabará de curarse. El sueño es ya de por sí un remedio. ¿Por qué despertarlo?
-Lázaro ha muerto. He esperado a que hubiera muerto para ir allá. No por las hermanas ni por él, sino por vosotros. Para que creáis. Para que crezcáis en la fe. Vamos a casa de Lázaro.
-¡Bueno, de acuerdo, pues vamos! Moriremos todos, como ha muerto él y como Tú quieres morir – dice Tomás, resignado fatalista.
-Tomás, Tomás, y todos vosotros, que por dentro criticáis y rezongáis, sabed que el que quiera seguirme deberá tener respecto a su vida la misma preocupación que tiene el ave por 1a nube que pasa: dejarla pasar siguiendo el viento que la desplaza. El viento es la voluntad de Dios, quien puede daros o quitaros la vida según le plazca; y vosotros no debéis quejaros de ello, de la misma manera que el ave no se queja de la nube que pasa, sino que canta igualmente, segura de que más tarde volverá el tiempo sereno. Porque la nube es la incidencia y el cielo es la realidad. El cielo permanece siempre azul, aun cuando las nubes parecen ponerlo gris. Es y permanece azul por encima de las nubes. Lo mismo sucede con la Vida verdadera: es y permanece, aunque la vida humana decline. El que quiera seguirme no deberá conocer ni ansia por la vida ni miedo por ella. Os mostraré cómo se conquista el Cielo. Pero ¿cómo podréis imitarme, si tenéis miedo de ir a Judea, vosotros a quienes ahora no se hará mal alguno? ¿Tenéis escrúpulos de que os vean conmigo? Sois libres para abandonarme. Pero, si queréis quedaros, debéis aprender a desafiar al mundo, con sus críticas, sus trampas, sus burlas, sus tormentos para conquistar el Reino mío. Vamos, pues, a sacar de la muerte a Lázaro, que duerme en el sepulcro desde hace dos días; pues murió la noche que vino aquí el criado de Betania. Mañana, a la hora sexta, después de la despedida de los que esperan a mañana para recibir de mí confortación y premio a su fe, nos marcharemos, pasaremos el río y nos alojaremos durante la noche en casa de Nique. Luego, al amanecer, saldremos para Betania, recorriendo el camino que pasa por Ensemes. Estaremos en Betania antes de la sexta. Habrá mucha gente. Y los corazones experimentarán una profunda impresión. Lo he prometido y lo mantengo…
-¿A quién, Señor? – pregunta casi con miedo Santiago de Alfeo.
-A quien me odia y a quien me ama, en ambos casos de forma absoluta. ¿No os acordáis de la discusión en Quedes con los escribas? Les cabía aún llamarme engañador por haber resucitado a una niña que acababa de morir y a uno que había muerto el día anterior. Dijeron: «Todavía no has sabido recomponer a uno que esté descompuesto». Efectivamente, sólo Dios puede del fango sacar un hombre y de la materia putrefacta rehacer un cuerpo intacto y vivo. Pues bien, Yo lo haré. Durante la luna de Kisléu, a orillas del Jordán, recordé Yo mismo a los escribas este reto, y dije: «En la nueva luna se cumplirá». Esto para quienes me odian. Y a las hermanas, que me aman de forma absoluta, les prometí que premiaría su fe si continuaban esperando contra lo creíble. Las he probado mucho y las he afligido mucho, y sólo Yo conozco los sufrimientos de su corazón en estos días, y su perfecto amor. En verdad os digo que merecen un gran premio, porque, más que por no ver resucitado a su hermano, se angustian porque Yo pueda ser escarnecido. Os daba la impresión de estar absorto, cansado y triste. Estaba a su lado con mi espíritu y oía sus gemidos y contaba sus lágrimas. ¡Pobres hermanas! Ahora me consumo de ansia por conducir de nuevo a un justo a la Tierra, a un hermano a los brazos de sus hermanas, a un discípulo al grupo de mis discípulos. ¿Lloras, Simón? Sí. Tú y Yo somos los mayores amigos de Lázaro, y en tu llanto está el dolor por el dolor de Marta y María y la agonía del amigo, pero también está ya la alegría de saber que pronto será devuelto a nuestro amor. Vamos a levantarnos, para preparar las bolsas e ir a descansar para levantarnos al amanecer y poner orden aquí… donde no es seguro que regresemos. Habrá que distribuir entre los pobres cuanto tenemos, y decir a los más activos que contengan a los peregrinos para que no me busquen hasta que no esté en otro lugar seguro. Y habrá que decirles que avisen a los discípulos de que me busquen en casa de Lázaro. Muchas cosas hay que hacer, y todas estarán hechas antes de que lleguen los peregrinos… ¡Venga, ánimo! Apagad el fuego y encended las lámparas y que cada uno vaya a hacer lo que debe y luego a descansar. La paz a todos vosotros.
Se levanta, bendice y se retira a su pequeña habitación…
-¡Ha muerto hace varios días! – dice el Zelote.
-¡Esto sí que es un milagro! – exclama Tomás.
-¡Quisiera saber qué van a encontrar después para dudar! – dice Andrés.
-¿Pero cuándo ha venido el criado? – pregunta Judas Iscariote.
-La noche de antes del viernes – responde Pedro.
-¿Sí? ¿Y por qué no lo has dicho? – pregunta otra vez Judas Iscariote.
-Porque el Maestro me había dicho que guardara silencio – replica Pedro.
-¿Entonces… cuando lleguemos allí… llevará ya cuatro días en el sepulcro?
-¡Pues claro! Noche del viernes, un día; noche del sábado, dos días; esta noche, tres días; mañana, cuatro… Cuatro días y medio, por tanto… ¡Oh, poder eterno! ¡Pero ya estará desmembrado! – dice Mateo.
-Estará desmembrado… Quiero verlo, y luego…
-¿Qué, Simón Pedro? – pregunta Santiago de Alfeo.
-Y luego, si Israel no se convierte, ni siquiera Yeohveh entre rayos puede convertirlo.
Salen hablando así.