Falsos discípulos en Siquem. Curación en Efraím del esclavo mudo de Claudia Prócula.
La plaza principal de Siquem. En ella pone una nota de primavera las ramas y hojas nuevas de los árboles, que en doble fila a lo largo del cuadrado de las paredes de las casas bordean aquélla formando como una galería. El sol juguetea con las hojas tiernas de los plátanos, dibujando un bordado de luces y sombras en el terreno. El pilón que hay en el centro de la plaza es una superficie de plata bajo el sol. Gente conversando en corrillos acá o allá y hablando de sus negocios.
Algunos -dan la impresión de ser forasteros porque todos se preguntan quiénes son- han entrado en la plaza. Observan y se acercan al primer grupo que encuentran. Saludan. Los saludan (con estupor). Pero, cuando dicen: «Somos discípulos del Maestro de Nazaret», toda desconfianza desaparece, y hay quien va a avisar a los otros grupos, mientras que los que se han quedado dicen:
-¿Os manda Él?
-Él. Una misión muy secreta. El Rabí corre grave peligro. Ya nadie lo aprecia en Israel, y Él, que es tan bueno, dice que al menos vosotros sigáis siéndole fieles.
-¡Pero si es lo que queremos! ¿Qué debemos hacer? ¿Qué quiere de nosotros?
-¡Bueno, Él sólo quiere amor! Porque se fía demasiado de la protección de Dios. ¡Y con lo que se dice en Israel! ¿No sabéis que se le acusa de satanismo e insurrección? ¿Sabéis lo que significa esto? Represalias de los romanos contra todos. ¡Nosotros, que ya somos tan infelices, vamos a sufrir aún más atropellos! Y represalias de condena por parte de los santos de nuestro Templo. Cierto que los romanos… Incluso por vuestro bien deberíais rebelaros, convencerlo de que se defienda, defenderlo, ponerlo casi, y sin el casi, en la imposibilidad de que lo capturen y cause un mal sin querer hacerlo. Convencedlo de que se retire al Garizim. Donde está ahora, está todavía demasiado expuesto, y no aquieta las iras del Sanedrín ni las sospechas de los romanos. ¡El Garizim sí que tiene el derecho de asilo! Es inúti1 decírselo a Él. Si se lo dijéramos, nos maldeciría por aconsejarle la cobardía. Pero no es así. Es amor. Lo nuestro es prudencia. Nosotros no podemos hablar. ¡Pero vosotros! Os ama. Ha preferido ya vuestra región a las otras. Organizaos, pues, para recibirlo. Porque, al menos, sabréis con precisión si os ama o no. Si rechazara vuestra ayuda, sería signo de que no os ama, y entonces bien estaría que se marchara a otro lugar. Porque, habéis de creerlo -y lo decimos con dolor porque lo amamos- su presencia es un peligro para quien le da alojamiento. Aunque es cierto que vosotros sois mejores que todos los demás y no miráis los peligros. De todas formas, es justo que si arriesgáis las represalias romanas, pues que, al menos, lo hagáis por correspondencia de amor. Nosotros os aconsejamos por el bien de todos.
-Es como decís. Y haremos lo que decís. Iremos donde Él…
-¡Sed cautos! ¡Que no se dé cuenta de que os lo hemos sugerido nosotros!
-¡No temáis! ¡No temáis! Lo haremos bien. ¡Seguro! Dejaremos claro que los despreciados samaritanos valen como cien, como mil judíos y galileos para defender al Cristo. Venid. Entrad en nuestras casas, vosotros, emisarios del Señor. ¡Será como si entrara Él! ¡Hace mucho que Samaria espera el amor de los siervos de Dios!
Se alejan llevando en medio, como en triunfo, a estos que creo no equivocarme si los defino como emisarios del Sanedrín. Y dicen:
-Ya vemos que nos ama, porque en pocos días es el segundo grupo de discípulos que nos envía. Y hemos hecho bien tratando con amor a los primeros, ¡y también mostrándonos tan buenos con Él en orden a los hijitos de esa mujer nuestra muerta! El ya nos conoce…
Se alejan contentos.
Toda Efraím se echa a la calle para ver el insólito hecho de un cortejo de carros romanos cruzándola. Son muchos carros y literas cubiertas, flanqueadas por esclavos, precedidas y seguidas por legionarios. La gente intercambia gestos significativos y bisbisea. El cortejo, llegado al camino que se desvía hacia Betel y Ramá, se separa en dos partes. Se quedan parados un carro y una litera con una escolta de soldados; el resto prosigue.
Las cortinas de la litera se descorren un instante y una mano adornada con gemas, blanca, de mujer, hace una señal al jefe de los esclavos para que se acerque. El hombre obedece sin decir nada. Escucha. Se acerca a un grupo de mujeres curiosas. Pregunta:
-¿Dónde está el Rabí de Nazaret?
-En aquella casa. Pero a esta hora normalmente está en el torrente. Allí hay una pequeña isla. Hacia aquellos sauces. Donde está aquel chopo. Allí pasa orando días enteros.
El hombre vuelve y refiere. La litera se pone de nuevo en movimiento. El carro permanece donde está. Los soldados siguen a la litera hasta las orillas del torrente y cortan el camino. Sólo la litera va, costeando el curso de agua, hasta la altura de la isla, la cual, avanzando la estación climática, se ha poblado mucho de vegetación: es ahora una espesura impenetrable dominada por el tronco y la copa argéntea del chopo. Una orden y la litera cruza el pequeño curso de agua, entrando en ella los portadores, que llevan vestimentas cortas. Baja Claudia Prócula con una liberta, y Claudia hace a un esclavo negro de la escolta de la litera una señal de seguirla. Los otros vuelven a la orilla.
Claudia, seguida por los dos, se adentra en la corta islita, en dirección hacia el chopo que descuella en el centro. Las altas hierbas ahogan el ruido de los pasos. Llega casi al lugar donde está Jesús, absorto, sentado al pie del árbol. Lo llama mientras avanza ella sola; contemporáneamente, con un gesto imperioso, clava en el lugar en que estaban a los dos fieles que la acompañan.
Jesús alza la cabeza y, al ver a la mujer, se pone en pie enseguida. La saluda, pero permaneciendo erguido contra el tronco del chopo; no muestra ni estupor, ni molestia o enfado por la intrusión.
Claudia, después del saludo, va al grano sin rodeos:
-Maestro, han venido a mí, mejor dicho: a Poncio, algunos… Yo no hago largos discursos. Pero, dado que te admiro, te digo, como habría dicho a Sócrates si hubiera vivido en sus días, o a cualquier otro hombre virtuoso perseguido injustamente: «yo no puedo mucho, pero lo que me sea posible lo haré». Y, entretanto, escribiré a donde pueda para otorgarte protección y también… poder. Viven entronizados, o en los puestos altos, muchos que no lo merecen…
-Dómina, no te he pedido ni honores ni protección. El verdadero Dios te premie tu pensamiento. Pero da tus honores y tus protecciones a quien los ambicione. Yo no tiendo a eso.
-¡Ah, esto es lo que quería! ¡Tú eres, entonces, verdaderamente el Justo que yo presentía! ¡Y los otros, tus indignos calumniadores! Se han presentado a nosotros y…
-No hace falta que hables, dómina. Yo sé.
-¿Sabes también que se dice que por tus pecados has perdido todo poder y que por eso vives aquí segregado?
-También lo sé. Y sé que esta última cosa te ha resultado más fácil de creer que la primera. Porque tu mente pagana tiene capacidad de discernir el poder humano o la bajeza humana de un hombre; pero no puedes todavía comprender lo que es el poder del espíritu. Estás… desilusionada de tus dioses, que en vuestras religiones aparecen en continuas controversias y con un muy lábil poder sujeto a fáciles interdicciones por contrastes de unos con otros. Y tienes la misma idea del Dios verdadero. Pero no es así. Como era cuando me viste la primera vez curar a un leproso, así soy ahora, y así seré cuando parezca completamente destruido. ¿Ése es tu esclavo mudo, no es verdad?
-Sí, Maestro.
-Dile que se acerque.
Claudia lanza una voz y el hombre se acerca y se postra en tierra entre Jesús y su ama. Su pobre corazón de salvaje no sabe a quién venerar más. Tiene miedo de que, si venera más al Cristo que a su ama, ésta lo castigue. Pero, a pesar de todo, mirando primero suplicantemente a Claudia, repite el gesto llevado a cabo en Cesárea: toma el pie desnudo de Jesús entre sus gruesas manos negras y, arrojándose rostro en tierra, se pone el pie encima de la cabeza.
-Dómina, escucha. Según tú, ¿es más fácil conquistar solos un reino o hacer renacer una parte del cuerpo que ya no
existe?
-Conquistar un reino, Maestro. La fortuna ayuda a los audaces. Pero nadie, o sea, sólo Tú, puede hacer renacer a un muerto y dar nuevos ojos a un ciego.
-¿Y por qué?
-Porque… Porque Dios puede hacer todo.
-¿Entonces para ti Yo soy Dios?
-Sí… o, al menos, Dios está contigo.
-¿Puede Dios estar con un malvado? Hablo del verdadero Dios, no de vuestros ídolos, que son delirios de quien busca aquello que siente que existe, sin saber lo que es, y se crea fantasmas para apagar el ansia de su alma.
-Yo diría que no. No. Diría que no. Nuestros mismos sacerdotes pierden el poder en cuanto caen en culpa. -¿Qué poder?
-Pues… el de leer los signos del cielo y los oráculos de las víctimas, el vuelo y el canto de las aves. Ya sabes… los augures, los arúspices…
-Sé. Sé. ¿Y entonces? Mira. Y tú alza la cabeza y abre la boca, oh hombre al que un cruel poder humano privó de un don de Dios. Y por voluntad del Dios verdadero, único, Creador de cuerpos perfectos, recibe lo que el hombre te quitó.
Ha metido su dedo blanco en la boca abierta del mudo.
La liberta, curiosa, no sabe contenerse en su sitio y se acerca para mirar. Claudia está muy agachada observando. Jesús quita el dedo y grita:
-Habla, usa la parte renacida para alabar al Dios verdadero.
Y, imprevisto como toque de trompeta de un instrumento mudo hasta ese momento, gutural pero neto, responde un
grito:
-¡Jesús! – y el negro cae a tierra llorando su alegría, y lame, verdaderamente lame, los pies desnudos de Jesús, como podría hacer un perro agradecido.
-¿He perdido mi poder, dómina? A quienes insinúan esto, dales esta respuesta. Y tú álzate y sé bueno, pensando en lo mucho que te he amado. Te he llevado en mi corazón desde el día de Cesárea. Y contigo a todos los que son como tú. Considerados mercancía, considerados menos que los animales, cuando en realidad sois hombres, iguales que César en cuanto a la concepción y quizás mejores que él en cuanto a la voluntad del corazón… Puedes retirarte, dómina. No hay más que decir.
-Sí que hay más. Lo que hay es que yo había dudado… Lo que hay es que yo, con dolor, casi creía en lo que se decía de ti. Y no sólo yo. Perdónanos a todas, menos a Valeria, que siempre ha tenido un único pensamiento; más aún, que cada vez progresa más en ese pensamiento. Y también otra cosa: que aceptes mi don: este hombre – ahora que habla, ya no podría servirme- y mi dinero.
-No. Ni lo uno ni lo otro.
-¡Entonces no me perdonas!
-Si perdono incluso a los de mi pueblo, doblemente culpables de no conocerme en lo que soy, ¿no iba a perdonaros a vosotros, vacíos de toda cognición divina? Mira, he dicho que no aceptaba ni el dinero ni al hombre. Ahora tomo dinero y hombre, y con el dinero emancipo al hombre. Te devuelvo tu dinero porque compro a este hombre. Y lo compro para devolverlo a la libertad, para que vaya a sus tierras y diga que está en la Tierra Aquel que ama a todos los hombres, y que cuanto más infelices los ve más los ama. Ten tu bolsa.
-No, Maestro. Es tuya. El hombre es libre de todas formas. Es mío. Te lo he donado. Tú lo liberas. No es necesario dinero para eso.
-Bueno, pues… ¿Tienes un nombre? – pregunta al hombre.
-Lo llamábamos Calixto, por chanza. Pero cuando fue tomado…
-No importa. Conserva ese nombre. Y hazlo verdadero haciéndote hermosísimo en tu espíritu. Ve. Sé feliz, porque Dios te ha salvado.
¡Marcharse! El negro no se cansa de besar y decir: « ¡Jesús! ¡Jesús!, y vuelve a ponerse el pie de Jesús en la cabeza, y
dice:
-Tú. Mi único Amo.
-Yo. Tu verdadero Padre. Dómina, te encargarás de él para que vuelva a su tierra. Usa el dinero para eso. Y el resto que se le dé a él. Adiós, dómina. No acojas nunca las voces de las tinieblas. Sé justa. Y que sepas conocerme. Adiós, Calixto. Adiós, mujer.
Jesús pone fin al coloquio. Cruza de un solo salto el torrente, por la parte opuesta a donde está parada la litera, y se adentra entre los matorrales, los sauces y las cañas.
Claudia llama a los portadores de la litera. Pensativa, sube a ella. Pero si Claudia calla, la liberta y el esclavo emancipado hablan por diez, y hasta los legionarios pierden su estatuaria disciplina ante el prodigio de una lengua renacida. Claudia está demasiado pensativa como para ordenar silencio. Semiechada en la litera, hincado el codo en los almohadones, apoyada la cabeza en la mano, no oye nada. Está absorta. Ni siquiera se da cuenta de que la liberta no está con ella, sino que habla como una urraca con los portadores mientras Calixto habla con los legionarios, los cuales, si bien mantienen las filas, no mantienen el silencio. ¡Demasiada emoción para hacerlo! Desandando el camino, llegan a la bifurcación para Betel y Ramá; la litera deja Efraím para reunirse con el resto del cortejo.