Jesús conforta a Samuel, turbado por Judas de Keriot. Lecciones de las abejas y de la vela plegada por el torbellino.
Sigue estando Jesús. Va lentamente, sólo y absorto, hacia la zona espesa del bosque que está al oeste de Efraím. Del torrente sube un frufrú de aguas, de los árboles descienden cantos de pájaros. La luz del sol primaveral y vivo es dulce bajo la trabazón de las ramas; silencioso, el camino por la exuberante alfombra herbosa. Los rayos solares crean una móvil alfombra de aros y estrías dorados sobre el verdor de las hierbas, y alguna flor todavía rociada, alcanzada de lleno por un pequeño disco de luz y rodeada toda de sombra, resplandece como si sus pétalos fueran preciosas lascas.
Jesús sube, sube hacia el promontorio que sobresale como un balcón sobre el vacío subyacente; un balcón en que se alza una encina colosal, y del que penden flexibles ramas de zarzas silvestres o de escaramujo, hiedras y clemátides, que, no hallando sitio o apoyo en el lugar en que han nacido, demasiado angosto para su exuberante vitalidad, se vuelcan hacia el vacío como una melena desordenada y suelta, y extienden sus ramas esperando poder asirse a algo. Ya está Jesús a la altura de este promontorio. Se dirige hacia su punta más prominente, apartando la maraña de matas. Una bandada de pajarillos huye con aleteo y trino provocados por el miedo.
Jesús se para y observa al hombre que le ha precedido allí arriba y que, prono sobre la hierba, casi en el límite del promontorio, hincados los codos sobre el suelo, la cara apoyada en las manos, mira al vacío, hacia Jerusalén. El hombre es Samuel, el ex discípulo de Jonatán ben Uziel. Está pensativo. Suspira. Menea la cabeza… Jesús mueve unas ramas para llamar su atención, y, habiendo visto que su intento ha sido vano, coge una piedra que estaba entre la hierba y la echa a rodar hacia abajo por el sendero.
El ruido de esta piedra que al bajar choca una y otra vez hace reaccionar al joven, que se vuelve sorprendido y diciendo: -¿Quién está aquí?»
-Yo, Samuel. Me has precedido en uno de mis lugares preferidos para la oración – dice Jesús, saliendo de tras el robusto tronco de la encina asentada en el límite del senderillo que conduce allí. Y 1o hace como si hubiera llegado en ese momento.
-¡Oh, Maestro! Lo siento… Te dejo enseguida el sitio – dice, y se apresura a levantarse y a recoger el manto (se lo había quitado y se lo había extendido debajo, en el suelo).
-No. ¿Por qué? Hay sitio para los dos ¡Es tan bonito este lugar! ¡Tan aislado y solitario y suspendido en el vacío, con tanta luz y tanto horizonte delante! ¿Por qué quieres dejarlo?
-Pues… para dejarte orar libremente…
-¿Y no podemos hacerlo juntos, o incluso meditar, hablando entre nosotros, elevando el espíritu en Dios… y olvidando a los hombres y sus faltas pensando en Dios nuestro Padre y Padre bueno de todo: aquellos que lo buscan y aman con buena voluntad?
Samuel pone un gesto de sorpresa cuando Jesús dice «olvidar a los hombres y sus faltas…». Pero no replica. Se vuelve a sentar. Jesús se sienta a su lado, en la hierba. Le dice:
-Estáte aquí sentado. Estemos aquí juntos. Mira qué limpio está hoy el horizonte. Si tuviéramos ojos de águila, podríamos ver el blancor de los pueblos de las cimas de los montes que forman corona en torno a Jerusalén. Y, quién sabe, quizás veríamos un punto reluciente como una gema, en el aire, un punto que nos haría palpitar el corazón: las cúpulas de oro de la Casa de Dios… Mira. Allí está Betel. Se ven albear las casas. Y allí, más allá de Betel, está Berot. ¡Qué aguda astucia la de los antiguos habitantes de ese lugar y de los aledaños! Pero salió bien, aunque el engaño no sea nunca un arma buena. Salió bien porque los puso al servicio del verdadero Dios. Conviene siempre perder los honores humanos por conquistar la cercanía con lo divino. Aunque aquellos honores humanos eran muchos y de valor, mientras que la cercanía con lo divino es humilde y desconocida. ¿No es verdad?
-Sí, Maestro, así es, como Tú dices. En mi caso ha sido así.
-Pero estás triste, a pesar de que el cambio debería hacerte feliz. Estás triste. Sufres. Te aíslas. Miras hacia los lugares que has dejado. Pareces un pájaro cautivo que, atrapado entre las barras de su prisión, mirase con mucha añoranza hacia el lugar de sus amores. No te digo que no lo hagas. Eres libre. Puedes marcharte y…
-Señor, ¿hablas así porque Judas te ha hablado mal de mí?
-No. Judas no me ha hablado. A mí no me ha hablado. Pero a ti, sí. Y estás triste por ese motivo. Y por ese motivo te aíslas con un sentimiento de desánimo.
-Señor, si sabes estas cosas sin que nadie te las haya dicho, sabrás también que si estoy triste no es por un deseo de dejarte o por un arrepentimiento de haberme convertido, ni por nostalgia del pasado… y tampoco por miedo a los hombres, por un miedo que se me trata de provocar, a sus castigos. Estaba mirando allí, es verdad; miraba hacia Jerusalén, pero no por ganas de volver. Me refiero a no por ganas de volver para lo que era antes. Porque claro que sueño con volver allí como un israelita – como todos nosotros- que desea entrar en la Casa de Dios y adorar al Altísimo; y no creo que Tú me puedas reprender por eso.
-Yo soy el primero que, en mi dúplice Naturaleza, sueño con ese altar, y quisiera verlo rodeado de santidad como corresponde. Como Hijo de Dios, todo aquello que para Él es honor es para mí suave voz; como Hijo del hombre, como israelita y, por tanto, Hijo de la Ley, veo el Templo y el altar como el lugar más sagrado de Israel, el lugar en que nuestra humanidad puede acercarse a lo divino y perfumarse con esa aura que rodea al trono de Dios. Yo no anulo la Ley, Samuel. Para mí es sagrada porque la ha dado mi Padre. Yo la perfecciono e introduzco las partes nuevas. Como Hijo de Dios, puedo hacerlo. Para esto me ha enviado el Padre. Vengo para fundar el Templo espiritual de mi Iglesia, contra el cual ni hombres ni demonios prevalecerán. Pero las tablas de la Ley tendrán necesariamente un puesto de honor en él, porque son eternas, perfectas, intocables. Ese «no hagas eso ni ese pecado» contenido en esas tablas, que comprenden en su lapidaria brevedad todo lo necesario para ser justos ante los ojos de Dios, no resulta anulado por mi palabra. ¡Al contrario!, Yo también os repito esos diez mandamientos. La única cosa es que os digo que los pongáis por obra con perfección, o sea, no por miedo a la ira de Dios contra los transgresores, sino por amor a vuestro Dios, que es Padre. Yo vengo a poner vuestra mano de hijos en la de vuestro Padre. ¡Cuántos siglos hace que esas manos están separadas! El castigo separaba. Y la Culpa separaba. Pero, habiendo venido el Redentor, el pecado está para ser anulado. Caen las barreras. Sois de nuevo los hijos de Dios.
-Es verdad. Tú eres bueno y das ánimos. Siempre. Y sabes las cosas. Por lo cual no te voy a manifestar mi angustia. Lo que sí que te pregunto es esto: ¿por qué los hombres son tan perversos, tan insensatos y necios?; ¿cómo, qué artes tienen para podernos sugestionar tan diabólicamente en orden al mal?; y nosotros ¿cómo somos tan ciegos, que no vemos la realidad y creemos en las mentiras?; ¿y cómo podemos transformarnos tanto en demonios?; ¡¿y persistir estando a tu lado?! Yo miraba allí, y pensaba… sí, pensaba en cuántos regueros venenosos salen de allí para turbar a los hijos de Israel. Pensaba que cómo
puede la sabiduría de los rabíes desposarse con tanta maldad, con una maldad que altera las cosas para hacer caer en trampas. Pensaba, sobre todo, esto, porque… – Samuel, que había hablado fogosamente, se detiene y agacha la cabeza.
Jesús termina la frase:
-…Porque Judas, mi apóstol, es como es, y me causa dolor a mí y se lo causa a quienes me rodean o vienen a mí, como tú has venido. Lo sé. Judas trata de alejarte de aquí y se burla de ti y te hace insinuaciones…
-No sólo a mí. Sí, envenena mi alegría de haber entrado en la justicia. Me la envenena con tanto arte, que me veo aquí como un traidor, de mí mismo y tuyo. De mí, porque me engaño creyendo ser mejor, cuando en realidad voy a ser la causa de tu ruina. Yo, efectivamente, no me conozco todavía… y podría, al encontrarme con los del Templo, ceder en mi propósito y ser… ¡Oh, si lo hubiera hecho ahora, habría tenido el atenuante de que no te conocía en lo que Tú eres!, porque de ti sabía lo que se me decía para hacer de mí un maldito. ¡Pero si lo hiciera ahora! ¡Qué maldición caerá sobre el que traicione al Hijo de Dios! Yo estaba aquí… pensativo, sí. Pensaba a dónde huir para ponerme al amparo de mí mismo y de ellos. Pensaba huir a algún lugar lejano, para unirme a los de la Diáspora… Lejos, lejos, para impedirle al demonio hacerme pecar… Tu apóstol tiene razón en desconfiar de mí. Él me conoce, porque, conociendo a los Jefes, nos conoce a todos nosotros… Y tiene razón en dudar de mí Cuando dice: «¿Pero no sabes que Él nos dice que seremos débiles? ¡Imagínate, nosotros que somos los apóstoles y que llevamos con Él tanto tiempo! ¡Y tú, que estás emponzoñado con el viejo Israel y que acabas de llegar, y, además, que has llegado en unos momentos que a nosotros nos hacen temblar, crees que vas a tener la fuerza de mantenerte justo?». Tiene razón.
El hombre, descorazonado, agacha la cabeza.
-¡Cuántas tristezas saben darse los hijos del hombre! En verdad Satanás sabe usar esta tendencia de ellos para sumirlos en el terror y separarlos de la Alegría que sale a su encuentro para salvarlos Porque la tristeza del espíritu, el miedo al mañana, las preocupaciones son siempre armas que el hombre pone en manos de su adversario, el cual lo aterroriza con los mismos fantasmas que el propio hombre se crea. Y hay otros hombres que, en verdad, se alían con Satanás para ayudarle a aterrorizar a los hermanos. Pero, hijo mío ¿es que no hay un Padre en el Cielo?, ¿un Padre que de la misma forma que dispone, providente, para este tallito herbáceo esta fisura en la roca -esta fisura llena de tierra, hecha de forma que la humedad del rocío, deslizándose por la piedra lisa, se recoja en ese surco estrecho para que el tallito pueda vivir y florecer con esta florecilla diminuta cuya belleza no es menos admirable que la del gran Sol que resplandece en el cielo: ambos obra perfecta del Creador-, un Padre que, de la misma forma que prodiga su cuidado para con el tallito de una hierba nacida en una roca, tendrá cuidado – ¿cómo no?- de un hijo suyo que quiere firmemente servirle? ¡Oh, en verdad, Dios no defrauda los buenos deseos del hombre, porque es Él mismo el que los enciende en vuestros corazones. Es Él, providente y sabio, el que crea las circunstancias para favorecer el deseo de sus hijos, y no sólo para eso, sino también para enderezar y perfeccionar un deseo de honrarlo que va por caminos imperfectos, para que sea un deseo de honrarlo por caminos justos. Tú estabas entre éstos. Creías, querías, estabas convencido de honrar a Dios persiguiéndome a mí. El Padre vio que en tu corazón no había odio a Dios, sino un deseo de darle gloria quitando de este mundo a Aquel del que te habían dicho que era enemigo de Dios y corruptor de almas. Y entonces creó las circunstancias para satisfacer tu deseo de dar gloria a tu Señor. Y, ya ves, ahora estás entre nosotros. ¿Y vas a pensar que te va a abandonar Dios ahora que te ha traído aquí? Sólo si tú lo abandonas podrá sobrepujarte la fuerza del mal.
-Yo no lo quiero. ¡Es sincera mi voluntad! – proclama el hombre.
-¿Y entonces de qué te preocupas? ¿De la palabra de un hombre? Déjalo que hable. Él piensa con su pensamiento. El pensamiento del hombre es siempre imperfecto. De todas formas, me ocuparé de esto.
-No quiero que le reprendas. Me basta con que me asegures que no pecaré.
-Te lo aseguro. No te sucederá porque tú no quieres que te suceda. Porque, mira, hijo mío, no te valdría el ir a la Diáspora, y ni siquiera el ir a los extremos confines de la Tierra, para preservar tu alma del odio al Cristo y del castigo por ese odio. Muchos en Israel no se mancharán materialmente con el Delito, pero no serán menos culpables que los que me condenen y ejecuten la sentencia. Contigo puedo hablar de estas cosas porque tú ya sabes que todo está dispuesto para esto. Sabes los nombres y conoces los pensamientos de los que están más enfurecidos contra mí. Tú lo has dicho: “Judas nos conoce a todos porque conoce a todos los Jefes». Pero si es verdad que él os conoce, también lo es que vosotros, menores -porque sois como estrellas menores en torno a los astros mayores-, sabéis igualmente lo que se trabaja y cómo se trabaja y quién trabaja, y qué complots se hacen y qué medios se planean… Por eso, puedo hablar contigo. No podría hacerlo con los otros… Otros no saben lo que sé padecer y compadecer…
-Maestro, ¿y cómo es que conociendo así las cosas te muestras tan…?… ¿Quién sube por el sendero? Samuel se levanta para ver. Exclama:
-¡Judas!
-Sí, soy yo. Me han dicho que había pasado por aquí el Maestro Y, sin embargo, te encuentro a ti. Entonces me vuelvo y
te dejo con tus pensamientos – y se ríe con esa risita suya tan insincera, que es más lúgubre que el lamento de una lechuza. -Estoy aquí también Yo. ¿Me requieren en el pueblo? – dice Jesús apartándose de detrás de Samuel y mostrándose. -¡Ah, Tú! ¡Entonces estabas en buena compañía, Samuel! Y también Tú, Maestro…
-Sí, es siempre buena la compañía de uno que abraza la justicia Me buscabas para estar conmigo, ¿no? Ven. Aquí hay sitio para ti. Y también para Juan, si estuviera contigo.
-Él está abajo, bregando con otros peregrinos.
-Entonces, si hay peregrinos, tendré que ir.
-No. Van a estar todo el día de mañana. Juan los está distribuyendo en nuestras camas para mientras estén. Se siente feliz de hacerlo. Cierto es que todo lo hace contento. Verdaderamente os parecéis. Y no sé como podéis estar contentos siempre y con todo, con las cosas más… enojosas.
-¡Ésa es la misma pregunta que iba a hacerle yo cuando has llegado! – exclama Samuel.
-¿Ah, sí? Entonces tú tampoco te sientes feliz, y te asombra el que otros, en condiciones aún más… difíciles que las nuestras, puedan sentirse felices.
-Yo no me siento infeliz. No me refiero a mí. Mi pregunta es: de qué fuente proviene la serenidad del Maestro, que, no ignorando su futuro, no se turba por nada.
-¡Pues, hombre, de la fuente celeste! ¡Es natural! ¡Él es Dio! ¿Acaso lo dudas? ¿Puede un Dios sufrir? Él está por encima del dolor. El amor del Padre es para Él como… un vino embriagador. Como es también para Él un vino embriagador la convicción de que sus acciones… significan la salvación del mundo. Y… bueno ¿puede tener las reacciones físicas que tenemos nosotros, humildes seres humanos? Eso es contrario al buen sentido. Si Adán, cuando era inocente, no conocía ningún tipo de dolor, ni lo hubiera conocido nunca si hubiera permanecido inocente, Jesús, el… Superinocente, la criatura… no sé si llamarla increada, pues que es Dios, o creada porque tiene padres… ¡Oh, Maestro mío, cuántas cuestiones insolubles para los que vengan! Si Adán era ajeno al dolor por su inocencia, ¿cómo se puede pensar que Jesús vaya a sufrir?
Jesús tiene agachada la cabeza. Ha vuelto a sentarse en la hierba. Su pelo hace de velo para su rostro, por eso no veo su expresión. Samuel, en pie, frente a Judas, que también está de pie, rebate:
-Pero si debe ser el Redentor, debe realmente sufrir. ¿No recuerdas a David y a Isaías?
-¡Los recuerdo! ¡Los recuerdo! Pero ellos, aun viendo la figura del Redentor, no veían la ayuda inmaterial que el Redentor tendría para ser… digámoslo así – ¿por qué no?-, torturado y no sentir dolor.
-¿Cuál? Una criatura podrá amar el dolor, o sufrirlo con resignación, según la perfección de su justicia. Pero siempre lo sentirá. Si no… si no lo sintiera… no sería dolor.
-Jesús es Hijo de Dios.
-¡Pero no es un fantasma! ¡Es verdadera Carne! La carne sufre si es torturada. ¡Es verdadero Hombre! El ánimo del hombre sufre si es ofendido o despreciado.
-La unión suya con Dios elimina en Él estas cosas propias del hombre.
Jesús levanta la cabeza y dice:
-En verdad te digo, Judas, que sufro y sufriré como todo hombre, y más que los demás hombres. Pero puedo, a pesar de ello, tener la santa y espiritual felicidad de aquellos que han obtenido la liberación de las tristezas de la Tierra por haber abrazado la voluntad de Dios como única esposa suya. Puedo eso porque he superado el concepto humano de la felicidad, la inquietud de la felicidad, esa felicidad como los hombres la imaginan. Yo no voy tras eso que, según el hombre, constituye la felicidad, sino que pongo más alegría precisamente en aquello que está en el polo opuesto de lo que el hombre persigue como felicidad. Las cosas de las que el hombre huye, las cosas que el hombre desprecia, porque están consideradas como peso y dolor, representan para mí la cosa más dulce. Yo no miro a la hora concreta, sino a las consecuencias que esa hora puede crear en la eternidad. Mi episodio cesa, pero su fruto permanece. Mi dolor acaba; sus valores, no. ¿Y para qué me serviría a mí una hora de eso que se dice «ser felices» en la Tierra, una hora alcanzada tras haberla perseguido durante años y lustros, si luego esa hora no puede venir conmigo a la eternidad como gozo; si debiera gozarla Yo solo, sin hacer partícipes de ese gozo a aquellos a quienes amo?
-¡Pero si Tú triunfaras, nosotros, tus seguidores, tendríamos parte en tu felicidad! – exclama Judas.
-¿Vosotros? ¿Y qué sois vosotros respecto a las multitudes pasadas, presentes, futuras, a las que mi dolor dará la alegría? Yo veo más allá de la felicidad terrena; adelanto mi mirada, más allá de la felicidad terrena, hasta lo sobrenatural. Veo que mi dolor se transforma en gozo eterno para una multitud de criaturas. Y abrazo el dolor como la fuerza más poderosa para alcanzar la felicidad perfecta, que consiste en amar al prójimo hasta el punto de sufrir para darle la alegría, hasta el punto de morir por él.
-No comprendo esta felicidad – proclama Judas.
-No eres sabio todavía; si no, la comprenderías.
-¿Y Juan lo es? ¡Es más ignorante que yo! Humanamente, sí. Pero posee la ciencia del amor.
-De acuerdo. Pero no creo que el amor impida a los palos ser palos y a las piedras ser piedras y producir dolor en la carne golpeada por ellos. Siempre dices que amas el dolor porque para ti es amor. Pero cuando realmente te capturen y te torturen -en el caso de que eso sea posible- no sé si seguirás pensando así. Reflexiona mientras puedas evitar el dolor. ¡Será terrible, eh! ¡Si los hombres logran capturarte… no se van a andar con contemplaciones contigo!
Jesús lo mira. Está palidísimo. Sus ojos, bien abiertos, parecen ver, tras el rostro de Judas, todas las torturas que le esperan, y, a pesar de todo y a pesar de la tristeza que reflejan, permanecen mansos y dulces y, sobre todo, serenos: dos ojos límpidos de inocente en paz. Responde:
-Lo sé. Sé también lo que tú no sabes. Pero espero en la misericordia de Dios. Él, que es misericordioso con los pecadores, lo será también conmigo. No le pido no sufrir, sino saber sufrir. Y ahora vámonos. Samuel, adelántate un poco y avisa a Juan de que pronto estaré en el pueblo.
Samuel hace una reverencia y se marcha con paso ágil.
Jesús empieza a bajar. El sendero es tan estrecho, que deben caminar uno detrás del otro. Pero esto no impide a Judas
hablar:
-Te fías demasiado de ese hombre, Maestro. Ya te he dicho quién es. Es el más exaltado y exaltable de los discípulos de Jonatán. La verdad es que ya es tarde. Te has puesto en sus manos. Samuel es un espía a tu lado. ¡Y Tú, que más de una vez, y más que Tú los otros, habéis pensado que lo fuera yo…! Yo no soy un espía.
Jesús se para y se vuelve. Dolor y majestad se funden en su cara y en su mirada, que se clava en el apóstol. Dice:
-No. No eres un espía. Eres un demonio. Has robado a la Serpiente su prerrogativa de seducir y engañar para separar de Dios. Tu comportamiento no es ni piedra ni palo, pero me hiere más que los golpes de las piedras o de los palos. ¡Oh, en mi atroz padecimiento nada superará a tu comportamiento en capacidad de dar martirio al Mártir!
Jesús se tapa la cara con las manos, como para esconder su horror, y se echa a correr sendero abajo. Judas grita detrás de Él:
-¡Maestro! ¡Maestro! ¿Por qué me das dolor? Ese falso verdaderamente te ha dicho calumnias… ¡Escúchame, Maestro! Jesús no escucha. Corre, vuela ladera abajo. Pasa sin detenerse al lado de los leñadores o pastores que lo saludan; pasa, saluda, pero no se para. Judas se resigna a callar…
Están casi abajo cuando se cruzan con Juan, que, con su claro rostro, luminoso con su serena sonrisa, estaba subiendo hacia ellos. Trae de la mano a un niñito que gorjea chupando un panal de miel.
-¡Maestro, aquí estoy! Hay personas de Cesárea de Filipo. Han sabido que estás aquí y han venido. Pero, ¡qué extraño, ninguno ha hablado y todos saben dónde estás! Están descansando. Están muy cansados. He ido a pedir a Diná leche y miel porque hay un enfermo. Lo he puesto en mi cama. No tengo miedo. Y el pequeño Anás ha querido venir conmigo. No lo toques, Maestro, que está todo pegajoso de miel – y ríe el buen Juan, que tiene ya numerosas marcas de dedos y gotas de miel en la túnica.
Ríe tratando de tener atrás al niño, que querría ir a ofrecer a Jesús su panal medio chupado y que grita: -¡Ven! ¡Hay muchos panales para ti!
-Sí, están recogiendo los panales donde Diná. Yo lo sabía. Sus abejas han enjambrado hace poco – explica Juan.
Se ponen en camino otra vez. Llegan a la primera casa, donde todavía se oye el tam, tam que usan, no sé exactamente por qué, los apicultores. Racimos de abejas -parecen voluminosas piñas de un extraño tipo de uva- penden de algunas ramas y algunos hombres los recogen para llevarlos a las nuevas colmenas. Más allá, en las colmenas ya aprestadas, un salir y entrar de abejas, incansables, zumbadoras.
Los hombres saludan. Una mujer viene con unos maravillosos panales y se los ofrece a Jesús.
-¿Por qué te privas tú de ellos? Ya has dado a Juan…
-Mis abejas han dado copioso fruto. No me resulta gravoso ofrecerlo. Pero, bendice los nuevos enjambres. Mira, están recogiendo el último. Este año se han duplicado nuestras colmenas.
Jesús va hacia las minúsculas ciudades de las abejas y, una a una, las bendice alzando la mano en medio del zumbido de las obreras, que no se detienen en su trabajo.
-Están del todo jubilosas y agitadas. Casa nueva… – dice un hombre.
-Y nuevas bodas. Realmente parecen mujeres preparando la fiesta nupcial – dice otro.
-Sí, pero las mujeres hablan más que trabajan. Éstas, sin embargo, trabajan calladas, y trabajan incluso en días de festejo de bodas. Trabajan sin pausa para crearse su reino y sus riquezas – responde un tercero.
-Trabajar sin pausa en la virtud es lícito; es más, debe hacerse. Trabajar sin pausa por lucro, no. Esto lo pueden hacer sólo aquellos que no saben que tienen un Dios al que hay que honrar en el día suyo. Trabajar en silencio es un mérito que todos deberíamos aprender de las abejas. Porque en el silencio se hacen santamente las cosas santas. Sed vosotros en la justicia como vuestras abejas, incansables y silenciosos. Dios ve. Dios premia. La paz a vosotros – dice Jesús.
Se queda solamente con sus dos apóstoles. Entonces dice:
-Y especialmente a los que trabajan para Dios les propongo como modelo a las abejas. Ellas depositan en lo recóndito de la colmena la miel formada en su interior con el infatigable trabajo en corolas sanas. Su esfuerzo ni siquiera parece esfuerzo, al estar lleno de buena voluntad. Y así vuelan -puntos de oro- de flor en flor, y luego entran cargadas de extractos, a elaborar su miel en lo recóndito de las celdillas. Habría que saber imitarlas. Elegir enseñanzas, doctrinas, amistades sanas, capaces de ofrecer extractos de verdadera virtud; y luego saber aislarse para elaborar, a partir de aquello que solícitamente se ha recogido, la virtud, la justicia, que son como la miel extraída de muchos elementos sanos (entre los cuales no es la última la buena voluntad, sin la cual esos extractos recogidos acá o allá para nada sirven). Saber humildemente meditar, en lo recóndito del corazón, sobre las cosas buenas que hemos visto y oído, sin envidias por el hecho de que haya, además de abejas obreras, abejas reinas: de que haya alguien más justo que ese que medita. Todas las abejas son necesarias en la colmena, tanto las obreras como las reinas. ¡Ay de ellas, si todas fueran reinas! ¡Ay, si todas fueran obreras! Morirían las unas y las otras. Porque las reinas no tendrían, si faltaran las obreras, alimento para procrear; y las obreras dejarían de existir si las reinas no procrearan. No se envidie a las reinas, que también ellas tienen sus penalidades y su penitencia. El Sol lo ven sólo una vez, en su único vuelo nupcial. Antes y después, para ellas, sólo y siempre, existe la clausura entre las paredes ambarinas de la colmena. Cada uno tiene su misión, y cada misión es una elección, y cada elección es un honor, sí, pero también una carga. Y las obreras no pierden tiempo en vuelos inútiles o peligrosos hacia flores enfermas o venenosas. No intentan la aventura. No desobedecen a su misión, no se rebelan contra el fin para el que han sido creadas. ¡Oh, admirables, pequeños seres! ¡Cuánto enseñáis a los hombres!…
Jesús, sumiéndose en una meditación suya, calla.
Judas, de repente, se acuerda de que tiene que ir a no sé dónde y se marcha casi corriendo. Se quedan Jesús y Juan. Éste mira a Jesús sin que se note; es una mirada atenta, de amorosa angustia. Jesús alza la cabeza y se vuelve un poco, de forma que encuentra la mirada escrutadora del Predilecto. Su rostro se aclara mientras lo arrima a sí.
Juan, abrazado así, caminando, pregunta:
-¿Judas te ha causado nuevo dolor, no es verdad? Y debe haber turbado también a Samuel.
-¿Por qué? ¿Te ha hablado de eso?
-No. Pero lo he captado. Ha dicho sólo: «Generalmente, conviviendo con uno que es verdaderamente bueno, nos hacemos buenos. Pero Judas no lo es, a pesar de que viva con el Maestro desde hace tres años. Está corrompido en la profundidad de su ser. Tan lleno está de maldad, que la bondad de Cristo no penetra en él». Yo no he sabido qué decir… porque es verdad… Pero ¿por qué es así Judas? ¿Es posible que no cambie nunca? Y todos recibimos las mismas lecciones… y cuando vino no era peor que nosotros…
-¡Juan mío! ¡Mi dulce niño!
Jesús lo besa en esa frente suya tan despejada y pura, y, entre los cabellos rubios y ligeros que se alzan en su parte más alta, le susurra:
-Hay criaturas que parecen vivir para destruir el bien que hay en ellas. Tú eres pescador y sabes qué le sucede a la vela bajo la presión de un torbellino. Tanto se baja hacia el agua, que vuelca casi la barca y se vuelve peligrosa para ésta, de forma que a veces es necesario amainarla y prescindir de esa ala que lleva al nido, porque la vela, cuando está a merced del torbellino deja de ser ala para ser lastre que lleva al fondo, a la muerte en vez de a la salvación. Pero si el indomable soplo del torbellino se aplaca, aunque sólo fuera durante breves instantes, la vela enseguida vuelve a ser ala que veloz corre hacia el puerto conduciendo a la salvación. Esto es lo que sucede con muchas almas. Basta con que el torbellino de las pasiones se aplaque para que esa alma plegada y casi sumergida por el… por lo que no es bueno, vuelva a sentir aspiraciones hacia el Bien.
-Sí, Maestro. Pero y… dime… ¿llegará alguna vez Judas a tu puerto?
-¡Oh, no me hagas mirar al futuro de uno de aquellos a quienes más aprecio! ¡Tengo delante de mí el futuro de millones de almas para las que será inútil mi dolor!… Tengo delante de mí todas las repugnancias del mundo… La náusea me estremece profundamente. La náusea de todo este bullir de cosas inmundas que como un río cubre la Tierra y la cubrirá con aspectos diversos, pero en todo caso horrendos para la Perfección, hasta el final de los siglos. ¡No me hagas mirar! ¡Deja que calme mi sed y me consuele en un manantial sin sabor a corrupción, y que olvide la podredumbre verminosa de demasiados mirándote sólo a ti, mi paz! – y lo besa otra vez, entre las cejas, sumiendo su mirada en los límpidos ojos del virgen y amoroso.
Entran en casa. En la cocina está Samuel, partiendo leña para ahorrarle a la anciana el esfuerzo de encender el fuego.
Jesús le dice a la mujer:
-¿Duermen los peregrinos?
-Creo que sí. No oigo ningún ruido. Ahora voy a llevar esta agua a las caballerías. Están en la leñera.
-Lo hago yo, madre. Mejor, ve tú donde Raquel. Me ha prometido queso fresco. Dile que se lo pagaré el sábado – dice Juan cargándose con dos artesas colmadas de agua.
Se quedan solos Jesús y Samuel. Jesús se acerca a él, el cual, agachado hacia el fuego, está soplando para que se encienda la llama. Le pone una mano en los hombros y dice:
-Judas nos ha interrumpido allí arriba… Quiero decirte que te voy a mandar con mis apóstoles para el día después del sábado. Quizás lo prefieres…
-Gracias, Maestro. Siento perder tu compañía. Pero en tus apóstoles te veré también. Y prefiero, sí, estar lejos de Judas. No me atrevía a pedírtelo…
-De acuerdo. Queda decidido. Y ten piedad de él. Como la tengo Yo. Y no digas a Pedro ni a nadie…
-Sé guardar silencio, Maestro.
-Después vendrán los discípulos. Allí están Hermas y Esteban, también Isaac, dos sabios y un justo; y muchos otros. Te encontrarás bien, entre hermanos verdaderos.
-Sí, Maestro. Tú comprendes y auxilias. Eres verdaderamente el Maestro bueno – y se inclina para besar la mano de
Jesús.